Julio Garmendia nació en el estade de Lara, Venezuela en 1898.
Fue escritor, periodista y diplomático. Su labor periodística lo llevó a Roma, París y Génova, donde ejerció el cargo de cónsul de Venezuela. Y, fue en Génova donde publicó su primer libro: La tienda de muñecos.
En 1973 obtuvo el Premio Nacional de Literatura (Venezuela), en 1976 le
es otorgado la medalla Honor al Mérito. Julio Garmendia muere en Caracas
el 8 de julio de 1977 contaba con 79 años de edad.
Falleció en Caracas, en 1977.
Su obra: La tienda de muñecos, La tuna de oro, La hoja que no había caído en su otoño, El médico de los muerto, Difunto yo, El Gato de los delgados, La Hija de la mafia, Manzanita, Las dos Chelitas, Las super, Mi abuela es un amor, La motocicleta selvática (cuento inédito).
La tienda de muñecos
No tengo suficiente filosofía para
remontarme a las especulaciones elevadas del pensamiento. Esto explica mis
asuntos banales, y por qué trato ahora de encerrar en breves líneas la historia
—si así puede llamarse— de la vieja Tienda de Muñecos de mi abuelo que después
pasó a manos de mi padrino, y de las de éste a las mías. A mis ojos posee esta
tienda el encanto de los recuerdos de familia; y así como otros conservan los
retratos de sus antepasados, a mí me basta, para acordarme de los míos, pasear
la mirada por los estantes donde están alineados los viejos muñecos, con los
cuales nunca jugué. Desde pequeño se me acostumbró a mirarlos con seriedad. Mi
abuelo, y después mi padrino, solían decir, refiriéndose a ellos:
—¡Les debemos la vida!
No era posible que yo, que les amé
entrañablemente a ambos, considerara con ligereza a aquellos a quienes adeudaba
el precioso don de la existencia.
Muerto mi abuelo, mi padrino tampoco
me permitió jugar con los muñecos, que permanecieron en los estantes de la
tienda, clasificados en orden riguroso, sometidos a una estricta jerarquía, y
sin que jamás pudieran codearse un instante los ejemplares de diferentes
condiciones; ni los plebeyos andarines que tenían cuerda suficiente para
caminar durante el espacio de un metro y medio en superficie plana, con los
lujosos y aristocráticos muñecos de chistera y levita, que apenas si sabían
levantar con mucha gracia la punta del pie elegantemente calzado. A unos y
otros, mi padrino no les dispensaba más trato que el imprescindible para
mantener la limpieza en los estantes donde estaban ahilerados. No se tomaba
ninguna familiaridad ni se permitía la menor chanza con ellos. Había instaurado
en la pequeña tienda un régimen que habría de entrar en decadencia cuando yo
entrara en posesión del establecimiento, porque mi alma no tendría ya el mismo
temple de la suya y se resentiría visiblemente de las ideas y tendencias
libertarias que prosperaban en el ambiente de los nuevos días.
Por sobre todas las cosas él imponía
a los muñecos el principio de autoridad y el respeto supersticioso al orden y
las costumbres establecidas desde antaño en la tienda. Juzgaba que era
conveniente inspirarles temor y tratarlos con dureza a fin de evitar la
confusión, el desorden, la anarquía, portadores de ruina así en los humildes
tenduchos como en los grandes imperios. Hallábase imbuido de aquellos erróneos
principios en que se había educado y que procuró inculcarme por todos los
medios; y viendo en mi persona el heredero que le sucedería en el gobierno de
la tienda, me enseñaba los austeros procederes de un hombre de mando. En cuanto
a Heriberto, el mozo que desde hace un tiempo atrás servía en el negocio, mi
padrino le equiparaba a los peores muñecos de cuerda y le trataba al igual que
a los maromeros de madera y los payasos de serrín, muy en boga entonces. A su
modo de ver, Heriberto no tenía más sesos que los muñecos en cuyo constante
comercio había concluido por adquirir costumbres frívolas y afeminadas, y a tal
punto subían en este particular sus escrúpulos, que desconfiaba de aquellos
muñecos que habían salido de la tienda alguna vez, llevados por Heriberto, sin
ser vendidos en definitiva. A estos desdichados acababa por separarlos de los
demás, sospechando tal vez que habían adquirido hábitos perniciosos en las
manos de Heriberto.
Así transcurrieron largos años,
hasta que yo vine a ser un hombre maduro y mi padrino un anciano idéntico al
abuelo que conocí en mi niñez. Habitábamos aún la trastienda, donde apenas si
con mucha dificultad podíamos movernos entre los muñecos. Allí había nacido yo,
que así, aunque hijo legítimo de honestos padres, podía considerarme fruto de
amores de trastienda, como suelen ser los héroes de cuentos picarescos.
Un día mi padrino se sintió mal.
—Se me nublan los ojos —me dijo— y
confundo los abogados con las pelotas de goma, que en realidad están muy por
encima.
—Me flaquean las piernas —continuó,
tomándome afectuosamente la mano— y no puedo ya recorrer sin fatiga la corta
distancia que te separa de los bandidos. Por estos síntomas conozco que voy a
morir, no me prometo muchas horas de vida y desde ahora heredas la Tienda de
Muñecos.
Mi padrino pasó a hacerme extensas
recomendaciones acerca del negocio. Hizo luego una pausa durante la cual le vi
pasear por la tienda y la trastienda su mirada ya próxima a extinguirse.
Abarcaba así, sin duda, el vasto panorama del presente y del pasado, dentro de
los estrechos muros tapizados de figurillas que hacían sus gestos acostumbrados
y se mostraban en sus habituales posturas. De pronto, fijándose en los soldados
que ocupaban un compartimiento entero en los estantes, reflexionó:
—A estos guerreros les debemos largas horas de paz. Nos han dado buenas utilidades. Vender ejércitos es un negocio pingüe.
—A estos guerreros les debemos largas horas de paz. Nos han dado buenas utilidades. Vender ejércitos es un negocio pingüe.
Yo insistía cerca de él a fin de que
consintiera en llamar médicos que lo vieran. Pero se limitó a mostrarme una
gran caja que había en un rincón.
—Encierra precisamente cantidad de
sabios, profesores, doctores y otras eminencias de cartón y profundidades de
serrín que ahí se han quedado sin venta y permanecen en la oscuridad que les
conviene. No cifres, pues, mayores esperanzas en la utilidad de tal renglón. En
cambio, son deseables las muñecas de porcelana, que se colocan siempre con
provecho; también las de pasta y celuloide suelen ser solicitadas, y hasta las
de trapo encuentran salida. Y entre los animales —no lo olvides—, en especial
te recomiendo a los asnos y los osos, que en todo tiempo fueron sostenes de
nuestra casa.
Después
de estas palabras mi padrino se sintió peor todavía y me hizo traer a toda
prisa un sacerdote y dos religiosas. Alargando el brazo, los tomé en el estante
vecino al lecho.
—Hace
ya tiempo —dijo, palpándolos
con suavidad—,
hace ya tiempo que conservo aquí estos muñecos, que difícilmente se venden.
Puedes ofrecerlos con el diez por ciento de descuento, lo equivaldrá a los
diezmos en lo tocante a los curas. En cuanto a las religiosas, hazte el cargo
que es una que les das.
En
este momento mi padrino fue interrumpido por el llanto de Heriberto, que se
hallaba en un rincón de la trastienda, la cabeza cogida entre las manos, y no
podía escuchar sin pena los últimos acentos del dueño de la Tienda de Muñecos.
—Heriberto
—dijo, dirigiéndose a éste—: no tengo más que repetirte lo que tantas veces
antes ya te he dicho: que no atiples la voz ni manosees los muñecos.
Nada
contestó Heriberto, pero sus sollozos resonaron de nuevo, cada vez más altos y
más destemplados.
Sin
duda, esta contrariedad apresuró el fin de mi padrino, que expiró poco después
de pronunciar aquellas palabras. Cerré piadosamente sus ojos y enjugué en
silencio una lágrima. Me mortificaba, sin embargo, que Heriberto diera mayores
muestras de dolor que yo. Sollozaba ahogado en llanto, se mesaba los cabellos,
corría desolado de uno a otro extremo de la trastienda. Al fin me estrechó en
sus brazos:
—¡Estamos
solos! ¡Estamos solos! —gritó.
Me
desasí de él sin violencia, y señalándole con el dedo el sacerdote, el feo
doctor, las blancas enfermeras, muñecos en desorden junto a lecho, le hice
señas de que los pusiera otra vez en sus puestos...
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