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La muñeca negra - José Martí



José Martí nació en Cuba en 1852 y murió en Cuba en 1895.
Por su prédica a favor de la independencia de su país estuvo desterrado dos veces en España, viajó por Francia e Inglaterra.
Trabajó en México, Guatemala y Venezuela. Y luego se radicó en los Estados Unidos de América.
Fue el creador de un estilo nuevo en la poesía hispanoamericana.
En su prosa modernista dejó bien claros sus ideales patrióticos.

 

La muñeca negra

De puntillas, de puntillas, para no despertar a Piedad, entran en el cuarto de dormir el padre y la madre. Vienen riéndose, como dos muchachones. Vienen de la mano, como dos muchachos. El padre viene detrás, como si fuera a tropezar con todo. La madre no tropieza; porque conoce el canino. ¡Trabaja mucho el padre, para comprar todo lo de la casa, y no puede ver a su hija cuando quiere! A veces, allá en el trabajo, se ríe solo, o se pone de repente como triste, o se le ve en la cara como una luz; y es que está pensando en su hija; se le cae la pluma de la mano cuando piensa así, pero en seguida empieza a escribir, y escribe tan de prisa, tan de prisa, que es como si la pluma fuera volando. Y le hace muchos rasgos a la letra, y las oes le salen grandes como un sol y las ges largas como un sable, y las eles están debajo de la línea, como si se fueran a clavar en el papel, y las eses caen al fin de la palabra, como una hoja de palma; ¡tiene que ver lo que escribe el padre cuando ha pensado mucho en la niña! El dice que siempre que le llega por la ventana el olor de las flores del Jardín, piensa en ella. O a veces, cuando está trabajando cosas de números, o poniendo un libro sueco en español, la ve venir, venir despacio, como en una nube, y se le sienta al lado, le quita la pluma, para que repose un poco, le da un beso en la frente, le tira de la barba rubia, le esconde el tintero: es sueño no más, no más que sueño, como esos que se tienen sin dormir, en que ve uno vestidos muy bonitos, o un caballo vivo de cola muy larga, o un cochecito, con cuatro chivos blancos, o una sortija con la piedra azul; sueño es no más, pero dice el padre que es como si lo hubiera visto, y que después tiene más fuerza y escribe mejor. Y la niña se va, se va despacio por el aire, que parece de luz todo; se va como una nube.

Hoy el padre no trabajó mucho, porque tuvo que ir a una tienda; ¿a que iría el padre a una tienda? y dicen que por la puerta de atrás entró una caja grande; ¿que vendrá en la caja? ¡a saber lo que vendrá! mañana hace ocho años que nació Piedad. La criada fue al jardín y se pinchó el dedo por cierto, por querer coger, para un ramo que hizo, una flor muy hermosa. La madre a todo dice que sí, y se puso el vestido nuevo, y le abrió la jaula al canario. El cocinero está haciendo un pastel, y recortando en figura de flores los nabos y las zanahorias, y le devolvió a la lavandera el gorro, porque tenía una mancha que no se veía apenas, pero, "¡hoy, hoy, señora lavandera, el gorro ha de estar sin mancha!" Piedad no sabía, no sabía. Ella sí vio que la casa estaba como el primer día de sol, cuando se va ya la nieve, y les salen las hojas a los árboles. Todos sus juguetes se los dieron aquella noche, todos. Y el padre llego muy temprano del trabajo, a tiempo de ver a su hija dormida. La madre lo abrazo cuando lo vio entrar; ¡y lo abrazo de veras! Mañana cumple Piedad ocho años.

El cuarto está a media luz, una luz como la de las estrellas, que viene de la lámpara de velar, con su bombillo de color de ópalo. Pero se ve, hundida en la almohada, la cabecita rubia. Por la ventana entra la brisa, y parece que juegan, las mariposas que no se ven, con el cabello dorado. Le da en el cabello la luz. Y la madre y el padre vienen andando, de puntillas. ¡Al suelo, el tocador de jugar! ¡Este padre ciego, que tropieza con todo! Pero la niña no se ha despertado. La luz le da en la mano ahora; parece una rosa la mano. A la cama no se puede llegar; porque están alrededor todos los juguetes, en mesas y sillas. En una silla está el baúl que le mandó en Pascuas la abuela, lleno de almendras y de mazapanes; boca abajo está el baúl, como si lo hubieran sacudido, a ver si caía alguna almendra de un rincón, o si andaban escondidas por la cerradura algunas migajas de mazapán; ¡eso es, de seguro, que las muñecas tenían hambre! En otra silla está la loza, mucha loza y muy fina, y en cada plato una fruta pintada; un plato tiene una cereza, y otro un higo, y otro una uva; da en el plato ahora la luz, en el plato del higo, y se ven como chispas de estrellas; ¿cómo habrá venido esta estrella a los platos? "¡Es azúcar!" dijo el pícaro padre. "¡Eso es de seguro!" dice la madre: "eso es que estuvieron las muñecas golosas comiéndose el azúcar". El costurero está en otra silla, y muy abierto, como de quien ha trabajado de verdad; el dedal está machucado ¡de tanto coser! cortó la modista mucho, porque del calicó que le dio la madre no queda más que redondel con el borde de picos, y el suelo está por allí lleno de recortes, que le salieron mal a la modista, y allí está la chambra empezada a coser, con la aguja clavada, junto a una gota de sangre. Pero la sala, y el gran juego, está en el velador, al lado de la cama. El rincón, allá contra la pared, es el cuarto de dormir de las muñequitas de loza, con su cama de la madre, de colcha de flores, y al lado una muñeca de traje rosado, en una silla roja; el tocador está entre la cama y la cuna, con su muñequita de trapo, tapada hasta la nariz, y el mosquitero encima; la mesa del tocador es una cajita de cartón castaño, y el espejo es de los buenos, de los que vende la señora pobre de la dulcería, a dos por un centavo. La sala está delante del velador, y tiene en medio una mesa, con el pie hecho de un carretel de hilo, y lo de arriba de una concha de nácar, con una jarra mexicana en medio, de las que traen los muñecos aguadores de México; y alrededor unos papelitos doblados, que son los libros. El piano es de madera, con las teclas pintadas; y no tiene banqueta de tornillo, que eso es poco lujo, sino una de espaldar, hecha de la caja de una sortija, con lo de abajo forrado de azul; y la tapa cosida por un lado, para la espalda, y forrada de rosa; y encima un encaje. Hay visitas, por supuesto, y son de pelo de veras, con ropones de seda lila de cuartos blancos, y zapatos dorados; y se sientan sin doblarse, con los pies en el asiento; y la señora mayor, la que trae gorra color de oro, y está en el sofá, tiene su levantapiés, porque del sofá se resbala; y el levantapiés es una cajita de paja japonesa, puesta boca abajo; en un sillón blanco están sentadas juntas, con los brazos muy tiesos, dos hermanas de loza. Hay un cuadro en la sala, que tiene detrás, para que no se caiga, un pomo de olor; y es una niña de sombrero colorado, que trae en los brazos un cordero. En el pilar de la cama, del lado del velador, está una medalla de bronce, de una fiesta que hubo con las cintas francesas; en su gran moña de los tres colores está adornando la sala el medallón, con el retrato de un francés muy hermoso, que vino de Francia a pelear porque los hombres fueran libres, y otro retrato del que inventó el pararrayos, con la cara de abuelo que tenía cuando paso el mar para pedir a los reyes de Europa que lo ayudaran a hacer libre su tierra; esa es la sala, y el gran juego de Piedad. Y en la almohada, durmiendo en su brazo, y con la boca desteñida de los besos, está su muñeca negra.
Los pájaros del jardín la despertaron por la mañanita. Parece que se saludan los pájaros, y la convidan a volar. Un pájaro llama, y otro pájaro responde, En la casa hay algo, porque los pájaros se ponen así cuando el cocinero anda por la cocina saliendo y entrando, con el delantal volándole por las piernas, y la olla de plata en las dos manos, oliendo a leche quemada y a vino dulce. En la casa hay algo: porque sí no, ¿para qué está ahí, al pie de la cama, su vestidito nuevo, el vestidito color de perla, y la cinta lila que compraron ayer, y las medias de encaje? "Yo te digo, Leonor, que aquí pasa algo. Dímelo tú, Leonor, tú que estuviste ayer en el cuarto de mamá, cuando yo fui a paseo. ¡Mamá mala, que no te dejó ir conmigo, porque dice que te he puesto muy fea con tantos besos, y que no tienes pelo, porque te he peinado mucho! La verdad, Leonor; tú no tienes mucho pelo; pero yo te quiero así, sin pelo, Leonor; tus ojos son los que quiero yo, porque con los ojos me dices que me quieres; te quiero mucho, porque no te quieren: ¡a ver! ¡sentada aquí en mis rodillas, que te quiero peinar! las niñas buenas se peinan en cuanto se levantan; ¡a ver, los zapatos, que ese lazo no está bien hecho!; y los dientes, déjame ver los dientes; las uñas; ¡Leonor, esas uñas no están limpias! Vamos, Leonor, dime la verdad; oye, oye a los pájaros que parece que tienen baile; dime, Leonor, ¿qué pasa en esta casa?" Y a Piedad se le cayó el peine de la mano, cuando le tenía ya una trenza hecha a Leonor; y la otra estaba toda alborotada. Lo que pasaba, allí lo veía ella. Por la puerta venía la procesión. La primera era la criada con el delantal de rizos de los días de fiesta, y la cofia de servir la mesa en los días de visita; traía el chocolate, el chocolate con crema, lo mismo que el día de Año Nuevo, y los panes dulces en una cesta de plata; luego venía la madre, con un ramo de flores blancas y azules; ¡ni una flor colorada en el ramo, ni una flor amarilla!; y luego venía la lavandera, con el gorro blanco que el cocinero no se quiso poner, y un estandarte que el cocinero le hizo, con un diaria y un bastón; y decía en el estandarte, debajo de una corona de pensamientos: "¡Hoy cumple Piedad ocho años!" Y la besaron, y la vistieran can el traje color de perla, y la llevaron, con el estandarte detrás, a la sala de los libros de su padre, que tenía muy peinada su barba rubia, como si se la hubieran peinado muy despacio, y redondeándole las puntas, y poniendo cada hebra en su lugar. A cada momento se asomaba a la puerta, a ver si Piedad venía; escribía, y se ponía a silbar; abría un libro, y se quedaba mirando a un retrato, a un retrato que tenía siempre en su mesa, y era como Piedad, una Piedad de vestido largo. Y cuando oyó ruido de pasos, y un vocerrón que venía tocando música en un cucurucho de papel ¿quién sabe lo que sacó de una caja grande? y se fue a la puerta con una mano en la espalda; y con el otro brazo cargó a su hija. Luego dijo que sintió como que en el pecho se le abría una flor, y como que se le encendía en la cabeza un palacio, con colgaduras azules de flecos de oro, y mucha gente con alas; luego dijo todo eso, pero entonces, nada se le oyó decir. Hasta que Piedad dio un salto en sus brazos, y se le quiso subir por el hombro, porque en un espejo había visto lo que llevaba en la otra mano el padre. "¡Es como el sol el pelo, mamá, lo mismo que el sol! ¡ya la vi, ya la vi, tiene el vestido rosado! ¡dile que me la de, mamá: si es de peto verde, de peto de terciopelo, ¡como las mías son las medias, de encaje como las mías!" Y el padre se sentó con ella en el sillón, y le puso en los brazos la muñeca de seda y porcelana. Echó a correr Piedad, como si buscase a alguien. "¿Y yo me quedo hoy en casa por mi niña le dijo su padre, y mi niña me deja solo?" Ella escondió la cabecita en el pecho de su padre bueno. Y en mucho, mucho tiempo, no la levantó, aunque ¡de veras! le picaba la barba.

Hubo paseo por el jardín, y almuerzo con un vino de espuma debajo de la parra, y el padre estaba muy conversador, cogiéndole a cada momento la mano a su mamá, y la madre estaba como más alta, y hablaba poco, y era como música todo lo que hablaba. Piedad le llevó al cocinero una dalia roja, y se la prendió en el pecho del delantal; y a la lavandera le hizo una corona de claveles; y a la criada le llenó los bolsillos de flores de naranjo, y le puso en el pelo una flor, con sus dos hojas verdes. Y luego, con mucho cuidado, hizo un ramo de no me olvides. "¿Para quién es ese ramo, Piedad?" "No sé, no sé para quién es; ¡quien sabe si es para alguien!" Y lo puso a la orilla de la acequia, donde corría como un cristal el agua. Un secreto le dijo a su madre, y luego le dijo: "¡Déjame ir!" Pero le dijo "caprichosa" su madre: "¿y tu muñeca de seda, no te gusta? mírale la cara, que es muy linda; y no le has visto los ojos azules". Piedad sí se los había visto; y la tuvo sentada en la mesa después de comer, mirándola sin reírse; y la estuvo enseñando a andar en el jardín. Los ojos era lo que miraba ella; y le tocaba en el lado del corazón: "¡Pero, muñeca, háblame, háblame!" Y la muñeca de seda no le hablaba. "¿Con que no te ha gustado la muñeca que te compré, con sus medias de encaje y su cara de porcelana y su pelo fino?" "Sí, mi papá, si me ha gustado mucho. Vamos, señora muñeca, vamos a pasear. Usted querrá coches, y lacayos, y querrá dulce de castañas, señora muñeca. Vamos, vamos a pasear". Pero en cuanto estuvo Piedad donde no la veían, dejó a la muñeca en un tronco, de cara contra el árbol. Y se sentó sola, a pensar, sin levantar la cabeza, con la cara entre las dos manecitas. De pronto echó a correr, de miedo de que se hubiese llevado el agua el ramo de no me olvides.

—¡Pero, criada, llévame pronto!
¿Piedad, que es eso de criada? ¡Tú nunca le dices criada así, como para ofenderla!
No, mamá, no; es que tengo mucho sueño; estoy muerta de sueño. Mira, me parece que es un monte la barba de papá; y el pastel de la mesa me da vueltas, vueltas alrededor, y se están riendo de mí las banderitas; y me parece que están bailando en el aire las flores de la zanahoria; estoy muerta de sueño; ¡adiós, mi madre! mañana me levanto muy tempranito; tú, papá, me despiertas antes de salir; yo te quiero ver siempre antes de que te vayas a trabajar; ¡oh, las zanahorias! ¡estoy muerta de sueño! ¡Ay, mamá, no me mates el ramo! ¡mira, ya me mataste mi flor!

¿Con qué se enoja mi hija porque le doy un abrazo?
¡Pégame, mi mamá! ¡papá, pégame tú! es que tengo mucho sueño.

Y Piedad salió de la sala de los libros, con la criada que le llevaba la muñeca de seda.
¡Qué de prisa va la niña, que se va a caer! ¿Quién espera a la niña?
¡Quién sabe quién me espera!
Y no habló con la criada; no le dijo que le contase el cuento de la niña jorobadita que se volvió una flor; un juguete no más le pidió, y lo puso a los pies de la cama; y le acaricio a la criada la mano, y se quedo dormida. Encendió la criada la lámpara de velar, con su bombillo de ópalo; salió de puntillas; cerró la puerta con mucho cuidado. Y en cuanto estuvo cerrada la puerta, relucieron dos ojitos en el borde de la sábana; se alzó de repente la cubierta rubia; de rodillas en la cama, le dio toda la luz a la lámpara de velar; y se echó sobre el juguete que puso a los pies, sobre la muñeca negra. La besó, la abrazo, se la apretó contra el corazón: "Ven, pobrecita, ven, que esos malos te dejaron aquí sola; tú no estás fea, no, aunque no tengas más que una trenza; la fea es ésa, la que han traído hoy, la de los ojos que no hablan; dime, Leonor, dime, ¿tú pensaste en mí? mira el ramo que te traje, un ramo de no me olvides, de los más lindos del jardín; ¡así, en el pecho! ¡ésta es mi muñeca linda! ¿y no has llorado? ¡te dejaron tan sola! ¡no me mires así, porque voy a llorar yo! ¡no, tú no tienes frío! ¡aquí conmigo, en mi almohada, verás como te calientas! ¡y me quitaron, para que no me hiciera daño, el dulce que te traía! ¡así, así, bien arropadita! ¡a ver, mi beso, antes de dormirte! ¡ahora, la lámpara baja! ¡y a dormir, abrazadas las dos! ¡te quiero, porque no te quieren!"


Los dos ruiseñores - José Martí


José Martí nació en Cuba en 1852 y murió en Cuba en 1895.
Por su prédica a favor de la independencia de su país estuvo desterrado dos veces en España, viajó por Francia e Inglaterra.
Trabajó en México, Guatemala y Venezuela. Y luego se radicó en los Estados Unidos de América.
Fue el creador de un estilo nuevo en la poesía hispanoamericana.
En su prosa modernista dejó bien claros sus ideales patrióticos.


Los dos ruiseñores
(Versión libre de un cuento de Andersen)

En China vive la gente en millones, como si fuera una familia que no acabase de crecer, y no se gobiernan peor sí, como hacen los pueblos de hombres, sino que tienen de gobernante a un emperador, y creen que es hijo del cielo, porque nunca lo ven sino como si fuera el sol, con mucha luz por junto a él, y de oro el palanquín en que lo llevan, y los vestidos de oro. Pero los chinos están contentos con su emperador, que es un chino como ellos. ¡Lo triste es que el emperador venga de afuera, dicen los chinos, y nos coma nuestra comida, y nos mande matar porque queremos pensar y comer, y nos trate como a sus perros y como a sus lacayos! Y muy galán que era aquel emperador del cuento, que se metía de noche la barba larga en una bolsa de seda azul, para que no lo conocieran, y se iba por las casas de los chinos pobres, repartiendo sacos de arroz y pescado seco, y hablando con los viejos y los niños, y leyendo, en aquellos libros que empiezan por la última página, lo que Confucio dijo de los perezosos, que eran peor que el veneno de las culebras, y lo que dijo de los que aprenden de memoria sin preguntar por qué, que no son leones con alas de paloma, como debe el hombre ser, sino lechones flacos, con la cola de tirabuzón y las orejas caídas, que van donde el porquero les dice que vayan, comiendo y gruñendo. Y abrió escuelas de pintura, y de bordados, y de tallar la madera; y mandó poner preso al que gastase mucho en sus vestidos, y daba fiestas donde se entraba sin pagar, a oír las historias de las batallas y los cuentos hermosos de los poetas; y a los viejecitos los saludaba siempre como si fuesen padres suyos; y cuando los tártaros bravos entraron en China y quisieron mandar en la tierra, salió montado a caballo de su palacio de porcelana blanca y azul, y hasta que no echó al último tártaro de su tierra, no se bajó de la silla. Coma a caballo; bebía a caballo su vino de arroz; a caballo dormía. Y mandó por los pueblos unos pregoneros con trompetas muy largas, y detrás unos clérigos vestidos de blanco que iban diciendo así: "¡Cuando no hay libertad en la tierra, todo el inundo debe salir a buscarla a caballo!" Y por todo eso querían mucho los chinos a aquel emperador galán, aunque cuentan que eran muchas las golondrinas que dejaba sin nido, porque le gustaba mucho la sopa de nidos; y que una vez que otra se ponía a conversar con un frasco de vino de arroz; y lo encontraban tendido en la estera, con la barba revuelta en el suelo, y el vestido lleno de manchas. Esos días no salían las mujeres a la calle, y los hombres iban a su quehacer con la cabeza baja, como si les diera vergüenza ver el sol. Pero eso no sucedía muchas veces, sino cuando se ponía triste porque los hombres no se querían bien ni hablaban la verdad; lo de siempre era la alegría, y la música, y el baile, y los versos, y el hablar de valor y de las estrellas; y así pasaba la vida del emperador, en su palacio de porcelana blanca y azul.

Hermosísimo era el palacio, y la porcelana hecha de la pasta molida del mejor polvo kaolin, que da una porcelana que parece luz, y suena como la música, y hace pensar en la aurora, y en cuanto empieza a caer la tarde. En los jardines había naranjos enanos, con más naranjas que hojas; y peceras con peces de amarillo y carmín, con cinto de oro; y unos rosales con rosas rojas y negras, que tenían cada una su campanilla de plata, y daban a la vez música y olor. Y allá al fondo había un bosque muy grande y hermoso, que daba al mar azul, y en un árbol de los del bosque vivía un ruiseñor, que les cantaba a los pobres pescadores canciones tan lindas, que se olvidaban de ir a pescar; y se les veía sonreír del gusto, o llorar de contento, y abrir los brazos, y tirar besos al aire, como si estuviesen locos. ¡Es mejor el vino de la canción que el vino del arroz!" decían los pescadores. Y las mujeres estaban contentas, porque cuando el ruiseñor cantaba, sus maridos y sus hijos no bebían tanto vino de arroz. Y se olvidaban del canto los pescadores cuando no lo oían; pero en cuanto lo volvían a oír, decían, abrazándose como hermanos: "Qué hermoso es el canto del ruiseñor!"

Venían de afuera muchos viajeros a ver el país; y luego escribían libros de muchas hojas, en que contaban la hermosura del palacio y el jardín, y lo de los naranjos, y lo de los peces, y lo de las rosas roji-negras; pero todos los libros decían que el ruiseñor era lo más maravilloso; y los poetas escribían versos al ruiseñor que vivía en un árbol del bosque, y cantaba a los pobres pescadores los cantos que les alegraban el corazón; hasta que el emperador vio los libros, y del contento que tenía le dio con el dedo tres vueltas a la punta de la barba, porque era mucho lo que celebraban su palacio y su jardín; pero cuando llego a donde hablaban del ruiseñor: "¿Qué ruiseñor es éste dijo, que yo nunca he oído hablar de él? ¡Parece que en los libros se aprende algo! ¡Y esta gente de mi palacio de porcelana, que me dice todos los días que yo no tengo nada que aprender! ¡Venga ahora mismo el mandarín mayor!" Y vino, saludando hasta el suelo, el mandarín mayor, con su túnica de seda azul celeste, de florones de oro. "¡Puh! ¡puh!" contestaba el mandarín hinchando la cabeza, a todos los que le hablaban. Pero el emperador no le decía ni "¡puh!" ni "¡pih!" sino que se echaba a sus pies, con la frente en la estera, esperando, temblando, hasta que le decía "¡levántate!" el emperador.

—¡Levántate! ¿Qué pájaro es éste de que habla este libro, que dicen que es lo más hermoso de todo mi país?

—Nunca he oído hablar de él, nunca dijo el mandarín, arrodillándose en el aire, y con los brazos cruzados—; no ha sido presentado en palacio.
—¡Pues en palacio ha de estar esta noche! ¿Que el mundo entero sabe mejor que yo lo que tengo en mi casa?

—Nunca he oído hablar de él, nunca dijo el mandarín; dio tres vueltas redondas, con los brazos abiertos, se echo a los pies del emperador, con la frente en la estera, y salió de espaldas, con los brazos cruzados, y arrodillándose en el aire.

Y el mandarín empezó a preguntar a todo el palacio por el pájaro. Y el emperador mandaba a cada media hora a buscar al mandarín.

—Si esta noche no está aquí el pájaro, mandarín, sobre las cabezas de los' mandarines he de pasear esta noche.

¡Tsing-pé! ¡Tsing-pé! salió diciendo el mandarín mayor, que iba dando vueltas, con los brazos abiertos, escaleras abajo. Y los mandarines todos se echaron a buscar al pájaro, para que no pasease a la noche sobre sus cabezas el emperador. Hasta que fueron a la cocina del palacio, donde estaban guisando pescado en salsa dulce, e inflando bollos de maíz, y pintando letras coloradas en los pasteles de carne; y allí les dijo una cocinerita, de color de aceituna y de ojos de almendra, que ella conocía el pájaro muy bien, porque de noche iba por el camino del bosque a llevar las sobras de la mesa a su madre que vivía junto al mar, y cuando se cansaba al volver, debajo del árbol del ruiseñor descansaba, y era como si le conversasen las estrellas cuando cantaba el ruiseñor, y como si su madre le estuviera dando un beso.
¡Oh, virgen china!le dijo el mandarín¡digna y piadosa virgen!; en la cocina tendrás siempre empleo, y te concederé el privilegio de ver comer al emperador, si me llevas a donde el ruiseñor canta en el árbol, porque lo tengo que traer a palacio esta noche.

Y detrás de la cocinerita se pusieron a correr los mandarines, con las túnicas de seda cogidas por delante, y la cola del pelo bailándoles por la espalda; y se les iban cayendo los sombreros picudos.

Bramó una vaca, y dijo un mandarincito joven: ¡Oh, qué robusta voz! ¡qué pájaro magnífico!  

Es una vaca que brama dijo la cocinerita. Graznó una rana, y dijo el mandarincito:
¡Oh, qué hermosa canción, que suena con las campanillas!
Es una rana que grazna dijo la cocinerita. Y entonces rompió a cantar de veras el ruiseñor.
¡Ese, es es!dijo la cocinerita, y les enseñó un pajarito, que cantaba en una rama.
¡Ese!dijo el mandarín mayornunca creí que fuera una persona tan diminuta y sencilla; ¡nunca lo creí! O será, mandarines amigos ¡sí, debe ser! que al verse por primera vez frente a nosotros los mandarines, ha cambiado de color.
¡Lindo ruiseñor!decía la cocinerita el emperador desea oírte cantar esta noche.
Y yo quiero cantarcontestó el ruiseñor, soltando al aire un ramillete de arpegios.
¡Suena como las campanillas, como las campanillas de plata!dijo el mandarincito.
¡Lindo ruiseñor! a palacio tienes que venir, porque en palacio es donde está el emperador.
A palacio iré, iré cantó el ruiseñor, con un canto como un suspiro; ¡pero mi canto suena mejor en los árboles del bosque!

El emperador mandó poner el palacio de lujo; y resplandecían con la luz de los faroles de seda y de papel los suelos y las paredes; las rosas rojinegras estaban en los corredores y los atrios, y resonaban sin cesar, entre el bullicio del gentío, las campanillas; en el centro mismo de la sala, donde se le veía más, estaba un para] de oro, para que el ruiseñor cantase en él; y a la cocinerita le dieron permiso para que se quedase en la puerta. La corte estaba de etiqueta mayor, con siete túnicas y la cabeza acabada de rapar. Y el ruiseñor cantó tan dulcemente que le corrían en hilo las lágrimas al emperador; y los mandarines, de veras, lloraban; y el emperador quiso que le pusieran al ruiseñor al cuello su chinela de oro; pero el ruiseñor metió el pico en la pluma del pecho, y dijo "gracias" en un trino tan rico y vigoroso, que el emperador no lo mandó a matar porque no había querido colgarse la chinela. Y en su canto decía el ruiseñor: "No necesito la chinela de oro, ni el botón colorado, ni el birrete negro, porque ya tengo el premio más grande, que es hacer llorar a un emperador".

Aquella noche, en cuanto llegaron a sus casas, todas las damas tomaron sorbos de agua, y se pusieron a hacer gárgaras y gorgoritos, y ya se creían muy finos ruiseñores. Y la gente de establo y cocina decía que estaba bien, lo que es mucho decir, porque esa es gente que lo halla mal todo. Y el ruiseñor tenía su caja real, con permiso para volar dos veces al día, y una en la noche. Doce criados de túnica amarilla lo sujetaban cuando salía a volar por doce hilos de seda. En la ciudad no se hablaba más que del canto, y en cuanto uno decía "rui..." el otro decía "...señor". Y Llamaba "ruiseñor" a los niños que nacían, pero ninguno cantó nunca una nota.

Un día recibió el emperador un paquete, que decía "El Ruiseñor" en la tapa, y creyó que era otro libro sobre el pájaro famoso; pero no era libro, sino un pájaro de metal que parecía vivo en su caja de oro, y por plumas tenía zafiros, diamantes y rubíes, y cantaba como el ruiseñor de verdad en cuanto le daban cuerda, moviendo la cola de oro y plata; llevaba al cuello una cinta con este letrero: "¡El ruiseñor del emperador de China es un aprendiz, junto al del emperador del Japón!"
¡Hermoso pájaro es!dijo toda la corte, y le pusieron el nombre de "gran pájaro internacional"; porque se usan estos nombres en China, pomposos y largos; pero cuando puso el emperador a cantar juntos al ruiseñor vivo y al artificial, no anduvo el canto bueno, porque el vivo cantaba como le nacía del corazón, sincero y libre, y el artificial cantaba a compás, y no salía del valse.
¡A mi gusto! ¡esto es a mi gusto!decía el maestro de música; y canto sólo el pájaro de las piedras, tan bien como el vivo. ¡Y luego, tan lleno de joyas que relumbraban, lo mismo que los brazaletes, y los joyeles, y los broches! Treinta y tres veces seguidas cantó la misma tonada sin cansarse, y el maestro de música y la corte lo hubieran oído con gusto una vez más, si no hubiese dicho el emperador que el vivo debía cantar algo. ¿El vivo? Lejos estaba, lejos de la corte y del maestro de música. Los vio entretenidos, y se les escapo por la ventana.
¡Oh, pájaro desagradecido!dijo el mandarín mayor, y dio tres vueltas redondas, y se cruzo de brazos.
Pero mejor mil veces es este pájaro artificial decía el maestro de música; porque con el pájaro vivo, nunca se sabe como va a ser el canto, y con éste, se está seguro de lo que va a ser; con éste todo está en orden, y se le puede explicar al pueblo las reglas de la música.

Y el emperador dio permiso para que el domingo sacase el maestro al pájaro a cantar delante del pueblo, que parecía muy contento, y alzaba el dedo y decía que sí con la cabeza; pero un pobre pescador dijo "que él había oído al ruiseñor del bosque, y que éste no era como aquél, porque le faltaba algo de adentro, que él no sabía lo que era". El emperador mando desterrar al ruiseñor vivo, y al otro de la caja se lo pusieron a la cabecera, en un cojín de seda, con muchos presentes de joyas y de argentería, y lo llamaban por título de corte "cantor de alcoba y pájaro continental, que mueve la cola como el emperador se la manda mover". Y el maestro de música se sintió tan feliz que escribió un libro de veinticinco tomos sobre el ruiseñor artificial, con muchos esdrújulos y palabras de extraña sabiduría; y la corte entera dijo que lo había leído y entendido, de miedo de que los tuviesen por gente fofa y de poca educación, y de que el emperador se pasease sobre sus cabezas.

Pasó un año, y emperador, corte y país conocían como cosa de sí mismos cada gorgeo, y vuelta del "pájaro continental"; y como que lo podían entender, lo declaraban magnífico ruiseñor. Cantaban su valse los cortesanos todos. Y los chicuelos de la calle. Y el emperador lo cantaba también, y lo bailaba, cuando estaba solo con su vino de arroz. Era un valse el imperio, que andaba a compás, con mucho orden, al gusto del maestro de música. Hasta que una noche, cuando estaba el pájaro en lo mejor del canto, y el emperador lo oía, tendido en su cama de randas y colgaduras, saltó un resorte de la máquina del ruiseñor, como huesos que se caen sonaron las ruedas, y paró la música. Se echó de la cama el emperador, y mandó llamar a un médico. El médico no supo que hacer; y vino el relojero. El relojero, mal que bien, puso las ruedas locas en su lugar, pero encargó que usasen del pájaro muy poco, porque estaban gastados los cilindros, y el ruiseñor aquel no podía en verdad cantar más de una vez al año. El maestro de música le echó encima un discurso al relojero, y le dijo traidor, y venal, chino espúreo, y espía de los tártaros, porque decía que el pájaro continental no podía cantar más que una vez. En la puerta iba ya el relojero, y todavía le estaba diciendo el maestro de música malas palabras: "¡traidor! ¡venal! ¡chino espúreo! ¡espía de los tártaros!" Porque estos maestros de música de las cortes no quieren que la gente honrada diga la verdad desagradable a sus amos.

Cinco años después había mucha tristeza en la China, porque estaba al morir el pobre emperador, tanto que tenían nombrado ya al nuevo, aunque el pueblo agradecido no quería oír hablar de él, y se aprestaba a preguntar por el enfermo a las puertas del mandarín, que los miraba de arriba a abajo, y decía: "¡Puh!". "¡Puh! repetía la pobre gente, y se iba a su casa llorando.

Pálido y frío estaba en su cama de randas y colgaduras el emperador, y los mandarines todos lo daban por muerto, y se pasaban el día dando las tres vueltas con los brazos abiertos, delante del que debía subir al trono. Comían muchas naranjas, y bebían té con limón. En los corredores habían puesto tapices, para que no sonara el paso. No se oía en el palacio sino un ruido de abejas.

Pero el emperador no estaba muerto todavía. Al lado de su cama estaba el pájaro roto. Por una ventana abierta entraba la luz de la luna sobre el pájaro roto, y el emperador mudo y lívido. Sintió el emperador un peso extraño sobre su pecho, y abrió los ojos para ver. Vio a la Muerte, sentada sobre su pecho. Tenía en las sienes su corona imperial, y en una mano su espada de mando, y en la otra mano su hermosa bandera. Y por entre las colgaduras vio asomar muchas cabezas raras, bellas unas y como con luz, otras feas y de color de fuego. Eran las buenas y las malas acciones del emperador, que le estaban mirando a la cara. "¿Te acuerdas?" le decían las malas acciones. "¿Te acuerdas?" le decían las buenas acciones. "¡Yo no me acuerdo de nada, de nada!" decía el emperador: "¡música, música! ¡tráiganme la tambora mandarina, la que hace más ruido, para no oír lo que me dicen mis malas acciones!" Pero las acciones seguían diciendo: "¿Te acuerdas? ¿Te acuerdas?" "¡Música, música!" gritaba el emperador; "¡oh, hermoso pájaro de oro, canta, te ruego que cantes ¡yo te he dado regalos ricos de oro! ¡yo te he colgado al cuello mi chinela de oro! ¡te ruego que cantes!" Pero el pájaro no cantaba. No había uno que supiera darle cuerda. No daba una sola nota.

Y la Muerte seguía mirando al emperador con sus ojos huecos y fríos, y en el cuarto había una calma espantosa, cuando de pronto entro por la ventana el son de una dulce música. Afuera, en la rama de un árbol, estaba cantando el ruiseñor vivo. Le habían dicho que estaba muy enfermo el emperador, y venía a cantarle de fe y de esperanza. Y según iba cantando eran menos negras las sombras, y corría la sangre más caliente en las venas del emperador, y revivían sus carnes moribundas. La Muerte misma escuchaba, y le dijo: "¡Sigue, ruiseñor, sigue!" Y por un canto, le dio la Muerte la corona de oro; y por otro, la espada de mando; y por otro canto más, le dio la hermosa bandera. Y cuando ya la Muerte no tenía ni la bandera, ni la espada, ni la corona del emperador, canto el pájaro de la hermosura del camposanto, donde la rosa blanca crece, y da el laurel sus aromas a la brisa, y dan brillo y salud a la yerba las lágrimas de los dolientes. Y tan hermoso vio la Muerte en el canto a su jardín, que lo quiso ir a ver, y se levantó del pecho del emperador, y desapareció como un vapor por la ventana.
¡Gracias, gracias, pájaro celeste!decía el emperador—. Yo te desterré de mi reino, y tú destierras a la muerte de mi corazón. ¿Como te puedo yo pagar?
Tú me pagaste ya, emperador, cuando te hice llorar con mi canto; las lágrimas que arranca a las almas de los hombres son el único premio digno del pájaro cantor. Duerme. emperador, duerme; yo cantaré para ti.

Y con sus trinos y arpegios se fue durmiendo el enfermo en un sueño de salud. Cuando despertó, entraba el sol, como oro vivo, por la ventana. Ni uno sólo de sus criados, ni un solo mandarín, había venido a verlo. Lo creían muerto todos. El ruiseñor no más estaba junto a su cama; el ruiseñor, cantando.

—¡Siempre estarás junto a mi! ¡En el palacio vivirás, y cantarás cuando quieras! ¡Yo romperé al pájaro artificial en mil pedazos!

—No lo rompas en mil pedazos, emperador; el te sirvió bien mientras pudo; yo no puedo vivir en el palacio, ni fabricar entre los cortesanos mi nido. Yo vendré al árbol que cae a tu ventana, y te cantare en la noche, para que tengas sueños felices. Te cantare de los malos y de los buenos, y de los que gozan y de los que sufren. Los pescadores me esperan, emperador, en sus casas pobres de la orilla del mar. El ruiseñor no puede ser infiel a los pescadores. Yo te vendré a cantar en la noche, si me prometes una cosa.

—¡Todo te lo prometo! —dijo el emperador, que se había levantado de su cama, y tenía puesta la túnica imperial, y en la mano su gran espada de oro.
—¡No digas que tienes un pájaro amigo que te lo cuenta todo, porque le envenenarán el aire al pájaro! Y salió volando el ruiseñor, y echando al aire un ramillete de arpegios.

Los mandarines entraron de repente en el cuarto, detrás del mandarín mayor, a ver al emperador muerto. Y lo vieron de pie, con su túnica imperial; con la mano de la espada puesta al corazón. Y se oía, como una risa, el canto del ruiseñor.

—¡Tsing-pé! ¡Tsing-pé! —dijo el gran mandarín, y dio dieciocho vueltas seguidas con los brazos abiertos, y se echó por tierra, con la frente a los pies del emperador. Y a los mandarines, arrodillados en el aire, les temblaba en la nuca la cola.


Manuel Acuña - José Martí



José Martí nació en Cuba en 1852 y murió en Cuba en 1895.
Por su prédica a favor de la independencia de su país estuvo desterrado dos veces en España, viajó por Francia e Inglaterra.
Trabajó en México, Guatemala y Venezuela. Y luego se radicó en los Estados Unidos de América.
Fue el creador de un estilo nuevo en la poesía hispanoamericana.
En su prosa modernista dejó bien claros sus ideales patrióticos.



Manuel AcuñaPublicado en de "El Federalista". México, 1876


¡Lo hubiera querido tanto, si hubiese él vivido! Yo le habría explicado qué diferencia hay entre las miserias imbéciles y las tristezas grandiosas; entre el desafío y el acobardamiento; entre la energía celeste y la decrepitud juvenil. Alzar la frente es mucho más hermoso que bajarla; golpear la vida es más hermoso que abatirse y tenderse en tierra por sus golpes.
Hieren al vivo en el pecho, y recompone sonriendo sus girones; hieren al vivo en la frente, y restaña sonriendo las heridas. Los que se han hecho para asombrar al mundo, no deben equivocarse para juzgarlo; los grandes tienen el deber de adivinar la grandeza: ¡paz y perdón a aquel grande que faltó tan temprano a su deber!
Porque el peso es ha hecho para algo: para llevarlo; porque el sacrificio se ha hecho para merecerlo; porque el derecho de verter luz no se adquiere sino consumiéndose en el fuego. sufre el leño su muerte, e ilumina; y ¿más cobarde que un leño, será un hombre? A él le queda por ceniza la ceniza: a nosotros el renombre, la justicia, la historia, la patria, el placer mismo de sufrir: ¿qué mejor sepulcro y qué mayor gloria? Cerrada está a las plantas la superficie de la tierra: abrirla es violarla: nadie tiene el derecho de morir mientras que para erguir la vida que dieron le quede un pensamiento, un espanto, una esperanza, una gota de sangre, un nervio en pie. Para pedestal, no para sepulcro, se hizo la tierra, puesto que está tendida a nuestras plantas.
Yo habría acompañado al grande y sombrío Acuña, a aquella alma ígnea y opaca, cuyo delito fue un desequilibrio entre la concepción y el valor yo le habría acompañado, en las noches de mayo, cuando hace aroma y aire tibio en las avenidas de la hermosísima Alameda [parque de la Ciudad de México]. De vuelta de largos paseos, tal vez de vuelta del apacible barrio de San Cosme, habríamos juntos visto cómo es por la noche más extenso el cielo, más fácil la generosidad, más olvidable la amargura, menos traidor el hombre, más viva el alma amante, más dulce y llevadera la pobreza.
Habría en mí sentido, apoyado su brazo en mi brazo, cómo hay un amor casi tan bello como el amor, pronto siempre en el hombre a complacencias infantiles y a debilidades de mujer: un suave amor sereno que llaman amistad. Y preparados ya a lo inmenso por ese cielo elocuente mexicano, que parece una azul sucesión de cielos, le habría yo inspirado la manera de acostarse, cielo y hombre, por la tranquilidad, que es un gran osadía, es un mismo lecho.
¿Tan pequeña es el alma que son límites las paredes sin tapiz, la vida sin holguras, equivocados y miserables amoríos y la fatal diferencia entre la esfera social que se merece y aquella en que se vive, entre la existencia delicada a que se aspira y la brusca y accidental en que se nace?
Yo sé bien qué es la pobreza: la manera de vencerla. Las compensaciones son un elemento en la vida, como lo son las analogías. La aspiración compensa la desesperación; la intuición divina compensa y premia bien el sacrificio.
Le habría yo enseñado cómo renace tras rudas tormentas, el vigor en el cerebro, la robustez y el placer en el corazón. Las esferas no vienen hacia nosotros, es preciso ir a las esferas. Si la fortuna nos produjo en accidentes desgraciados, la gloria está por vencer, y la generosidad en dar lección a la fortuna. Si nacimos pobres, hagámonos ricos; si sentimos el sol en el alma, qué gran crimen echar tierra oscura sobre el sol. Se es responsable de las fuerzas que se nos confían: el talento es un mártir y un apóstol: ¿quién tiene derecho para privar a los hombres de la utilidad del apostolado y del martirio.?
Y era un gran poeta aquel Manuel Acuña. El no tenía la disposición estratégica de Olmedo, la entonación pindárica de Matta, la corrección trabajosa de Bello, el arte griego de Téophile Gautier y de Baudelaire; pero en su alma eran especiales los conceptos; se henchían a medida que crecían; comenzaba siempre a escribir en las alturas. Habrán hecho confusión lamentable en su espíritu los cráneos y las nubes: aspirador poderoso, aspiró al cielo: no tuvo el gran valor de buscarlo en la tierra, aquí que se halla.
Hoy lamento su muerte: no escribo su vida; hoy leo su nocturno a Rosario, página última de su existencia verdadera, y lloro sobre él, y no leo nada. Se rompió aquella alma cuando estalló en aquel quejido de dolor.
El estaba enfermo de dos tristes cosas: de pensamiento y de vida. Era un temperamento ambicioso e inactivo: deseador y perezoso: grande y débil. Era una alma aristocrática, que se mecía apoyada en una atmósfera vulgar. El era pulcro, y murió porque le faltaron a tiempo pulcritudes de espíritu y de cuerpo. ¡Oh. la limpieza del alma!: he aquí una fuerza que aun es mejor compañera que el amor de una mujer. A veces la empaña uno mismo, y, como se tiene una gran necesidad de pureza, se mesa uno los cabellos de ira por haberla empañado. Tal vez esto también mató a Manuel Acuña; ¡estaba descontento de su obra y despechado contra sí! No conoció la vida plácida, el amor sereno, la mujer pura, la atmósfera exquisita. Disgustado de cuanto veía, no vio que se podían tender las miradas más allá. Y aseado y tranquilo, acallando con calma aparente su resolución solemne y criminal, olvidó, en un día como éste, que una cobardía no es un derecho, que la impaciencia debe ser activa, que el trabajo debe ser laborioso, que la constancia y la energía son las leyes de la aspiración: y grande para desear, grande para expresar deseos, atrevido en sus incorrecciones, extraño y original hasta en sus perezas, murió de ellas en día aciago, haciéndose forzada sepultura; equivocando la vía de la muerte, porque por la tierra no se va al cielo, y abriendo una tumba augusta, a cuya losa fría envía un beso mi afligido amor fraternal.