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Una esperanza - Amado Nervo




Amado Nervo nació en México en 1870. Falleció en Montevideo, Uruguay en 1919.
En su juventud quiso ser clérigo, pero su amor a la poesía más la influencia de Gutiérrez Nájera, «La revista azul» y «Revista moderna», lo llevaron a integrar el ímpetu del modernismo americano.
Sus libros más destacados son: «Serenidad» «Elevación», «Plenitud» y «La amada inmóvil».

 


Una esperanza

I


En un ángulo de la pieza, habilitada de capilla, Luis, el joven militar y, abrumado por el paso su mala fortuna, pensaba.

Pensaba en los viejos días de su niñez, pródiga en goces y rodeada de mimos, en la amplia y tranquila casa paterna, uno de esos caserones de provincia, sólidos, vastos, con jardín, huerta y establos, con espaciosos corredores, con grandes ventanas que abrían sobre la solitaria calle de una ciudad de segundo orden (no lejos, por cierto, de aquella en que él iba a morir), sus rectángulos cubiertos por encorvadas y potentes rejas, en las cuales lucía discretamente la gracia viril de los rosetones de hierro forjado.

Recordaba su adolescencia, sus primeros ensueños, vagos como luz de estrellas, sus amores cristalinos, misteriosos, asustadizos como un cervatillo en la montaña y más  pensados que dichos, con la güerita de enagua corta, que apenas deletreaba los libros y la vida...

Luego desarrollábase ante sus ojos el claro paisaje de su juventud fogosa; sus camaradas alegres y sus relaciones ya serias con la rubia de marras, vuelta mujer y que ahora reza sin duda porque vuelva.

¡Ay!, en vano, en vano...

Y, por último, llegaba a la época más reciente de su vida, al

período de entusiasmo patriótico, que le hizo afiliarse al Partido Liberal, amenazado de muerte por la Reacción, ayudada en esta vez de un poder extranjero y que, después de varias escaramuzas y batallas, le había llevado a aquel espantoso trance.

Cogido con las armas en la mano, hedió prisionero y ofrecido con otros compañeros a trueque de las vidas de algunos oficiales reaccionarios había visto desvanecerse su última esperanza, en virtud de que la proposición, cuando correligionarios, habían fusilado ya a los prisioneros conservadores.

Iba, pues, a morir. Esta idea que había salido por un instante de la zona de su pensamiento, gracias a la excursión amable por los sonrientes recuerdos de la niñez y de la juventud, volvía de pronto, con todo su horror, estremeciéndole de pies a cabeza.

Iba a morir... ¡a morir! No podía creerlo, y, sin embargo, la verdad tremenda se imponía: bastaba mirar alrededor: aquel altar improvisado, aquel Cristo viejo y gesticulante sobre cuyo cuerpo esqueletado caía móvil y siniestra la luz amarillenta de las velas, y, ahí cerca, visibles a través de la rejilla de la puerta, las cantinelas de vista... Iba a morir, así, fuerte, joven, rico, amado... ¡Y todo por qué! Por una abstracta noción de patria y de partido... ¿Y qué cosa era la patria? Algo muy impreciso, muy vago para él en aquellos momentos de turbación, en tanto que la vida, la vida que iba a perder, era algo real, realismo, definido... ¡era su vida!

¡La Patria! ¡Morir por la Patria! —pensaba—. Pero es que ésta, en su augusta y divina inconsciencia, no sabrá siquiera que he muerto por ella...

“¡Y que importa, si tú lo sabes!” —le replicaba allá dentro un subconsciente misterioso—. “La Patria lo sabrá por tu propio conocimiento, por tu pensamiento propio, que es un

pedazo de su pensamiento y de su conciencia

colectiva... Eso basta...”.

No, no bastaba eso... y sobre todo, no quería morir: su vida era “muy suya” y no quería que se la quitaran. Un formidable instinto de conservación se sublevaba en todo su ser y ascendía incontenible, torturador y lleno de protestas.

A veces, la fatiga de las prolongadas vigilias, la intensidad de aquella sorda fermentación de su pensamiento, el exceso

mismo de la pena, le alumbraban y dormitaban un poco; pero

entonces, su despertar brusco y la inmediata, clarísima y repentina noción de su fin, un punto perdida, eran un tormento inefable, y el cuitado, con las manos sobre el rostro, sollozaba con un sollozo que llegando al oído de los centinelas, hacíales asomar por la rejilla sus caras atezadas, en las que se leía la secular indiferencia del indio.



II

Se oyó en la puerta un breve cuchicheo y en seguida ésta se abrió dulcemente para dar entrada a un sombrío personaje, cuyas ropas se diluyeron casi en el Negro de la noche, que vencía las últimas claridades crepusculares.

Era un sacerdote.

El joven militar, apenas lo vio, se puso en pie y extendió hacia él los brazos como para detenerle, exclamando:

—¡Es inútil, padre, no quiero confesarme!

Y sin aguardar a que la sombra aquella respondiera, continuó con exaltación creciente:

—No, no me confieso, es inútil que venga usted a molestarme. ¿Sabe usted lo que quiero? Quiero la vida, que no me quítenla vida: es mía, muy mía y no tienen derecho de

arrebatármela... Si son cristianos, ¿por qué me matan? En vez de enviarle a usted a que me abra las puertas de la vida eterna, que empiecen por no cerrarme las de ésta... No quiero morir, ¿entiende usted?, me rebelo a morir: soy joven, muy sano, soy rico, tengo padres y una novia que me adora; la vida es bella, muy bella para mí... Morir en el campo de batalla, en medio del estruendo del combate, al lado de los compañeros que luchan, enardecida la sangre por el sonido del clarín... ¡bueno, bueno! Pero morir, oscura y tristemente, pegado a la barda mohosa de una puerta, en el rincón de una

sucia plazuela, a las primeras luces del alba, sin que nadie sepa siquiera que ha muerto uno como los hombres... ¡padre, padre, eso es horrible!

Y el infeliz se echó en el suelo, sollozando.

—Hijo mío —dijo el sacerdote cuando comprendió que podía ser oído—: yo no vengo a traerle a usted los consuelos de la religión; en esta vez soy emisario de los hombres y no de Dios, y si usted me hubiese oído con calma desde un principio, hubiera usted evitado esa exacerbación de pena que le hace sollozar de tal manera. Yo vengo a traerle justamente la vida, ¿entiende usted?, esa vida que usted pedía hace un instante con tales extremos de angustia... ¡la vida que es para usted tan preciosa! Óigame con atención, procurando dominar sus nervios y sus emociones, porque no tenemos tiempo que perder: he entrado con el pretexto de confesar a usted y es preciso que todos crean que usted se confiesa: arrodíllese, pues, y escúcheme. Tiene usted amigos poderosos que se interesan por su suerte; su familia ha hecho hasta lo imposible por salvarlo, y no pudiendo obtenerse del jefe de las armas la gracia de usted, se ha logrado con graves dificultades e incontables riesgos sobornar al jefe del pelotón encargado de fusilarle. Los fusiles estarán cargados sólo con

pólvora y taco; al oír el disparo, usted caerá como los otros, los que con usted serán llevados al patíbulo, y permanecerá inmóvil. La oscuridad de la hora le ayudará a representar esta comedia. Manos piadosas —las de los Hermanos de la Misericordia, ya de acuerdo—le recogerán a usted del sitio en cuanto el pelotón se aleje, y le ocultarán hasta llegada la

noche, durante la cual sus amigos facilitarán su huida. Las tropas liberales avanzan sobre la ciudad, a la que pondrán sin duda cerco dentro de breves días. Se unirá usted a ellas sí gusta. Conque... ya lo sabe usted todo: ahora rece en voz alta el “Yo pecador”, mientras pronuncio la formula de la absolución, y procure dominar su júbilo durante las horas que faltan para la ejecución, a fin de que nadie sospeche la verdad.

—Padre —murmuró el oficial, a quien la impresión de una alegría loca permitía apenas el uso de la palabra—, ¡que Dios lo bendiga! –y luego, presa súbitamente de una duda terrible—: Pero... ¿todo esto es verdad?... —añadió temblando—. ¿No se trata de un engaño piadoso, destinado a endulzar mis últimas horas? ¡Oh, eso sería inicuo, padre!

—Hijo mío, un engaño de tal naturaleza constituiría la mayor de las infamias, y yo soy incapaz de cometerla...

—Es cierto, padre, perdóneme, no sé lo que digo, ¡estoy loco de júbilo!

—Calma, hijo, mucha calma y hasta mañana; yo estaré con usted en el momento solemne.



III

Apuntaba apenas el alba, una alba desteñida y friolenta de febrero, cuando los reos —cinco por todos— que debían ser ejecutados, fueron sacados de la prisión y conducidos, en  compañía del sacerdote, que rezaba con ellos, a una plazuela terregosa y triste, limitada por bardas semiderruidas y donde era costumbre llevar a cabo las ejecuciones.

Nuestro Luis marchaba entre ellos con paso firme, con erguida frente; pero llena el alma de una emoción desconocida y de un deseo infinito de que acabase pronto aquella horrible farsa.

Al llegar a la plazuela, los cinco reos fueron colocados en fila, a cierta distancia, y la tropa que los escoltaba, a la voz de mando, se dividió en cinco grupos de a siete hombres, según

previa distribución hecha por el cuartel.

El coronel del cuerpo, que asistía a la ejecución, indicó al sacerdote que desde la prisión había ido exhortando a los reos, que los vendara y se alejase luego a cierta distancia. Así

lo hizo el padre y el jefe del pelotón dio las primeras órdenes con voz seca y perentoria.

La leve sangre de la aurora empezaba a teñir con desmayo melancólico las nubecillas del oriente y estremecían el silencio de la madrugada los primeros toques de una campanita cercana que llamaba a misa.

De pronto una espera rubricó el aire, una detonación formidable y desigual llenó de ecos la plazuela, y los cinco ajusticiados cayeron trágicamente en medio de la penumbra semirrosada del amanecer.

El jefe del pelotón hizo en seguida desfilar a los soldados con la cara vuelta hacia los reos y con breves órdenes organizó el regreso al cuartel, mientras que los Hermanos de la Misericordia se apercibían a recoger los cadáveres.

En aquel momento, un granuja de los muchos mañaneadores que asistían a la ejecución, gritó con voz destemplada, señalando a Luis, que yacía cuan largo era al pie del muro:

—¡Ese está vivo! ¡Ese está vivo! Ha movido una pierna...

El jefe del pelotón se detuvo, vaciló un instante, quiso decir algo al pillete; pero sus ojos se encontraron con la mirada interrogadora, fría e imperiosa del coronel, y desnudando la gran pistola Colt que llevaba ceñida, avanzó hacia Luis, que presa del terror más espantoso, casi no respiraba, apoyó el cañón en su sien izquierda e hizo fuego.







Los que ignoran que están muertos - Amado Nervo


Amado Nervo nació en México en 1870. Falleció en Montevideo, Uruguay en 1919.
En su juventud quiso ser clérigo, pero su amor a la poesía más la influencia de Gutiérrez Nájera, «La revista azul» y «Revista moderna», lo llevaron a integrar el ímpetu del modernismo americano.
Sus libros más destacados son: «Serenidad» «Elevación», «Plenitud» y «La amada inmóvil».

  

Los que ignoran que están muertos

Los muertos —me había dicho varias veces mi amigo el viejecito espiritista, y por mi parte había encontrado, varias veces también, la misma observación en mis lecturas—, los muertos, señor mío, no saben que se han muerto.

No lo saben sino después de cierto tiempo, cuando un espíritu caritativo se los dice, para
despegarlos definitivamente de las miserias de este mundo.

Generalmente se creen aún enfermos de la enfermedad de que murieron; se quejan, piden medicinas...

Están como en una especie de adormecimiento, de bruma, de los cuales va desprendiéndose poco a poco la divina crisálida del alma.

Los menos puros, los que han muerto más apegados a las cosas, vagan en derredor nuestro, presas de un desconcierto y de una desorientación por todo extremo angustiosos.

Sienten dolores, hambre, sed, exactamente como si vivieran, no de otra suerte que el amputado siente que posee y aun que le duele el miembro que se le segregó.

Nos hablan, se interponen en nuestro camino, y desesperan al advertir que no los vemos ni les hacemos caso. Entonces se creen víctimas de una pesadilla y anhelan despertar.

Pero la impresión más poderosa —como más cercana—, es la de que les sigue doliendo aquello que los mató.

Y, en efecto, una tarde en que por curiosidad asistí a cierta sesión espiritista, pude comprobarlo.
La médium era parlante. (Ustedes saben que hay médiums auditivos, videntes, materializadores, etc.).

Las almas de los muertos se servían de su boca para conversar con los presentes, o como si dijéramos hablaban por boca de ganso.

Debo advertir, a fin de que no parezca a ustedes ilógico ni en contradicción con lo que he dicho lo que voy a relatar, que no es preciso que un muerto sepa que está muerto para hablar u obrar por ministerio de un médium.

En ese sopor a que me refería antes, los espíritus recientemente desencarnados rondan a los vivos e instintiva, maquinalmente, cuando encuentran un médium lo aprovechan para comunicarse, no de otra suerte que un viandante, aunque no esté en sus cabales, por instinto también, aprovecha un puente para llegar al otro lado del río.

Empezó, pues, la sesión sin matar las luces, y la médium cayó en trance.

Momentos después, exclamaba:

—¡Estoy mal herido! ¡Socórranme! » y se apretaba con ambas manos el costado derecho.

—¿Quién es usted? —preguntó el que presidía la sesión.

—Soy Valente Martínez, y me han herido aquí, en la plazuela del Carmen; me han herido a traición. Estoy desangrándome... Vengan a levantarme.

Y por la cara de la médium pasaban como oleadas de dolor y de agonía.
Muchos de los allí presentes experimentamos gran sorpresa, porque, en efecto, en los periódicos de la última semana se había hablado con lujo de detalles del asesinato de Valente Martínez, cometido a mansalva por un celoso. Así, pues, la sesión se volvía interesante.

—¡Vengan a levantarme! —seguía diciendo con inflexión plañidera la médium—. Me estoy desangrando: es una falta de caridad dejarme así, tirado en una plazuela...

—Está usted en un error, insinuó entonces el que presidía: cree usted estar herido y abandonado en la calle; pero en realidad está usted muerto!

—¡Muerto yo! —exclamó la médium con dolorosa sorna. ¡Muerto! ¡Le digo a usted que estoy mal herido!

Y seguía apretándose el costado.

—Está usted muerto y bien muerto. Murió usted de la puñalada el viernes último en el hospital de San Lucas.

La médium se impacientaba:

—¡Es una falta de caridad dejarme tirado como a un perro! ¡como a un perro, sí, en medio de la calle!

Y se retorcía en su asiento.

—De suerte —preguntó el que presidía—: ¿que usted insiste en que está vivo?

—Sí ¡y mal herido! Ayúdenme a levantarme. ¡No sean malos!

—Pues le voy a probar a usted que está muerto: Usted ¿qué es, hombre o mujer?

—Vaya una pregunta necia: soy hombre!

—¿Está usted seguro?

La médium hizo un movimiento de contrariedad:

—¡Que si estoy seguro! ¡Qué ocurrencia!

Bueno, pues tóquese usted la cara y el pecho.

La médium se llevó la diestra a las mejillas, y una expresión de indecible pasmo se pintó en su rostro: Valente Martínez (que, según los retratos de los diarios, era barbicerrado) se palpaba imberbe...

La mano temblorosa se posó en seguida en el labio superior, buscando el ausente bigote Luego, más temblorosa aún, descendió al pecho, y, al advertir la túrgida carne de los senos, la médium dejó escapar un grito, gutural, horrible, en tanto que fríos sudores mojaban su frente, lívida de tortura, en la que se leía el supremo espanto de la convicción...

Siguió un silencio muy largo, durante el cual la médium, inmóvil, murmuraba no sé qué, con labios convulsos, y, por fin, el que presidía dijo:

—¡Ya ve usted cómo está bien muerto!

Yo lo he desengañado por caridad, para que no piense más en las cosas de la tierra y procure elevar su espíritu a Dios…

—Tiene usted razón —murmuró penosamente la médium.

Luego, después de una pausa, suspiró:

—¡Gracias!
Y ya no profirió palabra alguna, hasta salir del trance.

 

El héroe - Amado Nervo



Amado Nervo nació en México en 1870. Falleció en Montevideo, Uruguay en 1919.
En su juventud quiso ser clérigo, pero su amor a la poesía más la influencia de Gutiérrez Nájera, «La revista azul» y «Revista moderna», lo llevaron a integrar el ímpetu del modernismo americano. Sus libros más destacados son: «Serenidad» «Elevación», «Plenitud» y «La amada inmóvil».


El héroe
de Cuentos misteriosos

Acababa de llegar aquella mañana a la línea de fuego.
Tenía el aspecto cansado; la fisonomía, grave y triste.
Aun cuando hablaba el francés sin acento, en su rostro, patinado por soles ardientes, traía el sello de su origen lejano.
Cuando el coronel pidió un hombre resuelto que se adelantara en pleno día hasta las trincheras enemigas y, por medio de un teléfono de campaña, le diese determinados informes (en aquel momento preciosos), él
se ofreció, con cierta nerviosidad, antes que nadie.
Avanzó lentamente, reptando.
El llano interminable, escueto, glacial, sin accidentes, no ofrecía refugio ninguno.
Se concebía con pena que aquella desolación tan hosca escondiese en su seno más de dos millones de seres, jóvenes, robustos; más de dos millones de vidas, de actividades, de anhelos, ahora ocupados únicamente en destruirse.
Después de un interminable arrastrarse, el hombre aquel llegó al fin a las alambradas del enemigo. Nadie lo había visto. La niebla lo ayudaba.
Preparó el teléfono y púsose a comunicar sus observaciones.
Cumplida su misión, volvió hacia los suyos, con muchas menos preocupaciones, como si, hecho el deber, la vida no tuviese ya para él ninguna importancia.
Los alemanes lo habían visto y dispararon sobre él, inútilmente, muchas balas.
Sus compañeros lo felicitaron por el éxito pleno de la pequeña empresa.
El fue a meterse silenciosamente en su agujero.
Desde aquel día, en cuantas comisiones había peligro, él se ofrecía, taciturno, pero con no sé qué resolución premiosa.
Muchas veces se le hizo el honor de enviarle a sitios donde era temeridad permanecer cada segundo.
Pero la muerte parecía desdeñarle. Al volver, se le felicitaba siempre, y en una ocasión le prendieron en el pecho la medalla del Mérito Militar.
Sin embargo, las enhorabuenas y los aplausos se hubiera dicho que le contrariaban, y que le pesaba en el alma aquella indemnidad milagrosa.
****
Un día, en cierto repliegue, después de reñido contraataque, el coronel de su batallón quedó herido, cerca de las trincheras alemanas.
Lo dejaron inadvertidamente en el campo. Se retorcía, con las piernas rotas, sin quejarse.
El hombre taciturno avanzó en medio de un chaparrón de proyectiles, impasible. Cogió al jefe en brazos y lentamente echó a andar hacia su trinchera.
Llegó con su carga adonde quería, pero con tres balas en el cuerpo.
Momentos después, moría apaciblemente. Antes de enterrarlo, un compañero, por orden del oficial, registró sus bolsillos, a fin de enviar a su familia papeles, recuerdos.
Se le encontró una carta de América, una carta breve, despiadada en su concisión.
«Amigo mío –decía la carta–: Tú me pediste siempre franqueza, aun cuando fuese brutal, según tus palabras. Ha llegado el momento de usarla.
»Hace tiempo comprendiste, con razón, que yo no te amaba, que me casé contigo obligada por circunstancias dolorosas. Pero ignorabas quizá que amo a otro hombre con toda mi alma, con todas mis fuerzas… Pienso que la distancia es oportuna acaso para amortiguar el golpe que te doy… llorando, porque no soy mala, pero impulsada por un destino todopoderoso.
No te pido que me perdones, porque yo en tu caso no perdonaría… pero sí que procures olvidar.»
****
El «héroe» había muerto de esa carta, desde antes que lo mataran las balas alemanas.
El propio día que la recibió, alistóse como voluntario, pidiendo instantemente que lo enviasen a la línea de fuego. Quería caer sirviendo a la tierra francesa, hospitalaria y bella.
Le costó trabajo lograr su deseo. Morir es a veces muy difícil. La inconsciencia perenne que solemos anhelar en nuestros momentos de cansancio y de tedio, es una formidable concesión del Destino, escatimada avaramente a los que la necesitan y no quieren recurrir a la vulgaridad del suicidio.
El dolor con plena conciencia, constituye quizá una colaboración misteriosa para los designios escondidos del Universo.
****
El oficial a quien entregaron la carta después de leerla él solo, la rompió en menudos pedazos.
–Es un papel sin importancia –dijo. Piadosamente había pensado, en un momento de lucidez cordial, que convenía dejar intangible aquella heroicidad falsa, aquella heroicidad que no había sido más que romántica desesperación, como tantas otras heroicidades, y propuso que, sobre la sencilla cruz a cuyo amparo iba a dormir el extranjero taciturno, se pusiese esta inscripción, que los soldados de la compañía encontraron enigmática:
«Amó y murió heroicamente».

La última guerra - Amado Nervo

Amado Nervo nació en México en 1870. Falleció en Montevideo, Uruguay en 1919.
En su juventud quiso ser clérigo, pero su amor a la poesía más la influencia de Gutiérrez Nájera, «La revista azul» y «Revista moderna», lo llevaron a integrar el ímpetu del modernismo americano. Sus libros más destacados son: «Serenidad» «Elevación», «Plenitud» y «La amada inmóvil».


La última guerra

I

Tres habían sido las grandes revoluciones de que se tenía noticia: la que pudiéramos llamar Revolución cristiana, que en modo tal modificó la sociedad y la vida en todo el haz del planeta; la Revolución francesa, que, eminentemente justiciera, vino, a cercén de guillotina, a igualar derechos y cabezas, y la Revolución socialista, la más reciente de todas, aunque remontaba al año dos mil treinta de la Era cristiana. Inútil sería insistir sobre el horror y la unanimidad de esta última revolución, que conmovió la tierra hasta en sus cimientos y que de una manera tan radical reformó ideas, condiciones, costumbres, partiendo en dos el tiempo, de suerte que en adelante ya no pudo decirse sino: Antes de la Revolución social; Después de la Revolución social. Sólo haremos notar que hasta la propia fisonomía de la especie, merced a esta gran conmoción, se modificó en cierto modo. Cuéntase, en efecto, que antes de la Revolución había, sobre todo en los últimos años que la precedieron, ciertos signos muy visibles que distinguían físicamente a las clases llamadas entonces privilegiadas, de los proletarios, a saber: las manos de los individuos de las primeras, sobre todo de las mujeres, tenían dedos afilados, largos, de una delicadeza superior al pétalo de un jazmín, en tanto que las manos de los proletarios, fuera de su notable aspereza o del espesor exagerado de sus dedos, solían tener seis de estos en la diestra, encontrándose el sexto (un poco rudimentario, a decir verdad, y más bien formado por una callosidad semiarticulada) entre el pulgar y el índice, generalmente. Otras muchas marcas delataban, a lo que se cuenta, la diferencia de las clases, y mucho temeríamos fatigar la paciencia del oyente enumerándolas. Solo diremos que los gremios de conductores de vehículos y locomóviles de cualquier género, tales como aeroplanos, aeronaves, aerociclos, automóviles, expresos magnéticos, directísimos transetéreolunares, etc., cuya característica en el trabajo era la perpetua inmovilidad de piernas, habían llegado a la atrofia absoluta de estas, al grado de que, terminadas sus tareas, se dirigían a sus domicilios en pequeños carros eléctricos especiales, usando de ellos para cualquier traslación personal. La Revolución social vino, empero, a cambiar de tal suerte la condición humana, que todas estas características fueron desapareciendo en el transcurso de los siglos, y en el año tres mil quinientos dos de la Nueva Era (o sea cinco mil quinientos treinta y dos de la Era Cristiana) no quedaba ni un vestigio de tal desigualdad dolorosa entre los miembros de la humanidad.

La Revolución social se maduró, no hay niño de escuela que no lo sepa, con la anticipación de muchos siglos. En realidad, la Revolución francesa la preparó, fue el segundo eslabón de la cadena de progresos y de libertades que empezó con la Revolución cristiana; pero hasta el siglo XIX de la vieja Era no empezó a definirse el movimiento unánime de los hombres hacia la igualdad. El año de la Era cristiana 1950 murió el último rey, un rey del Extremo Oriente, visto como una positiva curiosidad por las gentes de aquel tiempo. Europa, que, según la predicción de un gran capitán (a decir verdad, considerado hoy por muchos historiadores como un personaje mítico), en los comienzos del siglo XX (post J.C.) tendría que ser republicana o cosaca se convirtió, en efecto, en el año de 1916, en los Estados Unidos de Europa, federación creada a imagen y semejanza de los Estados Unidos de América (cuyo recuerdo en los anales de la humanidad ha sido tan brillante, y que en aquel entonces ejercían en los destinos del viejo Continente una influencia omnímoda).


II

Pero no divaguemos: ya hemos usado más de tres cilindros de fonotelerradiógrafo en pensar estas reminiscencias (1), y no llegamos aún al punto capital de nuestra narración.

Como decíamos al principio, tres habían sido las grandes revoluciones de que se tenía noticia; pero después de ellas, la humanidad, acostumbrada a una paz y a una estabilidad inconmovibles, así en el terreno científico, merced a lo definitivo de los principios conquistados, como en el terreno social, gracias a la maravillosa sabiduría de las leyes y a la alta moralidad de las costumbres, había perdido hasta la noción de lo que era la vigilancia y cautela, y a pesar de su aprendizaje de sangre, tan largo, no sospechaba los terribles acontecimientos que estaban a punto de producirse.

La ignorancia del inmenso complot que se fraguaba en todas partes se explica, por lo demás, perfectamente, por varias razones: en primer lugar, el lenguaje hablado por los animales, lenguaje primitivo, pero pintoresco y bello, era conocido de muy pocos hombres, y esto se comprende; los seres vivientes estaban divididos entonces en dos únicas porciones: los hombres, la clase superior, la élite, como si dijéramos del planeta, iguales todos en derechos y casi, casi en intelectualidad, y los animales, humanidad inferior que iba progresando muy lentamente a través de los milenarios, pero que se encontraba en aquel entonces, por lo que ve a los mamíferos, sobre todo, en ciertas condiciones de perfectibilidad relativa muy apreciables. Ahora bien: la élite, el hombre, hubiera juzgado indecoroso para su dignidad aprender cualquiera de los dialectos animales llamados inferiores.

En segundo lugar, la separación entre ambas porciones de la humanidad era completa, pues aun cuando cada familia de hombres alojaba en su habitación propia a dos o tres animales que ejecutaban todos los servicios, hasta los más pesados, como los de la cocina (preparación química de pastillas y de jugos para inyecciones), el aseo de la casa, el cultivo de la tierra, etc., no era común tratar con ellos, sino para darles órdenes en el idioma patricio, o sea el del hombre, que todos ellos aprendían.

En tercer lugar, la dulzura del yugo a que se les tenía sujetos, la holgura relativa de sus recreos, les daba tiempo de conspirar tranquilamente, sobre todo en sus centros de reunión, los días de descanso, centros a los que era raro que concurriese hombre alguno.


III

¿Cuáles fueron las causas determinantes de esta cuarta revolución, la última (así lo espero) de las que han ensangrentado el planeta? En tesis general, las mismas que ocasionaron la Revolución social, las mismas que han ocasionado, puede decirse, todas las revoluciones: viejas hambres, viejos odios hereditarios, la tendencia a igualdad de prerrogativas y de derechos y la aspiración a lo mejor, latente en el alma de todos los seres…

Los animales no podían quejarse, por cierto: el hombre era para ellos paternal, muy más paternal de lo que lo fueron para el proletario los grandes señores después de la Revolución francesa. Obligábalos a desempeñar tareas relativamente rudas, es cierto; porque él, por lo excelente de su naturaleza, se dedicaba de preferencia a la contemplación; mas un intercambio noble, y aun magnánimo, recompensaba estos trabajos con relativas comodidades y placeres. Empero, por una parte el odio atávico de que hablamos, acumulado en tantos siglos de malos tratamientos, y por otra el anhelo, quizá justo ya, de reposo y de mando, determinaban aquella lucha que iba a hacer época en los anales del mundo.

Para que los que oyen esta historia puedan darse una cuenta más exacta y más gráfica, si vale la palabra, de los hechos que precedieron a la revolución, a la rebelión debiéramos decir, de los animales contra el hombre, vamos a hacerles asistir a una de tantas asambleas secretas que se convocaban para definir el programa de la tremenda pugna, asamblea efectuada en México, uno de los grandes focos directores, y que, cumpliendo la profecía de un viejo sabio del siglo XIX, llamado Eliseo Reclus, se había convertido, por su posición geográfica en la medianía de América y entre los dos grandes océanos, en el centro del mundo.

Había en la falda del Ajusco, adonde llegaban los últimos barrios de la ciudad, un gimnasio para mamíferos, en el que estos se reunían los días de fiesta y casi pegado al gimnasio un gran salón de conciertos, muy frecuentado por los mismos. En este salón, de condiciones acústicas perfectas y de amplitud considerable, se efectuó el domingo 3 de agosto de 5532 (de la Nueva Era) la asamblea en cuestión.

Presidía Equs Robertis, un caballo muy hermoso, por cierto; y el primer orador designado era un propagandista célebre en aquel entonces, Can Canis, perro de una inteligencia notable, aunque muy exaltado. Debo advertir que en todas partes del mundo repercutiría, como si dijéramos, el discurso en cuestión, merced a emisores especiales que registraban toda vibración y la transmitían solo a aquellos que tenían los receptores correspondientes, utilizando ciertas corrientes magnéticas; aparatos estos ya hoy en desuso por poco prácticos.

Cuando Can Canis se puso en pie para dirigir la palabra al auditorio, oyéronse por todas partes rumores de aprobación.


IV

Mis queridos hermanos -empezó Can Canis-:

La hora de nuestra definitiva liberación está próxima. A un signo nuestro, centenares de millares de hermanos se levantarán como una sola masa y caerán sobre los hombres, sobre los tiranos, con la rapidez de una centella. El hombre desaparecerá del haz del planeta y hasta su huella se desvanecerá con él. Entonces seremos nosotros dueños de la tierra, volveremos a serlo, mejor dicho, pues que primero que nadie lo fuimos, en el albor de los milenarios, antes de que el antropoide apareciese en las florestas vírgenes y de que su aullido de terror repercutiese en las cavernas ancestrales. ¡Ah!, todos llevamos en los glóbulos de nuestra sangre el recuerdo orgánico, si la frase se me permite, de aquellos tiempos benditos en que fuimos los reyes del mundo. Entonces, el sol enmarañado aún de llamas a la simple vista, enorme y tórrido, calentaba la tierra con amor en toda su superficie, y de los bosques, de los mares, de los barrancos, de los collados, se exhalaba un vaho espeso y tibio que convidaba a la pereza y a la beatitud. El Mar divino fraguaba y desbarataba aún sus archipiélagos inconsistentes, tejidos de algas y de madréporas; la cordillera lejana humeaba por las mil bocas de sus volcanes, y en las noches una zona ardiente, de un rojo vivo, le prestaba una gloria extraña y temerosa. La luna, todavía joven y lozana, estremecida por el continuo bombardeo de sus cráteres, aparecía enorme y roja en el espacio, y a su luz misteriosa surgía formidable de su caverna el león saepelius; el uro erguía su testa poderosa entre las breñas, y el mastodonte contemplaba el perfil de las montañas, que, según la expresión de un poeta árabe, le fingían la silueta de un abuelo gigantesco. Los saurios volantes de las primeras épocas, los iguanodontes de breves cabezas y cuerpos colosales, los megateriums torpes y lentos, no sentían turbado su reposo más que por el rumor sonoro del mar genésico, que fraguaba en sus entrañas el porvenir del mundo.

¡Cuán felices fueron nuestros padres en el nido caliente y piadoso de la tierra de entonces, envuelta en la suave cabellera de esmeralda de sus vegetaciones inmensas, como una virgen que sale del baño…! ¡Cuán felices…! A sus rugidos, a sus gritos inarticulados, respondían solo los ecos de las montañas… Pero un día vieron aparecer con curiosidad, entre las mil variedades de cuadrúmanos que poblaban los bosques y los llenaban con sus chillidos desapacibles, una especie de monos rubios que, más frecuentemente que los otros, se enderezaban y mantenían en posición vertical, cuyo vello era menos áspero, cuyas mandíbulas eran menos toscas, cuyos movimientos eran más suaves, más cadenciosos, más ondulantes, y en cuyos ojos grandes y rizados ardía una chispa extraña y enigmática que nuestros padres no habían visto en otros ojos en la tierra. Aquellos monos eran débiles y miserables… ¡Cuán fácil hubiera sido para nuestros abuelos gigantescos exterminarlos para siempre…! Y de hecho, ¡cuántas veces cuando la horda dormía en medio de la noche, protegida por el claror parpadeante de sus hogueras, una manada de mastodontes, espantada por algún cataclismo, rompía la débil valla de lumbre y pasaba de largo triturando huesos y aplastando vidas; o bien una turba de felinos que acechaba la extinción de las hogueras, una vez que su fuego custodio desaparecía, entraba al campamento y se ofrecía un festín de suculencia memorable…! A pesar de tales catástrofes, aquellos cuadrúmanos, aquellas bestezuelas frágiles, de ojos misteriosos, que sabían encender el fuego, se multiplicaban; y un día, día nefasto para nosotros, a un macho de la horda se le ocurrió, para defenderse, echar mano de una rama de árbol, como hacían los gorilas, y aguzarla con una piedra, como los gorilas nunca soñaron hacerlo. Desde aquel día nuestro destino quedó fijado en la existencia: el hombre había inventado la máquina, y aquella estaca puntiaguda fue su cetro, el cetro de rey que le daba la naturaleza… ¿A qué recordar nuestros largos milenarios de esclavitud, de dolor y de muerte…? El hombre, no contento con destinarnos a las más rudas faenas, recompensadas con malos tratamientos, hacía de muchos de nosotros su manjar habitual, nos condenaba a la vivisección y a martirios análogos, y las hecatombes seguían a las hecatombes sin una protesta, sin un movimiento de piedad… La Naturaleza, empero, nos reservaba para más altos destinos que el de ser comidos a perpetuidad por nuestros tiranos. El progreso, que es la condición de todo lo que alienta, no nos exceptuaba de su ley; y a través de los siglos, algo divino que había en nuestros espíritus rudimentarios, un germen luminoso de intelectualidad, de humanidad futura, que a veces fulguraba dulcemente en los ojos de mi abuelo el perro, a quien un sabio llamaba en el siglo XVIII (post J.C.) un candidato a la humanidad; en las pupilas del caballo, del elefante o del mono, se iba desarrollando en los senos más íntimos de nuestro ser, hasta que, pasados siglos y siglos floreció en indecibles manifestaciones de vida cerebral… El idioma surgió monosilábico, rudo, tímido, imperfecto, de nuestros labios; el pensamiento se abrió como una celeste flor en nuestras cabezas, y un día pudo decirse que había ya nuevos dioses sobre la tierra; por segunda vez en el curso de los tiempos el Creador pronunció un fiat, et homo factus fuit.

No vieron Ellos con buenos ojos este paulatino surgimiento de humanidad; mas hubieron de aceptar los hechos consumados, y no pudiendo extinguirla, optaron por utilizarla… Nuestra esclavitud continuó, pues, y ha continuado bajo otra forma: ya no se nos come, se nos trata con aparente dulzura y consideración, se nos abriga, se nos aloja, se nos llama a participar, en una palabra, de todas las ventajas de la vida social; pero el hombre continúa siendo nuestro tutor, nos mide escrupulosamente nuestros derechos… y deja para nosotros la parte más ruda y penosa de todas las labores de la vida. No somos libres, no somos amos, y queremos ser amos y libres… Por eso nos reunimos aquí hace mucho tiempo, por eso pensamos y maquinamos hace muchos siglos nuestra emancipación, y por eso muy pronto la última revolución del planeta, el grito de rebelión de los animales contra el hombre, estallará, llenando de pavor el universo y definiendo la igualdad de todos los mamíferos que pueblan la tierra…

Así habló Can Canis, y este fue, según todas las probabilidades, el último discurso pronunciado antes de la espantosa conflagración que relatamos.


V

El mundo, he dicho, había olvidado ya su historia de dolor y de muerte; sus armamentos se orinecían en los museos, se encontraba en la época luminosa de la serenidad y de la paz; pero aquella guerra que duró diez años, como el sitio de Troya, aquella guerra que no había tenido ni semejante ni paralelo por lo espantosa, aquella guerra en la que se emplearon máquinas terribles, comparadas con las cuales los proyectiles eléctricos, las granadas henchidas de gases, los espantosos efectos del radium utilizado de mil maneras para dar muerte, las corrientes formidables de aire, los dardos inyectores de microbios, los choques telepáticos…, todos los factores de combate, en fin, de que la humanidad se servía en los antiguos tiempos, eran risibles juegos de niños; aquella guerra, decimos, constituyó un inopinado, nuevo, inenarrable aprendizaje de sangre…

Los hombres, a pesar de su astucia, fuimos sorprendidos en todos los ámbitos del orbe, y el movimiento de los agresores tuvo un carácter tan unánime, tan certero, tan hábil, tan formidable, que no hubo en ningún espíritu siquiera la posibilidad de prevenirlo…

Los animales manejaban las máquinas de todos géneros que proveían a las necesidades de los elegidos; la química era para ellos eminentemente familiar, pues que a diario utilizaban sus secretos: ellos poseían además y vigilaban todos los almacenes de provisiones, ellos dirigían y utilizaban todos los vehículos… Imagínese, por tanto, lo que debió ser aquella pugna, que se libró en la tierra, en el mar y en el aire… La humanidad estuvo a punto de perecer por completo; su fin absoluto llegó a creerse seguro (seguro lo creemos aún)… y a la hora en que yo, uno de los pocos hombres que quedan en el mundo, pienso ante el fonotelerradiógrafo estas líneas, que no sé si concluiré, este relato incoherente que quizá mañana constituirá un utilísimo pedazo de historia… para los humanizados del porvenir, apenas si moramos sobre el haz del planeta unos centenares de sobrevivientes, esclavos de nuestro destino, desposeídos ya de todo lo que fue nuestro prestigio, nuestra fuerza y nuestra gloria, incapaces por nuestro escaso número y a pesar del incalculable poder de nuestro espíritu, de reconquistar el cetro perdido, y llenos del secreto instinto que confirma asaz la conducta cautelosa y enigmática de nuestros vencedores, de que estamos llamados a morir todos, hasta el último, de un modo misterioso, pues que ellos temen que un arbitrio propio de nuestros soberanos recursos mentales nos lleve otra vez, a pesar de nuestro escaso número, al trono de donde hemos sido despeñados… Estaba escrito así… Los autóctonos de Europa desaparecieron ante el vigor latino; desapareció el vigor latino ante el vigor sajón, que se enseñoreó del mundo… y el vigor sajón desapareció ante la invasión eslava; esta, ante la invasión amarilla, que a su vez fue arrollada por la invasión negra, y así, de raza en raza, de hegemonía en hegemonía, de preeminencia en preeminencia, de dominación en dominación, el hombre llegó perfecto y augusto a los límites de la historia… Su misión se cifraba en desaparecer, puesto que ya no era susceptible, por lo absoluto de su perfección, de perfeccionarse más… ¿Quién podía sustituirlos en el imperio del mundo? ¿Qué raza nueva y vigorosa podía reemplazarle en él? Los primeros animales humanizados, a los cuales tocaba su turno en el escenario de los tiempos… Vengan, pues, enhorabuena; a nosotros, llegados a la divina serenidad de los espíritus completos y definitivos, no nos queda más que morir dulcemente. Humanos son ellos y piadosos serán para matarnos. Después, a su vez, perfeccionados y serenos, morirán para dejar su puesto a nuevas razas que hoy fermentan en el seno oscuro aún de la animalidad inferior, en el misterio de un génesis activo e impenetrable… ¡Todo ello hasta que la vieja llama del sol se extinga suavemente, hasta que su enorme globo, ya oscuro, girando alrededor de una estrella de la constelación de Hércules, sea fecundado por vez primera en el espacio, y de su seno inmenso surjan nuevas humanidades… para que todo recomience!

(1) Las vibraciones del cerebro, al pensar se comunicaban directamente a un registrador especial, que a su vez las transmitía a su destino. Hoy se ha reformado por completo este aparato.



El ángel caído - Amado Nervo


Amado Nervo nació en México en 1870. Falleció en Montevideo, Uruguay en 1919.
En su juventud quiso ser clérigo, pero su amor a la poesía más la influencia de Gutiérrez Nájera, «La revista azul» y «Revista moderna», lo llevaron a integrar el ímpetu del modernismo americano. Sus libros más destacados son: «Serenidad» «Elevación», «Plenitud» y «La amada inmóvil».



El ángel caído
Cuento de Navidad dedicado a mi sobrina María de los Ángeles
de Cuentos misteriosos

Érase un ángel que, por retozar más de la cuenta sobre una nube crepuscular teñida de violetas, perdió pie y cayó lastimosamente a la tierra. Su mala suerte quiso que, en vez de dar sobre el fresco césped, diese contra bronca piedra, de modo y manera que el cuitado se estropeó un ala, el ala derecha, por más señas...

El Ángel Caído
Érase un ángel que, por retozar más de la cuenta sobre una nube crepuscular teñida de violetas, perdió pie y cayó lastimosamente a la tierra.
Su mala suerte quiso que, en vez de dar sobre el fresco césped, diese contra bronca piedra, de modo y manera que el cuitado se estropeó un ala, el ala derecha, por más señas.
Allí quedó despatarrado, sangrando, y aunque daba voces de socorro, como no es usual que en la tierra se comprenda el idioma de los ángeles, nadie acudía en su auxilio.
En esto acertó a pasar no lejos un niño que volvía de la escuela, y aquí empezó la buena suerte del caído, porque como lo niños sí suelen comprender la lengua angélica (en el siglo XX mucho menos, pero en fin), el chico allegóse al mísero y sorprendido primero y compadecido después, tendióle la mano y le ayudó a levantarse.
Los ángeles no pesan, y la leve fuerza del niño bastó y sobró para que aquél se pusiese en pie.
Su salvador ofrecióle el brazo y viose entonces el más raro espectáculo: un niño conduciendo a un ángel por los senderos de este mundo.
Cojeaba el ángel lastimosamente, ¡es claro! Acontecíale lo que acontece a los que nunca andan descalzos: el menor guijarro le pinchaba de un modo atroz. Su aspecto era lamentable. Con el ala rota, dolorosamente plegada, manchado de sangre y lodo el plumaje resplandeciente, el ángel estaba para dar compasión.
Cada paso le arrancaba un grito; los maravillosos pies de nieve empezaban a sangrar también.
—No puedo más —dijo al niño.
Y, este, que tenía su miaja de sentido práctico, respondióle: 

A ti (porque desde un principio se tutearon), a ti lo que te falta es un par de zapatos. Vamos a casa, diré a mamá que te los compre.¿Y qué es eso de zapatos? preguntó el ángel.
—Pues mira contestó el niño mostrándole los suyos: algo que yo rompo mucho y que me cuesta buenos regaños.
—¿Y yo he de ponerme eso tan feo...?
—Claro..., ¡o no andas! Vamos a casa. Allí mamá te frotará con árnica y te dará calzado.
—Pero si ya no me es posible andar... ¡cárgame!
—¿Podré contigo?
—¡Ya lo creo!
Y el niño alzó en vilo a su compañero sentándolo en su hombro, como lo hubiera hecho un diminuto San Cristóbal.
—¡Gracias! —suspiró el herido—; qué bien estoy así... ¿Verdad que no peso?
—¡Es que yo tengo fuerzas! —respondió el niño con cierto orgullo y no queriendo confesar que su celeste fardo era más ligero que uno de plumas.
En esto se acercaban al lugar, y os aseguro que no era menos peregrino ahora que antes el espectáculo de un niño que llevaba en brazos a un ángel, al revés de lo que nos muestran las estampas.
Cuando llegaron a la casa, sólo unos cuantos chicuelos curiosos le seguían. Los hombres, muy ocupados en sus negocios, las mujeres que comadreaban en las plazuelas y al borde de las fuentes, no se habían percatado de que pasaban un niño y un ángel. Sólo un poeta que divagaba por aquellos contornos, asombrado clavó en ellos los ojos y sonriendo beatamente los siguió durante buen espacio de tiempo con la mirada... Después se alejó pensativo...
Grande fue la piedad de la madre del niño, cuando éste le mostró a su alirroto compañero.
—¡Pobrecillo! —exclamó la buena señora—; le dolerá mucho el ala, ¿eh?
El ángel, al sentir que le hurgaban la herida, dejó oír un lamento armonioso. Como nunca había conocido el dolor, era más sensible a él que los mortales, forjados para la pena.
Pronto la caritativa dama le vendó el ala, a decir verdad, con trabajo, porque era tan grande que no bastaban los trapos; y más aliviado y lejos ya de las piedras del camino, el ángel pudo ponerse en pie y enderezar su esbelta estatura.
Era maravilloso de belleza. Su piel translúcida parecía iluminada por suave luz interior y sus ojos, de un hondo azul de incomparable diafanidad, miraban de manera que cada mirada producía un éxtasis.


* * *
—Los zapatos, mamá, eso es lo que le hace falta. Mientras no tenga zapatos, ni María ni yo (María era su hermana) podremos jugar con él —dijo el niño.
Y eso era lo que le interesaba sobre todo: jugar con el ángel.
A María, que acaba de llegar también de la escuela, y que no se hartaba de contemplar al visitante, lo que le interesaban más eran las plumas; aquellas plumas gigantescas, nunca vistas, de ave del Paraíso, de quetzal heráldico..., de quimera, que cubrían las alas del ángel. Tanto, que no pudo contenerse, y acercándose al celeste herido, sinuosa y zalamera, cuchicheóle estas palabras: 

Di, ¿te dolería que te arrancase yo una pluma? La deseo para mi sombrero...
—Niña exclamó la madre, indignada, aunque no comprendía del todo aquel lenguaje.
Pero el ángel, con la más bella de sus sonrisas, le respondió extendiendo el ala sana:
—¿Cuál te gusta?
—Ésta tornasolada...
—¡Pues tómala!
Y se la arrancó resuelto, con movimiento lleno de gracia, extendiéndola a su nueva amiga, quien se puso a contemplarla embelesada.
No hubo manera de que ningún calzado le viniese al ángel. Tenía el pie muy chico, y alargado en una forma deliciosamente aristocrática, incapaz de adaptarse a las botas americanas (únicas que había en el pueblo), las cuales le hacían un daño tremendo, de suerte que claudicaba peor que descalzo.
La niña fue quien sugirió, al fin, la buena idea:
—Que le traigan —dijo— unas sandalias. Yo he visto a San Rafael con ellas, en las estampas en que lo pintan de viaje, con el joven Tobías, y no parecen molestarle en lo más mínimo.
El ángel dijo que, en efecto, algunos de sus compañeros las usaban para viajar por la tierra; pero que eran de un material finísimo, más rico que el oro, y estaban cuajadas de piedras preciosas. San Crispín, el bueno de San Crispín, fabricábalas.
Pues aquí —observó la niña— tendrás que contentarte con unas menos lujosas, y déjate de santos si las encuentras.


* * *
Por fin, el ángel, calzado con sus sandalias y bastante restablecido de su mal, pudo ir y venir por toda la casa.
Era adorable escena verle jugar con los niños. Parecía un gran pájaro azul, con algo de mujer y mucho de paloma, y hasta en lo zurdo de su andar había gracia y señorío.
Podía ya mover el ala enferma, y abría y cerraba las dos con movimientos suaves y con un gran rumor de seda abanicando a sus amigos.
Cantaba de un modo admirable, y refería a sus dos oyentes historias más bellas que todas las inventadas por los hijos de los hombres.
No se enfadaba jamás. Sonreía casi siempre, y de cuando en cuando se ponía triste.
Y su faz, que era muy bella cuando sonreía, era incomparablemente más bella cuando se ponía pensativa y melancólica, porque adquiría una expresión nueva que jamás tuvieron los rostros de los ángeles y que tuvo siempre la faz del Nazareno, a quien, según la tradición, &laqno;nunca se le vio reír y sí se le vio muchas veces llorar».
Esta expresión de tristeza augusta, fue, quizá, lo único que se llevó el ángel de su paso por la tierra...


* * *
¿Cuántos días transcurrieron así? Los niños no hubieran podido contarlos; la sociedad con los ángeles, la familiaridad con el Ensueño, tienen el don de elevarnos a planos superiores, donde nos sustraemos a las leyes del tiempo.
El ángel, enteramente bueno ya, podía volar, y en sus juegos maravillaba a los niños, lanzándose al espacio con una majestad suprema; cortaba para ellos la fruta de los más altos árboles, y, a veces, los cogía a los dos en sus brazos y volaba de esta suerte.
Tales vuelos, que constituían el deleite mayor para los chicos, alarmaban profundamente a la madre.
—No vayáis a dejarlos caer por inadvertencia, señor Ángel —gritábale la buena mujer—. Os confieso que no me gustan juegos tan peligrosos...
Pero el ángel reía y reían los niños, y la madre acababa por reír también, al ver la agilidad y la fuerza con que aquél los cogía en sus brazos, y la dulzura infinita con que los depositaba sobre el césped del jardín... ¡Se hubiera dicho que hacía su aprendizaje de Ángel Custodio!
—Sois muy fuerte, señor Ángel —decía la madre, llena de pasmo.
Y el ángel, con cierta inocente suficiencia infantil, respondía:
Tan fuerte, que podría zafar de su órbita a una estrella.


* * *
Una tarde, los niños encontraron al ángel sentado en un poyo de piedra, cerca del muro del huerto, en actitud de tristeza más honda que cuando estaba enfermo.
—¿Qué tienes? —le preguntaron al unísono.
—Tengo —respondió— que ya estoy bueno; que no hay ya pretexto para que permanezca con vosotros...; ¡que me llaman de allá arriba, y que es fuerza que me vaya!
—¿Qué te vayas? ¡Eso nunca! —replicó la niña.
—¿Y qué he de hacer si me llaman?...
—Pues no ir...
—¡Imposible!
Hubo una larga pausa llena de angustia.
Los niños y el ángel lloraban.
De pronto, la chica, más fértil en expedientes, como mujer, dijo:
—Hay un medio de que no nos separemos...
—¿Cuál? —preguntó el ángel, ansioso.
—Que nos lleves contigo.
—¡Muy bien! —afirmó el niño palmoteando.
Y con divino aturdimiento, los tres pusiéronse a bailar como unos locos.
Pasados, empero, estos transportes, la niña quedóse pensativa, y murmuró:
—Pero, ¿y nuestra madre?
—¡Eso es! —corroboró el ángel—; ¿y vuestra madre?
—Nuestra madre —sugirió el niño— no sabrá nada... Nos iremos sin decírselo... y cuando esté triste, vendremos a consolarla.
—Mejor sería llevarla con nosotros —dijo la niña.
—¡Me parece bien! afirmó el ángel. Yo volveré por ella. 

¡Magnífico! 
¿Estáis, pues, resueltos?
Resueltos estamos.
Caía la tarde fantásticamente, entre niágaras de oro.
El ángel cogió a los niños en sus brazos, y de un solo ímpetu se lanzó con ellos al azul luminoso.
La madre en esto llegaba al jardín, y toda trémula violes alejarse.
El ángel, a pesar de la distancia, parecía crecer. Era tan diáfano, que a través de sus alas se veía el sol.
La madre, ante el milagroso espectáculo, no pudo ni gritar. Quedóse alelada, viendo volar hacia las llamas del ocaso aquel grupo indecible, y cuando, más tarde, el ángel volvió al jardín por ella, la buena mujer estaba aún en éxtasis.