Trabajó en el semanario Marcha (Uruguay); las revistas Vea y Lea e Ímpetu (Argentina); y del diario Acción (Uruguay).
Durante
la dictadura de Juan María Bordaberry fue encarcelado por haber formado
parte de un jurado de cuentos. El poeta español Félix Grande,
director de Cuadernos Hispanoamericanos,
recogió firmas para lograr su liberación. Al año siguiente viajó a
Madrid, invitado por el Instituto de Cultura Hispánica de esa ciudad, y
(junto a su esposa) fijó su residencia en España hasta su muerte, en
1994.
Novelas y relatos: El pozo, Tierra de nadie, Para esta noche, La vida breve, Los adioses (novela corta), Para una tumba sin nombre (novela corta), El astillero, Juntacadáveres, La muerte y la niña, Dejemos hablar al viento, Cuando entonces, Cuando ya no importe.
Recopilaciones de cuentos: Un sueño realizado y otros cuentos, La cara de la desgracia, El infierno tan temido y otros cuentos, Cuentos completos, Los rostros del amor, Tiempo de abrazar, Tan triste como ella y otros cuentos, Cuentos secretos, Presencia y otros cuentos, Obras completas, III. Cuentos, artículos y miscelánea.
Otros escritos: Réquiem por Faulkner (artículos), Confesiones de un lector (artículos), Cartas de un joven escritor (correspondencia con Payró).
El gato
Muchas cosas
desagradables se pueden decir o imaginar de John. Pero nunca le sospeché una
mentira; tenía demasiado desprecio por la gente para inventarse cualquier
fábula que le fuera favorable.
De modo que
cuando me contó alegre y bebiendo dry martinis la historia –para mí, sobretodo–
de uno de sus casamientos fallidos, no tuve duda. Era, o fue, como mirar y oír
una película sin posibilidad de recomienzo ni temor sobre su capacidad de ser
creída. Tampoco quedaba agujero para una sonrisa.
Yo llegaba,
una semana antes, de París y quería actualizar, confirmar y desechar los rumores
que me habían llegado sobre amigos, más o menos comunes, durante mi ausencia.
John era un
inglés conversador y sabía burlarse de todo con despego, a veces lástima, nunca
maldad.
Bebimos y
hubo un largo silencio: John parecía meditar indeciso con el ceño fruncido.
Dejó su vaso
sobre la mesa y me dijo, conservando su actitud de piernas cruzadas y de
resuelto perfil:
–Era
francesa y tú la conoces. Tal vez lo sepas porque estabamos practicamente
casados. Sólo nos faltaba el sacerdote, el juez y la llegada de unos muebles
viejos y caros de los que no quería desprenderse. Bisabuelos y abuelos y
padres, casi toda la historia de Francia. A mí sólo me importaba ella, Marie.
Ya puedes buscar entre todas las Maries que recuerdes. Estaba loco y a veces
pensé que era una locura sexual. Verla, bastaba; oler un pañuelo olvidado,
bastaba; entrar al baño después de que ya había salido. Nos veíamos todas las
semanas, aquí o en París. Dos o tres días seguidos. Ibamos y volvíamos. Y mi
deseo aumentaba cada vez y yo me entregaba a él, escarbaba en él; quería más y
más. Y cada más era era como un escalón que me impulsaba a pisar otro. Siempre
en descenso porque yo sabía que estaba perdiendo salud y cerebro.
Sin dejar de
ofrecerme un hombro, hizo una seña a Jeeves y vinieron dos vasos: dry martini
para él y un gin tonic para mí. Encendió la pipa (él sabía que fumar
apresuraría mi muerte) y estuvo un rato pensando, casi sonriendo con labios que
no endulzaba la alegría. Como ocurre siempre en esta clase de cuentos me
mantuve en silencio, esperando; fui recompensado, Johny dijo sin mirarme:
–Al gato lo
bauticé Edgar. Y no porque fuera un gato negro con símbolos de horror, blancos,
en su pecho.
–Una noche
en que Marie, como estaba planeado, llegó al aeropuerto. La recibí, tomamos cocteles
con la alegría de siempre, brindamos por la felicidad matrimonial. Esto no hace
reír pero es cómico. Fuimos a cenar y luego a mi departamento. No te dije,
porque no lo sé y tal vez no me importe, que la portera y semipatrona estaba
encaprichada conmigo o, simplemente, me odiaba sin pausa. Algo de eso.
Entramos y
encendí la luz. Ella no había estado nunca allí. Miró alrededor con una sonrisa
que era de aprobación antes de haber nacido. Y vio, vimos, en medio de la gran
cama, con su colcha blanca de señorita, un gato negro, grande, gordo. Un gato
que yo veía por primera vez y que parecía acostumbrado a ronronear allí. Con
las patas dobladas bajo el pecho nos miró con ojos curiosos y volvió a
cerrarlos. Hasta hoy no sé cómo pudo haber entrado. Sospecho, apenas. Me
adelante para acariciarle el lomo y la garganta y entonces ella explotó. Que
echara el gato inmundo, que iba a llenar la cama de pulgas. A gritos y pateando
el suelo. Yo encendí un cigarrillo y abrí la puerta. Le dije que me había hecho
feliz encontrar por sorpresa que alguien nos daba la bienvenida. Ella me trató
de estúpido y golpeó las manos hasta que el gato corrió hacia la puerta y la
sombra del pasillo. Bueno, vamos a tomar otro vaso porque ya vasta como
prólogo. Lo que ocurrió es simple y para mí muy trabajoso de explicar. En aquel
momento resolví que yo nunca podría casarme con aquella mujer; que era
imposible vivir con ella, ser feliz con ella. No se lo dije entonces y el resto
de la noche, hasta el cansancio de la madrugada pasaron como lo presentíamos y
lo deseabamos.
Bebió de un
trago, encendió nuevamente la pipa y sonrió alegre y desafiante. Ahora se
volvió para mirarme los ojos y dijo:
–Lo que
explica para cualquier tipo inteligente porque desde entonces solo he tenido
aventuras y me he propuesto que duren poco.
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