Isidoro Blaisten nació en Concordia, Argentina, en 1933.
Nacido con el apellido Blaisten, posteriormente lo cambiaría
pasándose a llamar Isidoro Blastein, aunque en algunas ocasiones también firmó
como Blaistein.
Miembro de la Academia Argentina de Letras y de la Real Academia
Española. Fue colaborador de la revista El escarabajo de oro.
Recibió dos Premios Konex de Platino en la categoría Cuento.
Falleció en Buenos Aires, en 2004.
Su obra:
Cuento: La
felicidad, La salvación, El mago, Dublín al Sur, Cerrado por melancolía, A mí
nunca me dejaban hablar, Carroza y reina, Al acecho, Dicho a dicho, Antología personal.
Ensayo:
Anticonferencias, Cuando éramos
felices.
Novela:
Voces en la noche.
Poesía:
Sucedió en la lluvia.
La salvación
—Señor
—dijo el hombre que buscaba la salvación—, ¿tiene algo que me salve?
El viejo
dejó el lápiz encima de la boleta, lo corrió justo hasta el borde del
talonario, cerró las tapas, apoyó las manos sobre el mostrador, ladeó la
cabeza, y se lo quedó mirando por encima de los lentes.
El hombre
ya empezaba a ponerse nervioso. Por fin, el viejo dijo:
—Ajá,
¿conque algo que lo salve?
—Sí.
¿Tiene? —preguntó el hombre esperanzado.
El viejo
tiró de la punta que asomaba apenas, extrajo el lápiz y dio unos cuantos
golpecitos en el mostrador.
—Conque
algo que lo salve —dijo nuevamente.
"Qué
despacioso", pensó el hombre, "parece un telegrafista".
El viejo
arrugó la cara y miró los estantes de arriba, con un ojo achicado, como si
estuviera recordando. Después volvió a observar al hombre, salió de atrás del
mostrador, y se alejó hacia el fondo del local, que era muy largo y bastante
oscuro. Regresó empujando lentamente una escalera con rueditas, que estaba
unida por un riel a los estantes de arriba.
El hombre
notó que el viejo renqueaba un poco de la pierna derecha. Creyó que iba a subir,
porque ya había apoyado la escalera, muy cerca de él, como a cinco pasos, pero
el viejo la sacudió un poco verificando la solidez de los peldaños, se sonrió y
dijo:
—Ahora,
señor, si usted se diera vuelta...
—¡Eso
nunca! —dijo el hombre con el rostro demudado y haciendo un ademán de irse.
—Por favor
—dijo el viejo sonriéndose más todavía—. Por favor —volvió a decir—. No me
interprete mal. Tiene que ser sin mirar. Dese vuelta y cierre los ojos.
El hombre
se dio vuelta y cerró los ojos.
El viejo
tardaba. Por fin oyó que subía, respirando fuerte, como si le costase.
El hombre
hizo un amago de girar el cuerpo. Desde lo alto escuchó la voz del viejo.
—Ah, no,
así no vale. Ya le dije que tiene que ser sin mirar. Dese vuelta y cierre los
ojos. ¡Y no espíe, eh!
El hombre
apretó fuertemente los párpados, tanto, que la cara se le distendió en una
mueca, como si estuviese riendo con la boca cerrada.
Atrás,
arriba, el viejo estaba revolviendo algo, alguna mercadería, que hacía ruido a
lata. De pronto el sonido cesó. El hombre sintió que el corazón le empezaba a
latir apresuradamente. Tuvo miedo. El viejito no la podía encontrar. Ya la
había vendido toda. Se daría vuelta en la escalera, y le diría:
—Señor mío,
lo siento mucho. No queda más. Ya puede mirar. Y bajando despaciosamente los
escalones, agregaría:
—Hasta la
semana que viene no hay nada que hacer... Usted tendría que darse una vueltita
el jueves, o más seguro el viernes.
Entonces
él, saturado de cansancio, preguntaría por rutina:
—Y dígame,
señor, ¿no sabe dónde se podrá conseguir por acá cerca?
—Pero no le
estoy diciendo, señor, que la semana entrante la recibimos seguro —insistiría
el viejo ya un poco amoscado y apoyando la pierna renga en el suelo.
—No, no
puedo esperar. Gracias —y tendría que irse, y suicidarse con bicloruro de
mercurio.
Pero no fue
así. El viejo seguía revolviendo cosas. "Probablemente debe de haber cajas
de cartón, también", pensó el hombre, porque por momentos el ruido a lata
se amortiguaba.
El viejo
dijo:
—Ajá, já,
por ai cantaba Garay.
Por la
forma como le salió la voz, parecía que estaba tironeando de algo. "Como
si estuviera sacando una muela", pensó el hombre.
—Ya está
—dijo el viejo.
El hombre
dio un salto. Una media vuelta como los soldados.
—Ah, no
—dijo el viejo desde arriba-, sin darse vuelta.
El hombre
volvió a su posición. No había alcanzado a ver más que el saco color gris rata
del viejo, un poco del pantalón marrón, de un marrón muy antiguo, porque le
trajo un recuerdo impreciso de cuando era chico, y dos rayas anchas y blancas.
La escalera empezó a crujir. El viejo bajaba. Al hombre le pareció que el descenso se le hacía interminable.
La escalera empezó a crujir. El viejo bajaba. Al hombre le pareció que el descenso se le hacía interminable.
De frente,
escondiendo algo detrás de la espalda, el viejo tarareaba las palabras como los
chicos:
—Ya está,
ya está, ya está.
Llegó hasta
donde estaba el hombre.
—Ahora, sin
espiar, se me va a dar vuelta para el otro lado -dijo.
Y le apoyó
la mano libre en el hombro, lo ayudó a girar, y verificó que tuviese los ojos
bien cerrados.
—¿Ya está?
—preguntó el hombre.
—Ya va a
estar, ya va a estar —dijo el viejo pasando detrás del mostrador.
Hizo un
ruido con la bobina que al hombre le pareció raro, sobre todo al tirar del
papel y al cortarlo. Pensó que ya estaba exagerando. "Cuánta
parsimonia", se dijo.
"Evidentemente,
ya está haciendo el paquete. "Y lo que el viejito le estaba por vender
debía de ser bastante pesado, porque hizo un ruido contundente al ponerlo sobre
el mostrador.
—¿Ya está?
—volvió a preguntar el hombre, impaciente, aunque sabía que no estaba, porque
recién, recién el viejito lo había acomodado para envolverlo.
—Ya va a
estar, ya va a estar —y el hombre oyó nítidamente el crujido del primer doblez.
Además,
pensó, debía de ser cuadrado, porque el viejito hacía los pliegues con golpes
secos, como siguiendo con la palma de la mano unos ángulos rígidos.
Ahora le estaba poniendo el piolín.
Ahora le estaba poniendo el piolín.
El viejo
cortó el sobrante del hilo. "Seguro que con un alicate", pensó el
hombre. Después el viejo golpeó con el paquete ya hecho sobre el mostrador y
dijo, canturreando la a final como dándole la seguridad al hombre de que
efectivamente había terminado:
—Ya está.
El hombre
primero abrió los ojos, después sacudió la cabeza como un nadador que sale del
agua, se dio vuelta y miró el paquete.
El viejo lo
sostenía colgado del moñito, con dos dedos, en un gesto casi gracioso. El
hombre vio que tenía forma de prisma, y que estaba eficientemente hecho, con
papel madera verde.
"La
verdad, que da gusto", pensó. Y sonriendo, lo agarró con las dos manos,
como si sacara la sortija.
Lo tuvo un
momento contra el pecho. Después, como si recapacitara, lo puso debajo de la
axila, y metiendo la mano en el bolsillo del pantalón, preguntó apurado:
—¿Cuánto
es?
—Novecientos
noventa y cinco pesos —dijo el viejo—. ¿Necesita factura?
—No, no
hace falta —dijo el hombre.
El viejo
rebuscaba en el cajón del mostrador. El hombre hizo un gesto con la mano
rechazando el vuelto.
—Está bien,
señor, déjelo.
—Valiente
—dijo el viejo dándole una moneda de cinco pesos—. Que lo pase usted bien.
Buenas tardes. —Y se agachó para recoger el lápiz que se había caído.
El hombre
apretó el paquete y salió. Recién entonces se dio cuenta de que al abrirse la
puerta, sonaba como un carillón, o una caja de música.
El paquete
era más o menos como un ladrillo, no tan grande, como le había parecido al
verlo, ni tampoco tan pesado.
El hombre
deshizo el nudo con impaciencia, y consiguió desenvolver la primera vuelta del
hilo, porque el viejo le había dado dos.
Cuando le
estaba sacando los parches de dúrex, y mientras pensaba: "Qué curioso, no
me había dado cuenta de que le había puesto dúrex. Prolijo, el viejito",
lo atropelló el Torino de color verde musgo.
Prácticamente
le aplastó la cabeza con la rueda izquierda.
Se juntó un
montón de gente.
Lo taparon
con una bolsa de cal, que un corredor de seguros mandó traer enseguida de la
obra en construcción que estaba al lado.
Cuando
llegó la ambulancia, todos se corrieron y le dejaron paso. Deportivamente,
bajaron el chofer y el practicante; parecían dos jugadores al entrar a la
cancha. Trotaron hasta el hombre, se agacharon, lo destaparon y se miraron
entre ellos.
El
practicante quiso saber qué había en el paquete. El muerto lo sostenía apretado
contra el pecho. Trató de abrirle las manos, pero no pudo. Tampoco pudo
separarle los dedos.
Entonces lo
llevaron al hospital Pirovano. Lo bajaron con camilla y todo, y lo dejaron en
la guardia, encima de otra camilla verde, con las patas despintadas.
El
enfermero fue a llamar a la doctora.
Vino la
doctora. La doctora era joven y gorda. Hablaba como un hombre, y decía malas
palabras. Cuando lo destapó, hizo un gesto negativo con la cabeza.
Sintió
curiosidad por el paquete. Intentó sacárselo. El practicante le dijo que no era
tan fácil, que él ya había probado.
La doctora
dijo, poniendo cara de inteligente: "Es que los muertos son muy
duros". Y el practicante dijo: "Sí, parecen hijos de vascos".
La doctora
tironeó de los restos del dúrex, y los desprendió. Sacó el papel nerviosamente,
el doble papel, porque el viejo había sido muy minucioso. Entonces su expresión
cambió. Su cara tenía ahora un visaje de asombro y desencanto.
La doctora
creyó necesario hacer una frase entre el silencio de todos. La ocasión era
propicia y a la doctora le gustaban mucho las frases. miró alternativamente al
enfermero, al chofer y al practicante, y dijo:
—Vean a qué
cosas se aferran los seres humanos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario