Félix Rubén García Sarmiento, conocido como Rubén Darío nació en Nicaragua (en Metapa, hoy Ciudad Darío) en 1867, murió en 1916.
Fue el máximo representante del Modernismo literario en la lengua española.
Si bien no fue él quien dio nacimeinto al modernismo, con la publicación de su libro Azul marcaría su inicio, y su libro Prosas profanas sería considerado el triunfo de este movimiento en las letras hispanoamericanas.
Fue el máximo representante del Modernismo literario en la lengua española.
Si bien no fue él quien dio nacimeinto al modernismo, con la publicación de su libro Azul marcaría su inicio, y su libro Prosas profanas sería considerado el triunfo de este movimiento en las letras hispanoamericanas.
Un cuento para Jeannette
Jeannette, ven a ver la dulzura de la tarde. Mira ese suave oro crepuscular, esa rosa de ala de flameno, fundido en tan compasivo azul. La cúpula de la iglesia se recorta, negra, sobre la pompa vespertina, Jeannette, mira la partida del día, la llegada de la noche; y en este amable momento haz que tu respirar mueva mis cabellos, y tu perfume me dé ayuda de ensueños, y tu voz, de cuando en cuando, despedace, ingenuamente el cristal sutil de mis meditaciones.
Porque tú tienes la culpa ¡oh, Jeannette! De no ser duquesa. Mucho lo dice tu perfil, tu orgulloso y sonrosado rostro, igual en un todo al de la trágica María Antonieta, que con tanta gracia sabía medir el paso de la pavana. Si J`Suzzette, J´adore Suzon, dice el omnipotente Lírico de Francia, en un verso en que Júpiter se divierte. Tú, Jeannette, no eres Jeannetton, por la virtud de tu natural imperio, y así como eres Jeannetton, por la virtud de tu natural imperio, y así como eres Jeannette, te quiero Jeannette. Y cuando callas, que es muchas veces, pues posees el adorable don del silencio, mi fantasía tiene a bien regalarte un traje de corte que oculta tus percales, y una gran cabellera empolvada y unos caprichos de pájaro imperial que comiera gustoso fresas y corazones; —y una guillotina...
Jeannette, ¿qué te dice el crepúsculo? Yo lo miro reflejarse en tus ojos, en tus dos enigmáticos y negros ojos, en tus dos enigmáticos y negros y diamantinos ojos de ave extraña. (Serían los ojos del papemor fabulosos como los tuyos).
Yo te cantaré ahora un cuento crepuscular, con la precisa condición de que no has de querer comprenderlo: pues sin intentas abrir los labios, volarán todos los papemores del cuento. Oye, nada más; mira, nada más. Oye, si suenan músicas que has oído en un tiempo, cuando eras jardinera en el reino de Mataquín y pasaban los principes de caza; ve, si crees reconocer rostros en el cortejo, y si las pedrerías moribundas de esta tarde te hacen revivir en la memoria un tiempo de fabulosa existencia...
Este era un rey... (En tu cabecita encantadora, mi Jeannette, no acaban de soltarse las llaves de las fuentes de colores? ¿No te llama el acento de Tus Mil y una noches?.
El rey era Belzor, en las islas Opalinas, más allá de la tierra en que viviera Camaralzamán. Y el rey Belzor, como todos los reyes, tenía una hija; y ella había nacido en un día melancólico, al nacer también en la seda del cielo el lucero de la tarde.
Como todas las princesas, Vespertina —éste era su nombre— tenía por madrina una hada, la cual el día de su nacimiento había predicho toda suerte de triunfos, toda felicidad, con la única condición de que, por ser nacida bajo signos arcanos especiales, no mostraría nunca su belleza, no saldría de su palacio de plata pulida y de marfil, sino en la hora en que surgiese, en la celeste seda, el lucero de la tarde, pues Verpertina era una flor crepuscular. Por eso cuando el sol brillaba en su melodía, nada más triste que las islas solitarias y como agotadas; más cuando llegaba la hora delicada del poniente, no había alegría comparable a la de las islas. Verpertina salía, desde su infancia, a recorrer sus jardines y kioscos, y ¡oh, adorable alegría!, ¡oh, alegría llena de una tristeza infinitamente sutil... los cisnes cantaban en los estanques, como si estuviesen próximos a las más deliciosa agonía; y los pavos reales, bajo las alamedas, o en los jardines de extraña geometría, se detenían, con aires hieráticos, cual si esperasen ver venir algo...
Y era Verspertina que pasaba, con paso de blanca sombra, pues su belleza dulcemente fantasmal dábale el aire de una princesa astral, cuya carne fuese impalpable y cuyo beso tuviese por nombre: Imposible.
Bajo sus pies brillaban los ópalos y las perlas; en las frescas rosas blancas, en los trémulos tirsos de los jazmineros.
Delante de ella iba su galgo de color de la nieve, que había nacido en la luna, el cual tenía ojos de hombre.
Y todo era silencio armonioso a su paso, por los jardines, por los kioscos, por las alamedas, hasta que ella se detenía, al resplandor de la luna que aparecía, a escuchar la salutación del ruiseñor, que le decía:
—Princesa Verpertina, en un en país remoto está el príncipe Azur,
que ha de traer a tus labios y a tu corazón las más gratas mieles.
Mas no te dejes encantar por el encanto del príncipe rojo, que tiene
una coraza de sol y un penacho de llamas.
Y Vespertina íbase a su camarín, en su palacio de plata pálida y marfil... ¿A pensar en el príncipe Azur? No, Jeannette, a pensar en el príncipe Rojo.
Porque Vespertina, aunque tan etérea, era mujer, y tenía una cabecita que pensaba asï: El ruiseñor es un pájaro que canta divinamente; pero es muy parlanchín, y el príncipe Rojo debe de tener jaleas y pasteles que no sabe hacer el cocinero del rey Balzor.
El cual dijo un día a su hija:
—Han venido dos embajadores a pedir tu mano. El uno llegó en
una bruma perfumada, y dijo su mensaje acompañando las palabras
con un son de viola. El otro, al llegar, ha secado los rosales del
jardín, pues su caballo respiraba fuego. El uno dice: Mi amo es el
príncipe Azur. El otro dice: Mi amo es el príncipe Rojo.
Era la hora del crepúsculo y el ruiseñor cantaba en la ventana de Vespertina a plena garganta: Princesa Vespertina, en un país remoto está el príncipe Azur, que ha de traer a tus labios y a tu corazón las más gratas mieles. Mas no te dejes encantar por el encanto del príncipe Rojo, que tiene una coraza de sol y un penacho de llamas.
—¡Por el lucero de la tarde! —dijo Vespertina—, juro que no me he de casar, padre mío, sino con el principe Rojo.
Y así fue dicho al mensajero del caballo de fuego el cual partió sonando un tan sonoro olifante, que hacía temblar los bosques.
Y días después oyóse otro mayor estruendo cerca de las islas Opalinas; y se cegaron los cisnes y los pavos reales.
Porque como un mar de fuego era el cortejo del príncipe Rojo; el cual tenía una coraza de sol y un penacho de llama; tal como si fuese el sol mismo.
Y dijo:
—¿Dónde está, ¡oh, rey Belzor, tu hija, la princesa Vespertina? Aquí está mi carroza roja para llevarla a mi palacio.
Y entre tanto en las islas era como el mediodía, la luz lo corroía todo, como un ácido; y del palacio de marfil y de plata pálida, salió la princesa Vespertina.
Y acontecía que no vio la faz del príncipe Rojo, porque de pronto se volvió ciega, como los pavos reales y los cisnes; y al querer adelantarse a la carroza, sintió que su cuerpo fantasmal se desvanecía; y, en medio de una inmensa desolación luminosa, se desvaneció como un copo de nieve o un algodón de nube... Porque ella era una flor crepuscular; y porque, si el sol se presenta, desaparece en el azul el lucero de la tarde.
Jeannette, a las flores crepusculares, sones de viola, a los cisnes, pedacitos de pan en el estanque; a los ruiseñores, jaulas bonitas, y ricas jaleas como las que quería comer la golosa Vespertina, a las muchachas que se portan bien.
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