Amado Nervo nació en México en 1870. Falleció en Montevideo, Uruguay en 1919.
En su juventud quiso ser clérigo, pero su amor a la poesía más la influencia de Gutiérrez Nájera, «La revista azul» y «Revista moderna», lo llevaron a integrar el ímpetu del modernismo americano.
Sus libros más destacados son: «Serenidad» «Elevación», «Plenitud» y «La amada inmóvil».
Sus libros más destacados son: «Serenidad» «Elevación», «Plenitud» y «La amada inmóvil».
La misa de las seis
de Cuentos misteriosos
I
Abrióse sin ruido la vidriera y Juanito, que, medio oculto en el marco de un zaguán de la acera opuesta, impacientábase a fuerza de esperar, sintió que el corazón le daba un vuelco: dejó su escondite y fue a colocarse rápidamente al pie del balcón. Del fondo oscuro de éste se destacó entonces una figura esbelta, de contornos puros, reclinóse sobre el calado barandal y con voz que parecía un susurro dijo al galán, que se había vuelto todo ojos y oídos: —No puedo hablarte; María se halla en la sala y es fácil que nos oiga; está muy misteriosa hoy, no me pierde de vista; mañana nos veremos en Catedral, en la misa de seis. Dichas estas palabras, la figura de contornos puros se desvaneció en la sombra y la vidriera se cerró levemente. Juanito, frotándose las manos de gusto, se alejó de la calle a tiempo que los focos eléctricos, tras un rápido guiño, inundaban de luz pálida las aceras y los relojes públicos daban las seis. No había doblado aún la esquina cuando entró a la calle, por opuesto rumbo, otro joven que fue a detenerse en el mismo sitio que había servido de refugio al anterior. La cortinilla del balcón de enfrente se descorrió de nuevo y un par de ojos muy negros atisbaron por un momento el exterior. A poco las vidrieras volvieron a abrirse, surgió otra vez de la sombra una figura de mujer, e inclinándose graciosamente sobre el barandal, al pie del cual estaba el oso mencionado, dijo a éste, sotto voce: —No puedo resolverle hoy nada; Ana está en la pieza inmediata y pudiera oírnos; vaya mañana a misa de seis a Catedral...
II
Dieron las nueve en el reloj de bronce que pendía de uno de los muros de la elegante salita donde Ana y María, pasada la cena, conversaban fríamente, en tanto que doña Luisa, madre de las niñas, leía un voluminoso tomo de novelas cerca de un elegante velador de metal dorado con cubierta de mármol. Aún no se extinguían las vibraciones de la última campanada del reloj, cuando Ana se puso de pie y entre bostezo y bostezo dijo a su hermana: —Tengo sueño y voy a recogerme, no sea que mañana no pueda levantarme temprano para ir a misa. —Pues ¿qué misa piensas oír? —replicó María con voz temblorosa. —La de seis en Catedral. María se puso pálida y murmuró apenas: —Me despiertas para ir contigo. —No; no alcanzo a hacerlo; tú irás, como de costumbre, a la de once. —Pero si yo quiero ir a la de seis —repuso María haciendo pucheros. —Hace mucho frío... —No importa... Ana se puso seria: —¡Miren la madrugadora! —exclamó con voz irritada—. Se levanta diariamente a las ocho y ahora le ha venido el capricho de mañanear. —Es que después no me ajusta el tiempo para nada... —Pues me alegro; lo que es yo no te hablo. —Le diré a Juana que lo haga. —¿Y qué empeño es ése...? —Niñas, niñas —dijo por fin doña Luisa, dejando el libro sobre la mesa y pasándose el índice por los ojos—, ya basta de réplica; irán las dos a misa de seis. Ana y María se retiraron a su alcoba, y una vez ahí, mientras desataban el pelo rizo que caía en opulentas ondas sobre los hombros y sustituían el traje de casa por el blanco ropaje de lino que velar debía sus formas puras durante el sueño, Ana dijo a su hermana: —Qué insistencia en ir a la misa de seis, me parece sospechosa. —Pero ¿qué tiene de particular? —¡Ah, hipocritona! ¿Cuánto apostamos a que tienes novio?... —Te juro que no... —Si te lo creyera... —Por esta cruz... —Mira, yo, como hermana mayor, debo aconsejarte: una niña como tú no puede andar en esas cosas... Los hombres son muy malos; pórtate muy juiciosamente y no vayas a misa de seis. María tomó a su vez la revancha: —Y tú, ¿por qué tienes tanto empeño en ir sola? —Siempre voy así... —Es que hablas en el atrio con... —¡Mentiras! —Qué dirán los que te vean; una señorita como tú debe ser correcta en todo. —Estás hoy muy tonta... —Y tú... —Que pases buenas noches. —Buenas noches. Momentos después, ambas, acurrucadas en la cama, fingían dormir; la luz, tamizada por el cristal cuajado de la lámpara, acariciaba apenas los cortinajes de los lechos, dejando hundido el resto del mobiliario en deliciosa penumbra, y el ángel del silencio, con el índice sobre los labios, cobijaba con sus alas aquel par de cabecitas blandas y soñadoras. Una murmuraba en voz muy baja: —Le hablaré a pesar de todo. Y María pensaba en tanto: “¿Por qué dirá mi hermana que los hombres son malos? Él parece tan bueno... Ea, dejemos el miedo... ¡Le hablaré mañana!” III Surgió el alba llena de sonrojos; invadió el espacio con tonos rosa y un rayito juguetón rió en los cristales y entró tímidamente a la alcoba. Las campanas de los templos repicaban alegremente como diciendo a los devotos: “ven”, y los devotos acudían presurosos al llamado de la broncínea voz, murmurando: “voy”. Despertó Ana, vistióse rápidamente, sin hacer ruido y con paso quedo salió de la alcoba y pidió el coche; ya estaba listo, y al subir hallóse instalada en él a su hermana. No había remedio; la compañía era forzosa y Ana disimuló su impaciencia: ya procuraría escabullirse bonitamente en el momento oportuno. María proponíase hacer lo mismo. Cuando llegaron a Catedral empezaba la misa en el altar del Perdón. Arrodilláronse las hermanas a regular distancia una de otra; abrieron sus devocionarios, y cuando Ana estuvo segura de que María no podía verla y María creyó otro tanto respecto de Ana, se levantaron ambas, y cada una por rumbo opuesto dirigióse a la puerta del costado derecho del gran templo. En el atrio esperaban los osos, graves, serenos, inamovibles. .. Y sucedió que al trasponer las dos hermanas los dinteles de la puerta volvieron el rostro por ver si alguien las observaba, y... se encontraron una enfrente de la otra. Intensa palidez cubrió sus semblantes; luego una oleada de sangre los coloreó, y con voz casi ininteligible, murmuró María: —Me sentí mala y salí en busca de aire. Y Ana, en el mismo tono: —Lo advertí, y temiendo que te pasara algo, salí a mi vez en tu seguimiento. Y sin esperar a que concluyese la misa cruzaron las naves, salieron al atrio principal y tomaron el coche, diciendo al automedonte con displicente voz: —¡A casa! En el camino casi no hablaron; sólo al aproximarse a su morada entablaron el siguiente breve diálogo: MARÍA.— No vuelvo a misa de seis. ANA.— Ni yo... MARÍA.— Hace mucho frío, y... ANA.— Pues, y... Y no volvieron, en efecto, a misa de seis.
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