Joaquín Gómez Bas nació en Cangas de Onís, Asturias, España, en 1907.
Escritor, pintor y guionista de cine español. Residió en la Argentina, y fue miembro de la Academia Porteña del Lunfardo.
Murió en Argentina en 1984.
Su obra:
Narrativa: Barrio gris, Oro bajo, La Comparsa, La Gotera, La Resaca, La Guitarra, Faroles en la niebla, Suburbio.
Poesía: Birlibirloque, La tarántula ciega.
El
cocodrilo
Estaba de pie en la ducha. Me di un susto tremendo cuando sentí su viscosa
presencia deslizándose entre mis piernas enjabonadas. A la altura de los
tobillos. Atiné a aferrarme de la llave del agua; si no, me desnuco contra el
borde de la bañera.
Permanecí inmóvil bajo el chorro tibio, indagando, al acecho de la repetición
del caso. Y lo vi nítidamente cuando se produjo un claro en la superficie
espumosa ¡Un cocodrilo!
Enorme, verdoso. No entiendo cómo cabíamos los dos en tan reducido espacio. Lo
pienso erguido sobre su cola y sería tan alto como yo. Pero ahora no se movía,
tendido a lo largo, a un costado, en su evidente propósito de no molestarme.
Para mortificarlo me apreté contra los azulejos de la pared, bajé la palanca
del calefón al máximo y al instante el agua salió hirviente. Pero el
bicharraco, tan orondo, insensible y plácido. Hasta me pareció que gruñía
placentero.
Aparentando ignorarlo comencé a fregarme la espalda con el cepillo de mango, y
cuando localicé exacta su cabeza le sacudí sorpresivo un golpe. Inútilmente.
Con velocidad increíble levantó con sus fauces la tapa de goma del sumidero y
alargándose como una anguila desapareció por el embudo carrasposo formado por
el agua que se escurría.
No volví a acordarme de él durante el día, y por la misma razón con ninguno de
mis compañeros comenté el caso en la oficina. Tampoco con mis hijos, ni con mi
esposa, por que soy soltero y vivo solo. Tengo cincuenta y dos años, pero esto
no tiene nada que ver.
Ahora que las noches son bastantes frescas me agrada llevarme a la cama una
bolsa con agua caliente. Antes no lo hacía. Creía que era un signo de
debilidad, de afeminamiento. Hasta que me convencí de que es estúpido eliminar
la frialdad del colchón, de las sábanas y las cobijas a costa de la propia
temperatura. La cama debe calentarlo a uno, y no a la inversa.
Puse la bolsa de agua en el lugar correspondiente, a los pies, y me dormí
profundamente. Desperté repentino con la sensación de que algo áspero y frío me
rozaba los tobillos. Y resultó lo que esperaba. Allí estaba de nuevo el
cocodrilo.
Esta vez procedí con cautela. Retiré los cobertores, así con lenta astucia las
cuatro puntas de la sábana donde reposaba acurrucado, como si fuera el
patrón del lecho, y lo alcé en vilo. Ni hizo el menor esfuerzo por liberarse.
Me llamó la atención que apenas si sentí su peso, como si la improvisada bolsa
estuviera llena de viento.
Me acerqué
al balcón –vivo en un cuarto piso— y lo arrojé a la calle, cuidando de retener
un extremo de la sábana. Abajo contra el pavimento, hizo un ruido terrible, una
verdadera explosión.
Estaba desayunándome cuando llamaron a la puerta, no mediante el timbre, sino
con unos golpes sordos. Adiviné que se trataba de coletazos urgente y abrí sereno,
dispuesto a recibirlo sin encono. Porque no tenía la menor duda de que se
trataba del cocodrilo. Y allí estaba, su cabeza apoyada en el pequeño felpudo,
abatido, maltrecho, observándome con ojos implorantes.
Me dio pena; una pena de llanto contenido; y sin una palabra, pero autoritario
el mudo gesto, le indiqué que pasara. Eso sí, le señalé con la mano extendida
el hueco debajo de la cama, y allí se refugió sumiso, arrastrándose
pesadamente.
Fue en el cine donde le descubrí su condición humorística. No sé cómo se las
ingenió para entrar, ni cómo pudo seguirme por las calles sin que yo lo
advirtiera. Lo cierto es que cuando la sala atronaba con el tableteo de los
balazos –sólo veo películas de violencia—, en el instante justo en que el
contrabandista en acción se retorcía estertoroso, me privó de la visión la
cabeza del cocodrilo, que emergió sobre el respaldo del asiento delantero,
incomprensiblemente, pues antes de que se apagaran las luces me había regodeado
contemplando en ese sitio la aterciopelada nuca de una muchacha rubia.
Me irritó la oscura interposición de su boquiabierto perfil de saurio y
enardecido le apliqué un manotazo. Alguien pegó un chillido –creo que una voz
de mujer— y opté por escurrirme atropellando a los espectadores sentados, entre
un coro creciente de murmullos inamistosos.
No
comprendo el insomnio. Apenas me acuesto, yazgo convertido en bloque. Podría
decirse que no despierto: resucito. Y siempre maldiciendo la obligación de ir
al trabajo. Lo que me saca de quicio es la comprobación permanente, de toda la
vida, de que me falta el sueño precisamente los domingos, cuando podría
disfrutarlo hasta el cansancio. Ya desde el amanecer me mantengo lúcido,
alerta, aguardando el rumor del periódico que el diariero desliza por debajo de
la puerta. Entonces me levanto, vuelvo a la cama y leo hasta lo que no me
interesa. Siempre así, desde que tengo noción de mis actos.
Rectifico. Siempre así, no. Ahora –ya va para casi un año— tengo que soportar
la visita del cocodrilo, que aparece los domingos por la mañana, junto con el
periódico. Mientras leo, se instala soñoliento a mis pies, bosteza de tanto en
tanto y ronronea como un gato.
La idea me la sugirió una fotografía impresa en el diario. Unos niños en el
Zoológico. Debe haber sido algo así como una detonación mental, porque
simultáneamente con la ocurrencia el cocodrilo dio un respingo y se me quedó
mirando, receloso y a la expectativa. Pero no me dejé presionar por
sentimientos de lástima. En menos de un minuto estuve vestido, tomé una funda
de almohada y lo metí adentro. Confieso que sentí tristeza por la mansedumbre,
la resignación con que se sometió a mis maniobras. Y con el bulto a cuestas me
dirigí al Zoológico.
Anduve
dando vueltas y preguntando hasta que logré por fin ubicar el reducto destinado
a los cocodrilos. Aguardé el momento oportuno, pasé el bulto sobre el alambrado
y lo arrojé íntegro sin quitar la funda. Mi amigo —se me ocurre llamarlo así
justamente cuando lo abandono— se contorsionó dentro del trapo y un tanto
cohibido asomó la cabeza. Sus congéneres se abalanzaron curiosos, y me tocó
padecer lo imprevisto. Mi cocodrilo —¡el mío!— huyendo por el espacio circular,
aterrorizado, acometido encarnizadamente a dentelladas por los de su propia
especie.
Lo salvaron mis alaridos y el fragor del avance del público cercano, que acudió
intrigado por mi actitud. La gente se acercó a tiempo para compartir mi alivio.
Porque recuperando coraje y haciendo alarde de una temeridad insospechada, mi
cocodrilo se volvió agresivo, enfrentó decidido a sus perseguidores y
aprovechando el desconcierto creado emprendió vuelo verticalmente, descendió
haciendo espirales para despedirse de mi soledad y enseguida enfiló raudo,
directamente hacia las nubes.
¿Cómo que no puede ser? Ah, claro… Desde el principio olvidé mencionar que el
cocodrilo de que hablo tenía alas.
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Orale
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