Hijo de argentinos, a los cuatro años se mudó a la
Argentina, y se radicó en Mendoza.
Fue un renovador del género narrativo, especialmente del cuento breve,
tanto en la estructura como en el uso del lenguaje.
Vivió en París la mayor parte de su vida y se nacionalizó francés, como protesta ante la toma del
poder de las diferentes juntas militares en Argentina, es un autor
argentino plenamente integrado en la literatura hispanoamericana.
Murió en Paris en 1984.
Su obra:
Cuentos: La
otra orilla, Bestiario, Final del juego, Las armas secretas, Todos los
fuegos el fuego, Octaedro, Alguien que anda por ahí, Un tal Lucas,
Queremos tanto a Glenda, Deshoras.
Novelas: Los premios, Rayuelas, 62 Modelo para armar, El examen, Divertimento, Diario de Andrés Fava (obra póstuna).
Misceláneas: Historia
de cronopios y de famas, La vuelta al día en ochenta mundos, Último
round, Los autonautas de la cosmopista, Papeles inesperados.
Teatro: Los reyes, Nada a Pehuajó, Adiós Robinson y otras piezas breves (obra póstuma).
Poesía: Presencia, Pameos y meopas, Salvo el crepúsculo.
Después del almuerzo
Después del almuerzo yo hubiera querido quedarme en mi
cuarto leyendo, pero papá y mamá vinieron casi en seguida a decirme que esa
tarde tenía que llevarlo de paseo.
Lo primero que
contesté fue que no, que lo llevara otro, que por favor me dejaran estudiar en
mi cuarto. Iba a decirles otras cosas, explicarles por qué no me gustaba tener
que salir con él, pero papá dio un paso adelante y se puso a mirarme en esa
forma que no puedo resistir, me clava los ojos y yo siento que se me van
entrando cada vez más hondo en la cara, hasta que estoy a punto de gritar y
tengo que darme vuelta y contestar que sí, que claro, en seguida. Mamá en esos
casos no dice nada y no me mira, pero se queda un poco atrás con las dos manos
juntas, y yo le veo el pelo gris que le cae sobre la frente y tengo que darme
vuelta y contestar que sí, que claro, en seguida. Entonces se fueron sin decir
nada más y yo empecé a vestirme, con el único consuelo de que iba a estrenar
unos zapatos amarillos que brillaban y brillaban.
Cuando salí de
mi cuarto eran las dos, y tía Encarnación dijo que podía ir a buscarlo a la
pieza del fondo, donde siempre le gusta meterse por la tarde. Tía Encarnación
debía darse cuenta de que yo estaba desesperado por tener que salir con él,
porque me pasó la mano por la cabeza y después se agachó y me dio un beso en la
frente. Sentí que me ponía algo en el bolsillo.
-Para que te
compres alguna cosa -me dijo al oído-. Y no te olvides de darle un poco, es
preferible.
Yo la besé en
la mejilla, más contento, y pasé delante de la puerta de la sala donde estaban
papá y mamá jugando a las damas. Creo que les dije hasta luego, alguna cosa
así, y después saqué el billete de cinco pesos para alisarlo bien y guardarlo
en mi cartera donde ya había otro billete de un peso y monedas.
Lo encontré en
un rincón del cuarto, lo agarré lo mejor que pude y salimos por el patio hasta
la puerta que daba al jardín de adelante. Una o dos veces sentí la tentación de
soltarlo, volver adentro y decirles a papá y mamá que él no quería venir
conmigo, pero estaba seguro de que acabarían por traerlo y obligarme a ir con
él hasta la puerta de calle. Nunca me habían pedido que lo llevara al centro,
era injusto que me lo pidieran porque sabían muy bien que la única vez que me
habían obligado a pasearlo por la vereda había ocurrido esa cosa horrible con
el gato de los Álvarez. Me parecía estar viendo todavía la cara del vigilante
hablando con papá en la puerta, y después papá sirviendo dos vasos de caña, y
mamá llorando en su cuarto. Era injusto que me lo pidieran.
Por la mañana había
llovido y las veredas de Buenos Aires están cada vez más rotas, apenas se puede
andar sin meter los pies en algún charco. Yo hacía lo posible para cruzar por
las partes más secas y no mojarme los zapatos nuevos, pero en seguida vi que a
él le gustaba meterse en el agua, y tuve que tironear con todas mis fuerzas
para obligarlo a ir de mi lado. A pesar de eso consiguió acercarse a un sitio
donde había una baldosa un poco más hundida que las otras, y cuando me di
cuenta ya estaba completamente empapado y tenía hojas secas por todas partes.
Tuve que pararme, limpiarlo, y todo el tiempo sentía que los vecinos estaban
mirando desde los jardines, sin decir nada pero mirando. No quiero mentir, en
realidad no me importaba tanto que nos miraran (que lo miraran a él, y a mí que
lo llevaba de paseo); lo peor era estar ahí parado, con un pañuelo que se iba
mojando y llenando de manchas de barro y pedazos de hojas secas, teniendo que
sujetarlo al mismo tiempo para que no volviera a acercarse al charco. Además yo
estoy acostumbrado a andar por las calles con las manos en los bolsillos del
pantalón, silbando o mascando chicle, o leyendo las historietas mientras con la
parte de abajo de los ojos voy adivinando las baldosas de las veredas que
conozco perfectamente desde mi casa hasta el tranvía, de modo que sé cuándo
paso delante de la casa de la Tita o cuándo voy a llegar a la esquina de
Carabobo. Y ahora no podía hacer nada de eso y el pañuelo me empezaba a mojar
el forro del bolsillo y sentía la humedad en la pierna, era como para no creer
en tanta mala suerte junta.
A esa hora el
tranvía viene bastante vacío, y yo rogaba que pudiéramos sentarnos en el mismo
asiento, poniéndolo a él del lado de la ventanilla para que molestara menos. No
es que se mueva demasiado, pero a la gente le molesta lo mismo y yo comprendo.
Por eso me afligí al subir, porque el tranvía estaba casi lleno y no había
ningún asiento doble desocupado. El viaje era demasiado largo para quedarnos en
la plataforma, el guarda me hubiera mandado que me sentara y lo pusiera en
alguna parte; así que lo hice entrar en seguida y lo llevé hasta un asiento del
medio donde una señora ocupaba el lado de la ventanilla. Lo mejor hubiera sido
sentarse detrás de él para vigilarlo, pero el tranvía estaba lleno y tuve que
seguir adelante y sentarme bastante más lejos. Los pasajeros no se fijaban
mucho, a esa hora la gente va haciendo la digestión y está medio dormida con
los barquinazos del tranvía. Lo malo fue que el guarda se paró al lado del
asiento donde yo lo había instalado, golpeando con una moneda en el fierro de
la máquina de los boletos, y yo tuve que darme vuelta y hacerle señas de que
viniera a cobrarme a mí, mostrándole la plata para que comprendiera que tenía
que darme dos boletos, pero el guarda era uno de esos chinazos que están viendo
las cosas y no quieren entender, dale con la moneda golpeando contra la
máquina. Me tuve que levantar (y ahora dos o tres pasajeros me miraban) y
acercarme al otro asiento. «Dos boletos», le dije. Cortó uno, me miró un momento,
y después me alcanzó el boleto y miró para abajo, medio de reojo. «Dos, por
favor», repetí, seguro de que todo el tranvía ya estaba enterado. El chinazo
cortó el otro boleto y me lo dio, iba a decirme algo pero yo le alcancé la
plata y me volví en dos trancos a mi asiento, sin mirar para atrás. Lo peor era
que a cada momento tenía que darme vuelta para ver si seguía quieto en el
asiento de atrás, y con eso iba llamando la atención de algunos pasajeros.
Primero decidí que sólo me daría vuelta al pasar cada esquina, pero las cuadras
me parecían terriblemente largas y a cada momento tenía miedo de oír alguna
exclamación o un grito, como cuando el gato de los Álvarez. Entonces me puse a
contar hasta diez, igual que en las peleas, y eso venía a ser más o menos media
cuadra. Al llegar a diez me daba vuelta disimuladamente, por ejemplo
arreglándome el cuello de la camisa o metiendo la mano en el bolsillo del saco,
cualquier cosa que diera la impresión de un tic nervioso o algo así.
Como a las
ocho cuadras no sé por qué me pareció que la señora que iba del lado de la
ventanilla se iba a bajar. Eso era lo peor, porque le iba a decir algo para que
la dejara pasar, y cuando él no se diera cuenta o no quisiera darse cuenta, a
lo mejor la señora se enojaba y quería pasar a la fuerza, pero yo sabía lo que
iba a ocurrir en ese caso y estaba con los nervios de punta, de manera que
empecé a mirar para atrás antes de llegar a cada esquina, y en una de esas me
pareció que la señora estaba ya a punto de levantarse, y hubiera jurado que le
decía algo porque miraba de su lado y yo creo que movía la boca. Justo en ese
momento una vieja gorda se levantó de uno de los asientos cerca del mío y
empezó a andar por el pasillo, y yo iba detrás queriendo empujarla, darle una
patada en las piernas para que se apurara y me dejara llegar al asiento donde
la señora había agarrado una canasta o algo en el suelo y ya se levantaba para
salir. Al final creo que la empujé, la oí que protestaba, no sé cómo llegué al
lado del asiento y conseguí sacarlo a tiempo para que la señora pudiera bajarse
en la esquina. Entonces lo puse contra la ventanilla y me senté a su lado, tan
feliz aunque cuatro o cinco idiotas me estuvieran mirando desde los asientos de
adelante y desde la plataforma donde a lo mejor el chinazo les había dicho
alguna cosa.
Ya andábamos
por el Once, y afuera se veía un sol precioso y las calles estaban secas. A esa
hora si yo hubiera viajado solo me habría largado del tranvía para seguir a pie
hasta el centro, para mí no es nada ir a pie desde el Once a Plaza de Mayo, una
vez que me tomé el tiempo le puse justo treinta y dos minutos, claro que
corriendo de a ratos y sobre todo al final. Pero ahora en cambio tenía que
ocuparme de la ventanilla, que un día alguien había contado que era capaz de
abrir de golpe la ventanilla y tirarse afuera, nada más que por el gusto de
hacerlo, como tantos otros gustos que nadie se explicaba. Una o dos veces me
pareció que estaba a punto de levantar la ventanilla, y tuve que pasar el brazo
por detrás y sujetarla por el marco. A lo mejor eran cosas mías, tampoco quiero
asegurar que estuviera por levantar la ventanilla y tirarse. Por ejemplo,
cuando lo del inspector me olvidé completamente del asunto y sin embargo no se
tiró. El inspector era un tipo alto y flaco que apareció por la plataforma
delantera y se puso a marcar los boletos con ese aire amable que tienen algunos
inspectores. Cuando llegó a mi asiento le alcancé los dos boletos y él marcó
uno, miró para abajo, después miró el otro boleto, lo fue a marcar y se quedó
con el boleto metido en la ranura de la pinza, y todo el tiempo yo rogaba que
lo marcara de una vez y me lo devolviera, me parecía que la gente del tranvía
nos estaba mirando cada vez más. Al final lo marcó encogiéndose de hombros, me
devolvió los dos boletos, y en la plataforma de atrás oí que alguien soltaba
una carcajada, pero naturalmente no quise darme vuelta, volví a pasar el brazo
y sujeté la ventanilla, haciendo como que no veía más al inspector y a todos
los otros. En Sarmiento y Libertad se empezó a bajar la gente, y cuando
llegamos a Florida ya no había casi nadie. Esperé hasta San Martín y lo hice
salir por la plataforma delantera, porque no quería pasar al lado del chinazo
que a lo mejor me decía alguna cosa.
A mí me gusta
mucho la Plaza de Mayo, cuando me hablan del centro pienso en seguida en la
Plaza de Mayo. Me gusta por las palomas, por la Casa de Gobierno y porque trae
tantos recuerdos de historia, de las bombas que cayeron cuando hubo revolución,
y los caudillos que habían dicho que iban a atar sus caballos en la Pirámide.
Hay maniseros y tipos que venden cosas, en seguida se encuentra un banco vacío
y si uno quiere puede seguir un poco más y al rato llega al puerto y ve los
barcos y los guinches. Por eso pensé que lo mejor era llevarlo a la Plaza de
Mayo, lejos de los autos y los colectivos, y sentarnos un rato ahí hasta que
fuera hora de ir volviendo a casa. Pero cuando bajamos del tranvía y empezamos
a andar por San Martín sentí como un mareo, de golpe me daba cuenta de que me
había cansado terriblemente, casi una hora de viaje y todo el tiempo teniendo
que mirar hacia atrás, hacerme el que no veía que nos estaban mirando, y
después el guarda con los boletos, y la señora que se iba a bajar, y el
inspector. Me hubiera gustado tanto poder entrar en una lechería y pedir un
helado o un vaso de leche, pero estaba seguro de que no iba a poder, que me iba
a arrepentir si lo hacía entrar en un local cualquiera donde la gente estaría
sentada y tendría más tiempo para mirarnos. En la calle la gente se cruza y
cada uno sigue viaje, sobre todo en San Martín que está lleno de bancos y
oficinas y todo el mundo anda apurado con portafolios debajo del brazo. Así que
seguimos hasta la esquina de Cangallo, y entonces cuando íbamos pasando delante
de las vidrieras de Peuser que estaban llenas de tinteros y cosas preciosas,
sentí que él no quería seguir, se hacía cada vez más pesado y por más que yo
tiraba (tratando de no llamar la atención) casi no podía caminar y al final
tuve que pararme delante de la última vidriera, haciéndome el que miraba los
juegos de escritorio repujados en cuero. A lo mejor estaba un poco cansado, a
lo mejor no era un capricho. Total, estar ahí parados no tenía nada de malo,
pero igual no me gustaba porque la gente que pasaba tenía más tiempo para
fijarse, y dos o tres veces me di cuenta de que alguien le hacía algún
comentario a otro, o se pegaban con el codo para llamarse la atención. Al final
no pude más y lo agarré otra vez, haciéndome el que caminaba con naturalidad, pero
cada paso me costaba como en esos sueños en que uno tiene unos zapatos que
pesan toneladas y apenas puede despegarse del suelo. A la larga conseguí que se
le pasara el capricho de quedarse ahí parado, y seguimos por San Martín hasta
la esquina de la Plaza de Mayo. Ahora la cosa era cruzar, porque a él no le
gusta cruzar una calle. Es capaz de abrir la ventanilla del tranvía y tirarse,
pero no le gusta cruzar la calle. Lo malo es que para llegar a la Plaza de Mayo
hay que cruzar siempre alguna calle con mucho tráfico, en Cangallo y Bartolomé
Mitre no había sido tan difícil, pero ahora yo estaba a punto de renunciar, me
pesaba terriblemente en la mano, y dos veces que el tráfico se paró y los que
estaban a nuestro lado en el cordón de la vereda empezaron a cruzar la calle,
me di cuenta de que no íbamos a poder llegar al otro lado porque se plantaría
justo en la mitad, y entonces preferí seguir esperando hasta que se decidiera.
Y claro, el del puesto de revistas de la esquina ya estaba mirando cada vez
más, y le decía algo a un pibe de mi edad que hacía muecas y le contestaba qué
sé yo, y los autos seguían pasando y se paraban y volvían a pasar, y nosotros
ahí plantados. En una de esas se iba a acercar el vigilante, eso era lo peor
que nos podía suceder porque los vigilantes son muy buenos y por eso meten la
pata, se ponen a hacer preguntas, averiguan si uno anda perdido, y de golpe a
él le puede dar uno de sus caprichos y yo no sé en lo que termina la cosa.
Cuanto más pensaba más me afligía, y al final tuve miedo de veras, casi como
ganas de vomitar, lo juro, y en un momento en que paró el tráfico lo agarré
bien y cerré los ojos y tiré para adelante doblándome casi en dos, y cuando
estuvimos en la Plaza lo solté, seguí dando unos pasos solo, y después volví para
atrás y hubiera querido que se muriera, que ya estuviera muerto, o que papá y
mamá estuvieran muertos, y yo también al fin y al cabo, que todos estuvieran
muertos y enterrados menos tía Encarnación.
Pero esas
cosas se pasan en seguida, vimos que había un banco muy lindo completamente
vacío, y yo lo sujeté sin tironearlo y fuimos a ponernos en ese banco y a mirar
las palomas que por suerte no se dejan acabar como los gatos. Compré manises y
caramelos, le fui dando de las dos cosas y estábamos bastante bien con ese sol
que hay por la tarde en la Plaza de Mayo y la gente que va de un lado a otro.
Yo no sé en qué momento me vino la idea de abandonarlo ahí; lo único que me
acuerdo es que estaba pelándole un maní y pensando al mismo tiempo que si me
hacía el que iba a tirarles algo a las palomas que andaban más lejos, sería
facilísimo dar la vuelta a la pirámide y perderlo de vista. Me parece que en
ese momento no pensaba en volver a casa ni en la cara de papá y mamá, porque si
lo hubiera pensado no habría hecho esa pavada. Debe ser muy difícil abarcar
todo al mismo tiempo como hacen los sabios y los historiadores, yo pensé
solamente que lo podía abandonar ahí y andar solo por el centro con las manos
en los bolsillos, y comprarme una revista o entrar a tomar un helado en alguna
parte antes de volver a casa. Le seguí dando manises un rato pero ya estaba
decidido, y en una de esas me hice el que me levantaba para estirar las piernas
y vi que no le importaba si seguía a su lado o me iba a darle manises a las
palomas. Les empecé a tirar lo que me quedaba, y las palomas me andaban por
todos lados, hasta que se me acabó el maní y se cansaron. Desde la otra punta
de la plaza apenas se veía el banco; fue cosa de un momento cruzar a la Casa
Rosada donde siempre hay dos granaderos de guardia, y por el costado me largué
hasta el Paseo Colón, esa calle donde mamá dice que no deben ir los niños
solos. Ya por costumbre me daba vuelta a cada momento pero era imposible que me
siguiera, lo más que quería estar haciendo sería revolcarse alrededor del banco
hasta que se acercara alguna señora de la beneficencia o algún vigilante.
No me acuerdo
muy bien de lo que pasó en ese rato en que yo andaba por el Paseo Colón que es
una avenida como cualquier otra. En una de esas yo estaba sentado en una
vidriera baja de una casa de importaciones y exportaciones, y entonces me
empezó a doler el estómago, no como cuando uno tiene que ir en seguida al baño,
era más arriba, en el estómago verdadero, como si se me retorciera poco a poco;
y yo quería respirar y me costaba, entonces tenía que quedarme quieto y esperar
que se pasara el calambre, y delante de mí se veía como una mancha verde y
puntitos que bailaban, y la cara de papá, al final era solamente la cara de
papá porque yo había cerrado los ojos, me parece, y en medio de la mancha verde
estaba la cara de papá. Al rato pude respirar mejor, y unos muchachos me
miraron un momento y uno le dijo al otro que yo estaba descompuesto, pero yo
moví la cabeza y dije que no era nada, que siempre me daban calambres, pero se
me pasaban en seguida. Uno dijo que si yo quería que fuera a buscar un vaso de
agua, y el otro me aconsejó que me secara la frente porque estaba sudando. Yo
me sonreí y dije que ya estaba bien, y me puse a caminar para que se fueran y
me dejaran solo. Era cierto que estaba sudando porque me caía el agua por las
cejas y una gota salada me entró en un ojo, y entonces saqué el pañuelo y me lo
pasé por la cara y sentí un arañazo en el labio, y cuando miré era una hoja
seca pegada en el pañuelo que me había arañado la boca.
No sé cuánto
tardé en llegar otra vez a la Plaza de Mayo. A la mitad de la subida me caí,
pero volví a levantarme antes que nadie se diera cuenta, y crucé a la carrera
entre todos los autos que pasaban por delante de la Casa Rosada. Desde lejos vi
que no se había movido del banco, pero seguí corriendo y corriendo hasta llegar
al banco, y me tiré como muerto mientras las palomas salían volando asustadas y
la gente se daba vuelta con ese aire que toman para mirar a los chicos que corren,
como si fuera un pecado. Después de un rato lo limpié un poco y dije que
teníamos que volver a casa. Lo dije para oírme yo mismo y sentirme todavía más
contento, porque con él lo único que servía era agarrarlo bien y llevarlo, las
palabras no las escuchaba o se hacía el que no las escuchaba. Por suerte esta
vez no se encaprichó al cruzar las calles, y el tranvía estaba casi vacío al
comienzo del recorrido, así que lo puse en el primer asiento y me senté al lado
y no me di vuelta ni una sola vez en todo el viaje, ni siquiera al bajarnos: la
última cuadra la hicimos muy despacio, él queriendo meterse en los charcos y yo
luchando para que pasara por las baldosas secas. Pero no me importaba, no me
importaba nada. Pensaba todo el tiempo: «Lo abandoné», lo miraba y pensaba: «Lo
abandoné», y aunque no me había olvidado del Paseo Colón me sentía tan bien,
casi orgulloso. A lo mejor otra vez... No era fácil, pero a lo mejor... Quién
sabe con qué ojos me mirarían papá y mamá cuando me vieran llegar con él de la mano.
Claro que estarían contentos de que yo lo hubiera llevado a pasear al centro,
los padres siempre están contentos de esas cosas; pero no sé por qué en ese
momento se me daba por pensar que también a veces papá y mamá sacaban el
pañuelo para secarse, y que también en el pañuelo había una hoja seca que les
lastimaba la cara.
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