El hombre de los patines - Enrique González Tuñón


Enrique González Tuñón nació en Buenos Aires en 1901 y falleció en Cosquín, Córdoba, en 1943.
Fue escritor, poeta y periodista. Su obra narrativa está compuesta por cuentos y novelas.
Obras: Tangos, La rueda del molino mal pintado, El alma de las cosas inanimadas, Apología del hombre santo, Camas desde un peso, El cielo está lejos y La calle de los sueños perdidos.


El hombre de los patines

En un pueblo extraviado en la inmensidad de un lejano país, había una vez un hombre cuya excepcional estatura distraía la atención de la gente.
Era muy alto, tan alto como el poste telegráfico, que en aquel entonces no existía, temeroso, sin duda, de exponer su propia estatura al ridículo.
Dios, inclinándose un poquito, podía hablarle al oído y reprenderlo tirándole de las orejas, que más bien parecían dos grandes manijas.
Este hombre que nunca fue niño, siendo muy niño ya descollaba por su altura y todos le hablaban como si fuera una persona mayor. Por eso se veía obligado a encarar la vida desde el punto de vista de una persona mayor.
En la escuela, su descomunal figura cerraba la fila de colegiales. Su estatura lo colocaba en condiciones inferiores con respecto a los demás niños, y por ella lo creían capacitado para resolver los más difíciles problemas.
Si se equivocaba lo que sucedía con frecuencia, como no tenía la atenuante de la pequeñez, sus compañeros le decían, mofándose:
¡No tiene vergüenza!... ¡Tan grande!...
Y se desternillaban de risa ante la confusión y el azoramiento y la sonrisa estúpida del pobre muchacho alto.
Pero un día desapareció. Abandonó la casa paterna y se dio a caminar por esas calles de Dios.
Caminó leguas y más leguas... Conoció las callejuelas que miran con ojos oblicuos en los barrios chinos, cobijadores de fumadores de opio; bebió “Old Tom Gin” en las tabernas londinenses; recorrió la Bohemia en compañía de unos saltimbanquis húngaros, y más tarde trabajó en los grandes cafetales del Brasil.
Y se fue gastando... gastando...
Como la roca que se despeña y rueda y se convierte en canto rodado, el hombre de mi cuento, canto rodado también, se fue gastando hasta volverse pequeñito, pequeñito...
¿Como el enano de la calle Florida, abuelo?
No, más pequeño. Como el Pulgarcito que se cayó en la olla...
Abuelito, yo conozco uno que se está gastando también. Ya no tiene piernas. En los muñones lleva un par de patines atados con pedazos de piolín... ¡Cuánto habrá caminado!
Calla... No comprendes. El hombre de los patines perdió sus piernas por casualidad. En el preciso instante en que cruzaba una bocacalle, estornudó, y un automóvil que estaba en acecho, aprovechándose del estornudo, le devoró las piernas.
En cambio, el otro, el hombre alto como un poste telegráfico, tan alto que Dios inclinándose un poquito, podía hablarle al oído y hasta tirarle de las orejas, que más bien parecían dos grandes manijas, ese hombre se gastó caminando.
Después...
El niño se quedó dormido. 


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