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La tienda de muñecos - Julio Garmendia

Julio Garmendia nació en el estade de Lara, Venezuela en 1898.
Fue escritor, periodista y diplomático. Su labor periodística lo llevó a Roma,  París y Génova, donde ejerció el cargo de cónsul de Venezuela. Y, fue en Génova donde publicó su primer libro: La tienda de muñecos.
En 1973 obtuvo el Premio Nacional de Literatura (Venezuela), en 1976 le es otorgado la medalla Honor al Mérito. Julio Garmendia muere en Caracas el 8 de julio de 1977 contaba con 79 años de edad.
Falleció en Caracas, en 1977.
Su obra: La tienda de muñecos, La tuna de oro, La hoja que no había caído en su otoño, El médico de los muerto, Difunto yo, El Gato de los delgados, La Hija de la mafia, Manzanita, Las dos Chelitas, Las super, Mi abuela es un amor, La motocicleta selvática (cuento inédito).


La tienda de muñecos


No tengo suficiente filosofía para remontarme a las especulaciones elevadas del pensamiento. Esto explica mis asuntos banales, y por qué trato ahora de encerrar en breves líneas la historia —si así puede llamarse— de la vieja Tienda de Muñecos de mi abuelo que después pasó a manos de mi padrino, y de las de éste a las mías. A mis ojos posee esta tienda el encanto de los recuerdos de familia; y así como otros conservan los retratos de sus antepasados, a mí me basta, para acordarme de los míos, pasear la mirada por los estantes donde están alineados los viejos muñecos, con los cuales nunca jugué. Desde pequeño se me acostumbró a mirarlos con seriedad. Mi abuelo, y después mi padrino, solían decir, refiriéndose a ellos:
—¡Les debemos la vida!
No era posible que yo, que les amé entrañablemente a ambos, considerara con ligereza a aquellos a quienes adeudaba el precioso don de la existencia.
Muerto mi abuelo, mi padrino tampoco me permitió jugar con los muñecos, que permanecieron en los estantes de la tienda, clasificados en orden riguroso, sometidos a una estricta jerarquía, y sin que jamás pudieran codearse un instante los ejemplares de diferentes condiciones; ni los plebeyos andarines que tenían cuerda suficiente para caminar durante el espacio de un metro y medio en superficie plana, con los lujosos y aristocráticos muñecos de chistera y levita, que apenas si sabían levantar con mucha gracia la punta del pie elegantemente calzado. A unos y otros, mi padrino no les dispensaba más trato que el imprescindible para mantener la limpieza en los estantes donde estaban ahilerados. No se tomaba ninguna familiaridad ni se permitía la menor chanza con ellos. Había instaurado en la pequeña tienda un régimen que habría de entrar en decadencia cuando yo entrara en posesión del establecimiento, porque mi alma no tendría ya el mismo temple de la suya y se resentiría visiblemente de las ideas y tendencias libertarias que prosperaban en el ambiente de los nuevos días.
Por sobre todas las cosas él imponía a los muñecos el principio de autoridad y el respeto supersticioso al orden y las costumbres establecidas desde antaño en la tienda. Juzgaba que era conveniente inspirarles temor y tratarlos con dureza a fin de evitar la confusión, el desorden, la anarquía, portadores de ruina así en los humildes tenduchos como en los grandes imperios. Hallábase imbuido de aquellos erróneos principios en que se había educado y que procuró inculcarme por todos los medios; y viendo en mi persona el heredero que le sucedería en el gobierno de la tienda, me enseñaba los austeros procederes de un hombre de mando. En cuanto a Heriberto, el mozo que desde hace un tiempo atrás servía en el negocio, mi padrino le equiparaba a los peores muñecos de cuerda y le trataba al igual que a los maromeros de madera y los payasos de serrín, muy en boga entonces. A su modo de ver, Heriberto no tenía más sesos que los muñecos en cuyo constante comercio había concluido por adquirir costumbres frívolas y afeminadas, y a tal punto subían en este particular sus escrúpulos, que desconfiaba de aquellos muñecos que habían salido de la tienda alguna vez, llevados por Heriberto, sin ser vendidos en definitiva. A estos desdichados acababa por separarlos de los demás, sospechando tal vez que habían adquirido hábitos perniciosos en las manos de Heriberto.
Así transcurrieron largos años, hasta que yo vine a ser un hombre maduro y mi padrino un anciano idéntico al abuelo que conocí en mi niñez. Habitábamos aún la trastienda, donde apenas si con mucha dificultad podíamos movernos entre los muñecos. Allí había nacido yo, que así, aunque hijo legítimo de honestos padres, podía considerarme fruto de amores de trastienda, como suelen ser los héroes de cuentos picarescos.
Un día mi padrino se sintió mal.
—Se me nublan los ojos —me dijo— y confundo los abogados con las pelotas de goma, que en realidad están muy por encima.
—Me flaquean las piernas —continuó, tomándome afectuosamente la mano— y no puedo ya recorrer sin fatiga la corta distancia que te separa de los bandidos. Por estos síntomas conozco que voy a morir, no me prometo muchas horas de vida y desde ahora heredas la Tienda de Muñecos.
Mi padrino pasó a hacerme extensas recomendaciones acerca del negocio. Hizo luego una pausa durante la cual le vi pasear por la tienda y la trastienda su mirada ya próxima a extinguirse. Abarcaba así, sin duda, el vasto panorama del presente y del pasado, dentro de los estrechos muros tapizados de figurillas que hacían sus gestos acostumbrados y se mostraban en sus habituales posturas. De pronto, fijándose en los soldados que ocupaban un compartimiento entero en los estantes, reflexionó:

—A estos guerreros les debemos largas horas de paz. Nos han dado buenas utilidades. Vender ejércitos es un negocio pingüe.
Yo insistía cerca de él a fin de que consintiera en llamar médicos que lo vieran. Pero se limitó a mostrarme una gran caja que había en un rincón.
—Encierra precisamente cantidad de sabios, profesores, doctores y otras eminencias de cartón y profundidades de serrín que ahí se han quedado sin venta y permanecen en la oscuridad que les conviene. No cifres, pues, mayores esperanzas en la utilidad de tal renglón. En cambio, son deseables las muñecas de porcelana, que se colocan siempre con provecho; también las de pasta y celuloide suelen ser solicitadas, y hasta las de trapo encuentran salida. Y entre los animales —no lo olvides—, en especial te recomiendo a los asnos y los osos, que en todo tiempo fueron sostenes de nuestra casa.
Después de estas palabras mi padrino se sintió peor todavía y me hizo traer a toda prisa un sacerdote y dos religiosas. Alargando el brazo, los tomé en el estante vecino al lecho.
—Hace ya tiempo —dijo, palpándolos con suavidad, hace ya tiempo que conservo aquí estos muñecos, que difícilmente se venden. Puedes ofrecerlos con el diez por ciento de descuento, lo equivaldrá a los diezmos en lo tocante a los curas. En cuanto a las religiosas, hazte el cargo que es una que les das.
En este momento mi padrino fue interrumpido por el llanto de Heriberto, que se hallaba en un rincón de la trastienda, la cabeza cogida entre las manos, y no podía escuchar sin pena los últimos acentos del dueño de la Tienda de Muñecos.
—Heriberto —dijo, dirigiéndose a éste—: no tengo más que repetirte lo que tantas veces antes ya te he dicho: que no atiples la voz ni manosees los muñecos.
Nada contestó Heriberto, pero sus sollozos resonaron de nuevo, cada vez más altos y más destemplados.
Sin duda, esta contrariedad apresuró el fin de mi padrino, que expiró poco después de pronunciar aquellas palabras. Cerré piadosamente sus ojos y enjugué en silencio una lágrima. Me mortificaba, sin embargo, que Heriberto diera mayores muestras de dolor que yo. Sollozaba ahogado en llanto, se mesaba los cabellos, corría desolado de uno a otro extremo de la trastienda. Al fin me estrechó en sus brazos:
¡Estamos solos! ¡Estamos solos! —gritó.
Me desasí de él sin violencia, y señalándole con el dedo el sacerdote, el feo doctor, las blancas enfermeras, muñecos en desorden junto a lecho, le hice señas de que los pusiera otra vez en sus puestos...


Asunto de familia - Salvador Garmendia


Salvador Garmendia nació en Barquisimeto, Venezuela, en 1928. Fue docente universitario, periodista y narrador. Escribió guiones para radio y televisión. Salvador Garmendia obtuvo en 1989 el Premio Juan Rulfo por el cuento Tan desnuda como una piedra. Fallecío en Caracas en 2001.
Su obra: El parque, Los pequeños seres, Los habitantes, Día de ceniza, Doble fondo, La novela en Venezuela, La mala vida, Difuntos, extraños y volátiles, Los escondites, Los pies de barro, Memorias de Altagracia, El inquieto Anacobero y otros cuentos, El brujo hípico y otros relatos, Enmiendas y atropellos, El único lugar posible, Hace mal tiempo afuera, La casa del tiempo, El capitán Kid, Cuentos cómicos, La gata y la señora, La vida buena, La media espada de Amadís.

Obra póstuma: No es el espejo, Anotaciones en cuaderno negro, El regreso, El inquieto Anacobero y otros relatos, Entre tías y puta.

 

 Asunto de familia
Cuento del libro Los escondites, Monte Ávila Editores


Por aquella época, se conocían los fotógrafos ambulantes que solían ser también barberos. Se decía que podían volar y tal vez por eso nadie los veía llegar a los lugares. Este era un hombrecito sonajoso, toda la ropa cubierta de santos y espejitos colgantes, que hacían un ruido menudo y alegre cuando caminaba. Parecía un caballo flaco, la cara de caballo y unos dientes largos y amarillos y la melena que parecía de almíbar, larga, amarillosa, tendida a la espalda.
Armó su cámara en el corredor y se pareció todavía más a un caballo cuando metió la cabeza y los hombros bajo el trapo negro. La caja se abría por un lado y adentro se veía un gusano negro lleno de arrugas.
Yo, que era un muchacho, me retraté sentado en un cojín, hincado mejor dicho y con las manos juntas, rezando y mi mamá que era gorda y llenaba toda la poltrona, me ponía una mano en la cabeza y me miraba como si de veras fuera un santo. Creí que iba a salir como Guido de Fongaland, todo brillante, de porcelana blanca acabada de frotar, pero salí amarillo y dormido, los ojos vacíos como si fuera un albino. Papá salió con una mano en el pecho mirándonos a todos con asombro y a mi tía Gardita, que se llamaba Hildegardis, el vestido de pinticas negras se le destiñó por completo y también le salió harina en la cabeza. Por último a mi tío Juan lo obligaron a retratarse, lo pararon en la pared con su banda negra de viudo en el brazo derecho y lo retrataron.
Al otro día por la mañana, cuando el fotógrafo paseaba por la plaza y todos los muchachos y los perros de la cuadra le andaban detrás, a mi tío le dio un síncope, se le rompió una bolsa de sangre en la cabeza y se murió. Cayó en el baño de un solo golpe, tieso como si la carne se le hubiera secado de golpe y el ruido que hizo fue tan grande que resonó en toda la casa. Mi tía Gardita que estaba cosiendo los libros del Registro, porque era encuadernadora, salió dando gritos y diciendo que lo había visto caer de largo a largo, como si se hubiera desprendido del techo en medio de aquella mesa grande donde trabajaba.
Lo enterraron. Al otro día llamaron al fotógrafo, que la noche anterior, mientras las personas rezaban en el corredor y yo estaba llorando en mi cuarto, montó los cascos delanteros en la ventana que daba al jardín y por allí asomó su cara de caballo, larga, llena de huesos. El fotógrafo se llevó el retrato de mi tío y como a la semana, cuando todavía los días eran largos y no se oían los pasos, regresó con una ampliación grande que colgaron de una vez en la sala.
Era un retrato de cuerpo entero; mi tío era gordo, rosado y había perdido la mitad del pelo. Estaba parado, vestido de blanco y los brazos pegados al cuerpo como un soldado.
Aquel día, el fotógrafo me puso una mano en la cabeza y era tan pesada que la estuve sintiendo, fría, en el pelo durante muchos días. No lo vimos más.
Un día, mi tía Gardita —tenía las manos pegajosas de cola y la nariz llena de venas—, dijo que el traje negro que llevaba mi tío en el retrato, lo mismo que el chaleco y los botines se los había puesto el día del matrimonio y que no los había usado nunca más. Ese traje estaba todavía en su cuarto, colgado detrás de la puerta: uno lo sacudía con miedo y de adentro salían cucarachas que corrían como ciegas por aquel paño negro y cubierto de polvo.
Con los meses, mi tío enflaqueció, además; la cara se le puso afilada y el pelo negro peinado a la pluma brillaba como aceite; vestía de dril oscuro y se le veían las manos largas y blancas. Mamá lo encontraba parecido a mi tío Roberto que murió muy joven; pero mi tío Roberto tenía la frente más despejada y el cuello más largo.
Un día apareció a caballo, de botas y polainas y un sombrero de fieltro. Se veía muy alto, duro, parecido a una estatua. Estaba más gordo y la cara se le había redondeado: mamá decía que mirando muy bien, se podía ver, apenas, en ese humo desteñido del fondo, a mi papá montado también a caballo; pero esto no fue posible verificarlo, de modo que después de un tiempo se olvidó. Por esa época, se apareció mi tía Servilia y despertó la casa. Viendo a mi tío en un sillón con aquel cuello enorme donde latía una vena y aquel pecho inflado y unas manos pesadas, dijo que era una lástima que hubiera muerto tan joven.
Mi tía Servilia caminaba todo el día por la casa, afanada y sin parar de hablar. Hablaba de nada, contaba las cosas que iba haciendo y a veces se reía de lo que pensaba. Por debajo del camisón le salían unos hombrecitos alocados que corrían delante de ella removiendo sillas y materos y todo lo que podían encontrar. Todo era ruido en la casa y el día se iba volando. Entonces inventó cambiar todo de sitio, vaciar los cuartos, todo. Cuando rodamos los escaparates, salieron las lagartijas en volandas y todos zapateábamos. Quedaba una mancha de polvo y aparecían cosas que se habían perdido hacía siglos.
Cuando fueron a quitar el retrato de mi tío, un pedazo del encalado se desprendió y el retrato se vino al suelo. Corrí a mirar. Estaba el vidrio hecho pedazos, ennegrecido por el polvo y el marco desclavado en una esquina. Mamá y mi tía gritaban. El retrato estaba tan oscuro, lleno de peladuras y lamparones, que apenas era posible distinguir la figura. Se veía un poco la cara de mi tío, pero como hacía ya mucho tiempo de su muerte, yo no lo recordaba.
Mi tía Servilia dijo que no valía la pena hacer nada por recuperarlo, y me mandó botarlo en el solar.


Un llanero en la capital - Daniel Mendoza


Daniel Mendoza nació en Venezuela —en la ciudad de Calabozo— en 1823. Cursó estudios de jurisprudencia en la Universidad Central de Caracas.
Poeta y escritor, es reconocido como uno de los más importantes costumbristas venezolanos.
Murió en 1867.

Con "El llanero en la capital", Daniel Mendoza marcó el inicio de la corriente criollista.



El llanero de la capital


—¡Pum, pum, pum; jiá, jiá, jiá!
—¡Muchacho, mira quién toca!
—¡Ahiá, ahiá, ahiá!; ¿dónde están los blancos de aquí? ¿No hay quién choque al tranquero? ¡Ahí, ahí, ahí!
—¡Va!
—Ya tumbo la palisá, ¡huó, huó, huó!
—Pase usted adelante: ¿qué se le ofrece a usted?
—¿No bibe aquí el Dotor?
—Sí, señor; ¡pase usted adelante!
—Pero ¿por dónde choco? ¡Caramba! Mire usted que no quiero perderme más.
—Por aquí, por aquí... Siga usted, ¡entre!
—Oh, mi Dotor, Dios me lo guar... ¡Candela!, ¿tuavía está usted durmiendo cuando ya es hora de sestiar? ¡Arriba, arriba!
—¡Hola! ¿Palmarote por aquí? ¿Cuándo ha llegado usted?
—¡Cañafístola!, que tris no doi con su comedero. Dende que apuntó el lusero, lo ando sabaniando por estos pedreguyales, y aquí caigo, ayí levanto; acá me arrempujan, ayá me estrujan; y por onde quiera el frío, y la gente y la buya; y los malojeros juio, juio, juio; y las carretas rruuu. ¡Caramba! ¿Cómo diablos pueen ustedes bibir y entenderse en esta grisapa?
Así se anunció en mi casa, no ha muchas mañanas, el personaje que voy a presentar a mis lectores. No será necesario decir que era un llanero, tipo tan conocido en esta capital, que las pinceladas precedentes bastarían a bosquejarlo; tipo original e interesante al propio tiempo; tipo, en fin, que difiere esencialmente de los demás caracteres provinciales de aquesta nuestra pobre República.
Serían las ocho de la mañana todo lo más, y yo dormía aún, o, con más propiedad, yacía aún en el lecho en ese estado de parálisis que suspende el uso de nuestras facultades físicas y morales. Grata y deliciosa parálisis, en que ni se duerme, ni se está despierto; en que los objetos se ven como al través de un prisma y los sonidos se oyen como a una gran distancia; parálisis, de una vez, que quisiéramos prolongar indefinidamente y de la que nos arrancamos por un esfuerzo de decidida voluntad.
Bien se me alcanza, desde luego, que el escritor que así describe esta situación se compromete a algo, porque parece que se declara abogado de la pereza, echándose a cuestas, por añadidura, una grave responsabilidad higiénica. Empero, yo protesto que no es mi ánimo comprometerme a nada. En la inconstancia e inestabilidad de mi carácter, hoy aplaudo lo que tal vez mañana censure; ahora saboreo las delicias de la cama, acaso más tarde escriba una filípica contra los dormilones. ¿Y qué remedio lectores míos? Cada uno es como Dios lo ha hecho y a veces un poquito peor, según decía Sancho. Lo que sí no puedo pasar sin someterlo a mi férula, es el candoroso error en que incurren algunos cuando exclaman: «¡Oh, qué grato es levantarse temprano!». Grave error gramatical, imperdonable confusión de tiempos! Señores, será grato y muy grato HABERSE levantado, pero ¿levantarse, Dios mío? ¿Puede haber maldito el placer en arrancarse el placer mismo de los labios? Pasemos adelante, lectores míos, y no hablemos más de LEVANTAMIENTOS, que es plato que indigesta en estos climas.
Palmarote acababa de llegar a esta melancólica capital, adonde se había encaminado, no por capricho, ciertamente, sino a consecuencias de no sé qué pecado cometido en junio último en la provincia del Guárico; y no menos quería sino que yo le enderezase a esas notabilidades del poder o del favor. ¡Yo precisamente, que no sé dónde paran las unas ni las otras! Pero, paciencia, me dije, que ésta es una de las ventajas del tener paisanos, y después de rebullirme y desperezarme lentamente, salté al fin de aquel lecho, sepulcro de mis gratos o desagradables ensueños.
En tanto que Palmarote lo registraba todo con ávida curiosidad, en tanto que comentaba las láminas de algunos libros y examinaba atentamente los muebles, tocándolo todo con sus manos, como para salir de algún error o mejor fijar una idea, en tanto, digo, hacía yo mi TOlLETTE, que, de paso sea dicho, ni es tan esmerada como la de un pisaverde, ni tan descuidada como la de un avaro. Y a propósito, el vestido de Palmarote no dejaba de interesar por su originalidad. Corto el calzón y estrecho, terminando a media pierna por unas piececillas colgantes que remedan, aunque no muy fielmente, las uñas del pavo, de donde toma su nombre; la camisa curiosamente rizada, no abrochado el cuello, ajustada al cinto por una banda tricolor, como el pabellón nacional, y cuyas faldas volaban libremente por defuera; un rosario alrededor del cuello del GUARDACAMISA ostentaba sus grandes cuentas de oro; desnudo el pie, y la cabeza, metida, por decirlo así, entre un pañuelo de enormes listas rojas, soportaba un sombrero de castor de anchas alas.
Mirábame el llanero, no sin curiosidad, pasar de una función a otra de TOlLETTE y me abrumaba con repetidas preguntas.
—Y ese palito, Dotor, ¿qué significa?
—Es la escobilla de dientes, Palmarote: sirve para el aseo de la dentadura.
—De moo que el que no tiene dientes... ¡probe mi bale Alifonso!, ¡se quedó sin el palito! ¿Y ese otro artificio, Dotor?
—Esa es una relojera: ahí se pone el reloj cuando no lo lleva el individuo.
—¿Y la cabuyita negra?
—Es el cordón del reloj. ¡Mire usted un curioso tejido de cabellos de mujer! ¡Y se lleva así, mire usted!
—¡Ja, ja, ja!, Dotor, eso es cargar la soga en el pescueso. ¡Caramba!, que ya las mujeres enlasan con su mesma serda. Pues ahora, mi Dotor, tiene usted que cabrestiar hasta el botalón o tirar para atrás y rebentar la soga. Pero ¡qué malo es este espejo!
—Al contrario, Palmarote, tiene muy buena luz.
—Pues, ¿cómo me beo yo tan feo? ¡Jesú, qué espantamio!
—Porque ese espejo refleja fielmente las imágenes, amigo mío.
—¡Candela!, pues cuando mi samba se mira en estos ojitos, dice que ya tiene sueño. ¿Y estos cueritos, Dotor, para qué son buenos?
—Esos son guantes, Palmarote: se llevan en las manos de este modo, ¡mire usted!
—¡Caramba!, ¡cuántos aperos! ¿Sabe lo que se me ocurre, Dotor? Si todo lo que ustedes emplean en tantos cachibaches, lo hubieran empleado en nobiyas de primer parto, ¿cuántos beserros no jerrarían en este berano?
—Pero es menester, Palmarote, no ver la vida de sociedad sólo por el lado de las invasiones que ella hace al bolsillo, sino también por el de los goces que da en cambio.
—¡Oh!, mucho que se gosa aquí con el frío y con las piedras y con la buya y dos riales por el sancocho y cuatro ramas de malojo por dos riales y los marchantes con sus tiendas y los nobiyos a rial y medio y uno tan corto y... Dotor, ¿usted necesita esta pistolita?, ¡qué bonita!
—No dejo de usarla algunas veces, Palmarote; pero eso no es un inconveniente para que yo tenga el gusto de ofrecerla a usted: ¡tómela usted!
—Dios le yebe al sielo, mi Dotor, aunque creo que ayá no dentran los papeleros.
Aquí interrumpí yo la serie de preguntas de mi paisano para ponerme a su disposición, estando ya en aptitud de salir de casa. Mis servicios, le dije, se limitarán a dar a usted la dirección de esos señores, de quienes anda usted tan solícito. Sin contestarme una palabra, sacó de su bolsillo un envoltorio de hojas de tabaco (del detestable que se produce en el país), mordió una dosis más que mediana que masticaba con entusiasmo, luego me ofreció para que yo mordiera a continuación, lo rehusé desde luego, me protestó que su oferta era sincera, le probé que mi negativa lo era también, y por último, yo adelante y él atrás (humildad característica del llanero), salimos de casa y nos echamos a rodar por las inmensas calles de esta capital.
En puridad de verdad, no andaba Palmarote escaso de razón al quejarse del frío, acostumbrado, por otra parte, al calor sofocante de las llanuras. La humedad de la atmósfera helaba las extremidades del cuerpo, por lo cual tomamos la acera azotada entonces por el sol. Palmarote abría unos ojos llenos de avidez y de curiosidad. Estamos en la calle del Comercio, le dije.
—¡Mire usted, Dotor!, con rasón yaman a esta suidá la empoya de las letras: ¡mire cuántos letreros!
—El emporio de las letras, querrá usted decir.
—Lo mismo bale, Dotor, que yo no soi plumario. ¡Cuántos letreros!, uno, dos, tres... ¡Caramba!, cada casa tiene el suyo. ¡Deletréeme aquél!
—«Pastelería nacional».
—Eso si es berdá. Dotor: en cuanto a pasteleros, aquí no reconosemos padrote, y para descubrir el pastel, también estamos solitos. ¡Lea aquel otro, aquel del pabo!
—«Pavos y pichones para los parroquianos vivos y asados».
—¡Jesú, y qué lástima les tengo a los parroquianos bibos!, porque al fin ya los asados pasaron por la candela. ¡El de más ayá, Dotor!
—«Códigos nacionales para instrucción de los empleados que se venden a precios cómodos».
—¡Gran consuelo es ése para los probes, mi Dotor! Mire aquel otro; pero apártese que lo tumba ese burro. (¡Vuelta burro, juío, juío, juío!)
—«Aquí se amuela casi de balde».
—¡Caramba!, ya lo creo; pero buélbase a apartar, Dotor, ¡mire esa carreta! (¡Ese buei palomo, choooó! Marchantes, ¿compran carbones?) ¡Ah lusero!, mire, Dotor, aqueya ojos negros, pelo negro... ésa. ¡Candela y qué buena pata debe tener! ¡Mire cómo pisa en la piedra, ni se trompieza, ni pierde el golpe! Tiene toas las condiciones.
—¡Sepamos, Palmarote, cuáles son esas condiciones!
—Ancas, pecho, siete cuartas, suabe de boca, y güen mobimiento. ¿No correrá con la silla, Dotor?
—Pero entendámonos. Palmarote, ¿habla usted de mujeres o de caballos?
—Pué entonce léame aquel otro letrero, que ya beo que no nos vamos a entender. Y apártese que ahí ba una carreta con basura. ¿Pa onde yeban esa basura, Dotor?
—Para aquel basurero que ve usted allí.
—¡Cómo!, ¿en la capital de Berensuela hai un basurero entre la suidá?
—Uno no más, no, Palmarote; todavía hay algunos otros.
—¡Corotos! Y buélbase a aparear, Dotor, y le aconsejo que se biba apartando: mire una trosá de gente que biene ayí, y aquí biene otra, estos barriles, y ese borracho, mire, mire (¡Lepruu! ¡Biba la emocracia! ¡Bibaa! ¡Caramba! —¡Compran piedras de amolar! ¡Arre burro, juío, juío, juío! ¡Ea, ñó elombre, apártese! —¿Usted habla conmigo? Mire que si me le boi al bosal jase barro con el rabo).
—Vamos, Palmarote, continuemos y tomaremos ahora la calle del Sol.
—Ja, están crendo estos muñecos que como anda medio inquilino no puee cantar en patio ageno, y no saben que yo ni miro joyo ni palma chiquita, y cuando no tumbo al toro le arranco el rabo.
—Estamos, pues, ya en la calle del Sol, Palmarote.
—¿En la caye del Sol, Dotor? Acaso el sol sabanea más por esta caye que por las otras?
—Tienes razón: este es un nombre de capricho; pero esto viene de la necesidad de nombrar las calles, bien que algunas tengan un nombre alusivo o histórico. En los pueblos de las llanuras no se conoce esta necesidad, ni tampoco la de numerar las casas, porque allí las poblaciones son reducidas, las calles pequeñas, las casas más distantes puede decirse que están vecinas y los individuos todos se conocen entre sí. No sucede así en las grandes ciudades atravesadas por muchas y extensas calles, con casas varias y en número infinito y con una población considerable, enriquecida casi siempre con gran número de extranjeros.
—Sí, ya comprendo la necesidá de jerrar las casas, así como sucede con el ganao, que habiéndose aumentao tanto, ha sido menester pegarle un jierro. Y diga usted, Dotor, ¿algunas casas orejanas que he visto aquí, no podría el vecino quemarlas con su jierro?
—Eso seria un robo, Palmarote, como lo seria el hecho de apropiarse el individuo un Orejano que no está en sus sabanas. Esas casas no están numeradas por descuido.
—Y a propósito de estranjeros, diga usted, Dotor, esas gentes de esas otras tierras, ¿serán cristianos?
—No todos lo son, Palmarote; porque no todos los pueblos adoran al Cristo del Calvario. Hay los judíos que, no reconociendo al Hijo de Dios, observan el antiguo código de Moisés. Hay los mahometanos, que...
—No siga, Dotor, que ni yo tengo catria de tos esos códigos, ni es eso lo que he querío preguntarle. Lo que yo quiero saber es si esos Musiusque bienen de por ayá hablando en lengua, son gente güena.
—La sola calidad de extranjeros, Palmarote, o de naturales no hace a los hombres buenos ni malos. El corazón, la índole y los principios de educación son las causas de la bondad o maldad del individuo. Así que entre los extranjeros, como entre los naturales, hay gente buena y gente mala. ¿No conoce usted venezolanos malos, Palmarote?
—Y tantos, Dotor, que más balía que no los conosiera.
—Pero hay una circunstancia en favor de los extranjeros. Todos los más vienen al país por conveniencia, y siendo desconocidos en él, necesitan hacerse una reputación, tienen que hacer dobles esfuerzos para merecer la estimación pública. De ahí viene que sean por lo regular más morigerados y más laboriosos que los naturales, y de aquí el rápido incremento de su fortuna.
—¿Y cómo ha de ser güeno, Dotor, que esos marchantes bengan aquí a yevarse los riales?
—Malo y muy malo sería que se los llevasen, si no dejasen en cambio un equivalente. Pero al contrario, ellos, plegando a esa sed insaciable de riqueza, que no sentimos nosotros por cierto, contraen todas sus fuerzas al trabajo, establecen industrias desconocidas en el país, que van a ser otras tantas fuentes de riqueza pública, emplean en sus establecimientos gran número de obreros naturales, que más tarde se harán empresarios, o al menos se harán más hábiles y diestros en su industria, fomentan, por tanto, y hacen popular el amor al trabajo, satisfacen con sus productos gran parte de las necesidades del país y sirven, por último, de estrechar más y más los lazos de nuestra República con las distintas naciones a que ellos pertenecen. ¿Qué importa, pues, que en cambio de tantas ventajas se lleven parte de nuestro numerario? Porque has de saber, Palmarote, que la riqueza de una nación no consiste en el dinero que ella tenga, sino en los productos que...
—¡Alto ahí, Dotor!, ¿cómo es eso? ¿La riqueza no consiste en el dinero? ¡Cañafístola! Si yo dijera eso ayá en mi tierra, me apedriarían.
—Y sin embargo, esa es la verdad, Palmarote, como lo persuaden los economistas.
—¡El diablo serán esos aconomitas, Dotor! No dormiría yo con eyos ni que me dieran una baca paría.
En esa sazón y coyuntura atravesábamos mi paisano y yo la plazoleta de San Francisco:
—Y ese edificio que ve usted a su izquierda es lo que fuera un tiempo el convento de frailes franciscanos, destinado hoy a las sesiones de las Asambleas Legislativas. ¡Acerquémonos!
—Y diga usted, Dotor, ¿aónde se han dio esos flaires?
—A la eternidad, Palmarote. Después de la extinción de los conventos todos han muerto ya.
—Serían traviesos los tales flaires, Dotor, porque yo sé unas historias de sus paternidaes... ¿Y dise usted que aquí biben ahora esas señoras Asambleas?
—Decía yo, Palmarote, que en ese local se hacen nuestras leyes.
—¡Caramba, Dotor! ¿Y pa una cosa tan pequeña un caserón tan grande? Pues andarán eyas toas regás quini frutas de maraca.
—Continuaremos, si le place, Palmarote, y volviendo esta esquina, ganaremos la calle de las Leyes Patrias: ¡Mire usted ese paredón, que arrancando desde aquel edificio que ve usted allí, recorre toda la manzana! Todo eso es el convento de Reverendas Madres Concepciones.
—¡Hum, malo, malo! ¿Tan cerca de los flaires esas madres? ¿Y no es pecao que las monjas sean madres, Dotor?
—No, Palmarote; es un título que se da a las religiosas, quienes renunciando al mundo y abrazando una religión de las aprobadas, se dice que son esposas de Jesucristo, nuestro Padre, así como a los clérigos se les llama padres, considerados como esposos fieles de la Iglesia, nuestra madre.
—¿Y qué dirán esas santas mujeres de nuestras cosas, Dotor? ¡Y gordasas que estarán ahí entrese potrero, y cómo chocarán al tranquero por berse a toa sabana!
—Ese edificio que está al frente, Palmarote, es el Seminario Tridentino, el establecimiento más útil y más célebre de nuestro país. Ahí se enseñan las ciencias más importantes al hombre...
—Hablemos claro Dotor: ¡aquí se conseña a papelero; aquí es que se apriende a Dotor; pero ya naidie quiere aprender a cura, no señor! Papeles ban y papeles bienen; pero naidie dice «dominos bobisco». Cuando saben haser cuatro gasetas, se cren ya unos hombresitos; pero coja usted un Dotor y póngale una soga en la mano, pa que lo bea too regao en siya. Ni sabe apiársele a un toro, ni arriar una madrina, ni trochar una potranca, ni pasar su siya, ni maldita la cosa ¡Y esto no es sencia! No, señor; gasetas ban y gasetas bienen; Dotores por aquí y Dotores por ayí; y ni el toro se tumba, ni se jierra el beserro, ni se arrea la madrina, ni se trocha la potranca y se moja la siya. ¡Y tóo no es sencia!
—¡Qué disparates, Palmarote! ¿Qué seria de la sociedad si todos fuéramos arreadores de madrinas, como dice usted? Los cultivadores de las ciencias, como los industriales, como los que ejercen oficios, etc., todos, todos prestan un gran servicio a la sociedad, auxiliándose recíprocamente, y es necesario que todos desempeñen funciones distintas. Sería imposible que...
—Pare, pare, Dotor, que ya beo que usted también es papelero, y dígame: ese jumo blanco que se be ayí arriba del serro ¿qué significa? Porque, jumo no puee ser, porque ¡hombre!, ¿quién ba a estar asando tanta carne ayí a estas horas? Polbo tampoco, porque ¡candela!, ¿qué bestias puee estar barajustando ayá arriba? Yo digo que eso debe ser el paro frío.
—Esos son los vapores que exhala la tierra, Palmarote, que no pudiendo ascender más por su peso, ni descender por ser más ligeros que las capas inferiores del aire, se quedan en esas regiones atmosféricas 1.
—Apártese, Dotor, que aquí biene uno a cabayo. ¡Guá!, el mocho es de la cría padronera: ¡béale el jierro en este ganso! Mire, Dotor: yo tengo un mocho rusio, grande; buen moso, y con unas ancas, que se puee escribir una carta, y tan baquero, que la ilasión es que el toro se mené, cuando, ¡sas!, ya me yeba a la buelta del cacho; ¡mocho de responsabilidá! ¿No le gustan a usted los mochos, Dotor?
—¡Oh!, mucho, muchísimo, me desvivo por un mocho.
Al llegar aquí nuestro diálogo, tiempo había ya que nos encontrábamos parados en la esquina que forman al cortarse las calles de las Leyes Patrias y de las Ciencias.
—Mire usted —dije a mi protegido, señalando hacia el oriente , aquella plaza que ve usted allí es la de San Jacinto.
Al oír esta palabra Palmarote hizo un movimiento convulsivo, semejante a esos sacudimientos galvánicos, y palideció.
—¡Caramba! —dijo después de un momento de silencio—, si yo juera desos jasedores de leyes, la primera lei que sacaba del morde sería: «que se compusieran las cárseles y se les añadieran algunas piesas más», porque, Dotor, puee ofrecerse pará un rodeo ayí y no hai sabana; bien es que en un barajuste de ganao hai nobiyo biejo que ba a tené al inprosulto.
Palmarote calló, su frente se puso un tanto sombría, un profundo suspiro salió de lo íntimo de su corazón y una preñada lágrima rodaba lentamente por la mejilla de aquel rostro tostado por el sol y arrugado por las fatigas de una vida rudamente laboriosa. A pesar mío interrumpí aquella situación interesante e hice seña al paisano de continuar nuestra carrera. De allí a poco nos encontramos al frente del Palacio de Gobierno. La entrada estaba sellada de gente. Volvíme hacia Palmarote y le dije:
—Está cumplida mi oferta, amigo mío: está usted en el Palacio de Gobierno, y aquí tocará usted, como Dios lo ayude, con las personas cuyo favor solicita.
—Y diga usted, Dotor, ¿detrás de ese serro no haberá algún yano?
—Sí, Palmarote: detrás de ese cerro está el horizonte. ¡Adiós!




Las ovejas y las rosas del padre Serafín - Manuel Díaz Rodríguez


Manuel Díaz Rodríguez
nació en Caracas, Venezuela, en 1871.

Fue uno de los maestros nacionales y extranjeros que liderizaron el modernismo.
Sus libros más destacados de su primera etapa son Confidencias de Psiquis, De mis Romerías, Cuentos de Color y su gran novela Idolos Rotos.
Luego de la muerte de su padre, escribió Sangre Patricia, Camino de Perfección, Sermones Líricos, Peregrina o el Pozo Encantado.
Murió en Nueva York, en 1927. Dejó un libro póstumo: Entre las Colinas en Flor.


Las ovejas y las rosas del padre Serafín

—¡Ya lo traen! ¡Ya lo traen!
—¿Por dónde?
—Por el cementerio. Dicen que lo alcanzaron en el cementerio.
La multitud, fatigada, nerviosa de tanto esperar, se arremolinó y empezó a deshacerse. La mayor parte, sin darse cuenta de lo que hacían, caminaban de arriba abajo por el camino real, pero sin salir de él, o daban vueltas, como buscando una moneda que se les hubiese extraviado, alrededor del mismo punto. Otros corrieron por las calles que del camino real suben a la plaza de la iglesia.
Algunos fueron a reunirse a los que, en coro, y con la más loca agitación, discutían frente a la fachada de la iglesia, en un altozano. Entretanto los pulperos, a la voz de "ya lo traen" cerraban y atrancaban por dentro sus pulperías. Y después de cerrar, ninguno se quedaba dentro: salían a sumarse a la muchedumbre armados, el uno de revólver, el otro de un varal de araguaney, los más con el filoso cola-de-gallo. Don José, el más respetable por la edad, la hacienda y la virtud, se paseaba en mangas de camisa por el corredor de su establecimiento. Provisto de un corto y fuerte cuchillo de caza, decía:
—Es necesario hacer un ejemplar. Es necesario un castigo. No se debe dejar sin castigo una cosa tan fea. En este pueblo no había pasado nunca.
—¡Nunca! Es verdad... Es necesario un castigo —coreaban los otros.
De repente, sobre el coro, se alzó rasgando la sutil seda del aire estival una voz airada y plañidera. A la puerta de una casita, hacia el fin de una de las calles que van a la plaza del pueblo, una vieja mulata canosa, con desgreñada cabeza de Medusa, vociferaba:
—¡Saturno! ¡Saturno! ¡La sangre de mi hijo! ¡Cobren la sangre de mi hijo!
—¿Quién es?
—¡Hombre! ¿Quién va a ser? ¿Quién va a ser sino Higinia? ¡La pobre vieja!
Algunas mujeres aparecieron a las puertas de sus casas, dándoselas de animosas. Otras optaron por quedarse detrás de los portones, viendo a través de las junturas, o se asomaban a los postigos de las ventanas con rostros lívidos de miedo. Unas cuantas, excitadas por los lamentos de Higinia, surgieron detrás de las bardas de un corralón que interrumpía rústicamente el marco de la plaza. Vomitaban denuestos y amenazaban con los puños.
—Pero, si lo cogieron, ¿por qué no lo traen? Uno de los que habían ido hasta el corro del altozano volvió, advirtiendo que era falsa la noticia.
—Dicen que lo cogieron allá, al pie del Ávila, en la Sabana de los Muertos, en donde enterraban a los muertos del cólera y de la fiebre amarilla, no en el camposanto. —Y explicando así, tendía la mano al cerro, en dirección de un punto de la sabana yerma y ardida que hay al pie del Ávila, donde un solitario bambú derrama sobre los muertos la fresca sombra musical de sus cañas armoniosas.
—Pero, ¿cómo sabes que lo cogieron allá arriba? Por uno que se vino a la carrera, atravesando los cafetales y llegó al pueblo hace poco. —¡Pero, señor! ¿Qué ha hecho ese hombre para que lo persigan ansina?
La gente, descorazonada con el anuncio de ser falsa la noticia, desahogó su mal humor contra el que hacía inocentemente la pregunta. Era un cambujo que, ignorante del suceso y no pudiendo discernirlo entre tantos y tan vagos rumores, acababa de meterse en el corazón mismo del gentío, a horcajadas en su asno. En cosa de un segundo, ni él ni su asno pudieron moverse, estrechamente rodeados por la turba como por una improvisa y viva fortaleza erizada de cólera.
Mire, socio, no venga con esa... preguntica saltó otro zambo, con un tono entre de rabia y de zumba. No se haga el inocente, que aquí no queremos quien tenga tratos con el diablo. ¿Usted como que es también de la cuerda? ¡Ojo e grillo!
¿Yo tratos con el diablo? ¡Ave María Purísima! ¡Si yo no sé lo que ha pasao! ¡Si yo vengo, ahorita, de más allá del Guaire, de coger maíz en mi conuco!
Lo hubiera dicho antes, ño Carrizo.
¡Si es el compadre Nicasio! dijo otro, y se preparó a referir el suceso: pues el hombre que los muchachos persiguen no es del pueblo, compadre. Nadie sabe de dónde vino. Unos dicen que de Caucagua, otros que de Higuerote, otros que del Tuy.
Pa mí, que es un espía de los godos declaró Miguelito, un negro alto y robusto como una torre de basalto que, meses atrás, en plena guerra, fue el terror de los más acaudalados terratenientes vecinos, a quienes de tiempo en tiempo desvalijaba, apellidándolos godos. Con su interrupción recordó que la guerra no estaba terminada todavía, aunque el jefe liberal hubiera entrado en Caracas en triunfo, porque todavía erraban por toda la república algunas buenas partidas de las tropas conservadoras dispersas. De seguro que es un espía.
Ni se sabe cómo se llama continuó el narrador.
Se llama Heriberto Guillén.
A mí me dijeron que Julián Perdomo. 
¡Bueno!, pues no sabemos ni de dónde vino, ni cómo se llama. Llegó y se convidó jugar con nosotros en el corredor de la pulpería: ahí mismito estábamos nosotros limpios como unas patenas, y él con todos los reales.
Tendrá buena suerte, compae Pechón. 
¡Qué suerte ni suerte! La suerte se la echaba él a los dados, porque les hacía con las manos, ¿ya usté ve?, así, de cierto modo, y parece que les rezaba también oraciones de brujo, porque los dados paraban también contra nosotros. Ya usté verá, compadre, que el hombre es de verdá, verdá, un brujo. ¡Bueno! Pues ya el hombre se levanta para irse, con la cobija en el brazo izquierdo. y el machete en la otra mano cuando Saturno, muy caliente y con razón, ¡caray!, le dijo: "Párese ahí, socio. No se vaya sin que nos dé nuestros reales, ¿oyó?, los reales que nos ha robado con su brujería".
Entonces el otro, un poquito amoscado, le contestó: "Yo no he robado a nadie: esos reales me los ha dado la suerte, y no más que a la suerte se los doy". "Pues yo seré la suerte, so negro, porque ahorita mismo vas a darme lo que malamente nos quitaste", le gritó Saturno, saltándole encima. Pero el otro ya estaba en guardia con su machete, con el que se tapaba a sí mismo mientras lo dirigía al pecho de Saturno.
Al mismo tiempo le decía a Saturno, como adulándole: "¡No se meta, catire, no se meta, catire, que yo no lo quiero cortar, y si se mete se corta!". Y como Saturno era tan arrojado, se metió, y como el otro fue tan sinvergüenza que no quitó el machete y lo dejó siempre de punto, punta fue, que Saturno cayó redondo y que ahí lo está llorando la pobre Higinia. Todos nosotros nos tiramos encima del hombre, y después de mucho trabajo le quitamos el machete. ¡Bueno! Pues ahora es cuando usté va a ver, compadre. Forcejeando y forcejeando con él, yo lo agarré por el pelo, tan duro, que tres chicharroncitos se me quedaron en las manos. Yo los tiré al suelo, y ¿sabe usté lo que entonces pasó, compadre? ¿A que no adivina? Pues que los tres mechoncitos de pelo echaron a correr convertidos en ratones.
—¡Ave María Purísima!
Como se lo digo: eso, todos lo vieron. 
Es verdad, es verdad asintió el coro.
Ahora, dígame, compadre, si el hombre es o no es brujo. Y no puede ser sino por brujo que, cuando ya lo teníamos como asegurado, se nos despegó, disparándose a correr que ni una ardita. Detrás de él se fueron los muchachos. Y ahora dicen que lo traen, porque lo alcanzaron, ya para esconderse dentro del monte en la Sabana de los Muertos.
Las cosas habían sucedido más o menos como a su compadre Pechón se las contaba Nicasio. La noticia del mal fin de la pendencia, ilustrada con la descripción del negro trashumante a quien se pintaba como asesino, caco y brujo, se difundió eléctricamente por el pueblo, suscitando en los corazones el deseo de venganza de aquel extraño que era a la vez caco, brujo y asesino.
La casa rectoral fue la única no invadida por el clamoroso y unánime deseo de venganza. El padre Serafín trabajaba en su huerta. Labraba los terrones, mientras una vieja hermana suya, que era al mismo tiempo su ama de llaves, refunfuñaba y a disgusto, le aderezaba una camisa. La de él —porque de tanto darlas jamás lograba tener sino una se la había dejado la noche antes a un enfermo a quien administró óleos.
Cuando sonó la algazara de los mozos corriendo detrás del forastero fugitivo, dejó por un momento el trabajo, y se informó de lo que era.
Son los muchachos del pueblo que andan tras de novillos desgaritados —le dijo su hermana, afirmándole para no dejarle salir, lo que en la mente de ella no era sino una hipótesis. Por ser lo que pasaba a menudo, eso dijo ella, y él sin dificultad lo creyó, de modo que impávido continuó con su azadita de jardinero escardando la huerta que era al mismo tiempo huerta y jardín como su alma. El descansaba en la creencia candorosa de una armonía íntima de su alma con el alma del pueblo. Porque esta alma en que él ingenuamente sentía el reflejo de la suya, se la representaba de igual manera que se representaba al pueblo: como una flor de idilio.
Visto desde las faldas del Ávila, cuando el bucarl se engalanaba de verde, el pueblo era, con sus techos rojos y orlado de haciendas de café, un rubí en lo hondo de una copa de esmeralda. Ahora, porque el bucaral flameaba de flor, fingía más bien una taza de pórfido o una florida cesta de púrpura.
Entretanto, a lo lejos, el Ávila, sobre el paisaje de las haciendas y del pueblo agitado, surgía con la calvez de la cima y en la imponderable pureza de la luz, claro, fuerte y sereno, como un incorruptible testimonio.
Hacia el altozano se agregaron unos cuantos rústicos más a los primeros perseguidores. Detrás del fugitivo, penetraron todos en los fundos que están al norte del pueblo. La cáfila ululante corrió por los cafetales, al principio en una verdadera fuga de locos. Luego, uno de la chusma ideó, y a gritos comunicó su idea a los demás hasta que llegaron a entenderse, organizar la persecución con todas las reglas de una cacería. Tratábase de estorbar que se escapara la pieza.
Mientras unos debían seguir los callejones, otros remontarían el cauce de una quebrada seca y los otros irían por dentro de los mismos cafetales. Debían hacer, deshacer y rehacer paranzas a medida que lo exigieran las tretas del perseguido y la índole del terreno. Algunos, en el ímpetu de la carrera, se destocaron, y no se detuvieron a recoger el caído sombrero de cogollo. Otros llevaban las ropas desgarradas encima de los torsos medio desnudos. Los bucares florecidos, en su perenne despojarse de flor, fugazmente esmaltaban de sangre la nieve, o el ébano lustroso, o la canela oscura de los cuerpos. Los cazadores, para enardecerse a sí mismos, y a la vez para aturdir a la pieza en fuga, llenaban el cafetal con insistente vocería. De tiempo en tiempo, sobre la vocería de los hombres detonaba, en lo alto de los bucares, la algarabía de los pericos montañeses. Poco a poco el tropel fue empujando la caza fuera del cafetal y hacia arriba, a un punto en donde ya debían de estar apostados los que se adelantaran corriendo por la holgura de los callejones.
El fugitivo, ignorante del terreno, tropezando en los obstáculos conservaba, a pesar de todo, la ventaja, como si la suficiente malicia y lucidez para despistar a los otros la sacara del propio peligro. Los eludía y engañaba con rodeos en que no se alejaba sensiblemente del mismo punto. Más de una vez intentó ocultarse en lo hueco de un tronco. Pero cada vez alguno de sus perseguidores lo alcanzaba con la vista. Por fin se vio fuera del cafetal, a mucha distancia de los que estaban de facción, apercibidos a detenerse. Tuvo un momento de perplejidad en que se preguntó si no sería más cuerdo volver sobre sus pasos a enredarse y maltratarse de nuevo en el cafetal enfadoso, porque su instinto silvestre y seguro le advirtió mayores peligros en aquel paraje abierto que delante de él subía hasta los mismos pies del Avila. Su perplejidad sirvió a los otros. Ya estaban cerca. Y él no pudo sino seguir adelante, por lo abierto, sintiendo en los talones la furia de la traílla.
Atravesaba el Pedregal, región salpicada de exiguos y dispersos cafetalitos, a la vera de cada uno de los cuales hay un rancho como una paloma gris que a la sombra de la escasa arboleda se acurruca. Por todas partes, en las más límpidas tierras de labor, saltan enhiestos peñascos y reluce al ras del suelo el pedrisco.
Una inmensa mole avileña parece en prehistóricos tiempos haber caído retumbando de la cumbre a partirse en fragmentos infinitos en el hondo estupor del valle. En algunas partes, los labriegos han hecho montículos y pirámides con el pedrusco; en otras lo han dispuesto y amontonado en paredones que hacen de aledaños a las tierras labrantías. Por ahí corrió el negro, desesperado cuando se dio cuenta del gran número de enemigos, tropezando unas veces en el peñascal, pasando otras veces como un milagro del viento por encima de los paredones. A las puertas de los ranchos acudieron otros hombres atraídos por la grita de la turba, y casi todos, por comunión con los del pueblo, se agregaron a los cazadores del negro fugitivo.
Gracias al refuerzo que de esta guisa recibían de pronto, y a los movimientos más fáciles en aquel paraje abierto, los perseguidores traquearon y acosaron como a un ciervo perseguido, hasta verlo estrechamente acorralado. Abrumándolo con sus gritos de muerte, casi lo tocaban ya con las manos, cuando él, derribando a uno de un puñetazo, y dando a la derecha un salto inverosímil, se internó en los grandes cafetales nuevamente.
Por la primera vez, ya dentro del cafetal, osciló, remolinó y se paró desconcertada la turba. Algunos empezaron a encontrar inútil su carrera fatigosa, imaginando en salvo a la pieza y borrada su pista, cuando volvieron a ésta por unos gajos rotos y manchados de sangre. El hombre, a su entrada en el cafetal, se había destrozado las ropas y desgarrado profundamente las carnes contra las espinas de un naranjero. Debía de estar no muy lejos, al abrigo de las frondas... Y además del rastro de sangre que iba marcando sus huellas, lo denunció el bullicioso vuelo de una bandada de pericos. A la bulla de los loros montaraces y a la algazara de los hombres encaminados otra vez con seguridad sobre u pista, el negro trashumante corrió de los podridos troncos de bucare, entre los que se disimuló por un momento, a guarecerse entre las altas raíces de un matapalo, que sobresalían de la tierra y a flor de tierra se desparramaban como los tentáculos de un pulpo. Mas, como los otros lo vieron antes que él tuviera tiempo de ocultarse, de nuevo se encontró forzado a correr, a correr siempre, despedazándose las ropas, rompiéndose las carnes contra las matas de café y algunos árboles de espinas, turbado y entontecido por los otros que, detrás de él y progresivamente lo empujaban de la densa maraña del arbolado hacia lo limpio del barbecho.
Fue entonces cuando voló al pueblo y en el pueblo se esparció la noticia de habérsele cogido, porque él mismo se vio y los demás lo creyeron cogido en lo limpio de la sabana. Sin embargo, también en la Sabana de los Muertos logró escapar, descolgándose, para correr después quebrada abajo por la peñascosa del Pajarito. Palomas acogidas a sestear al frescor de la quebrada volaron hacia el Ávila en sesgo vuelo de susto. En la carrera, el negro miró centellear, bajo una ceja de verdura, el ojo contemplativo de un pozo, y se precipitó al brillo del agua como un venado sediento. No pensó ya sino calmar el martirio de la sed. Y cuando lo hubo calmado y se halló de nuevo en pie, como si juzgara imposible su fuga, o estuviese resignado a rendirse, en vez de seguir la carrera, dio el frente a la frenética jauría humana.
¡No me maten! ¡No me maten! Yo no lo corté: él se cortó porque quiso. Yo soy un hombre honrado. Yo no les robé a ustedes los reales; la suerte me los dio.
El se cortó a sí mismo: yo no hice fuerza con el machete, ninguna.
Cuando acabó de hablar se hallaba rodeado por toda la pandilla y con las manos a la espalda atadas con cordeles y correas a estilo de esposas. Bajo la gritería jubilante de escarnio, uno de los perseguidores furiosamente vengaba su ropa hecha trizas, arrancando y esparciendo los andrajos que al hombre quedaban de la suya.
—Vamos al pueblo, para que digas eso que ahora dices, a ver si te hacen caso —le sopló otro en la nuca, mientras le daba tal empellón, que el hombre sin el equilibrio de los brazos, bamboleó y estuvo a punto de caerse.
Yo me entregué, ¿por qué me maltratan?
La respuesta se la dio un charro en una bofetada terrible: ¿Por qué no te escapas ahora? Anda, vete: válete de tus artes de brujo.
Unánimes carcajadas de mofa saludaron esta salida, y una lluvia de bofetadas empezó a caer sobre el prisionero.
Anda, hombre, haznos una brujería le dijo Bartolo el pesador de carne del pueblo, y le tiró de una oreja, tan brutalmente, que la oreja medio desprendida lloró un chorro de púrpura sobre el ébano de la cara. Ebrio de dolor, el hombre se tambaleó, sofocando un alarido. Su rostro de negro asumió, en la súbita palidez, el tono de la ceniza, mientras los labios rayaban la ceniza de la faz con una blancura espantosa.
¡No me maten! ¡no me maten! ¡Por Dios! Yo no soy brujo. No es verdad. Yo no soy brujo.
Y como el hombre hiciera un esfuerzo por desatarse las manos y huir, el mozo de la pesa de carne le labró con un cuchillo un sedal en el vientre, a la vez que otro le asestaba un machetazo tan tremendo en los hombros que una verdadera ola de tibio carmín saltó, repartiéndosele por el pecho y la espalda.
—¿Qué es eso, muchachos? ¡No lo maten! ¡Déjenlo! ¡Déjenlo! —clamó una especie de albino a quien llamaban el catire Facundo, y se constituyó en el jefe de la banda, con un gesto y un grito. ¿Por qué lo van a atar? ¿No ven que tenemos que llevarlo para el pueblo? ¿Qué dirán los otros? Quítese de ahí, socio, y no vuelva con sus machetazos. ¡Carama!, por un tris lo deja frío. Y a echar palante, que se hace tarde, y nos están esperando en el pueblo. ¡Alza, arriba, y al pueblo, muchachos!
De ahí se apresuraron unos cuantos a llevar noticias al pueblo. Algunos se les habían adelantado, y otros les imitaron después, de suerte que en la población a cada instante se recibían noticias de cómo, cuán y por dónde venían los mozos con el brujo. La multitud, estacionada en el camino real, fue poco a poco subiendo por las distintas calles, para apiñarse en el extremo norte de éstas en la plaza misma. De ese punto verían cuando llegaran los otros por la parte opuesta.
Entretanto los otros avanzaban hacia esta parte del pueblo por los callejones de la hacienda vecina, los guardianes, abrumando a golpes, a risas de sarcasmo, a motes de burla al prisionero, y el prisionero, silencioso, desangrándose y tiñendo el suelo de púrpura, mientras los bucares florecidos lloraban sangre sobre todos. Por un acuerdo tácito, en el pueblo procuraban todos que el cura no supiese nada.
Solo uno, obedeciendo a un escrúpulo tardío, a última hora y por trascorrales, anunció al desprevenido pastor cuanto pasaba entre las ovejas. Y el haz de noticias entró como un puñal en el corazón del cura.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! balbuceó en el dolor de un repentino y profundo arrancamiento, y corrió desolado hacia la puerta de la calle.
La multitud rompía en la plaza, inundándola de clamores:
¡Muera! ¡Muera!
En el portal de la tahona vociferaba la cabeza de Medusa:
¡La sangre de mi hijo! ¡La sangre de mi hijo!
El padre Serafín desde la puerta de la rectora, siguió con los ojos a la multitud que corría hacia el altozano del pueblo. Volvió sus ojos a ese punto, y allí, cercado de forajidos de facciones bestiales y de ropas en flecos apareció el hombre. Al verlo, chorreando sangre y casi desnudo, vivo Ecce-Homo, sanguina monstruosa en fondo de sepia, el padre Serafín, turbadísimo, abrió los brazos en cruz y cayó de rodillas frente al hombre como ante una aparición del Crucificado:
—¡Dios mío, perdón! ¡Dios mío, perdón! ¡Qué han hecho!
Viejos, muchachos, cuantos habían esperado en el camino, subían en tumulto adonde estaba el hombre, a desquitarse en él del ansia de la espera. Las comadres que se esquivaban hasta ahí detrás de las junturas de las puertas, o se asomaban a los postigos de las ventanas, recorrían ahora las calles y aumentaban el tumulto, cual si a la vista del hombre sangriento se hubieran sentido animosas.
Algunas portaban machete o cuchillo. Una de ellas avanzó hacia el mismo pecho del brujo, y lo escupió en la cara. Ante el salivazo agresivo y el persistente avance de la multitud, el miserable, temblando de terror, prorrumpió en una queja:
—¡Si me van a matar, Dios mío, no me dejen morir sin confesión!
Facundo creyó de ley cumplir la voluntad religiosa del reo, y fue en busca del padre Serafín, para que éste oyera en confesión al brujo. El padre Serafín iba y venía como un loco por la plaza, amonestando a unos, reprendiendo a otros hablándoles de amor, persuadiéndoles caridad, sin que ninguno lo entendiera.
Por último se enderezó al altozano, y desde ahí comenzó a predicarles, volcando el ingenuo y cándido jardín de su corazón sobre el fosco oleaje de la turba.
—¡Hombres! ¡Hermanos! ¿Qué habéis hecho? Yo creía que las palabras de flor, que todas las florecitas del Padre Seráfico, a quien está consagrado este pueblo, yo las había guardado por siempre en vuestros corazones como en relicarios vivos. ¿No os he dicho yo que es gran pecado verter la misma sangre de las tórtolas? ¿No os he dicho que es gran pecado cortar inútilmente los árboles mismos, como vosotros lo hacéis a la orilla de los tablones, para mantener en alto y a vista el machete, porque la savia y la resina que manan de un árbol herido son la sangre y las lágrimas del árbol? Pues ¡cuánto mayor pecado no será, oh, hermanos, derramar la sangre precio, aluna del hombre!
Nadie le oía. Algunos aprobaban por hábito, por .fórmula, pero de un modo extraño, sonriendo. De pronto, alguien le habló detrás; era el catire Fa-Padre Serafín: venga a confesarlo.
¿A confesarlo? ¿Acaso va a morir?
De morir tiene: ha robado, ha matado y es brujo.
¡Hombres! ¡Hermanos! ¡Por Dios! ¡No hay brujos: eso de los brujos es mentira, superstición e ignorancia! Y si ese hombre ha matado y ha robado, para él hay jueces. ¿Por ventura sois jueces vosotros? ¡No, no hermanos! Al mismo criminal debemos amor en el nombre de Cristo. Vamos a lavarle la sangre, que no solo a él sino también a todos nosotros nos mancha, y después de lavarlo con nuestras manos y de pedirle perdón, besándole los pies con nuestras bocas, lo entregaremos a los jueces.
—¡Qué jueces ni jueces, padre! ¿Usted no recuerda cómo están las cosas?
En esas palabras el padre Serafín recibió de la realidad un golpe rudo. Era el fin de una guerra de años. La revolución, aunque triunfante en la capital, no acababa nunca de constituirse en gobierno. Mientras tanto las aldeas, y en las aldeas los hombres, administraban justicia por sí mismos.
—Suponiendo que los muchachos lo dejaran llevar para Caracas, o se puede ir en el camino, o en Caracas lo sueltan como un estorbo. Dígame, pues, si lo va a confesar o no. Además, de todas maneras va a morirse, porque... yo creo que tiene agujereada la panza.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —murmuró el padre Serafín en la angustia de no hallar medio de salvar al hombre.
De repente, el hombre dijo: —Tengo sed.
¿Oís? ¿Oís, hermanos? aventuró el cura. Son las mismas palabras de Jesús en la agonía. ¿Qué diríais vosotros, oh, hermanos, qué diríais vosotros, si hubieseis injuriado, maltratado y herido al mismo Jesús en la figura de ese hombre? 
No diga eso, padre, ¿Cristo negro?
—¿Por qué no? El no murió por éste o por aquél, sino por todos: él es de todos los hombres y de todas las razas.
Pero no había matado, ni robado, ni. . . Facundo pensó agregar "ni sería brujo", pero se guardó de ello para no impacientar más al padre Serafín. Este pensaba: "¿Qué hacer? ¿Que hacer, Dios mío?" El cacique del pueblo, que siempre con mucha deferencia le oía, estaba lejos, guerreando. El que hacía ahora las veces de Jefe Civil, formaba entre las peores cabezas del tumulto. No le ocurrió sino un medio: "quizás en la iglesia no se atreverían".
—¡Bueno!, voy a confesarlo. Llamen al sacristán para que abra la iglesia.
No, padre advirtió Facundo. Los muchachos han pensado ya que no debe ser en la iglesia. Quieren que sea en el mismo camino real, casa de don José, en la trastienda de la pulpería.
Pero ¿qué intentan ustedes, hermanos?
Los más próximos bajaron la cabeza. La voz del hombre tornó a oírse:
¡Tengo sed!
Y el padre Serafín, ya sin esperanzas de salvar al hombre, echó a correr hacia la casa parroquial en busca de un vaso de agua. Cuando volvió a salir con el agua, a través de la plaza descendía la lúgubre procesión; el hombre a la cabeza. El padre se acercó al prisionero, y después de darle el agua, que el hombre sorbió con furia, se abrazó a él y fue protegiéndolo con su cuerpo hasta la entrada de la pulpería.
Mire, padre, si el hombre no es brujo gritó un desalmado, y arrancándole un mechón de pelo al miserable indefenso lo tiró al aire. Todos, en el soplo de la brisa, vieron al mechón reciamente ensortijado convertirse en un murciélago.
Durante la confesión, el pueblo en masa esperaba en la calle, con el sordo y grave zumbar bullente de cólera de una enorme colmena.
El padre Serafín, acabada la confesión, apareció en la puerta:
¡Por última vez, hermanos! Por última vez, oíd: ese hombre está sin pecado. Os lo juro. Ese hombre es inocente. Ya lo habéis matado y está moribundo. Por las gloriosas llagas de Cristo, por nuestro santo patrón, dejadle morir en paz.
Dejadle morir en paz, o la sangre de ese hombre caerá sobre todos nosotros, caerá sobre este pueblo por los siglos de los siglos.
Con un esfuerzo heroico, el hombre se levantó de su lecho de agonía y surgió detrás del cura en el vano de la puerta.
Sí, sí, ¡perdón! ¡Morir en paz! balbuceó lamentablemente.
Y como el padre Serafín se apartara un poco, el hombre cayó hacia afuera y de soslayo, presa de mortal vahído. Uno del motín, que se hallaba cerca, imaginando o pretextando imaginar una agresión, paró al hombre en su machete, y saltó un chorro de sangre tal, como no lo sospechara nadie en aquella negrura que ya no era más que un pálido montón de ceniza. En confusión laberíntica se precipitó la turba al husmeo de la sangre. El histérico paroxismo de las mujeres predominaba en el tumulto, que cesó cuando apenas quedaba del hombre en medio de la calle una masa inerte, rojiza y disforme. Una impura vieja desdentada hurgó con su machete la masa rojiza. mascullando:
Dicen que los brujos se hacen los muertos, como los rabipelados.
Y de un tajo habilísimo al cuerpo ya exánime le mutiló el sexo.
El padre Serafín, pálido y de rodillas junto al cadáver, musitaba una oración, abiertos los brazos, clavados los ojos en el azul impasible. Algo dentro de su corazón palpitó, brilló y se apagó como una llamita trémula. Levantóse después, marchó hasta el altozano y lo cruzó de rodillas. AI llegar a la puerta del templo, se detuvo, y no osó penetrar en sagrado. En seguida salió del pueblo, rumbo a Ávila y caminó bajo el llanto de sangre de los bucares hasta perderse de vista.
En el éter, muy diáfano, parpadeó un lucero. El Ávila, con su calvez de la cima y en la imponderable pureza de la luz, claro, fuerte y sereno, se erguía sobre el paisaje como un incorruptible testimonio.
Al día siguiente, no se encontraba al padre Serafín en parte alguna. Había desaparecido. Muy turbados de conciencia, varios mozos del pueblo convinieron en salir juntos a buscarle. Después de tres o más días de vanas pesquisas por las quiebras del monte, lo hallaron en devota actitud al pie de un alto peñón que el Sebucán labra y pule con su perenne beso cristalino. Al oírlos acercarse y hablar, el padre Serafín volvió a ellos el rostro. Los acogió con semblante risueño, como si los aguardase:
—El Señor del cielo me ha distinguido entre todas las criaturas. Porque hice de mi pueblo un rebaño de suavísimas ovejas, mi padre San Francisco intercedió por mí para que el Señor me honrase como a él, dándome sus rosas divinas. Mirad.
Y el padre, sonriendo con aquella sonrisa de ciertas locuras dulces que debe ser la misma de la felicidad perfecta, a los del pueblo confundidos mostró las manos y el pecho desnudo en donde la aspereza y los abrojos del Ávila prendieron tres vivas rosas.