Ciro Alegría Bazán, conocido como Ciro Alegría, nació en
Sartimbamba, departamento de La Libertad, Perú, en 1909.
Fue escritor, político y periodista. Uno de los más
destacados representantes de la narrativa indigenista.
Novelas de la tierra: La serpiente de oro, Los perros
hambrientos y El mundo es ancho y ajeno.
Falleció en Chaclamayo en 1967.
Historia de una infidelidad
Hay muchas situaciones y maneras de ser infiel. Cristo lo
sabía. No nos referiremos a su videncia de la última cena, donde anunció que
sería negado tres veces, ni al momento ratificador en que Pedro, efectivamente,
lo negó otras tantas. En el caso de la señora Lonigan, debemos recordar cómo
Jesús desarmó a los que pretendían lapidar ala mujer adúltera. Los
perseguidores soltaron su piedra porque ninguno se encontraba limpio de pecado.
La señora Lonigan acaso no pensaba en estas cosas cuando se
dispuso a contarnos la historia de su infidelidad. Se trataba simplemente de
contar una historia y además ellaera franca por naturaleza, como ocurre con la
gente del Oeste. Raza de pioneros, también transita con naturalidad por la
selva de los sentimientos.
Esto ocurría en un tiempo en que la guerra no había llegado
aún y quien poseyera un vehículo podía echarlo a correr sin preocuparse
del racionamiento de gasolina y el desgaste de llantas. Nuestra felicidad tenía
que ver, muchas veces, con las millas de recorrido... Y fue así como llegamos,
en un auto que la misma señora Lonigan conducía, a unas escarpadas montañas del
estado de Wyoming.
El cielo estaba nítido y espléndido un sol tibio sobre los
picachos de rocas blanquecinas y azulencas y los pinares verdinegros.
Almorzamos sólidas viandas en lasque se mezclaba la grata y áspera fragancia
del bosque. Y bebimos agua de un arroyo cercano, que cumplía con naturalidad su
virgiliano papel de transparencia y murmullo, y vino de una ventruda
garrafa que emigró hacía allí desde California.
Entonces el profesor norteamericano Ben cantó con simpático
entusiasmo algunas canciones que había aprendido durante su último viaje a
México, el arqueólogo brasileño Guimaraes se trepó a un árbol y el novelista
peruano Álvarez relató las dificultades que tuvo en cierta ocasión para obtener
fuego en medio de la selva virgen. Cuando la señora Lonigan anunció que iba a
contar la historia de su infidelidad, prodújose un ambiente de expectación e inclusive el arqueólogo,
llamado por su esposa, se bajó del árbol para formar parte del círculo de
oyentes.
—A través de mi infidelidad —comenzó diciendo la señora
Lonigan— quedé convencida de que la mujer es un ser fiel...
—Una excelente paradoja —acotó el novelista.
—Su experiencia personal probaría, a lo más, que usted es una mujer fiel —adujo otro de los
circunstantes.
—Cuando me casé con Roben —continuó diciendo la señora
Lonigan— le juré amor eterno y serle fiel hasta con el pensamiento. Pero
pasaron dos o tres años... sí, tres, pues recuerdo que en ese tiempo ya
vivíamos en San Antonio... y debo reconocer que falté a mi promesa. Es el caso
que Robert tenía un amigo llamado Chas y éste era un bribón gallardo. No sabría
decir si fue él o yo quien dio lugar a que nuestra amistad fuera un “poco
demasiado” cordial. En estos casos, es difícil fijar exactamente la
responsabilidad. Lo cierto es que simpatizamos mucho y como él iba siempre a
casa y Robert no se daba cuenta de nada, quién sabe porque tenía buena memoria
y no había olvidado mi promesa, la cosa fue creciendo. Llegó un tiempo en que
mi marido se alejó de la casa y Chas estaba en cierto balneario. Entonces
resolví escribirle. No había ninguna razón especial para que yo le escribiera,
y la inventé. Le dije, de primera intención, que me hiciera el favor de visitar
en mi nombre a una amiga que yo tenía en el lugar. En seguida me di a hacerle
confesiones de cierto tono. Creía que Chas, que no era ningún tonto, sedaría
cuenta inmediatamente de que mi carta era una especie de declaración... Pero también
escribí a Robert y desde luego que sin decirle nada de la otra carta...
—Escribir varias cartas al mismo tiempo es algo típico en
estos casos —comentó el arqueólogo brasileño echando su cuarto a espadas en
asuntos de amor.
—Lo que fuera —replicó la señora Lonigan y prosiguió—; Metí
las cartas en los sobres y me dirigí al correo... Sin darme cuenta, había
cambiado los sobres y estaba mandando a Robert la carta para Chas y al
contrario. Compré en la oficina de correos,las estampillas, se las puse a cada
sobre y ya los iba a arrojar al buzón cuando me asaltó la súbita duda de si
acaso había cerrado las cartas equivocadamente. Abrí entonces los sobres y vi
con horror que así era. Me asusté tanto que no atiné a hacer otra cosa que romper
inmediatamente los sobres y las cartas, tal como si Robert me hubiera sorprendido
en ese momento. Quería borrar, un poco instintivamente, todo vestigio, la más
insignificante prueba de culpabilidad. Arrojé las cartas a un canasto que había
en un rincón y aún recuerdo la cara especial que pusieron las gentes ante mi
extraña conducta. No era para menos. Ellas no vieron sino que una señora estaba
por echar sus cartas al buzón y luego se arrepentía procediendo a abrirlas y,
hecho esto, después de darles un rápido vistazo, las hacía añicos
precipitadamente. De vuelta a casa, recuperé la serenidad y me puse a analizar
las cosas fríamente. Encontré que ya no quería a Robenen la misma forma que
antes, puesto que dejó de parecerme el hombre más encantador del mundo y me
había interesado Chas. Pero consideré al mismo tiempo que le profesaba un gran
respeto y una gran estimación y ello estaba probado por la intensa emoción, el
miedo, el sobrecogimiento que me produjo la posibilidad de ser descubierta. De
no considerar y apreciar a Robert, tal posibilidad no me habría conmovido
tanto. Examiné también a Chas y encontré que ese encantador pícaro jamás podría
haberme despertado la reverencia que Robert. Ya no traté de escribir ninguna
carta. Y desde este tiempo quise a Robert con seguridad y firmeza, pues el
episodio me sirvió para valorizarlo... Además, quedé convencida de que la
mujer es un ser fiel, o de que cuando menos yo lo soy, ya que por encima de
todo, sentí una gran incomodidad ante mí misma, una especial vergüenza por lo
que había hecho. Tal estado de ánimo se me quitó solamente cuando Robert volvió
a casa y sentí como que me perdonaba su tranquila seguridad de hombre
confiado...
La señora Lonigan terminó diciendo:
—Esta es la historia de mi infidelidad, pues fui una vez
infiel con el pensamiento. Lo importante es detenerse allí y yo lo hice. Porque
por lo demás, ¿quién es el que puede afirmar que no ha tenido nunca algún mal
pensamiento de esta clase? Nadie dijo que no.
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