Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno, conocido como Juan Rulfo, nació en Jalisco, México, en 1917.
Fue uno de los grandes escritores latinoamericanos del
siglo XX: escritor, guionista y fotógrafo.
Falleció en México D.F., en 1986.
Su obra se centra en dos pequeños libros:
El llano en llamas (cuentos).
Padro Páramo (novela).
Luvina
De
los cerros altos del sur, el de Luvina es el más alto y el más pedregoso. Está
plagado de esa piedra gris con la que hacen la cal, pero en Luvina no hacen cal
con ella ni le sacan ningún provecho. Allí la llaman piedra cruda, y la loma
que sube hacia Luvina la nombran Cuesta de la Piedra Cruda. El aire y el sol se
han encargado de desmenuzarla, de modo que la tierra de por allí es blanca y
brillante como si estuviera rociada siempre por el rocío del amanecer; aunque
esto es un puro decir, porque en Luvina los días son tan fríos como las noches
y el rocío se cuaja en el cielo antes que llegue a caer sobre la tierra.
...Y la tierra es empinada. Se desgaja
por todos lados en barrancas hondas, de un fondo que se pierde de tan lejano.
Dicen los de Luvina que de aquellas barrancas suben los sueños; pero yo lo
único que vi subir fue el viento, en tremolina, como si allá abajo lo hubieran
encañonado en tubos de carrizo. Un viento que no deja crecer ni a las
dulcamaras: esas plantitas tristes que apenas si pueden vivir un poco untadas
en la tierra, agarradas con todas sus manos al despeñadero de los montes. Sólo
a veces, allí donde hay un poco de sombra, escondido entre las piedras, florece
el chicalote con sus amapolas blancas. Pero el chicalote pronto se marchita.
Entonces uno lo oye rasguñando el aire con sus ramas espinosas, haciendo un
ruido como el de un cuchillo sobre una piedra de afilar.
—Ya mirará usted ese viento que sopla
sobre Luvina. Es pardo. Dicen que porque arrastra arena de volcán; pero lo
cierto es que es un aire negro. Ya lo verá usted. Se planta en Luvina
prendiéndose de las cosas como si las mordiera. Y sobran días en que se lleva
el techo de las casas como si se llevara un sombrero de petate, dejando los
paredones lisos, descobijados. Luego rasca como si tuviera uñas: uno lo oye
mañana y tarde, hora tras hora, sin descanso, raspando las paredes, arrancando
tecatas de tierra, escarbando con su pala picuda por debajo de las puertas,
hasta sentirlo bullir dentro de uno como si se pusiera a remover los goznes de
nuestros mismos huesos. Ya lo verá usted.
El hombre aquel que hablaba se quedó
callado un rato, mirando hacia afuera.
Hasta ellos llegaba el sonido del río
pasando sus crecidas aguas por las ramas de los camichines, el rumor del aire
moviendo suavemente las hojas de los almendros, y los gritos de los niños
jugando en el pequeño espacio iluminado por la luz que salía de la tienda.
Los comejenes entraban y rebotaban
contra la lámpara de petróleo, cayendo al suelo con las alas chamuscadas. Y
afuera seguía avanzando la noche.
—¡Oye, Camilo, mándanos otras dos
cervezas más! —volvió a decir el hombre. Después añadió:
—Otra cosa, señor. Nunca verá usted un
cielo azul en Luvina. Allí todo el horizonte está desteñido; nublado siempre
por una mancha caliginosa que no se borra nunca. Todo el lomerío pelón, sin un
árbol, sin una cosa verde para descansar los ojos; todo envuelto en el calín
ceniciento. Usted verá eso: aquellos cerros apagados como si estuvieran muertos
y a Luvina en el más alto, coronándolo con su blanco caserío como si fuera una
corona de muerto...
Los gritos de los niños se acercaron
hasta meterse dentro de la tienda. Eso hizo que el hombre se levantara, fuera
hacia la puerta y les dijera: ¡Váyanse más lejos! ¡No interrumpan! Sigan
jugando, pero sin armar alboroto.
Luego, dirigiéndose otra vez a la mesa,
se sentó y dijo:
—Pues sí, como le estaba diciendo. Allá
llueve poco. A mediados de año llegan unas cuantas tormentas que azotan la
tierra y la desgarran, dejando nada más el pedregal flotando encima del
tepetate. Es bueno ver entonces cómo se arrastran las nubes, cómo andan de un
cerro a otro dando tumbos como si fueran vejigas infladas; rebotando y pegando
de truenos igual que si se quebraran en el filo de las barrancas. Pero después
de diez o doce días se van y no regresan sino al año siguiente, y a veces se da
el caso de que no regresen en varios años.
...Sí, llueve poco. Tan poco o casi
nada, tanto que la tierra, además de estar reseca y achicada como cuero viejo,
se ha llenado de rajaduras y de esa cosa que allí llama ‘pasojos de agua’, que
no son sino terrones endurecidos como piedras filosas que se clavan en los pies
de uno al caminar, como si allí hasta a la tierra le hubieran crecido espinas.
Como si así fuera.
Bebió la cerveza hasta dejar sólo
burbujas de espuma en la botella y siguió diciendo:
—Por cualquier lado que se le mire,
Luvina es un lugar muy triste. Usted que va para allá se dará cuenta. Yo diría
que es el lugar donde anida la tristeza. Donde no se conoce la sonrisa, como si
a toda la gente le hubieran entablado la cara. Y usted, si quiere, puede ver
esa tristeza a la hora que quiera. El aire que allí sopla la revuelve, pero no
se la lleva nunca. Está allí como si allí hubiera nacido. Y hasta se puede
probar y sentir, porque está siempre encima de uno, apretada contra de uno, y
porque es oprimente como un gran cataplasma sobre la viva carne del corazón.
...Dicen los de allí que cuando llena
la luna, ven de bulto la figura del viento recorriendo las calles de Luvina,
llevando a rastras una cobija negra; pero yo siempre lo que llegué a ver,
cuando había luna en Luvina, fue la imagen del desconsuelo... siempre.
Pero tómese su cerveza. Veo que no le
ha dado ni siquiera una probadita. Tómesela. O tal vez no le guste así tibia
como está. Y es que aquí no hay de otra. Yo sé que así sabe mal; que agarra un
sabor como a meados de burro. Aquí uno se acostumbra. A fe que allá ni siquiera
esto se consigue. Cuando vaya a Luvina la extrañará. Allí no podrá probar sino
un mezcal que ellos hacen con una yerba llamada hojasé, y que a los primeros
tragos estará usted dando de volteretas como si lo chacamotearan. Mejor tómese
su cerveza. Yo sé lo que le digo.
Allá afuera seguía oyéndose el batallar
del río. El rumor del aire. Los niños jugando. Parecía ser aún temprano, en la
noche.
El hombre se había ido a asomar una vez
más a la puerta y había vuelto. Ahora venía diciendo:
—Resulta fácil ver las cosas desde
aquí, meramente traídas por el recuerdo, donde no tienen parecido ninguno. Pero
a mí no me cuesta ningún trabajo seguir hablándole de lo que sé, tratándose de
Luvina. Allá viví. Allá dejé la vida... Fui a ese lugar con mis ilusiones
cabales y volví viejo y acabado. Y ahora usted va para allá... Está bien. Me
parece recordar el principio. Me pongo en su lugar y pienso... Mire usted,
cuando yo llegué por primera vez a Luvina... ¿Pero me permite antes que me tome
su cerveza? Veo que usted no le hace caso. Y a mí me sirve de mucho. Me alivia.
Siento como si me enjuagara la cabeza con aceite alcanforado... Bueno, le
contaba que cuando llegué por primera vez a Luvina, el arriero que nos llevó no
quiso dejar siquiera que descansaran las bestias. En cuanto nos puso en el
suelo, se dio media vuelta:
—Yo me vuelvo —nos dijo.
Espera, ¿no vas a dejar sestear a tus
animales? Están muy aporreados.
—Aquí se fregarían más —nos dijo— mejor
me vuelvo.
Y se fue dejándose caer por la Cuesta
de la Piedra Cruda, espoleando sus caballos como si se alejara de algún lugar
endemoniado.
Nosotros, mi mujer y mis tres hijos,
nos quedamos allí, parados en la mitad de la plaza, con todos nuestros ajuares
en nuestros brazos. En medio de aquel lugar en donde sólo se oía el viento...
Una plaza sola, sin una sola yerba para
detener el aire. Allí nos quedamos.
Entonces yo le pregunté a mi mujer:
—¿En qué país estamos, Agripina?
Y ella se alzó de hombros.
—Bueno, si no te importa, ve a buscar
dónde comer y dónde pasar la noche. Aquí te aguardamos —le dije.
Ella agarró al más pequeño de sus hijos
y se fue. Pero no regresó.
Al atardecer, cuando el sol alumbraba
sólo las puntas de los cerros, fuimos a buscarla. Anduvimos por los callejones
de Luvina, hasta que la encontramos metida en la iglesia: sentada mero en medio
de aquella iglesia solitaria, con el niño dormido entre sus piernas.
—¿Qué haces aquí Agripina?
—Entré a rezar —nos dijo.
—¿Para qué? —le pregunté yo.
Y ella se alzó de hombros.
Allí no había a quién rezarle. Era un
jacalón vacío, sin puertas, nada más con unos socavones abiertos y un techo
resquebrajado por donde se colaba el aire como un cedazo.
—¿Dónde está la fonda?
—No hay ninguna fonda.
—¿Y el mesón?
—No hay ningún mesón
—¿Viste a alguien? ¿Vive alguien aquí? —le
pregunté.
—Sí, allí enfrente... unas mujeres...
Las sigo viendo. Mira, allí tras las rendijas de esa puerta veo brillar los
ojos que nos miran... Han estado asomándose para acá... Míralas. Veo las bolas
brillantes de su ojos... Pero no tienen qué darnos de comer. Me dijeron sin
sacar la cabeza que en este pueblo no había de comer... Entonces entré aquí a
rezar, a pedirle a Dios por nosotros.
—¿Porqué no regresaste allí? Te
estuvimos esperando.
—Entré aquí a rezar. No he terminado
todavía.
—¿Qué país éste, Agripina?
Y ella volvió a alzarse de hombros.
Aquella noche nos acomodamos para
dormir en un rincón de la iglesia, detrás del altar desmantelado. Hasta allí
llegaba el viento, aunque un poco menos fuerte. Lo estuvimos oyendo pasar
encima de nosotros, con sus largos aullidos; lo estuvimos oyendo entrar y salir
de los huecos socavones de las puertas; golpeando con sus manos de aire las
cruces del viacrucis: unas cruces grandes y duras hechas con palo de mezquite
que colgaban de las paredes a todo lo largo de la iglesia, amarradas con
alambres que rechinaban a cada sacudida del viento como si fuera un rechinar de
dientes.
Los niños lloraban porque no los dejaba
dormir el miedo. Y mi mujer, tratando de retenerlos a todos entre sus brazos.
Abrazando su manojo de hijos. Y yo allí, sin saber qué hacer.
Poco después del amanecer se calmó el
viento. Después regresó. Pero hubo un momento en esa madrugada en que todo se
quedó tranquilo, como si el cielo se hubiera juntado con la tierra, aplastando
los ruidos con su peso... Se oía la respiración de los niños ya descansada. Oía
el resuello de mi mujer ahí a mi lado:
—¿Qué es? —me dijo.
—¿Qué es qué? —le pregunté.
—Eso, el ruido ese.
—Es el silencio. Duérmete. Descansa,
aunque sea un poquito, que ya va a amanecer.
Pero al rato oí yo también. Era como un
aletear de murciélagos en la oscuridad, muy cerca de nosotros. De murciélagos
de grandes alas que rozaban el suelo. Me levanté y se oyó el aletear más
fuerte, como si la parvada de murciélagos se hubiera espantado y volara hacia
los agujeros de las puertas. Entonces caminé de puntitas hacia allá, sintiendo
delante de mí aquel murmullo sordo. Me detuve en la puerta y las vi. Vi a todas
las mujeres de Luvina con su cántaro al hombro, con el rebozo colgado de su
cabeza y sus figuras negras sobre el negro fondo de la noche.
—¿Qué quieren? —les pregunté— ¿Qué
buscan a estas horas?
Una de ellas respondió:
—Vamos por agua.
Las vi paradas frente a mí, mirándome.
Luego, como si fueran sombras, echaron a caminar calle abajo con sus negros
cántaros.
No, no se me olvidará jamás esa primera noche
que pasé en Luvina.
...¿No cree que esto se merece otro
trago? Aunque sea nomás para que se me quite el mal sabor del recuerdo.
—Me parece que usted me preguntó cuántos años estuve en Luvina, ¿verdad...? La verdad es que no lo sé. Perdí la noción del tiempo desde que las fiebres me lo enrevesaron; pero debió haber sido una eternidad... Y es que allá el tiempo es muy largo. Nadie lleva la cuenta de las horas ni a nadie le preocupa cómo van amontonándose los años. Los días comienzan y se acaban. Luego viene la noche. Solamente el día y la noche hasta el día de la muerte, que para ellos es una esperanza.
Usted ha de pensar que le estoy dando
vueltas a una misma idea. Y así es, sí señor... Estar sentado en el umbral de
la puerta, mirando la salida y la puesta del sol, subiendo y bajando la cabeza,
hasta que acaban aflojándose los resortes y entonces todo se queda quieto, sin
tiempo, como si viviera siempre en la eternidad. Esto hacen allí los viejos.
Porque en Luvina sólo viven los puros
viejos y los que todavía no han nacido, como quien dice... Y mujeres sin
fuerzas, casi trabadas de tan flacas. Los niños que han nacido allí se han
ido... Apenas les clarea el alba y ya son hombres. Como quien dice, pegan el
brinco del pecho de la madre al azadón y desaparecen de Luvina. Así es allí la
cosa.
Sólo quedan los puros viejos y las
mujeres solas, o con un marido que anda donde sólo Dios sabe dónde... Vienen de
vez en cuando como las tormentas de que les hablaba; se oye un murmullo en todo
el pueblo cuando regresan y un como gruñido cuando se van... Dejan el costal de
bastimento para los viejos y plantan otro hijo en el vientre de sus mujeres, y
ya nadie vuelve a saber de ellos hasta el año siguiente, y a veces nunca... Es
la costumbre. Allí le dicen la ley, pero es lo mismo. Los hijos se pasan la
vida trabajando para los padres como ellos trabajaron para los suyos y como
quién sabe cuántos atrás de ellos cumplieron con su ley...
Mientras tanto, los viejos aguardan por
ellos y por el día de la muerte, sentados en sus puertas, con los brazos
caídos, movidos sólo por esa gracia que es la gratitud del hijo... Solos, en
aquella soledad de Luvina.
Un día traté de convencerlos de que se
fueran a otro lugar, donde la tierra fuera buena. ‘¡Vámonos de aquí! —les dije—.
No faltará modo de acomodarnos en alguna parte. El Gobierno nos ayudará.’
Ellos me oyeron, sin parpadear,
mirándome desde el fondo de sus ojos, de los que sólo se asomaba una lucecita
allá muy adentro.
—¿Dices que el Gobierno nos ayudará,
profesor? ¿Tú no conoces al Gobierno?
Les dije que sí.
—También nosotros lo conocemos. Da esa
casualidad. De lo que no sabemos nada es de la madre de Gobierno.
Yo les dije que era la Patria. Ellos
movieron la cabeza diciendo que no. Y se rieron. Fue la única vez que he visto
reír a la gente de Luvina. Pelaron los dientes molenques y me dijeron que no,
que el Gobierno no tenía madre.
Y tienen razón, ¿sabe usted? El señor
ese sólo se acuerda de ellos cuando alguno de los muchachos ha hecho alguna
fechoría acá abajo. Entonces manda por él hasta Luvina y se lo matan. De ahí en
más no saben si existe.
—Tú nos quieres decir que dejemos
Luvina porque, según tú, ya estuvo bueno de aguantar hambres sin necesidad —me
dijeron—. Pero si nosotros nos vamos, ¿quién se llevará a nuestros muertos?
Ellos viven aquí y no podemos dejarlos solos.
Y allá siguen. Usted los verá ahora que
vaya. Mascando bagazos de mezquite seco y tragándose su propia saliva. Los
mirará pasar como sombras, repegados al muro de las casas, casi arrastrados por
el viento.
—¿No oyen ese viento? —les acabé por
decir—. Él acabará con ustedes.
—Dura lo que debe de durar. Es el
mandato de Dios —me contestaron—. Malo cuando deja de hacer aire. Cuando eso
sucede, el sol se arrima mucho a Luvina y nos chupa la sangre y la poca agua
que tenemos en el pellejo. El aire hace que el sol se esté allá arriba. Así es
mejor.
Ya no volví a decir nada. Me salí de
Luvina y no he vuelto ni pienso regresar.
...Pero mire las maromas que da el
mundo. Usted va para allá ahora, dentro de pocas horas. Tal vez ya se
cumplieron quince años que me dijeron a mí lo mismo: ‘Usted va a ir a San Juan
Luvina.’
En esa época tenía yo mis fuerzas.
Estaba cargado de ideas... Usted sabe que a todos nosotros nos infunden ideas.
Y uno va con esa plata encima para plasmarla en todas partes. Pero en Luvina no
cuajó eso. Hice el experimento y se deshizo...
San Juan Luvina. Me sonaba a nombre de
cielo aquel nombre. Pero aquello es el purgatorio. Un lugar moribundo donde se
han muerto hasta los perros y ya no hay ni quien le ladre al silencio; pues en
cuanto uno se acostumbra al vendaval que allí sopla, no se oye sino el silencio
que hay en todas las soledades. Y eso acaba con uno. Míreme a mí. Conmigo acabó.
Usted que va para allá comprenderá pronto lo que le digo..
¿Qué opina usted si le pedimos a este
señor que nos matice unos mezcalitos? Con la cerveza se levanta uno a cada rato
y eso interrumpe mucho la plática. ¡Oye , Camilo, mándanos ahora unos mezcales!
Pues sí, como le estaba yo diciendo...
Pero no dijo nada. Se quedó mirando un
punto fijo sobre la mesa donde los comejenes ya sin sus alas rondaban como
gusanitos desnudos.
Afuera seguía oyéndose cómo avanzaba la
noche. El chapoteo del río contra los troncos de los camichines. El griterío ya
muy lejano de los niños. Por el pequeño cielo de la puerta se asomaban las
estrellas.
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