Aguas abajo - Eduardo Wilde

José Eduardo Wilde, nació en Tupiza, Bolivia, en 1844 y murió en Bruselas, Bélgica, en 1913. De padre inglés y madre argentina (tucumana), estudió en el Colegio Nacional de Concepción del Uruguay y en la Universidad de Buenos Aires, donde se recibió de médico. Fue también político, diplomático y escritor argentino. Uno de los exponentes de la llamada Generación del 80.



Aguas abajo
novela (fragmentos)


Primeros ensayos de su expresión verbal

A - INFLUENCIAS DE LAS PERCEPCIONES E IMPRESIONES SOBRE LAS IDEAS,
 SENTIMIENTOS Y ACTOS DE BORIS, — DENME DESDICHAS. — FLUYEN OTROS TÓPICOS.



Boris, cuando comenzó a hablar, inventó un lenguaje para su uso particular; sin duda oía mal las sílabas y las palabras y las pronunciaba como las oía; así hacen todos los niños; pero éste abusaba realmente de su derecho alterando los vocablos de la manera más insólita.
Para decir "llévenme a Tupiza", decía "vevás a mí Popiza". A su mamá, que llevaba el cristiano, deplorable y excelente nombre de “Visitación”, la llamaba: “Mastotton”. ¿De dónde sacaría eso?
Es común confundir la "l" con la "r", aún en la composición tipográfica, y se cita la voz de mando de un general español que dijo en cierto momento de alarma: "Sordados a las almas!" Pero nadie como Boris ha confundido jamás la "r" con la "d". Así, como no gustaba dar contestaciones negativas directas, por no parecerle eso bien, cuando estaba comiendo algo y uno de sus hermanos le pedía una parte contestaba: “esta cdudo, esta amadgo" por no contestar: “no quiedo dadte”.
Para decir: “pélenme este durazno”, decía “a pala a mi agaga”. “Agága” provenía de manzana y manzana o agaga llamaba él a toda fruta, como llaman “papa” los niños y sus cuidadores a todo alimento.
¡Quién habría sospechado que después iba a ser tan minucioso pada pdonunciad integda cada sílaba!
Nótese que es mucho más difícil decir cdudo que crudo y amagdo que amargo.
Por cierto que no admitía verbos irregulares, comenzando por rechazar los auxiliares; del verbo tener, por ejemplo, sacaba: teno, tenes, tene…, pero se encontraba con dificultades aveces insuperables, para aplicar su reforma a muchos verbos de su vocabulario; los inventaba también con frecuencia, sacándolos de los nombres propios o de donde le daba la gana; felipear era hablar, tratar, estar con Felipe; broyer, verbo novísimo, que resulta ser francés y significa reducir un objeto a pequeños fragmentos, quería decir, para él, trepar arañando, como los gatos.
En fin, para entender lo que decía Boris durante los primeros ensayos de su incipiente lenguaje se necesitaba adivinarlo.

B - ARMONÍA DE LAS PALABRAS CON LAS IDEAS DE LAS COSAS.

El más lejano recuerdo que tenía de su propia existencia se refiere a la época en que podía tener a lo más cinco años, y a un episodio cómico y doloroso de su infancia.
La más viva imagen de ese recuerdo es aquella en que se ve a sí mismo llorando junto a una puerta pintada de verde, reventando con sus dedos las ampollas de la pintura mal hecha, y observando, sin dejar de llorar, que debajo de la capa verde había una roja.
En los mayores dolores, ya se sabe, la mente se complace en coleccionar trivialidades. Boris, no podía estar más afligido y, sin embargo, su cerebro anotaba las puerilidades de su trabajo mecánico. ¿Y por qué estaba afligido y por qué lloraba?
Su padre tenía minas en Choroma (buscar Choroma en el mapa). Pasaba allí toda la semana y venía a Tupiza el domingo por la mañana a caballo, trayendo siempre en las alforjas, a más de muestras de minerales y otros objetos, algo para el chico: frutas, capias, dulces o algún juguete (Boris era un tanto mimado en la familia).
El día del episodio, apenas se desmontó su padre, Boris se acercó al caballo, que era amigo suyo, abrazó su cabeza inclinada, sintió aquel olor de sudor normal que él llamaba olor a viaje, y concluidas sus caricias al noble animal, preguntó a su padre qué le había traído. “¿Qué te he de traer, criatura? —le respondió—. ¡Desdichas!” ¡Magnífico!, pensó para sus adentros, nunca me ha traído eso, y ya saboreando de antemano el gusto del manjar, se hizo el distraído por no parecer ansioso.
Pero después de haber pasado un tiempo razonable, sin que su padre se preocupara de darle el regalo, se dirigió a las alforjas, revolvió todo en ellas, y no encontró ni señas de “desdichas”.
Aún tuvo paciencia y supuso que su padre las había sacado: se le hizo presente varias veces, inútilmente, y cansado de esperar, interpeló: —"¿Dónde están las desdichas?"—. Su padre lo miró entre triste y burlón y no le contestó.
Y entonces, con los fueros que le daba su derecho de niño, comenzó esta letanía, llorando:
—Denme desdichas; quiedo desdichas; ¿dónde están las desdichas?
Todos se reían y él se irritaba y gritaba cada vez más: “¡Denme desdichas!”
Vino el cura Rendón, su padrino, y él también se puso a reír; pero convencido de la sinceridad de la aflicción del niño, hizo cuanto pudo por distraerlo. Le dio una moneda, le prometió llevarlo a pasear a caballo y por fin, visto lo inútil de su empeño, trató de saber lo que él entendía por “desdichas”.
—¿Qué son pues? —le preguntó.
—Son unas cosas ladgas y negdas (otra risa).
—¿Son juguetes o cosas de comer o de ponerse?
—De comed —contestó irritado. (La hilaridad continuaba).
—¿Frutas entonces?
—No son fdutas.
—¿Y qué son?
—Unas cosas negdas, asadas, que hace todos los jueves la negda Madía.
¡Desdichas asadas!... Ya entonces la diversión no tuvo límites, y se marcó por una estrepitosa algazara.
Boris, lastimado por la burla sangrienta, salió al patio para ocultar su derrota y fue a parar junto a la puerta verde.
Rotas todas las ampollas, se consoló reflexionando en la falta de entendimiento de su padre, de su madre, de sus hermanos, de su padrino el cura y del resto de la asamblea. Tenía razón, pues, era fácil caer en la cuenta, después de tantos detalles, de que “desdichas” debía ser algo de comer, de nombre parecido, el de salchichas, por ejemplo, y de que Boris llamaba salchichas a las morcillas; por donde morcillas y desdichas eran para él la misma cosa.
No habiendo en Tupiza dos sujetos del mismo nombre, creía que el nombre propio, era exclusivo y comparticipable e intrínsecamente encarnado en lo íntimo de cada individuo. Así, había una Brígida frutera, una María empanadera, un Florencio herrero, un Tadeo sastre, picado de viruelas, etc., etc., y Boris creía que Tadeo significaba tutado, sastre y único en la tierra con tales cualidades; y lo análogo respecto a los nombres de Brígida, María y Florencio.
Para colmo vivía en aquellos tiempos una vieja blanca, flaca, llamada Aurelia Evia de Pando, que habitaba una casa a cuyo patio daba sombra un enorme sauce; por tanto, doña Aurelia encarnaba la idea de vejez, de blancura ajada y de sauce grande.
Fue siempre extraña y poderosa en su mente la influencia del sonido de las palabras y la tendencia a sustituir la sustancia por su accidente.
A lo dicho sobre Tadeo y compañía, deberá añadirse que cada persona, cada objeto, cada suceso, cada época, cada entidad concreta o abstracta tuvo para él un color, un sonido, un gusto, un olor, una forma, una semejanza; de tal manera que la idea del objeto y la suscitada, ocupaban en su cerebro, el mismo rango.
El nombre Diego representaba un pan de jabón ordinario, de forma cúbica.
El de Ensebio daba la idea de una vela de sebo gruesa.
Francisco quería decir hombre maduro, vestido con traje gris. Rodríguez un pedazo de queso con vetas verdosas.
Tucumán, color naranja; Buenos Aires, nácar; Córdoba, morado; Salta, verde; La Rioja, café; Mendoza, color pizarra; Jujuy, amarillo… y no había quién le quitara tales ideas de la cabeza.
Inmediatamente que oía un nombre saltaba una figura, un color, un ruido u otra sensación que eran respectivamente el alter ego de la persona o cosa designada.
Los lunes eran color de hoja de lata algo empañada.
Los martes verdes como cipreses, ¿quién podría dudarlo?
Los miércoles de un amarillo brillante.
Los jueves también amarillos pero a modo de yema de huevo.
Los viernes verde claro.
Los sábados plomo gris, parecido al cielo en día nublado.
Los domingos color rojo, no muy vivo.
Los meses no tenían colores definidos, pero él, en la paleta de sus impresiones, era incapaz de equivocarse el tinte del mes de abril con el de agosto.
No había, pues, en el idioma, palabra cuyo sentido ignorara, pues a todas cuantas oía les daba una representación conocida. Así, rezar era un acto color plomo, porque don José Sánchez Reza tenía un sombrero alto de chinchilla de ese color.
Materia: un líquido algo espeso amarillento (humor, supuración, materia).
Moral: un objeto de cobre (morado).
Honor: un tumor, una hinchazón.
Criterio: un gato barcino, arisco (aquí el vínculo se pierde en un abismo insondable).
A esto se añadían las concepciones más extravagantes sobre las cosas que ya conocía. Por ejemplo, para hacer un libro, según él, sólo se requería poner un número mayor ó menor de palabras, todas diferentes, una tras de otra; el mérito de la obra estaba en relación con la cantidad de éstas: para hacer otro libro se necesitaba otra colección. La idea de que los libros contuvieran frases o dijeran algo no se le vino jamás a la mente. Extraña falta de sentido común inexplicable, pues no se conciben tales aberraciones ante las evidencias de cada momento.





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