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La excavación - Augusto Roa Bastos


Augusta Roa Bastos nació en Asunción, Pargauay, en 1917.
 Novelista, cusntista y guionista, es considerado el escritor más importante de su país, aunque escribió gran parte de su obra en el exilio, en Argentina y Francia. Ganó el Premio Cervantes de literatura en 1989. 
Falleció en 2005.
  Su obra:  
Novelas: Hijo de Hombre, Yo el supremo, Vigilia del Almirante, El fiscal, Contravida, Madama Sui. 
Cuentos: El trueno entre las hojas, El baldío, Madera quemada, Los pies sobre el agua, Moriencia, Cuerpo presente y otros cuentos, El pollito de fuego, Los Congresos, El somnámbulo, Lucha hasta el alba, Los Juegos, Contar un cuento, y otros relatos, Metaforismos, La tierra sin ma. 
Poesía: El ruiseñor de la aurora, y otros poemas, El naranjal ardiente, nocturno paraguay. 
Guionista: El trueno entre las hojas, Sabaleros, La sangre y la semilla, Shunko, Hijo de hombre, Alias Gardelito, El último piso, El terrorista, La boda, Soluna, Ya tiene comisario el pueblo, Don Segundo Sombra, La Madre María, Yo el supremo.

La excavación

El primer desprendimiento de tierra se produjo a unos tres metros, a sus espaldas. No le pareció al principio nada alarmante. Sería solamente una veta blanda del terreno de arriba. Las tinieblas apenas se pusieron un poco más densas en el angosto agujero por el que únicamente arrastrándose sobre el vientre un hombre podía avanzar o retroceder. No podía detenerse ahora. Siguió avanzando con el plato de hojalata que le servía de perforador. La creciente humedad que iba impregnando la tosca dura lo alentaba. La barranca ya no estaría lejos; a lo sumo, unos cuatro o cinco metros, lo que representaba unos veinticinco días más de trabajo hasta el boquete liberador sobre el río.

Alternándose en turnos seguidos de cuatro horas, seis presos hacían avanzar la excavación veinte centímetros diariamente. Hubieran podido avanzar más rápido, pero la capacidad de trabajo estaba limitada por la posibilidad de desalojar la tierra en el tacho de desperdicios sin que fuera notada. Se habían abstenido de orinar en la lata que entraba y salía dos veces al día. Lo hacían en los rincones de la celda húmeda y agrietada, con lo que si bien aumentaban el hedor siniestro de la reclusión, ganaban también unos cuantos centímetros más de "bodega" para el contrabando de la tierra excavada.

La guerra. civil había concluido seis meses atrás. La perforación del túnel duraba cuatro. Entre tanto, habían fallecido, por diversas causas, no del todo apacibles, diecisiete de los ochenta y nueve presos políticos que se hallaban amontonados en esa inhóspita celda, antro, retrete, ergástula pestilente, donde en tiempos de calma no habían entrado nunca más de ocho o diez presos comunes.

De los diecisiete presos que habían tenido la estúpida ocurrencia de morirse, a nueve se habían llevado distintas enfermedades contraídas antes o después de la prisión; a cuatro, los apremios urgentes de la cámara de torturas; a dos, la rauda ventosa de la tisis galopante. Otros dos se habían suicidado abriéndose las venas, uno con la púa de la hebilla del cinto; el otro, con el plato, cuyo borde afiló en la pared, y que ahora servía de herramienta para la apertura del túnel.

Esta estadística era la que regía la vida de esos desgraciados. Sus esperanzas y desalientos. Su congoja callosa, pero aún sensitiva. Su sed, el hambre, los dolores, el hedor, su odio encendido en la sangre, en los ojos, como esas mariposas de aceite que a pocos metros de allí -tal vez solamente un centenar- brillaban en la Catedral delante de las imágenes.

La única respiración venía por el agujero aún ciego, aún nonato, que iba creciendo como un hijo en el vientre de esos hombres ansiosos. Por allí venía el olor puro de la libertad, un soplo fresco y brillante entre los excrementos. Y allí se tocaba, en una especie de inminencia trabajada por el vértigo, todo lo que estaba más allá de ese boquete negro.

Eso era lo que sentían los presos cuando escarbaban la tosca con el plato de hojalata, en la noche angosta del túnel.



Un nuevo desprendimiento le enterró esta vez las piernas hasta los riñones. Quiso moverse, encoger las extremidades atrapadas, pero no pudo. De golpe tuvo exacta conciencia de lo que sucedía, mientras el dolor crecía con sordas puntadas en la carne, en los huesos de las piernas enterradas. No había sido una simple veta reblandecida. Probablemente era una cuña de tierra, un bloque espeso que llegaba hasta la superficie. Probablemente todo un cimiento se estaba sumiendo en la falla provocado por el desprendimiento.

No le quedaba otro recurso que cavar hacia adelante con todas sus fuerzas, sin respiro; cavar con el plato, con las uñas, hasta donde pudiese. Quizá no eran cinco metros los que faltaban, quizá no eran veinticinco días de zapa los que aún lo separaban del boquete salvador de la barranca del río. Quizá eran menos, sólo unos cuantos centímetros, unos minutos más de arañazos profundos. Se convirtió en un topo frenético. Sintió cada vez más húmeda la tierra. A medida que le iba faltando el aire, se sentía más animado. Su esperanza crecía con la asfixia Un poco de barro tibio entre los dedos le hizo prorrumpir en un grito casi feliz. Pero estaba tan absorto en su emoción, la desesperante tiniebla del túnel lo envolvía de tal modo, que no podía darse cuenta de que no era la proximidad del río, de que no eran sus filtraciones las que hacían ese lodo tibio, sino su propia sangre brotando debajo de las uñas y en las yemas heridas por la tosca. Ella, la tierra densa e impenetrable, era ahora la que, en el epílogo del duelo mortal comenzado hacía mucho tiempo, lo gastaba a él sin fatiga y lo empezaba a comer aún vivo y caliente. De pronto, pareció alejarse un poco. Manoteó al vacío. Era él quien se estaba quedando atrás en el aire como piedra que empezaba a estrangularlo. Procuró avanzar, pero sus piernas ya irremediablemente formaban parte del bloque que se había desmoronado sobre ellas. Ya ni las sentía. Sólo sentía la asfixia. Se estaba ahogando en un río sólido y oscuro. Dejó de moverse, de pugnar inútilmente. La tortura se iba transformando en una inexplicable delicia. Empezó a recordar.



Recordó aquella otra mina subterránea en la guerra del Chaco, hacía mucho tiempo. Un tiempo que ahora se le antojaba fabuloso. Lo recordaba, sin embargo, claramente, con todos los detalles.

En el frente de Gondra, la guerra se había estancado. Hacia seis meses que paraguayos y bolivianos, empotrados frente a frente en sus inexpugnables posiciones, cambiaban obstinados tiroteos e insultos. No había más de cincuenta metros entre unos y otros.

En las pausas de ciertas noches que el melancólico olvido había hecho de pronto atrozmente memorables, en lugar de metralla canjeaban música y canciones de sus respectivas tierras.

El altiplano entero, pétreo y desolado, bajaba arrastrado por la quejumbre de las cuecas; toda una raza hecha de cobre y castigo, desde su plataforma cósmica bajaba hasta el polvo voraz de las trincheras. Y hasta allí bajaban desde los grandes ríos, desde los grandes bosques paraguayos, desde el corazón de su gente también absurda y cruelmente perseguida, las polcas y guaranias, juntándose, hermanándose con aquel otro aliento melodioso que subía desde la muerte. Y así sucedía porque era preciso que gente americana siguiese muriendo, matándose, para que ciertas cosas se expresaran correctamente en términos de estadística y mercado, de trueques y expoliaciones correctas, con cifras y números exactos, en boletines de la rapiña internacional.



Fue en una de esas pausas en que en unión de otros catorce voluntarios, Perucho Rodi, estudiante de ingeniería, buen hijo, hermano excelente, hermoso y suave moreno de ojos verdes, había empezado a cavar ese túnel que debía salir detrás de las posiciones bolivianas con un boquete que en el momento señalado entraría en erupción como el cráter de un volcán.

En dieciocho días los ochenta metros de la gruesa perforación subterránea quedaron cubiertos. Y el volcán entró en erupción con lava sólida de metralla, de granadas, de proyectiles de todos los calibres, hasta arrasar las posiciones enemigas.

Recordó en la noche azul, sin luna, el extraño silencio que había precedido a la masacre y también el que lo había seguido, cuando ya todo estaba terminado. Dos silencios idénticos, sepulcrales, latentes. Entre los dos, sólo la posición de los astros había producido la mutación de una breve secuencia. Todo estaba igual. Salvo los restos de esa espantosa carnicería que a lo sumo había añadido un nuevo detalle apenas perceptible a la decoración del paisaje nocturno.

Recordó, un segundo antes del ataque, la visión de los enemigos sumidos en el tranquilo sueño del que no despertarían. Recordó haber elegido a sus víctimas, abarcándolas con el girar aún silencioso de su ametralladora. Sobre todo, a una de ellas: un soldado que se retorcía en el remolino de una pesadilla. Tal vez soñaba en ese momento en un túnel idéntico pero inverso al que les estaba acercando al exterminio. En un pensamiento suficientemente extenso y flexible, esas distinciones en realidad carecían de importancia. Era despreciable la circunstancia de que uno fuese el exterminador y otro la víctima inminente. Pero en ese momento todavía no podía saberlo.

Sólo recordó que había vaciado íntegramente su ametralladora. Recordó que cuando la automática se le había finalmente recalentado y atascado, la abandonó y siguió entonces arrojando granadas de mano, hasta que sus dos brazos se le durmieron a los costados. Lo más extraño de todo era que, mientras sucedían estas cosas, le habían atravesado recuerdos de otros hechos, reales y ficticios, que, aparentemente no tenían entre sí ninguna conexión y acentuaban, en cambio, la sensación de sueño en que él mismo flotaba. Pensó, por ejemplo, en el escapulario carmesí de su madre (real); en el inmenso panambí de bronce de la tumba del poeta Ortiz Guerrero (ficticio); en su hermanita María Isabel, recién recibida de maestra (real). Estos parpadeos incoherentes de su imaginación duraron todo el tiempo. Recordó haber regresado con ellos chapoteando en un vasto y espeso estero de sangre.

Aquel túnel del Chaco y este túnel que él mismo había sugerido cavar en el suelo de la cárcel, que él personalmente había empezado a cavar y que, por último, sólo a él le había servido de trampa mortal; este túnel y aquél eran el mismo túnel; un único agujero recto y negro con un boquete de entrada pero no de salida. Un agujero negro y recto que a pesar de su rectitud le había rodeado desde que nació como un círculo subterráneo, irrevocable y fatal. Un túnel que tenía ahora para él cuarenta años, pero que en realidad era mucho más viejo, realmente inmemorial.

Aquella noche azul del Chaco, poblada de estruendos y cadáveres había mentido una salida. Pero sólo había sido un sueño; menos que un sueño: la decoración fantástica de un sueño futuro en medio del humo de la batalla

Con el último aliento, Perucho Rodi la volvía a soñar; es decir, a vivir. Sólo ahora aquel sueño lejano era real. Y ahora sí que avistaba el boquete enceguecedor, el perfecto redondel de la salida.

Soñó (recordó) que volvía a salir por aquel cráter en erupción hacia la noche azulada, metálica, fragorosa. Volvió a sentir la ametralladora ardiente y convulsa en sus manos. Soñó (recordó) que volvía a descargar ráfaga tras ráfaga y que volvía a arrojar granada tras granada. Soñó (recordó) la cara de cada una de sus víctimas. Las vio nítidamente. Eran ochenta y nueve en total. Al franquear el límite secreto, las reconoció en un brusco resplandor y se estremeció: esas ochenta y nueve caras vivas y terribles de sus víctimas eran (y seguirán siéndolo en un fogonazo fotográfico infinito) las de sus compañeros de prisión. Incluso los diecisiete muertos, a los cuales se había agregado uno más. Se soñó entre esos muertos. Soñó que soñaba en un túnel. Se vio retorcerse en una pesadilla, soñando que cavaba, que luchaba, que mataba. Recordó nítidamente el soldado enemigo a quien había abatido con su ametralladora, mientras se retorcía en una pesadilla. Soñó que aquel soldado enemigo lo abatía ahora a él con su ametralladora, tan exactamente parecido a él mismo que se hubiera dicho que era su hermano mellizo.

El sueño de Perucho Rodi quedó sepultado en esa grieta como un diamante negro que iba a alumbrar aún otra noche.

La frustrada evasión fue descubierta; el boquete de entrada en el piso de la celda. El hecho inspiró a los guardianes.



Los presos de la celda 4 (llamada Valle-i), menos el evadido Perucho Rodi, a 1a noche siguiente encontraron inexplicablemente descorrido el cerrojo. Sondearon con sus ojos la noche siniestra del patio. Encontraron que inexplicablemente los pasillos y corredores estaban desiertos. Avanzaron. No enfrentaron en la sombra la sombra de ningún centinela. Inexplicablemente, el caserón circular parecía desierto. La puerta trasera que daba a una callejuela clausurada, estaba inexplicablemente entreabierta. La empujaron, salieron. Al salir, con el primer soplo fresco, los abatió en masa sobre las piedras el fuego cruzado de las ametralladoras que las oscuras troneras del panóptico escupieron sobre ellos durante algunos segundos.

Al día siguiente, la ciudad se enteró solamente de que unos cuantos presos habían sido liquidados en el momento en que pretendían evadirse por un túnel. El comunicado pudo mentir con la verdad. Existía un testimonio irrefutable: el túnel. Los periodistas fueron invitados a examinarlo. Quedaron satisfechos al ver el boquete de entrada en la celda. La evidencia anulaba algunos detalles insignificantes: la inexistente salida que nadie pidió ver, las manchas de sangre aún frescas en la callejuela abandonada.

Poco después el agujero fue cegado con piedras y la celda 4 (Valle-í) volvió a quedar abarrotada.



Bucles de oro - Eloy Fariña Núñez


Eloy Fariña Núñez (Paraguay 1885 - 1929) fue poeta, ensayista y narrador, autor del monumental Canto secular.
Durante su juventud vivió en Buenos Aires, donde estableció vínculos con varios escritores de renombre, entre los que destaca Leopoldo Lugones.
Sus obras más destacadas en poesía: Canto Secular (1911), el poemario Carmenes (1922).
Su obra narrativa comprende la novela Rhodopia (1912), el libro de cuentos Las vértebras de Pan (1914) y una colección interpretativa de Mitos guaraníes (1926).
En 1912 logró el primer galardón del concurso literario del diario La Prensa de Buenos Aires por su cuento "Bucles de Oro".

Bucles de oro

El nene estaba enfermito. Inmóvil, pálido, con sus ojitos astrosos, respiraba fatigosamente en la cuna, junto a la cual velábamos los dos en silencio.
Era una benigna tarde de invierno. Del vasto rumor de Buenos Aires sólo llegaba a nuestro cuarto de pensión un murmullo tenue. Abajo, sonaban las notas largas y graves de un pistón, en el cual hacía escalas un músico italiano, con tenacidad desesperante. En el patinillo lóbrego de nuestro piso, hablaban a media voz tres modistas sicilianas, de trágicos ojos negros. En el cuarto vecino, canturreaba la patrona, una garrida sevillana.
Estábamos solos, como en una isla desierta, en medio de aquella gente venida de diversas partes del inundo. ¿Qué hacer en tal trance supremo? Por fortuna, el médico había venido y recetado una poción contra el mal. Cada dos horas, Matilde le abría la boca al nene y echaba en ella una cucharadita del jarabe. Pero su respiración se volvía cada vez más entrecortada y ronca. Sentíamos la presencia de la fuerza invisible e irreparable que, a guisa de una sombra progresiva, iba llenando todo el ámbito del cuarto.
-Parece que está mejor-, dijo de pronto Matilde. -¿No ves?
Allí estaba el pobre nenito, con su cabecita rubia, propicia a la caricia, echada sobre la almohada, mirándonos fijamente con santa inocencia. La maldita bronquitis pulmonar le roía los bronquios y los pulmones y la fiebre aumentaba por grados. Sufría visiblemente, y esto era nuestra mayor pena. ¿Qué resistencia podía ofrecer el delicado organismo de una criatura? ¿No era una crueldad espantosa hacer sufrir así a un inocente? En fin, nosotros, los grandes... Con toda nuestra alma hubiéramos deseado arrancarle su mal y padecer nosotros por él. Debía de sufrir mucho, porque hacía tiempo que no sonreía. Era en él la sonrisa algo así como el signo de la vida, la expresión inmaterial del plenario florecimiento de la potencia orgánica que se transfiguraba en dos gotas de luz en sus pupilas, en hebras de oro en sus cabellos y en un divino halo de gracia en sus labios.
Para entibiar la atmósfera y facilitar la respiración del nene, Matilde se apartó por un momento de la cuna y quemó un minúsculo cono de incienso, que sahumó el recinto. Luego, volvió a su asiento. La miré, profundamente abatido. Más que nuestra pena común, me dolía el golpe de la fatalidad, sumado a la evidencia del desamparo. Todo parecía oponerse hasta entonces a la realización de mi plan de conquista de Buenos Aires, a la que había jurado vencer, cuando de mi lejana provincia vine, caballero en mi juventud, hacia la ciudad áurea y seductora, en busca de un campo en qué dar noble empleo a mi actividad. ¿Qué había sido de todos mis ensueños de estudiante? Mi porvenir se obscurecía. En aquellos momentos estuve a punto de desfallecer, porque me pareció que la lucha emprendida era superior a mis fuerzas. Mas no me abandonó la esperanza y, sobre todo, me sostuvo el deseo de imponer mi albedrío a la adversidad.
El músico seguía tocando notas prolongadas, que repercutían en mi espíritu con infinita tristeza. ¿Qué relación sutil había entre las vibraciones sonoras de los instrumentos de cobre y las ondas invisibles de la fatalidad y del dolor? A ciencia cierta, no lo sabía; mas lo positivo era que aquellos sonidos lúgubres aumentaban mi sufrimiento. En la calma del crepúsculo, sonábanme como la expresión musical de mi congoja muda, y oíalos como si fueran las voces del silencio patético que se expandía en mi cuarto, y del destino inexcrutable que rondaba en torno nuestro con señorío augusto.
-¿Oyes Matilde? Esa música me pone mal... Dile...
Matilde fue a hablar con la encargada de la casa y a poco oí que ésta respondía:
-Ya le he dicho que aquí arriba hay un chico enfermo; pero no me ha hecho caso. ¡Qué gente desconsiderada!
Estábamos verdaderamente solos, sin otra compañía que la de nuestro nene moribundo, en aquel rincón de la gran urbe. ¡Ah, Buenos Aires, tentacular sirena del planeta! Nos contemplábamos de nuevo, y sonreíamos melancólicamente.
De pronto, los ojitos sin brillo del enfermo se fijaron, con inmovilidad inquietante, en el techo. Cuando lo advertí, el corazón me palpitó, por intuición inefable, con violencia, y vi que los ojos de mi compañera se llenaban de lágrimas.
-¿Qué será? -me preguntó en voz baja.
-Nada -me atreví a responderle.
Aparté la vista de aquellos ojos, ignorantes del misterio de la vida, que miraban con extraña fijeza el techo, y la clavé en el suelo, resignado. Ella hizo lo propio y en esta actitud permanecimos mucho tiempo silenciosos. Ambos éramos como dos ovejas barridas por la tempestad, en medio del inmenso rebaño humano que nos rodeaba. Hacía siete días que sosteníamos una lucha desesperada con la enfermedad y carecíamos ya de fuerzas para continuarla. Un abatimiento profundo se apoderó de nosotros y nos entregamos, sin aliento, en brazos de lo irreparable. Amilanados, medrosos, pasivos, dejamos transcurrir los minutos, en una como especie de insensibilidad casi animal. Las fuentes de la vida se secaron momentáneamente en nuestras almas. Dejamos de ser criaturas humanas para convertirnos en dos masas maleables, dóciles al menor impulso y susceptibles de ser moldeadas a designio.
Era entrada ya la noche. Matilde encendió la lámpara y la puso a media luz. El silencio circunstante tornábase cada vez más desolado. Jamás experimenté una impresión tan cabal del desierto ciudadano, como entonces. Desde mi cuarto veía pasar las sombras de las jóvenes sicilianas, que iban o venían de la cocina, en incesante ajetreo.
El nene pareció mejorar un poco, pues una sonrisa, imperceptible casi, se diseñó fugazmente en la comisura de sus labios exangües, y decidimos acostarnos vestidos. Como hiciera frío, sacamos al enfermito de la cuna y lo pusimos en nuestra cama, a fin de reanimarlo con el calor de nuestros cuerpos. Magüer la proximidad del desenlace, bien pronto me rendí al sueño. Serían las doce de la noche cuando un grito azorado de Matilde me despertó bruscamente.
-¿Qué pasa? -inquirí con la consiguiente alarma.
-Me parece que el nene ha muerto... Tócalo... Está frío.
Palpé su cuerpecito con ansiedad suprema: estaba, efectivamente, helado.
-Sí, tiene el cuerpo frío -repuse-, pero ¿no estaba ya así?
-No, tenía fiebre, Luis.
-No puede ser... ¿Late aún su corazón?
-Creo que no.
Puse la mano sobre su corazón y comprobé que había cesado de latir.
-¿Será esto la muerte? -interrogué a Matilde con el corazón oprimido.
-No sé... Hace un minuto que oía su ronquido, cuando, de repente, cesó todo y se quedó inerte, como un pajarito.
Aún tenía los ojitos abiertos.
-Ciérralos -sollozó a mi lado Matilde.
-Tengo miedo.
Los cerré piadosamente y deposité un beso conmovido sobre sus párpados cerrados. Luego se oyó, en el silencio nocturno, escapado de una garganta varonil, un sollozo extraño y breve, como un grito de angustia de una bestia repentinamente herida.
Era la primera vez que me hallaba en presencia del cuerpo inanimado de un ser, al que había dado vida, y el misterio de la muerte me pareció a la sazón más enigmático y contradictorio que nunca. La pálida carita del nene había adquirido tal serenidad seráfica, que pensé si la muerte no sería el estado de reposo de una vida trascendente y profunda. Parecía dormido: el silencio, que se cernía sobre sus labios, era apacible, la rigidez de su cuerpo distaba de ser trágica y la blancura de su frente y de sus manos tenía una palidez suave de rayo de luna.
Lloramos en silencio, por largo tiempo, ante el cuerpecito yacente de nuestro hijo, concebido en el dolor y en la esperanza, en aquel cuarto de pensión, aislado del resto del mundo. Debíamos ofrecer un aspecto dramático, llorando delante del cadáver, a la indecisa claridad de la lámpara, bajo el alto misterio de la noche, en medio de la ciudad dormida. Al mismo tiempo que mi corazón sangraba, discurría mi pensamiento. Y bien: fuerza era aceptar lo irreparable, apurar el dolor y marchar adelante. La muerte de esa pobre criatura clamaba al cielo y necesitaba ser vengada. Llevaría su cadáver a cuestas hasta el acabamiento de mi vida. Y, mentalmente, arrojé el guante a Buenos Aires, a la vida y al destino.
Llegó la mañana, luminosa y serena. Por los cristales de la ventana penetró la claridad naciente en nuestro cuarto, e hizo resaltar la blancura metálica del rostro marmóreo del nene. Ascendía de nuevo hasta nosotros el potente ritmo de la vida cotidiana de Buenos Aires. Diríase que la angustia, que hería nuestras almas, tenía algo de egoísta y profanaba la impersonal alegría de todo un pueblo, entregado al trabajo. Antojábaseme que el dolor carecía del derecho de alzarse en el seno de una ciudad esplendente y bulliciosa. El grito de nuestro corazón, presa de la desgracia, no debía turbar el formidable rumor del colmenar urbano atareado.
A la congoja sucedió la resignación en mi ánimo, ante ideas tales; la divina serenidad se aposentó en el hondo de mi ser, y en el transcurso del día, sonreí a solas varias veces, al pensar en las oscuras interrogaciones del hombre frente a las simples, arcaicas y supremas verdades de la vida.
Lo que pasó después se grabó imprecisamente en mi memoria. No recuerdo con fidelidad los detalles de la noche y día siguientes, que fueron para nosotros inacabables.
Han transcurrido varios años desde aquel entonces hasta la fecha. Al principio, evocaba, con su colorido real, el desolado episodio; cerraba los ojos y veía, proyectada con nitidez, en el plano de la cuarta dimensión de los recuerdos, la figura viviente del nene; pero más tarde con el correr del tiempo, fui olvidando, poco a poco, el color de sus ojos, la expresión de su cara, el sello alado de su boca sonriente. Y una densa sombra se ha extendido, por último, bajo el firmamento de mi alma, sobre la diminuta columna truncada de su recuerdo.
Hoy procuro recordar su rostro, asir por un momento su sonrisa, fijar nada más que por un segundo su trémula imagen en mi espíritu; pero todo su ser, leve y fugitivo como el resplandor de su sonrisa, se escapa de mi evocación y, a pesar de mis esfuerzos, no logro definir bien los rasgos exactos de su figura. Y cuando pienso en él, en algunos momentos de mi vida, me invade una dulce y bienhechora tristeza y sólo me acuerdo de que sus bucles eran de oro.