Enrique Anderson Imbert nació en Córdoba, Argentina en 1910. Falleció en el año 2000.
Fue escritor, ensayista y profesor universitario.
Su obra:
Crítica literaria: La flecha en el aire, Tres novelas de Payró con pícaros en tres miras, Ibsen y su tiempo, Ensayos, El arte de la prosa en Juan Montalvo, Estudios sobre escritores de América, Historia de la literatura hispanoamericana, La crítica literaria contemporánea, Los grandes libros de Occidente y otros ensayos, Los domingos del profesor, La originalidad de Rubén Darío, Genio y figura de Sarmiento, Una aventura amorosa de Sarmiento, Estudios sobre letras hispánicas, El realismo mágico y otros ensayos, Las comedias de Bernard Shaw, Los primeros cuentos del mundo, Teoría y técnica del cuento, La prosa: modalidades y usos, Nuevos estudios sobre letras hispanas, Mentiras y mentirosos en el mundo de las letras, Modernidad y posmodernidad, Escritor, texto, lector.
Narrativa (novelas y cuentos): Vigilia, El mentir de las estrellas, Las pruebas del caos, Fuga, El grimorio, El gato de Cheshire, El estafador se jubila, La locura juega al ajedrez, La botella de Klein, Dos mujeres y un Julián, El tamaño de las brujas, Evocación de sombras en la ciudad geométrica, El anillo de Mozart, ¡Y pensar que hace diez años!, Reloj de arena, Amorío (y un retrato de dos genios), La buena forma de un crimen, Historia de una Rosa y Génesis de una luna, Consenso de dos, El libro de los casos.
El leve Pedro
Durante dos
meses se asomó a la muerte. El médico refunfuñaba que la enfermedad de Pedro
era nueva, que no había modo de tratarse y que él no sabía qué hacer... Por
suerte el enfermo, solito, se fue curando. No había perdido su buen humor, su
oronda calma provinciana. Demasiado flaco y eso era todo. Pero al levantarse
después de varias semanas de convalecencia se sintió sin peso.
—Oye —dijo
a su mujer— me siento bien pero ¡no sé!, el cuerpo me parece... ausente. Estoy
como si mis envolturas fueran a desprenderse dejándome el alma desnuda
—Languideces
—le respondió su mujer.
—Tal vez.
Siguió
recobrándose. Ya paseaba por el caserón, atendía el hambre de las gallinas y de
los cerdos, dio una mano de pintura verde a la pajarera bulliciosa y aun se
animó a hachar la leña y llevarla en carretilla hasta el galpón.
Según
pasaban los días las carnes de Pedro perdían densidad. Algo muy raro le iba
minando, socavando, vaciando el cuerpo. Se sentía con una ingravidez
portentosa. Era la ingravidez de la chispa, de la burbuja y del globo. Le
costaba muy poco saltar limpiamente la verja, trepar las escaleras de cinco en
cinco, coger de un brinco la manzana alta.
—Te has
mejorado tanto —observaba su mujer— que pareces un chiquillo acróbata.
Una mañana
Pedro se asustó. Hasta entonces su agilidad le había preocupado, pero todo
ocurría como Dios manda. Era extraordinario que, sin proponérselo, convirtiera
la marcha de los humanos en una triunfal carrera en volandas sobre la quinta.
Era extraordinario pero no milagroso. Lo milagroso apareció esa mañana.
Muy
temprano fue al potrero. Caminaba con pasos contenidos porque ya sabía que en
cuanto taconeara iría dando botes por el corral. Arremangó la camisa, acomodó
un tronco, tomó el hacha y asestó el primer golpe. Entonces, rechazado por el
impulso de su propio hachazo, Pedro levantó vuelo.
Prendido
todavía del hacha, quedó un instante en suspensión levitando allá, a la altura
de los techos; y luego bajó lentamente, bajó como un tenue vilano de cardo.
Acudió su
mujer cuando Pedro ya había descendido y, con una palidez de muerte, temblaba
agarrado a un rollizo tronco.
—¡Hebe!
¡Casi me caigo al cielo!
—Tonterías.
No puedes caerte al cielo. Nadie se cae al cielo. ¿Qué te ha pasado?
Pedro
explicó la cosa a su mujer y ésta, sin asombro, le convino:
—Te sucede
por hacerte el acróbata. Ya te lo he prevenido. El día menos pensado te
desnucarás en una de tus piruetas.
—¡No, no! —insistió
Pedro—. Ahora es diferente. Me resbalé. El cielo es un precipicio, Hebe.
Pedro soltó
el tronco que lo anclaba pero se asió fuertemente a su mujer. Así abrazados
volvieron a la casa.
—¡Hombre! —le
dijo Hebe, que sentía el cuerpo de su marido pegado al suyo como el de un
animal extrañamente joven y salvaje, con ansias de huir—. ¡Hombre, déjate de
hacer fuerza, que me arrastras! Das unas zancadas como si quisieras echarte a
volar.
—¿Has
visto, has visto? Algo horrible me está amenazando, Hebe. Un esguince, y ya
comienza la ascensión.
Esa tarde,
Pedro, que estaba apoltronado en el patio leyendo las historietas del
periódico, se rió convulsivamente, y con la propulsión de ese motor alegre fue
elevándose como un ludión, como un buzo que se quita las suelas. La risa se
trocó en terror y Hebe acudió otra vez a las voces de su marido. Alcanzó a
agarrarle los pantalones y lo atrajo a la tierra. Ya no había duda. Hebe le
llenó los bolsillos con grandes tuercas, caños de plomo y piedras; y estos
pesos por el momento dieron a su cuerpo la solidez necesaria para tranquear por
la galería y empinarse por la escalera de su cuarto. Lo difícil fue
desvestirlo. Cuando Hebe le quitó los hierros y el plomo, Pedro, fluctuante
sobre las sábanas, se entrelazó con los barrotes de la cama y le advirtió:
—¡Cuidado,
Hebe! Vamos a hacerlo despacio porque no quiero dormir en el techo.
—Mañana
mismo llamaremos al médico.
—Si consigo
estarme quieto no me ocurrirá nada. Solamente cuando me agito me hago
aeronauta.
Con mil
precauciones pudo acostarse y se sintió seguro.
—¿Tienes ganas
de subir?
—No. Estoy
bien.
Se dieron
las buenas noches y Hebe apagó la luz.
Al otro día
cuando Hebe despegó los ojos vio a Pedro durmiendo como un bendito, con la cara
pegada al techo.
Parecía un
globo escapado de las manos de un niño.
—¡Pedro, Pedro!
—gritó aterrorizada.
Al fin
Pedro despertó, dolorido por el estrujón de varias horas contra el cielo raso.
¡Qué espanto! Trató de saltar al revés, de caer para arriba, de subir para
abajo. Pero el techo lo succionaba como succionaba el suelo a Hebe.
—Tendrás
que atarme de una pierna y amarrarme al ropero hasta que llames al doctor y vea
qué pasa.
Hebe buscó
una cuerda y una escalera, ató un pie a su marido y se puso a tirar con todo el
ánimo. El cuerpo adosado al techo se removió como un lento dirigible.
Aterrizaba.
En eso se
coló por la puerta un correntón de aire que ladeó la leve corporeidad de Pedro
y, como a una pluma, la sopló por la ventana abierta. Ocurrió en un segundo.
Hebe lanzó un grito y la cuerda se le desvaneció, subía por el aire inocente de
la mañana, subía en suave contoneo como un globo de color fugitivo en un día de
fiesta, perdido para siempre, en viaje al infinito. Se hizo un punto y luego
nada.
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