Augusta Roa Bastos nació en Asunción, Pargauay, en 1917.
Novelista, cusntista y guionista, es considerado el escritor más importante de su país, aunque escribió gran parte de su obra en el exilio, en Argentina y Francia. Ganó el Premio Cervantes de literatura en 1989.
Falleció en 2005.
Su obra:
Novelas: Hijo de Hombre, Yo el supremo, Vigilia del Almirante, El fiscal, Contravida, Madama Sui.
Cuentos: El trueno entre las hojas, El baldío, Madera quemada, Los pies sobre el agua, Moriencia, Cuerpo presente y otros cuentos, El pollito de fuego, Los Congresos, El somnámbulo, Lucha hasta el alba, Los Juegos, Contar un cuento, y otros relatos, Metaforismos, La tierra sin ma.
Poesía: El ruiseñor de la aurora, y otros poemas, El naranjal ardiente, nocturno paraguay.
Guionista: El trueno entre las hojas, Sabaleros, La sangre y la semilla, Shunko, Hijo de hombre, Alias Gardelito, El último piso, El terrorista, La boda, Soluna, Ya tiene comisario el pueblo, Don Segundo Sombra, La Madre María, Yo el supremo.
La excavación
El primer desprendimiento de tierra se produjo a unos tres
metros, a sus espaldas. No le pareció al principio nada alarmante. Sería
solamente una veta blanda del terreno de arriba. Las tinieblas apenas se pusieron
un poco más densas en el angosto agujero por el que únicamente arrastrándose
sobre el vientre un hombre podía avanzar o retroceder. No podía detenerse
ahora. Siguió avanzando con el plato de hojalata que le servía de perforador.
La creciente humedad que iba impregnando la tosca dura lo alentaba. La barranca
ya no estaría lejos; a lo sumo, unos cuatro o cinco metros, lo que representaba
unos veinticinco días más de trabajo hasta el boquete liberador sobre el río.
Alternándose
en turnos seguidos de cuatro horas, seis presos hacían avanzar la excavación
veinte centímetros diariamente. Hubieran podido avanzar más rápido, pero la
capacidad de trabajo estaba limitada por la posibilidad de desalojar la tierra
en el tacho de desperdicios sin que fuera notada. Se habían abstenido de orinar
en la lata que entraba y salía dos veces al día. Lo hacían en los rincones de
la celda húmeda y agrietada, con lo que si bien aumentaban el hedor siniestro
de la reclusión, ganaban también unos cuantos centímetros más de
"bodega" para el contrabando de la tierra excavada.
La guerra.
civil había concluido seis meses atrás. La perforación del túnel duraba cuatro.
Entre tanto, habían fallecido, por diversas causas, no del todo apacibles, diecisiete
de los ochenta y nueve presos políticos que se hallaban amontonados en esa
inhóspita celda, antro, retrete, ergástula pestilente, donde en tiempos de
calma no habían entrado nunca más de ocho o diez presos comunes.
De los
diecisiete presos que habían tenido la estúpida ocurrencia de morirse, a nueve
se habían llevado distintas enfermedades contraídas antes o después de la
prisión; a cuatro, los apremios urgentes de la cámara de torturas; a dos, la
rauda ventosa de la tisis galopante. Otros dos se habían suicidado abriéndose
las venas, uno con la púa de la hebilla del cinto; el otro, con el plato, cuyo
borde afiló en la pared, y que ahora servía de herramienta para la apertura del
túnel.
Esta
estadística era la que regía la vida de esos desgraciados. Sus esperanzas y
desalientos. Su congoja callosa, pero aún sensitiva. Su sed, el hambre, los
dolores, el hedor, su odio encendido en la sangre, en los ojos, como esas
mariposas de aceite que a pocos metros de allí -tal vez solamente un centenar-
brillaban en la Catedral delante de las imágenes.
La única
respiración venía por el agujero aún ciego, aún nonato, que iba creciendo como
un hijo en el vientre de esos hombres ansiosos. Por allí venía el olor puro de
la libertad, un soplo fresco y brillante entre los excrementos. Y allí se
tocaba, en una especie de inminencia trabajada por el vértigo, todo lo que
estaba más allá de ese boquete negro.
Eso era lo que
sentían los presos cuando escarbaban la tosca con el plato de hojalata, en la
noche angosta del túnel.
Un nuevo
desprendimiento le enterró esta vez las piernas hasta los riñones. Quiso
moverse, encoger las extremidades atrapadas, pero no pudo. De golpe tuvo exacta
conciencia de lo que sucedía, mientras el dolor crecía con sordas puntadas en
la carne, en los huesos de las piernas enterradas. No había sido una simple
veta reblandecida. Probablemente era una cuña de tierra, un bloque espeso que
llegaba hasta la superficie. Probablemente todo un cimiento se estaba sumiendo
en la falla provocado por el desprendimiento.
No le quedaba
otro recurso que cavar hacia adelante con todas sus fuerzas, sin respiro; cavar
con el plato, con las uñas, hasta donde pudiese. Quizá no eran cinco metros los
que faltaban, quizá no eran veinticinco días de zapa los que aún lo separaban
del boquete salvador de la barranca del río. Quizá eran menos, sólo unos
cuantos centímetros, unos minutos más de arañazos profundos. Se convirtió en un
topo frenético. Sintió cada vez más húmeda la tierra. A medida que le iba
faltando el aire, se sentía más animado. Su esperanza crecía con la asfixia Un
poco de barro tibio entre los dedos le hizo prorrumpir en un grito casi feliz.
Pero estaba tan absorto en su emoción, la desesperante tiniebla del túnel lo envolvía de tal modo, que no
podía darse cuenta de que no era la proximidad del río, de que no eran sus
filtraciones las que hacían ese lodo tibio, sino su propia sangre brotando
debajo de las uñas y en las yemas heridas por la tosca. Ella, la tierra densa e
impenetrable, era ahora la que, en el epílogo del duelo mortal comenzado hacía
mucho tiempo, lo gastaba a él sin fatiga y lo empezaba a comer aún vivo y
caliente. De pronto, pareció alejarse un poco. Manoteó al vacío. Era él quien
se estaba quedando atrás en el aire como piedra que empezaba a estrangularlo.
Procuró avanzar, pero sus piernas ya irremediablemente formaban parte del
bloque que se había desmoronado sobre ellas. Ya ni las sentía. Sólo sentía la
asfixia. Se estaba ahogando en un río sólido y oscuro. Dejó de moverse, de
pugnar inútilmente. La tortura se iba transformando en una inexplicable
delicia. Empezó a recordar.
Recordó
aquella otra mina subterránea en la guerra del Chaco, hacía mucho tiempo. Un
tiempo que ahora se le antojaba fabuloso. Lo recordaba, sin embargo,
claramente, con todos los detalles.
En el frente
de Gondra, la guerra se había estancado. Hacia seis meses que paraguayos y
bolivianos, empotrados frente a frente en sus inexpugnables posiciones,
cambiaban obstinados tiroteos e insultos. No había más de cincuenta metros
entre unos y otros.
En las pausas
de ciertas noches que el melancólico olvido había hecho de pronto atrozmente
memorables, en lugar de metralla canjeaban música y canciones de sus
respectivas tierras.
El altiplano
entero, pétreo y desolado, bajaba arrastrado por la quejumbre de las cuecas;
toda una raza hecha de cobre y castigo, desde su plataforma cósmica bajaba
hasta el polvo voraz de las trincheras. Y hasta allí bajaban desde los grandes
ríos, desde los grandes bosques paraguayos, desde el corazón de su gente
también absurda y cruelmente perseguida, las polcas y guaranias, juntándose,
hermanándose con aquel otro aliento melodioso que subía desde la muerte. Y así
sucedía porque era preciso que gente americana siguiese muriendo, matándose,
para que ciertas cosas se expresaran correctamente en términos de estadística y
mercado, de trueques y expoliaciones correctas, con cifras y números exactos,
en boletines de la rapiña internacional.
Fue en una de
esas pausas en que en unión de otros catorce voluntarios, Perucho Rodi,
estudiante de ingeniería, buen hijo, hermano excelente, hermoso y suave moreno
de ojos verdes, había empezado a cavar ese túnel que debía salir detrás de las
posiciones bolivianas con un boquete que en el momento señalado entraría en erupción
como el cráter de un volcán.
En dieciocho
días los ochenta metros de la gruesa perforación subterránea quedaron
cubiertos. Y el volcán entró en erupción con lava sólida de metralla, de
granadas, de proyectiles de todos los calibres, hasta arrasar las posiciones
enemigas.
Recordó en la
noche azul, sin luna, el extraño silencio que había precedido a la masacre y
también el que lo había seguido, cuando ya todo estaba terminado. Dos silencios
idénticos, sepulcrales, latentes. Entre los dos, sólo la posición de los astros
había producido la mutación de una breve secuencia. Todo estaba igual. Salvo
los restos de esa espantosa carnicería que a lo sumo había añadido un nuevo
detalle apenas perceptible a la decoración del paisaje nocturno.
Recordó, un
segundo antes del ataque, la visión de los enemigos sumidos en el tranquilo
sueño del que no despertarían. Recordó haber elegido a sus víctimas,
abarcándolas con el girar aún silencioso de su ametralladora. Sobre todo, a una
de ellas: un soldado que se retorcía en el remolino de una pesadilla. Tal vez soñaba en ese
momento en un túnel idéntico pero inverso al que les estaba acercando al
exterminio. En un pensamiento suficientemente extenso y flexible, esas
distinciones en realidad carecían de importancia. Era despreciable la
circunstancia de que uno fuese el exterminador y otro la víctima inminente.
Pero en ese momento todavía no podía saberlo.
Sólo recordó
que había vaciado íntegramente su ametralladora. Recordó que cuando la
automática se le había finalmente recalentado y atascado, la abandonó y siguió
entonces arrojando granadas de mano, hasta que sus dos brazos se le durmieron a
los costados. Lo más extraño de todo era que, mientras sucedían estas cosas, le
habían atravesado recuerdos de otros hechos, reales y ficticios, que,
aparentemente no tenían entre sí ninguna conexión y acentuaban, en cambio, la
sensación de sueño en que él mismo flotaba. Pensó, por ejemplo, en el
escapulario carmesí de su madre (real); en el inmenso panambí de bronce de la
tumba del poeta Ortiz Guerrero (ficticio); en su hermanita María Isabel, recién
recibida de maestra (real). Estos parpadeos incoherentes de su imaginación
duraron todo el tiempo. Recordó haber regresado con ellos chapoteando en un
vasto y espeso estero de sangre.
Aquel túnel
del Chaco y este túnel que él mismo había sugerido cavar en el suelo de la cárcel, que él personalmente había
empezado a cavar y que, por último, sólo a él le había servido de trampa
mortal; este túnel y aquél eran el mismo túnel; un único agujero recto y negro
con un boquete de entrada pero no de salida. Un agujero negro y recto que a
pesar de su rectitud le había rodeado desde que nació como un círculo
subterráneo, irrevocable y fatal. Un túnel que tenía ahora para él cuarenta
años, pero que en realidad era mucho más viejo, realmente inmemorial.
Aquella noche
azul del Chaco, poblada de estruendos y cadáveres había mentido una salida.
Pero sólo había sido un sueño; menos que un sueño: la decoración fantástica de
un sueño futuro en medio del humo de la batalla
Con el último
aliento, Perucho Rodi la volvía a soñar; es decir, a vivir. Sólo ahora aquel
sueño lejano era real. Y ahora sí que avistaba el boquete enceguecedor, el
perfecto redondel de la salida.
Soñó (recordó)
que volvía a salir por aquel cráter en erupción hacia la noche azulada,
metálica, fragorosa. Volvió a sentir la ametralladora ardiente y convulsa en
sus manos. Soñó (recordó) que volvía a descargar ráfaga tras ráfaga y que
volvía a arrojar granada tras granada. Soñó (recordó) la cara de cada una de
sus víctimas. Las vio nítidamente. Eran ochenta y nueve en total. Al franquear
el límite secreto, las reconoció en un brusco resplandor y se estremeció: esas
ochenta y nueve caras vivas y terribles de sus víctimas eran (y seguirán siéndolo
en un fogonazo fotográfico infinito) las de sus compañeros de prisión. Incluso
los diecisiete muertos, a los cuales se había agregado uno más. Se soñó entre
esos muertos. Soñó que soñaba en un túnel. Se vio retorcerse en una pesadilla,
soñando que cavaba, que luchaba, que mataba. Recordó nítidamente el soldado
enemigo a quien había abatido con su ametralladora, mientras se retorcía en una
pesadilla. Soñó que aquel soldado enemigo lo abatía ahora a él con su
ametralladora, tan exactamente parecido a él mismo que se hubiera dicho que era
su hermano mellizo.
El sueño de
Perucho Rodi quedó sepultado en esa grieta como un diamante negro que iba a
alumbrar aún otra noche.
La frustrada
evasión fue descubierta; el boquete de entrada en el piso de la celda. El hecho
inspiró a los guardianes.
Los presos de
la celda 4 (llamada Valle-i), menos el evadido Perucho Rodi, a 1a noche
siguiente encontraron inexplicablemente descorrido el cerrojo. Sondearon con
sus ojos la noche siniestra del patio. Encontraron que inexplicablemente los
pasillos y corredores estaban desiertos. Avanzaron. No enfrentaron en la sombra
la sombra de ningún centinela. Inexplicablemente, el caserón circular parecía
desierto. La puerta trasera que daba a una callejuela clausurada, estaba inexplicablemente entreabierta.
La empujaron, salieron. Al salir, con el primer soplo fresco, los abatió en
masa sobre las piedras el fuego cruzado de las ametralladoras que las oscuras
troneras del panóptico escupieron sobre ellos durante algunos segundos.
Al día
siguiente, la ciudad se enteró solamente de que unos cuantos presos habían sido
liquidados en el momento en que pretendían evadirse por un túnel. El comunicado
pudo mentir con la verdad. Existía un testimonio irrefutable: el túnel. Los periodistas fueron invitados a
examinarlo. Quedaron satisfechos al ver el boquete de entrada en la celda. La
evidencia anulaba algunos detalles insignificantes: la inexistente salida que
nadie pidió ver, las manchas de sangre aún frescas en la callejuela abandonada.
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