Periodista y escritor
costumbrista. Utilizaba el lenguaje propio de la época, pero de forma irónica. Utiliza personajes típicos y relata situaciones
comunes, mostrando a los inmigrantes italianos, o el Entre sus personajes siempre estan ael pícaro criollo.
También fue considerado el primer correspinsal de guerra argentino.
Murió en 1928.
Su obra:
Diarios de viaje: La Australia Argentina, En las tierras del Inti.
Novelas: Sobre las ruinas, El casamiento de Laucha, El falso Inca, Pago Chico, Violines y toneles, Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira, El capitán Vergara, Fuego en el rastrojo, Mientraiga, El mar dulce.
Ediciones póstumas: Nuevos cuentos de Pago Chico, Canción Trágica, Chamijo, Los tesoros del Rey Blanco y Por qué no fue descubierta la Ciudad de los Césares, Evocaciones de un porteño viejo.
Trece
—A propósito de supersticiones —dijo
Albornoz—, ustedes han de haber conocido (o por lo menos oído hablar de él) a
mi viejo amigo Amadeo Talamón. Pues han de saber que, a pesar de su piadoso
nombre de pila, Amadeo pretendía ser más escéptico que Pirrón sino más ateo que
Spinoza, ajeno, por lo tanto, a toda clase de preocupaciones religiosas o de
cualquier otro género. "Sé demasiado para ser espiritualista, decía, y no
lo bastante para ser materialista, así es que me abstengo". Quizá se
hiciera ilusiones en cuanto a su deber pero estaba realmente convencido de no
prestar fe sino a lo que alcanza la razón y demuestra la ciencia o la
experiencia. Más de una vez —y voy al cuento— le oí hablar con lástima y
sarcasmo de los supersticiosos que consideran fatídico y maléfico al inofensivo
número trece. Imitando a Grimod de la Reyniére, decía que sentarse trece a la
mesa era, efectivamente, muy malo... cuando sólo había de comer para doce.
"Lo único que hay de verdad en tan
necia superstición —agregaba— es que forzosamente uno de los trece comensales
ha de morir antes que los otros doce, si no cuadra la poca probable casualidad
de que varios o todos mueran al mismo tiempo. Pero cuando, sin mayor malicia,
uno de ellos no puede esperar y muera antes del año, todo el mundo considera
suficientemente comprobada la verdad de la superstición, olvidándose de los mil
y un casos que la desmienten... " Y se reía de los crédulos y, a la vez de
su propia chuscada. Pues, hete aquí, que cierta noche Amadeo Talamón cenaba
conmigo y con otras personas de nuestra íntima amistad, en un saloncito del
viejo Café de París, cuando, casi a los postres, uno de los presentes se
incorporó de su asiento, exclamando con voz insegura:
—¡Caramba! ¡Somos trece!...
A varios sorprendí en actitud
de levantarse y escapar, pero aquello que los sacerdotes llamaban el “respeto
humano" les detuvo y todos, entre burlas y veras, comentamos el hecho.
—¡Vaya! ¡vaya! — recuerdo que dijo
espiritualmente Talamón. — Si eso era lo que nos había de matar, ya no hay remedio
posible. Resignémonos y... acabemos de cenar alegremente.
Pero no conseguimos que
renaciera la animación. Un soplo helado acababa de pasar como una corriente
eléctrica. Hasta para los más escépticos se había evocado la muerte en pleno
regocijo...
Amadeo Talamón mantuvo, sin
embargo, su bandera, encogiéndose despreciativamente de hombros, riendo,
burlándose de los que podían admitir "ni por un momento" semejante
dislate, de su credulidad de niños, o de hombres primitivos". Estaba
espléndido, de buen humor, pero no duró mucho la sobremesa y la reunión se
disolvió más temprano que de costumbre...
Pasaron varios días sin que
volviera a ver a Talamón, contra lo habitual, pero al fin le encontré y,
conversando de bueyes perdidos, aludió a nuestra cena del Café de París y a los
recelos ridículos de los que temían al trece fatal. No paré entonces mientes en
ello, ni había por qué; pero una semana más tarde me habló otra vez de la
"paparrucha del trece" y de la debilidad mental de los
supersticiosos.
—Pero, con todo —le dije sonriendo y
mirándolo bien de frente—, el caso es que tú sigues pensando en ello.
Se ruborizó, hizo un vago
ademán y después, como quitando toda importancia al asunto:
—Te confesaré —me dijo— que la actitud de
nuestros amigos al contarse aterrados me hizo tanta gracia que no me puedo
olvidar... ¡Y la persistencia de ese recuerdo acaba poniéndome de mal humor,
porque no es razonable... porque se parece a la obsesión de ciertas musiquillas
que suelen sonarle a uno días enteros en los oídos! ¡Y hay tantas otras cosas
más serias o más gratas en qué pensar! ...
Otra tarde, en el Club del
Progreso, sin que viniera a cuento para nada, me preguntó:
—¿Recuerdas exactamente quiénes estábamos
en el Café de París aquella famosa noche de los trece? ...
—No es difícil...
—Vamos a ver si coincidimos; tú y yo,
dos; Serantes, tres; Jiménez, cuatro… —y continuó la enumeración.
—Olvidas a Rodas —agregué.
—Eso es, Rodas, tienes razón: era el que
me faltaba.
—Pero, ¿qué interés tienes en recordar
ese detalle? ¿Piensas reiterar el convite?
—No, no... Por saber, nada más...
¡Tonterías!...
Me pareció evidente que se
acentuaba su preocupación y desde ese día lo observé más atentamente.
Era el mismo de siempre
jovial, conversador, chusco a veces. Sus maneras seguían tan desembarazadas y
su voz de timbre tan regocijado como de costumbre. Ya no volvía a hablarme de
la cena, ni de los
trece, ni de nada que de cerca o de lejos
tuviera relación con ello. Sin embargo —quizá porque mi ánimo prevenido me
incitaba a la sospecha—, de vez en cuando me parecía que una nube desagradable
turbaba fugazmente su placidez. Para salir de dudas, cierto día —éramos lo bastante
amigos para permitirnos éstas y aún más graves indiscreciones— me resolví a
preguntarle:
—¿Tienes algún disgusto, algo que ande
mal, que te preocupe?...
—¡Qué ocurrencia! ¿Por qué?...
—Nada, nada... Suponía... me había
parecido...
—¡Vaya una idea!
Pero esta vez sí que lo noté
perplejo, con algo extraño —como sofocado—, en la voz, y un gesto de
disciplencia que jamás había tenido para mí...
Olvidado ya, en el curso
normal de quehaceres y distracciones, de esta observación y de los hechos que
la provocaron, una tarde, en el mismo club, Amadeo, que acababa de tomar
"El Diario", lanzó una ruidosa exclamación:
—¡Rodas ha muerto!
Pero, ¡qué acento el suyo!
¡No era de dolor, ni de pena, ni aún de esa lástima fugaz que provoca la muerte
de un hombre todavía joven, aunque sea desconocido... ¡Era de alegría! Como
ustedes lo oyen. ¡Era de alegría, y Talamón estaba ligado a Rodas, si no por
estrecha amistad, por una relación tan antigua como frecuente! ¡Rodas había muerto!
Es decir: el número fatídico, demostrando su virtud, acababa por eso mismo de
perderla, y ya no había nada que temer...
—¿Te preocupaba? —le pregunté en tono de,
confidencia, acercándome y poniéndole la mano sobre el hombre—. Te preocupaba
el trece, ¿no es verdad?
Enrojeció, vaciló; por fin, haciendo un
gran esfuerzo:
—Contra toda razón, rechazando hasta con
rabia ese disparate, lo cierto es que iba convirtiéndose en idea fija, en
torturadora obsesión... Nunca he creído, todavía, no creo, nunca creeré en la
influencia del trece! ¡Eso jamás!
Y después de una pausa,
sonriente, burlándose de su flaqueza y de la del género humano:
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