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El maltratado - Wimpi

Wimpi es el seudónimo de Arthur García Núñez, quien nació en Uruguay en 1906.
Fue periodista y escritor. Publicó tres libros de cuentos humorísticos y luego de su muerte se publicaron otros libros de cuentos y recopilaciones de textos radiales, también se editaron discos con sus cuentos para niños en su propia voz
Murió en 1956, a los cincuenta años, en Buenos Aires.
Su obra:
Los cuentos de Claudio MachínEl gusano loco10 Charlas de Wimpi en Radio CarveLos cuentos del viejo Varela.
Publicaciones póstumas:
Ventana a la calle, Viaje alrededor del sofá, La taza de tilo, Cartas de animales, La risa, La calle del gato que pesca, El fogón del viejo Varela, Vea amigo.
Discografía: 
Disco del padreWimpi por Wimpi: Feliz año nuevoPalabras al padre.
El maltratado
Licinio Arboleya estaba de mensual en las casas del viejo Críspulo Menchaca. Y tanto para un fregado como para un barrido.
Diez pesos por mes y mantenido. Pero la manutención era, por semana, seis marlos y dos galletas. Los días de fiesta patria le daban el choclo sin usar y medio chorizo.
Y tenía que acarrear agua, ordeñar, bañar ovejas, envenenar cueros, cortar leña, matar comadrejas, hacer las camas, darles de comer a los chanchos, carnear y otro mundo de cosas.
Un día Licinio se encontró con el callejón de los Lópeces con Estefanía Arguña y se le quejó del maltrato que el viejo Críspulo le daba. Entonces, Estefanía le dijo:
– ¿Y qué hacés que no lo plantas? Si te trata así, plantalo. Yo que vos, lo plantaba…
Esa tarde, no bien estuvo de vuelta en las casas, Licinio —animado por el consejo del amigo— agarró una pala, hizo un pozo, planto al viejo, le puso una estaca al lado, lo ató para que quedara derecho y lo regó.

A la mañana siguiente, cuando fue a verlo, se lo habían comido las hormigas.





El árbol - Juan Carlos Onetti



Juan Carlos Onetti nació en Montevideo, Uruguay, en 1909.
Trabajó en el semanario Marcha (Uruguay); las revistas Vea y Lea e Ímpetu (Argentina); y del diario Acción (Uruguay).
Durante la dictadura de Juan María Bordaberry fue encarcelado por haber formado parte de un jurado de cuentos. El poeta español Félix Grande, director de Cuadernos Hispanoamericanos, recogió firmas para lograr su liberación. Al año siguiente viajó a Madrid, invitado por el Instituto de Cultura Hispánica de esa ciudad, y (junto a su esposa) fijó su residencia en España hasta su muerte, en 1994.

Novelas y relatos: El pozo, Tierra de nadie, Para esta noche, La vida breve, Los adioses (novela corta), Para una tumba sin nombre (novela corta), El astillero, Juntacadáveres, La muerte y la niña, Dejemos hablar al viento, Cuando entonces, Cuando ya no importe.

Recopilaciones de cuentos: Un sueño realizado y otros cuentos, La cara de la desgracia, El infierno tan temido y otros cuentos, Cuentos completos, Los rostros del amor, Tiempo de abrazar, Tan triste como ella y otros cuentos, Cuentos secretos, Presencia y otros cuentos, Obras completas, III. Cuentos, artículos y miscelánea.

Otros escritos: Réquiem por Faulkner (artículos), Confesiones de un lector (artículos), Cartas de un joven escritor (correspondencia con Payró).



El árbol

Cuando aquella mañana de cielo feliz, la muchacha, violín en mano, llamó a la puerta de la casita jardín de los Risi, un hombre de paisano, un poco mulato, abrió de un tirón y la obligó a pasar.
—Póngase contra la pared y apóyese en las manos.
Mientras obedecía, la muchacha tuvo tiempo de pasar un vistazo por la cara de la sirvienta de Fide que estaba blanca, moviendo las manos sobre el vientre, emparedada por otros dos monos que se turnaban para apresurar preguntas o mezclaban las interrogaciones con la vieja técnica tan aprendida, tan puesta a prueba. Los tres hombres en mangas de camisa y sudando, fingiendo premura e importancia.
El portero cacheó a la muchacha y detuvo la congénita insolencia de las manos en los senos y las nalgas.
—Limpia, dijo. Ahora abra el violín.
—El estuche.
—Sí, doctora. El estuche del violín.
Ella había escondido los papelitos celestes que le había prestado anoche la mujer de Fide, entre un si bemol y un pizzicato. Pero al fin aparecieron.
Era una lista de nombres de sentenciados a muerte que tal ves aún sigan vivos.
—¿Y esto? —preguntó el primero, con aire sobrador, buscando meter en la luz atenuada de la mañana una expresión de amenaza inteligente.
La sirvienta de los Fide repetía:
—No, ya le dije. Los trajo ayer a casa. No sé dónde está. Ya le dije. No avisó por teléfono ni lo vi. Ya le dije. No sé dónde está. Ya le dije.
—Y usted ahora se va al jardín con el mocoso —le dijo el hombre a la muchacha. Y nada de macanas que no empezamos todavía.
Así que ella abrió la puerta vidriera y en el pequeño jardín respiró el aroma de la tierra húmeda y el olor del verano, agrupados en el gran árbol solitario.
Bob estaba despatarrado, allá arriba, en las ramas más altas.
—Traé la pelota que está allá en el fondo —dijo Bob.
La pelota estaba a dos metros contra el muro gris de la divisoria. Era de goma, grande y parecía estar pintada con gajos de todos los colores.
La muchacha tiró la pelota al niño y el niño a ella, y así siguieron, riendo los dos.
Ahora se oía a la sirvienta de los Fide, a veces gritaba, otras lloraba. Las voces gruesas de los hombres se entreveraban, se alzaban y se alejaban.
—No sé. Ya le dije. No sé nada.
El golpe de un bofetón y un insulto. El niño continuaba ignorante y riendo, ella sonreía, mirándolo, mostrándole la cara, la pelota iba y venía, rodaba brillosa y alegre sobre la tierra que interrumpían algunos puñados de pasto.
Jugaban y la muchacha estaba segura de no estar allí, de soñar los subibajas de la pelota. No había hombres dentro de la casa acosando a la sirvienta de Fide, no existía la amenaza del pronto encierro, el interrogatorio, la tortura. Miraba la pared húmeda que rodeaba el jardín, pensaba en la posibilidad de saltar, la de huir del sueño, de quebrar la pesadilla.
No había en el mundo otra cosa que el jardín escuálido, el vaivén de la pelota, la alegría del niño a cuyos padres estaban matando en otro lejano inimaginable lugar, país, continente...
Era necesario seguir jugando con el niño, sentir que la pelota le golpeaba la barriga, lanzarla de vuelta.
El niño, puro y sencillo, tan cerca de la casa y el horror; el niño, lo único que subsistía de los padres en aquel momento y ella tenía que ser padre y madre mientras durara la pesadilla infinita, las voces groseras en la casa, la risa nerviosa del chico en el árbol.
Porque si prolongaba sin pausa el monótono juego, ambos quedarían apartados del tiempo, nunca rozados por la suciedad del mundo. 


La vereda alta - Mario Bebedetti


Mario Benedetti nació en Uruguay en 1920.
Fue escritor, dramaturgo, ensayista y poeta. Integró la Generación de 45, junto a Ideal Vilariño y Juan Carlos Onetti, entre otros.  
Falleció en Montevideo, Uruguay, en 2009. 
Su obra: 
Cuentos: Esta mañana y otros cuentos, El último viaje y otros cuentos, Montevideanos, Datos para el viudo, La muerte y otras sorpresas, Con y sin nostalgia, La casa y el ladrillo (compilación de versos y cuentos, La vecina orilla, Geografías, Recuerdos olvidados, Despistes y franquezas, Buzón de tiempo, El porvenir de mi pasado, El otro yo, Los pocillos, Almuerzo y duras, Esa boca, El parque esta desierto, Historias de París, Triángulo isósceles, Tan Amigos, La noche de los feos.
Drama: El reportaje, Ida y vuelta, Pedro y el Capitán, El viaje de salida. 
Novelas: Quién de nosotros, La tregua, Gracias por el fuego, El cumpleaños de Juan Ángel (Novela escrita en verso, Primavera con una esquina rota, La borra del café, Andamios. 
Poesía: La víspera indeleble, Sólo mientras tanto, Te quiero, Poemas de la oficina, Poemas del hoyporhoy, Inventario uno, Noción de patria, Cuando eramos niños, Próximo prójimo, Contra los puentes levadizos, A ras de sueño, Quemar las naves, Letras de emergencia, Poemas de otros, La casa y el ladrillo, Cotidianas, Ex presos, Viento del exilio, Táctica y estrategia, Preguntas al azar, Yesterday y mañana, Canciones del más acá, Las soledades de Babel, Inventario dos, El amor, las mujeres y la vida, El olvido está lleno de memoria, La vida ese paréntesis, Rincón de Haikus, El mundo que respiro, Insomnios y duermevelas, Inventario tres, Existir todavía, Defensa propia, Memoria y esperanza, Adioses y bienvenidas, Canciones del que no canta, Testigo de uno mismo
Ensayo: Peripecia y novela, Marcel Proust y otros ensayos, El país de la cola de paja, Literatura uruguaya del siglo XX, Letras del continente mestizo, El escritor latinoamericano y la revolución posible, Notas sobre algunas formas subsidiarias de la penetración cultural, El desexilio y otras conjeturas, Cultura entre dos fuegos, Subdesarrollo y letras de osadía, La cultura, ese blanco móvi, La realidad y la palabra, Perplejidades de fin de siglo, El ejercicio del criterio, Vivir adrede, aniel Viglietti, desalambrando.

La vereda alta

Si yo hubiera tenido padre y madre, todo habría sido diferente. Pero mi familia era una abuela materna, y una abuela materna no alcanza para nada. Además, a ésta le faltaban casi todos los dientes y siempre, cuando hablaba, uno creía que iba a escupir el último. Es probable que su odio hacia mí haya empezado en eso. Ella se daba cuenta de lo mal que me impresionaban sus encias inermes y balbucientes. Pero yo no podía evitarlo, así como ella no evitaba el odio.
Sin embargo, en un pueblo como éste, que nunca había sido demasiado benigno, constituíamos un binomio abuela-nieto de tal ejemplaridad que las madres lo señalaban a sus hijos y a sus propias madres para estimular a unos y a otras al mutuo entendimiento.

Era en verdad conmovedor vernos salir por la tarde, a la abuela y a mí, mi mano en su mano, sonrientes y simpáticos, deteniéndonos en la plaza para saludar al zapatero que hablaba de crímenes mientras remendaba, y también en la farmacia para que el boticario me llenara el bolsillo derecho con caramelos de miel o de menta. Era conmovedor escuchar a la abuela preguntándome si quería dar una vuelta en el único autobús de la localidad, para brindarme así el placer de contemplar la chiva que estaba siempre, aburrida y soñolienta, un poco antes de la última curva. Y era conmovedor escucharme decir que no, que hoy no tenía ganas, cuando en realidad todos sabían que yo me sacrificaba para que ella economizara diez centésimos.

Entonces la abuela sonreía comprensiva, comprensiva y sin dentadura, y me invitaba a ir hasta la vereda alta. A esto ya no me negaba, porque no costaba dinero y el sacrificio hubiera sido ridículo y además porque la vereda alta era mi mejor experiencia de ese entonces.

La vereda alta estaba cerca del molino. Sé que tenía un borde de ladrillos muy rojos y que estaba como dos metros por encima de la calle de barro. Cuando los días sin lluvia se prolongaban demasiado, la calle de barro era entonces de polvo y mi abuela no me quería llevar porque el polvo se le metía en las orejas. A mí se me metía en las narices, pero eso lo arreglaba yo con un par de estornudas.

Todavía hoy no comprendo bien el atractivo sin muchas razones que esa vereda tenía para mí. Recuerdo que allá abajo, en el barro, cuatro o cinco muchachos aprendían a no tenerse piedad y se tiraban con lo que encontraban más a mano, ya fuera un cascote o un aro de barríca. Cierta vez uno de éstos suspendió su vuelo en el moño de mi abuela y luego de vacilar un poco, se decidió a caer sobre ella, quedando humildemente a sus pies luego de brindarle una serie de abrazos rápidos y estertorosos. Yo reí en cuanto me dejó libre la sorpresa, y los muchachos de abajo también rieron y por un rato no se pelearon más.

Cuando pasaba una cosa así, mi abuela castigaba en mí la travesura ajena y yo me quedaba sin vereda por un par de días. Esa vez sucedió lo mismo. Fue entonces cuando inauguré oficialmente mis meditaciones. Ya antes de eso las había tenido,, pero simplemente como aficionado. Frecuentemente había pensado en mi oficio de huérfano y en las venta'as y desventajas que me acarreaba el ejercerlo. Yo no lo había elegido, estaba claro, pero tampoco lo comprendía del todo. No obstante, cuando me decidí a meditar en serio, tuve que elegir un tema de mayor enjundia y con suficiente material de dudas como para llenar las horas sin vereda.

Así, pues, cuando terminaba mi composición sobre tema libre (las moscas, mi rodilla, la bocina), yo me sentaba frente al gallinero a comer galleta y a pensar en la muerte. Ése sí era un tema, tan grande que no cabía en las composiciones, tan fuerte que me dejaba siempre un poco pálido. Yo cerraba los ojos. También el día cerraba los suyos y el gallinero se quedaba en paz. Entonces se podía meditar. Como el tema era la muerte, era preciso ante todo llegar a concebirla. Para concebirla, nada mejor que no pensar en nada. No pensando en nada, llegaría a no ser, que era la muerte. Era evidente. Así, al menos, lo creía. Pero cuando me parecía estar alcanzando el vacío completo, la total desaparición de mí mismo, hallaba que, finalmente, estaba pensando en no pensar. Y aunque fuese nada mi único pensamiento, por eso solo ya resultaba todo. Claro que esto es únicamente la traducción aproximada de aquella suerte de dialecto infantil en que entonces me llegaban las sensaciones. Pero en esencia, no era mucho más que eso.

Fue después de la novena o décima meditación que me convencí de dos cosas bastante importantes. La primera, que no poclía existir la muerte como nada total y absoluta. La segunda, que la única forma de saberlo era morirse. En realidad, yo pensaba que esto era un negocio redondo, porque si me moría y después resultaba que no había Nada, poco me importaba perder contra mí mismo y no estaría, por otra parte, en condiciones de lamentarlo; si, por el contrario, había Algo, no sólo ganaba sino que sabría. Y esto me resultaba más importante que todos los otros argumentos. Sabría. Yo era mucho más curioso que cobarde. Por lo tanto, decidí morir a corto plazo.

Una noche mi abuela me besó con su baba de costumbre y como esta vez yo me porté bien y no me limpié el beso con la manga, me anunció que a la mañana siguiente iríamos de nuevo a la vereda alta. Yo estaba decidido a morir y un paseo más o menos era muy poco para conmover a quien iba a emprender el más largo ---o el más corto, ya se vería- de todos los viajes. Sin embargo, en ese momento se me ocurrió que no estaría mal aprovechar la vereda. Después de todo, era lo que más quería, más aún que un disco que había sido de mi padre y en el cual serruchaban la Barcarola de Offenbach, más aún que una ca'a de soldados de plomo sin pintar, a quienes hacía desfilar en la cocina y cuya monotonía me volvió finalmente antimilitarista.

Al otro día me desperté temprano. Lo miré todo sin melancolía. Una muerte experimental no era para llorar ni para despedirse. Antes de salir, me di el gusto de hacer la composición sobre el tema La abuela.

Salimos a las diez. Pacientemente aguanté la visita al zapatero y hasta chupé un caramelo de los usuales en lo del boticario. Así el buen hombre tendría motivo para decir después: « ¡Pensar que el pobrecito se fue hoy chupando una de mis golosinas! »

La vereda alta estaba más linda que de costumbre. Como había llovido la noche anterior, el barro estaba fresco y los ladrillos rozagantes. Los muchachos de siempre jugaban abajo a la guerra de siempre. Un aro de barrica cortó el aire y aunque a mi abuela se le estremeció el moño, cayó muy lejos de nosotros.

Sin que yo se lo pidiera, ella soltó mi mano. Yo di algunos pasos preparatorios. Miré hacia abajo y me extrañé de no sentir vértigo. Después de varias miradas prolijas, elegí la piedra sobre la que pensaba caer de cabeza.

Mi abuela estaba mascullando un no sé qué aviso, cuando yo simulé un paso en falso y me tiré. Un látigo de imágenes azotó mis ojos y enseguida sentí un dolor tremendamente intenso.

Naturalmente, todo quedó en una pierna rota y un arañazo de ladrillo. Pero en aquel momento yo creía que estaba muerto. Que la muerte era algo. Que ese Algo era espantoso. Y que desde la altísima vereda hasta esa muerte mía de dolor y de barro, el odio de mi abuela llegaba en bofetadas.


Cuento para madres negras - Mario Delgado Aparaín


Mario Delgado Aparaín nació en Florida, Uruguay, en 1949.  
 Escritor y docente, fue autor de cuentos y novelas entre las que se destaca La balada de Johnny Sosa.

Su obra:

Cuentos: Causa de buena muerte, Las llaves de Francia, Querido Charles Atlas, Tu nombre flotando en el adiós. Nueve historias autobiográficas de amores frustrados (compilación de cuentos de varios autores.),  El canto de la corvina negra, La taberna del loro en el hombro (cuento infantil), Con otros, Cuentos del mar, Los peores cuentos de los Hermanos Grimm (Escrita en conjunto con Luis Sepúlveda).

Novelas: Estado de Gracia, El día del Cometa, La balada de Johnny Sosa, Por mandato de Madre, Alivio de luto, No robarás las botas de los muertos, Vagabundo y errante serás, El hombre de Bruselas, Terribles ojos Verdes.


Cuento para madres negras

El día en que nació Ananías, llovió. El agua corría por debajo del techo y se apagaba el fuego, se mojaban las camas, las ropas y pronto comenzó a llover sobre mojado.

Cuando nació Ananías tenía madre, nada más, y al poco tiempo, atardeciendo un sábado, se quedó sin ella porque murió de sufrir del corazón. Pero antes de morirse había cuidado de su hijo lo que había podido. El día que corrió el agua debajo de las camas, ella a medias conjuró el peligro de morir Ananías hecho una sopa, cortando brazadas de ramas verdes y tendiendo los catres encima. Pero al poco tiempo murió la madre, y Ananías no pudo recordar ni nadie le dijo de qué había muerto, aunque murió del corazón por no latir cuando debía haber latido.

Cuando casi se quedó solo y demasiado niño para levantarse por sí mismo del nido de trapos en que lo había dejado su madre, estuvo varios días sin probar alimento. Hasta que sin saber cómo ni cuándo, estuvo durmiendo en la falda de palo de una abuela aparecida con un jarro de leche, de la que casi no probó porque no sabía lo que era, hasta que la abuela le dijo que era la mejor para los niños, porque era leche de yegua.

Ananías se dio cuenta enseguida de lo distinto que era su abuela de su madre. Salivaba como dicen que escupen los guanacos de la cordillera, y en vez de decir rancho decía bohío, y en vez de queso, leche condensada, y en vez de Ananías, negro de mierda.

Sin acordarse qué día era, la vieja le trajo la yegua al rancho, porque le hacía mal en las piernas caminar todos los días un poco, caminar y buscar la leche, y desde ese día la barriga de Ananías comenzó a abombarse y se reía como un grillo la abuela, porque sentía la seguridad de que lo estaba criando bien. Y para que lo apreciara lo llevaba al pie del animal para que viera cómo lo ordeñaba y de pronto aprendía.

Un día, mientras Ananías y un perro amarillo y un prodigio de flacura esperaban la leche de la mañana junto a la abuela que afirmaba la frente en la verija y ordeñaba, a la yegua se le terminó la leche para siempre. La abuela la miró con rabia y se le revolvieron los ojos antes de soltarla, que se fuera si quería, porque ahora no servía ni para montarla, porque la abuela era muy vieja y Ananías era chico así.

Y mientras la vieja pensaba en cómo criar a Ananías, Ananías se crió solo, y para que la abuela no envejeciera tan rápido, le arrimó una silla, la sentó al lado del horno de hacer el pan que nunca se hizo, le soltó el moño que le llegó de plata casi al suelo y le puso en la falda una galleta dura para que fortaleciera los dientes un poquito todos los días, hasta que llegara la hora de dormir.

Entonces Ananías la tomaba entre sus brazos musculosos como culebras y cuidadosamente la dejaba en el nido de trapos que le había preparado su madre y la hacía dormir como si estuviesen sus huesos plegados dentro de su poca carne, arrullándola en un escandaloso silbido fronterizo, más bien brasileño que del lado de acá.

Y mientras la vieja madre de otra madre dormía por algo más de un día, sin ocurrírsele despertar, Ananías hizo la chacra y plantó el maíz, creció el maíz, cortó, desgranó, embolsó, llevó, vendió, gastó y cuando volvió, la abuela ya estaba despierta.

Ese día, la abuela lloró como una niña de cuatro años y a veces más, porque cuando Ananías volvió, estaba muy viejo, le quedaban dos pequeñas matas de motas sobre las orejas, y entre una barba de negro muy blanca, se veía con facilidad que ya se le había caído el último diente y la muela siguiente. Entonces fue la abuela la que desde ese día tuvo que hacer la tarea y cuidar los bienes de Ananías y tender la ropa al sol; blanqueó el rancho, la tostó el sol, se le ensancharon los pechos y muchas de las arrugas se las llevó el viento del verano.

Ananías, que permaneció inmóvil de tan viejo sobre la misma silla de la abuela, también comió galleta dura y hasta maíz pisado; pero fue en vano, porque los dientes no le volvieron a nacer, ni nada de lo que ya era viejo. De a poco comenzó a enfurecerle la soledad y el verano, mientras al tranco transcurrían las horas monótonas de los mediodías y la abuela comía sandías en la chacra con un negro grandote, mientras a Ananías se lo comían las moscas y los tábanos.

Y de pronto, rapidísimo, el calor de aquella intensidad reprimida se hizo sentir y como si tal cosa los años desandaron su torpe camino. Precisamente antes que las primeras heladas tuviesen por fuerza que venir, el maíz de la chacra volvió a nacer sin que nadie lo plantara. Ananías recobró algunos de sus dientes, y a la abuela se le redondearon las rodillas y sus muslos ya no fueron de palo, ni tuvo más que escupir como esos animales andinos, porque Ananías se lo prohibió terminantemente el día que decidió barrer todos los días el patio y encender el horno y comer el pan en las madrugadas de lluvia, mientras la abuela dormía sobre el lomo amarillo del perro que miraba ordeñar la yegua.

Y un día, mientras corría el agua bajo las camas y afuera ladraba la tormenta y era más bien la medianoche, sucedió lo inevitable. En el mismo nido de trapos en que había llegado a este mundo, Ananías vio nacer a su madre. 



El crucificado - Mario Levrero


Jorge Mario Varlotta Levrero nació en Montevideo, Uruguay, en 1940. 

Fue escritor, fotógrafo, librero, guionista de cómics, columnista, humorista y también creador de crucigramas y juegos de ingenio. 

Supo mezclar la ciencia ficción y el policial, y su propia vida en su obra. 

Falleció en 2004 en su ciudad natal.

 Su obra: Gelatina,  La ciudad, La máquina de pensar en Gladys, Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo, París, Manual de parapsicología, El lugar, Todo el tiempo, Aguas salobres, Caza de conejos, Los muertos, Santo Varón/I, Fauna/Desplazamientos, Espacios libres, El sótano, Los profesionales, Los Jíbaros, El alma de Gardel, El discurso vacío, Dejen todo en mis manos, Ya que estamos, La Banda del Ciempiés, Los carros de fuego, Trilogía unvoluntaria, La novela luminosa.



El crucificado



A Nilda y Mario


Fue lo bastante astuto o estúpido como para deslizarse entre nosotros sin hacerse notar, y cuando Eduardo lo advirtió tuvo que aceptarlo, porque había una ley tácita de que las cosas debían permanecer o desenvolverse así como estaban o transcurrían; si en cambio hubiera pedido permiso, sin duda lo habríamos rechazado.

Tenía pocos dientes, era flaco y barbudo, muy sucio, la cara amarronada, de transpiración grasienta, y el pelo enmarañado y largo. Un olor mezcla de halitosis, sudor y orina. Llevaba un saco hecho jirones, demasiado grande, y pantalones mugrientos y rotos. Lo que en él más llamaba la atención, sobre todo al principio, era la posición de los brazos perpetuamente abiertos y rígidos. Después se supo que tenía las manos clavadas a una madera y, examinándolo más a fondo, descubrimos que la madera formaba parte de una cruz (cubierta por el saco), rota a la altura de los riñones, y que terminaba cerca de la nuca. Las heridas de las manos estaban cicatrizadas, una mezcla de sangre seca y cabezas de clavos oxidados.

Al reconstruir la historia, imagino que alguien, y supongo quién, le alcanzaría algo de comer; porque la posición de los brazos le impedía pasar por el agujero que daba al comedor, y siempre estaba, por lógica, ausente de nuestra mesa. Yo me inclino a pensar que en realidad no comía.

En ese entonces estábamos dispersos y desconectados, no se llevaba ningún control ya sobre las acciones de nadie, y apenas Eduardo, de vez en cuando, sacaba cuentas. Hablábamos poco, y el Crucificado no llegó a ser tema. Sospecho que todos pensábamos en él, pero por algún motivo no lo discutíamos. Don Pedro, el más ausente, siempre en babia o con su juego de bolitas metálicas, fue el único que en un principio se le acercó, para advertirle con voz un tanto admonitoria que tenía la bragueta desabrochada. El Crucificado esbozó algo parecido a una sonrisa y le dijo que se fuera a la putísima madre que lo recontramilparió, con lo cual el diálogo entre ellos quedó definitivamente interrumpido.

Se mantenía al margen, con esa pose de espantapájaros, y más de una vez pensé con maldad en sugerirle que cumpliera esa función en los sembrados (que dicho sea de paso habíamos descuidado bastante; sólo la gorda se ocupaba del riego, pero a esa altura ya no valía la pena).

De noche entraba al galpón, necesariamente de perfil por lo estrecho de la puerta y le daba mucho trabajo tenderse para dormir. al fin me decidí a ayudarlo en este menester, cosa que nunca me agradeció en forma explícita, y no imagino cómo se levantaba por las mañanas, porque yo dormía hasta mucho más tarde.

Era por todos sabido que el 1° de setiembre Emilia cumpliría los quince, y se aceptaba sin discusión que sería desflorada por Eduardo, como todas ellas. Después Eduardo se desinteresaba, y las muchachas pasaban, o no, a formar alguna pareja más o menos estable con cualquiera del resto.

Emilia era la más deseable y desarrollada: sus 14 años y nueve meses nos tenían enloquecidos. Ella, sin altanería coqueta, dejaba fluir su indiferencia sobre nosotros, incluyendo a Eduardo.

Tenía el pelo negro mate, largo y lacio, un rostro ovalado perfecto, ojos grandes y verdes, y un perfume natural especialmente turbador.

El 21 de julio, a la madrugada, me despertó el revuelo infernal, inusual, del galpón. Cuando logré despejarme vi que estaban en la etapa de fabricar los grandes objetos de madera. Habían encontrado a Emilia montada encima del Crucificado, los dos desnudos. Ahora, a ellos los tenían sujetos, por separado, con cables de antena de televisión. La gorda se ocupaba de los discos, doña Eloísa, baldada como estaba, se había levantado gozosa a preparar mate y tortas fritas, Eduardo dirigía las operaciones, un hervidero de gente en actividad febril.

Finalizados los preparativos la gorda puso la Marsellesa, y a ellos les desataron los cables y cargaron a Emilia con las dos cruces, porque evidentemente el Crucificado no tenía cómo cargar la suya nueva. A mitad del camino del cerro comenzó a insinuarse el amanecer. Era un cortejo nutrido y silencioso, y yo iba a la cola y no pude ver bien lo que pasaba, pero era evidente que les tiraban piedras y los escupían. Algunos transeúntes casuales se sumaron al cortejo, otros siguieron de largo. Yo no estaba conforme con lo que se hacía, pero no es justo que lo diga ahora; en ese momento me callé la boca.

Trabajaron como negros para afirmar las cruces en la tierra, en especial la de Emilia, que era en forma de X. A ella le ataron las muñecas y los tobillos con alambre de cobre, a él simplemente le clavaron la madera de su cruz rota sobre la nueva.

Los pusieron enfrentados, muy próximos entre sí, como a un metro y medio o dos metros. Emilia tenía sangre seca en las piernas y magullones en todo el cuerpo. El cuerpo del Crucificado era una mezcla imposible de marcas viejas y nuevas, cicatrices y cardenales.

Los demás se sentaron sobre el pasto. Comían y escuchaban la radio a transistores. Don Pedro jugaba con sus bolitas. Yo busqué la sombra de un árbol cercano, y miraba el conjunto con mucha pena, y también remordimientos.

Me quedé dormido. Cuando desperté era plena tarde. La escena seguía incambiada. Me acerqué y vi que se miraban, el Crucificado y Emilia, como hipnotizados, los ojos de uno en los ojos del otro. Emilia estaba más linda que nunca, y sin embargo no me despertaba ningún deseo. Los otros se sentían incómodos. De vez en cuando, sin ganas, proferían insultos o les tiraban piedras o alguna porquería, pero ellos parecían no darse cuenta.

Alguien, luego, con un palo, le refregó al Crucificado una esponja con vinagre por la boca. El Crucificado escupió y después dijo, con voz clara y joven que no puedo borrar de mi memoria:

—La otra vez fue un error, me habían confundido, ahora está bien.

Y ya nadie los sacó de mirarse uno a otro, y parecían hacer el amor con la mirada, que se poseían mutuamente, y nadie se animaba ya a decir o hacer nada, querían irse pero no podían, nos sentíamos mal.

Al caer la tarde Emilia había alcanzado el máximo posible de belleza, y sonreía. El Crucificado parecía más nutrido, como si hubiera engordado, y la sangre empezó a manar de sus viejas heridas de los clavos en las manos y de las cicatrices que nunca habíamos notado en los pies; también, por debajo del pelo, manaban hilitos rojos que le corrían por la frente y las mejillas. El cielo se oscureció de golpe. El Crucificado volvió a hablar.

—Padre mío —dijo— por qué me has abandonado.

Y después rió.

La escena quedó estática, detenida en el tiempo. Nadie hizo el menor movimiento. Hubo un trueno, y el Crucificado inclinó la cabeza muerto.

Todos parecían muertos, todos habían quedado en las posiciones en que estaban, la mayoría ridículas. Don Pedro con un dedo metido en la caja de las bolitas.

Me acerqué a la cruz de Emilia y le desaté los pies y las manos, con un trabajo enorme para que no se me cayera y se lastimara. Ella seguía como hipnotizada, la sonrisa en los labios y con su nueva belleza que parecía excederla, como un halo.

Sin querer tuve que manosearla un poco para sacarla de allí; pensé que debería sentirme excitado, pero no era posible, era como si yo no tuviera sexo. A pesar de mi tradicional haraganería la cargué en mis brazos, como a una criatura, y la llevé a la casa. Fue un camino largo, penoso, que mil veces quise abandonar por cansancio, y sin embargo no podía detenerme. Tenía los brazos acalambrados y me dolía la cintura, transpiraba como un caballo. En el galpón la deposité en la cama de Eduardo, que era la mejor, y después me tiré en el suelo, en mi lugar de siempre.

Al otro día Emilia me despertó con un mate. Yo lo tomé, todavía dormido, y después advertí que seguía desnuda y sonriente.

—¿Y ahora qué hacemos? —le pregunté cuando estuve más despierto. Pensaba en el cadáver del Crucificado, en toda la gente momificada allá, en el cerro. Ella se encogió de hombros y me respondió con voz infinitamente dulce:

—Ya nada tiene importancia.

Hizo una pausa, y agregó:

—Espero un hijo. Nacerá dentro de tres días.

Noté, en efecto, que su vientre se había abultado en forma notoria. Me asusté un poco.

—¿Busco un médico? —pregunté, y me contestó con la voz clara, grave y joven del Crucificado.

—No tienes más nada que hacer aquí. Ve por el mundo y cuenta lo que has visto.

Y me dio un beso en la boca.

 Fui al casillero y saqué los guantes blancos y el pullover; me los puse.

—Adiós —dije; y Emilia, sonriendo, me acompañó hasta la puerta. Era una día primaveral y fresco, lleno de luz, hermoso. A los pocos pasos me di vuelta y miré. Ella seguía en la puerta.

No me hizo adiós con la mano. Pero más tarde, en el camino, descubrí que hacía jugar los dedos de mi mano derecha con el tallo de una rosa, roja.