Hebe Monges, escritora argentina. Se crió en un campo cerca de Serodino, en la provincia de Santa Fe. Luego se mudó a Rosario.
Estudió en la facultad de Filosofía y Letras, donde luego fue jefa de Trabajos Prácticos.
Trabajó como profesora de secundario y escribió varios prólogos.
El tercero de la lista
La vida era una partida perdida
Macedonio Fernández
Cuando
Masramón salió de la cárcel, empezó el descrédito de la seguridad. Baigorria,
que con los otros cuatro había oído las palabras que les dirigiera, a todos y a
cada uno, y retenido su manera de pronunciar las palabras, con un odio sin
énfasis, pero de precisa certidumbre, la manera con que les había dicho que los
mataría, como quien promete algo difícil, pero irrevocable, y por lo tanto
posible, Baigorria, entonces, empezó a tener miedo.
Porque
Masramón había estado cinco años en la cárcel por ser su testaferro en todos
los negociados que les habían resultado tan lucrativos y en los que ellos no se
comprometieron nunca, porque para eso estaba él, que ponía la firma, seguro
hasta el final de que lo protegerían, sus amigos, sus cómplices. Pero no hubo
manera de comprobarles nada y ellos dejaron que se hundiera. Lo abandonaron a
su suerte, nomás, eso fue todo. Y ahora había salido de la cárcel. Baigorria
habló con Aquino, para ver qué pensaba, porque el otro había dicho: “por orden
alfabético”. Y hasta se habían reído de eso, una salida casi cómica. Las
palabras desechables de un hombre desesperanzado.
Aquino no
creía que sucediera nada: recordaba las palabras, pero había pasado mucho
tiempo, y las palabras le parecían bravatas. Un desahogo, caramba. Además, que
ellos no eran gangsters, ni el contador Masramón, un asesino.
−Pero
nosotros le arruinamos la vida… −Baigorria vio en la cara de Aquino que no le
gustaban las viejas historias.
Pero a los dos días a Aquino lo llevó por
delante un auto, cuyo conductor huyó sin detenerse, y el gordo Aquino, el
cerebro de tantas artimañas financieras que los habían enriquecido, quedó
muerto en la calle de su casa, en Devoto, ante los ojos desorbitados de una
pareja que se había estado besando, un minuto antes, y que no se había fijado
ni podía por lo tanto recordarlo, en el tipo de coche.
Baigorria trató
de reunirse con los otros: Aznares, Donaire, Gornatti. Los vio, sí, en el
entierro, pero no quisieron ni considerar la idea de que el “accidente de
Aquino tuviera algo que ver con Masramón”. El bueno de Gornatti se echó a reír
según su costumbre. Baigorria se sorprendió amargamente. ¿Acaso era el único en
tener miedo? Hasta que creyó intuir detrás de esa evasiva indiferencia un
íntimo acobardamiento, que eludían manifestar, como por cábala. Esa intuición
lo consoló.
Habló del
asunto con su mujer, pero el paso de los días le hizo pensar que había mezclado
torpemente una coincidencia con sus fantasías culpables.
Hasta que
murió Aznares. Aznares rodó inexplicablemente por las escaleras de su casa, un
día en que el ascensor estaba descompuesto y no había nadie cerca. El portero
lo encontró con la cabeza destrozada, cuando llegaba de la calle, pero hacía
rato que había muerto y no se había visto ni oído nada extraño, ni siquiera
fugazmente.
Fue inútil
intentar comunicarse con Donaire: no atendía el teléfono. Con Gornatti sí:
rezumaba sentido común.
−¡Qué
tendrá que ver Masramón! ¿Cómo podía saber que justo ese día el ascensor no
andaba? ¿O creés que tiene una cuadrilla trabajando con él? Si debe estar más
pobre que una laucha.
Baigorria
sintió una pérdida de afecto por Gornatti: su sencillez le resultó afectación.
Lo que antes le había atraído en él le pareció intolerable.
Intentó una
última familiaridad: −Claro, como vos sos Gornatti. Pero yo soy Baigorria.
Ahora me toca a mí.
Y se
arrepintió de haberlo dicho. Menos mal que, en el túnel del temor en que estaba
entrando su vida, su mujer lo acompañaba. Hubiera sido lacerante, insoportable,
que ella hubiera mantenido la calma. Pero también tenía miedo, y aunque
comprendía que era absurdo en ese miedo se apoyaba.
Empezó a
lanzar miradas de nerviosa aprehensión y a tratar de no estar solo nunca. El
miedo le hinchaba el rostro y le daba expresión de desamparo. Contaba los días
que habían pasado entre la muerte de Aquino y de Aznares. ¿Cómo le llegaría a
él? Tomó gestos de maniático y conocidos y desconocidos lo miraron con sorpresa
y asombro. El miedo había crecido y se había descompuesto en él como el gusano
en la manzana, y era constante, abrumador e inevitable, hasta quitarle el
aliento. Su figura se consumía y se devastaba su energía vital: el miedo había
arruinado su salud, su carrera y su vida. Se volvió malo: no soportaba ver reír
a nadie. Era un hombre condenado a muerte.
Una noche
su mujer le dijo, indecisa:
−La tensión
nos aniquila. Tenemos que buscar un remedio, vámonos a Europa.
Él la miró,
agitado: −¿Te parece?
−¿Qué
crees que ha hecho Donaire?
Baigorria
pensó que tenían dinero para hacerlo. El dinero que le correspondía a
Masramón.
Habló con
voz endurecida: −¿Por qué no lo pensaste antes?
La mujer suspiró, resignada. Él
sintió que la rabia lo sacaba de su estupor. Al día siguiente fue a sacar los
pasajes.
Hizo los
trámites en un estado de exasperación y aturdimiento, pero cuando concluyó
experimentó cierto alivio. Se dio vuelta y ahí estaba Masramón, a unos pasos,
mirándolo fijamente. Era el mismo, tal vez también más flaco; pensó que lo iba
a hablar, pero lo dejó pasar, sin dejar de mirarlo.
Baigorria
volvió a su casa con algo de su antiguo aire de firmeza. La espera había
terminado. Le contó a su mujer y rompió los pasajes. Ella se echó a llorar,
débilmente.
−A vos no
te hará nada. De eso estoy segura. No tiene nada contra vos…
−Su mujer trató
de retenerlo, con piedad y pena.
−No −dijo
él. No aguantaba más.
Subió las
escaleras, escribió, por las dudas, la consabida carta aclaratoria, y se pegó
un tiro.
Casi un año
después, la mujer de Baigorria visitaba su tumba, como todos los domingos, en
Chacarita. Sintió que alguien la miraba y levantó la vista. Era la mujer de
Masramón.
La miraba
con cierta timidez, casi con dulzura. No podía odiarla: ella no era culpable.
−¿Cómo te
va, Magdalena? −se sorprendió al oír su propia voz.
−Y… −dijo
la otra− no sabés que yo también perdí a mi marido. Yo supe lo del tuyo.
−¿Cómo?
¿Tu marido murió?
−Sí. En un
viaje. Se fue a España. Porque aquí, desde que salió de la cárcel, nadie le
quiso dar trabajo. Fue un calvario. Pero tuvo tan mala suerte. El avión se
accidentó y…
−No sabía
nada. −La mujer de Baigorria estaba confusa.
−Claro,
fue un día después de lo de tu marido. Él me contó esa noche, antes de irse,
que lo había visto en la agencia y que estuvo a punto de hablarlo. Quería
decirle que no le guardaba rencor. A ninguno. Pero no se animó. Tu marido
parecía muy alterado.
2 comentarios:
cuentos de autores peruanos ayacuchanos Ocho Hacia El Infierno-relatos de Guerra http://es.scribd.com/doc/287330955/Ocho-Hacia-El-Infierno-relatos-de-Guerra-Isa
Gracias, Isabel.
Saludos
Claudia
Publicar un comentario