Leopoldo Lugones nació en Córdoba, Argentina en 1874 y murió en el delta del Tigre, provincia de Buenos Aires en 1938.
Fue poeta, ensayista, periodista y político.
Entre sus principales obras literarias figuran La guerra gaucha, Las fuerzas extrañas, El payador, El ángel de la sombra y Cuentos fatales.
Entre sus principales obras literarias figuran La guerra gaucha, Las fuerzas extrañas, El payador, El ángel de la sombra y Cuentos fatales.
Estatua de sal
He aquí cómo refirió el peregrino la verdadera historia del
monje Sosistrato:
—Quien no ha pasado alguna vez por el monasterio de San Sabas,
diga que no conoce la desolación. Imaginaos un antiquísimo edificio situado
sobre el Jordán, cuyas aguas saturadas de arena amarillenta, se deslizan ya
casi agotadas hacia el Mar Muerto, por entre bosquecillos de terebintos y manzanos
de Sodoma. En toda aquella comarca no hay más que una palmera cuya copa
sobrepasa los muros del monasterio. Una soledad infinita, sólo turbada de tarde
en tarde por el paso de algunos nómadas que trasladan sus rebaños; un silencio
colosal que parece bajar de las montañas cuya eminencia amuralla el horizonte.
Cuando sopla el viento del desierto, llueve arena impalpable; cuando el viento
es del lago, todas las plantas quedan cubiertas de sal. El ocaso y la aurora se
confunden en una misma tristeza. Sólo aquellos que deben expiar grandes
crímenes, arrostran semejantes soledades. En el convento se puede oír misa y
comulgar. Los monjes que no son ya más que cinco, y todos por lo menos
sexagenarios, ofrecen al peregrino una modesta colación de dátiles fritos,
uvas, aguas del río y algunas veces vino de palmera. Jamás salen del
monasterio, aunque las tribus vecinas los respetan porque son buenos médicos.
Cuando muere alguno, le sepultan en las cuevas que hay debajo a la orilla del
río, entre las rocas. En esas cuevas anidan ahora parejas de palomas azules,
amigas del convento; antes, hace ya muchos años, habitaron en ellas los
primeros anacoretas, uno de los cuales fue el monje Sosistrato cuya historia he
prometido contaros. Ayúdeme nuestra Señora del Carmelo y vosotros escuchad con
atención. Lo que vais a oír me lo refirió palabra por palabra el hermano
Porfirio, que ahora está sepultado en una de las cuevas de San Sabas, donde
acabó su santa vida a los ochenta años en la virtud y la penitencia. Dios le
haya acogido en su gracia. Amén.
Sosistrato era un monje armenio, que había resuelto pasar su
vida en la soledad con varios jóvenes compañeros suyos de vida mundana, recién
convertidos a la religión del crucificado. Pertenecía, pues, a la fuerte raza
de los estilitas. Después de largo vagar por el desierto, encontraron un día
las cavernas de que os he hablado y se instalaron en ellas. El agua del Jordán,
los frutos de una pequeña hortaliza que cultivaban en común, bastaban para
llenar sus necesidades. Pasaban los días orando y meditando. De aquellas grutas
surgían columnas de plegarias, que contenían con su esfuerzo la vacilante
bóveda de los cielos próxima a desplomarse sobre los pecados del mundo. El
sacrificio de aquellos desterrados, que ofrecían diariamente la maceración de
sus carnes y la pena de sus ayunos a la justa ira de Dios, para aplacarla,
evitó muchas pestes, guerras y terremotos. Esto no lo saben los impíos que ríen
con ligereza de las penitencias de los cenobitas. Y sin embargo, los
sacrificios y oraciones de los justos son las claves del techo del universo.
Al cabo de treinta años de austeridad y silencio, Sosistrato y
sus compañeros habían alcanzado la santidad. El demonio, vencido, aullaba de
impotencia bajo el pie de los santos monjes. Estos fueron acabando sus vidas
uno tras otro, hasta que al fin Sosistrato se quedó solo. Estaba muy viejo, muy
pequeñito. Se había vuelto casi transparente. Oraba arrodillado quince horas
diarias, y tenía revelaciones. Dos palomas amigas traíanle cada tarde algunos
granos de granada y se los daban a comer con el pico. Nada más que de eso
vivía; en cambio olía bien como un jazminero por la tarde. Cada año, el viernes
doloroso, encontraba al despertar, en la cabecera de su lecho de ramas, una
copa de oro llena de vino y un pan con cuyas especies comulgaba absorbiéndose
en éxtasis inefables. Jamás se le ocurrió pensar de dónde vendría aquello, pues
bien sabía que el señor Jesús puede hacerlo. Y aguardando con unción perfecta
el día de su ascensión a la bienaventuranza, continuaba soportando sus años.
Desde hacía más de cincuenta, ningún caminante había pasado por allí.
Pero una mañana, mientras el monje rezaba con sus palomas,
éstas asustadas de pronto, echaron a volar abandonándole. Un peregrino acababa
de llegar a la entrada de la caverna. Sosistrato, después de saludarle con
santas palabras, le invitó a reposar indicándole un cántaro de agua fresca. El
desconocido bebió con ansia como si estuviese anonadado de fatiga; y después de
consumir un puñado de frutas secas que extrajo de su alforja, oró en compañía
del monje.
Transcurrieron siete días. El caminante refirió su
peregrinación desde Cesarea a las orillas del Mar Muerto, terminando la
narración con una historia que preocupó a Sosistrato.
—He visto los cadáveres de las ciudades malditas —dijo una
noche a su huésped—. He mirado humear el mar como una hornalla, y he
contemplado lleno de espanto a la mujer de sal, la castigada esposa de Lot. La
mujer está viva, hermano mío, y yo la he escuchado gemir y la he visto sudar al
sol del mediodía.
—Cosa parecida cuenta Juvencus en su tratado De Sodoma —dijo
en voz baja Sosistrato.
—Sí, conozco el pasaje —añadió el peregrino—. Algo más
definitivo hay en él todavía; y de ello resulta que la esposa de Lot ha seguido
siendo fisiológicamente mujer. Yo he pensado que sería obra de caridad
libertarla de su condena...
—Es la justicia de Dios —exclamó el solitario.
—¿No vino Cristo a redimir también con su sacrificio los
pecados del antiguo mundo? —replicó suavemente el viajero que parecía docto en
letras sagradas—. ¿Acaso el bautismo no lava igualmente el pecado contra la Ley
que el pecado contra el Evangelio?...
Después de estas palabras, ambos se entregaron al sueño. Fue
aquélla la última noche que pasaron juntos. Al siguiente día el desconocido
partió, llevando consigo la bendición de Sosistrato, y no necesito deciros que,
a pesar de sus buenas apariencias, aquel fingido peregrino era Satán en
persona.
El proyecto del maligno fue sutil. Una preocupación tenaz
asaltó desde aquella noche el espíritu del santo. ¡Bautizar la estatua de sal,
liberar de su suplicio aquel espíritu encadenado! La caridad lo exigía, la
razón argumentaba. En esta lucha transcurrieron meses, hasta que por fin el
monje tuvo una visión. Un ángel se le apareció en sueños y le ordenó ejecutar
el acto.
Sosistrato oró y ayunó tres días, y en la mañana del cuarto,
apoyándose en su bordón de acacia, tomó, costeando el Jordán, la senda del Mar
Muerto. La jornada no era larga, pero sus piernas cansadas apenas podían
sostenerle. Así marchó durante dos días. Las fieles palomas continuaban
alimentándole como de ordinario, y él rezaba mucho, profundamente, pues aquella
resolución afligíale en extremo. Por fin, cuando sus pies iban a faltarle, las montañas
se abrieron y el lago apareció.
Los esqueletos de las ciudades destruidas iban poco a poco
desvaneciéndose. Algunas piedras quemadas, era todo lo que restaba ya: trozos
de arcos, hileras de adobes carcomidos por la sal y cimentados en betún... El monje
reparó apenas en semejantes restos, que procuró evitar a fin de que sus pies no
se manchasen a su contacto. De repente, todo su viejo cuerpo tembló. Acababa de
advertir hacia el sur, fuera ya de los escombros, en un recodo de las montañas
desde el cual apenas se los percibía, la silueta de la estatua.
Bajo su manto petrificado que el tiempo había roído, era larga
y fina como un fantasma. El sol brillaba con límpida incandescencia, calcinando
las rocas, haciendo espejear la capa salobre que cubría las hojas de los
terebintos. Aquellos arbustos, bajo la reverberación meridiana, parecían de
plata. En el cielo no había una sola nube. Las aguas amargas dormían en su
característica inmovilidad. Cuando el viento soplaba, podía escucharse en
ellas, decían los peregrinos, cómo se lamentaban los espectros de las ciudades.
Sosistrato se aproximó a la estatua. El viajero había dicho
verdad. Una humedad tibia cubría su rostro. Aquellos ojos blancos, aquellos
labios blancos, estaban completamente inmóviles bajo la invasión de la piedra,
en el sueño de sus siglos. Ni un indicio de vida salía de aquella roca. ¡El sol
la quemaba con tenacidad implacable, siempre igual desde hacía miles de años, y
sin embargo, esa efigie estaba viva puesto que sudaba! Semejante sueño resumía
el misterio de los espantos bíblicos. La cólera de Jehová había pasado sobre
aquel ser, espantosa amalgama de carne y de peñasco. ¿No era temeridad el
intento de turbar ese sueño? ¿No caería el pecado de la mujer maldita sobre el
insensato que procuraba redimirla? Despertar el misterio es una locura
criminal, tal vez una tentación del infierno. Sosistrato, lleno de congoja, se
arrodilló a orar en la sombra de un bosquecillo...
Cómo se verificó el acto, no os lo voy a decir. Sabed
únicamente que cuando el agua sacramental cayó sobre la estatua, la sal se
disolvió lentamente, y a los ojos del solitario apareció una mujer, vieja como
la eternidad, envuelta en andrajos terribles, de una lividez de ceniza, flaca y
temblorosa, llena de siglos. El monje que había visto al demonio sin miedo,
sintió el pavor de aquella aparición. Era el pueblo réprobo lo que se levantaba
en ella. ¡Esos ojos vieron la combustión de los azufres llovidos por la cólera
divina sobre la ignominia de las ciudades; esos andrajos estaban tejidos con el
pelo de los camellos de Lot; esos pies hollaron las cenizas del incendio del
Eterno! Y la espantosa mujer le habló con su voz antigua. Ya no recordaba nada.
Sólo una vaga visión del incendio, una sensación tenebrosa despertada a la
vista de aquel mar. Su alma estaba vestida de confusión. Había dormido mucho,
un sueño negro como el sepulcro. Sufría sin saber por qué, en aquella sumersión
de pesadilla. Ese monje acababa de salvarla. Lo sentía. Era lo único claro en
su visión reciente. Y el mar... el incendio... la catástrofe... las ciudades
ardidas... todo aquello se desvanecía en una clarividente visión de muerte. Iba
a morir. Estaba salvada, pues. ¡Y era el monje quien la había salvado!
Sosistrato temblaba, formidable. Una llama roja incendiaba sus pupilas. El
pasado acababa de desvanecerse en él, como si el viento de fuego hubiera
barrido su alma. Y sólo este convencimiento ocupaba su conciencia: ¡la mujer
de Lot estaba allí! El sol descendía hacia las montañas. Púrpuras de
incendio manchaban el horizonte. Los días trágicos revivían en aquel aparato de
llamaradas. Era como una resurrección del castigo, reflejándose por segunda vez
sobre las aguas del lago amargo. Sosistrato acababa de retroceder en los
siglos. Recordaba. Había sido actor en la catástrofe. Y esa mujer... ¡esa mujer
le era conocida!
Entonces un ansia espantosa le quemó las carnes. Su lengua
habló, dirigiéndose a la espectral resucitada:
—Mujer, respóndeme una sola palabra.
—Habla... pregunta...
—¿Responderás?
—Sí, habla; ¡me has salvado!
Los ojos del anacoreta brillaron, como si en ellos se
concentrase el resplandor que incendiaba las montañas.
—Mujer, dime qué viste cuando tu rostro se volvió para
mirar.
Una voz anudada de angustia, le respondió:
—Oh, no... ¡Por Elohim, no quieras saberlo!
—¡Dime qué viste!
—No... no... ¡Sería el abismo!
—Yo quiero el abismo.
—Es la muerte...
—¡Dime qué viste!
—¡No puedo... no quiero!
—Yo te he salvado.
—No... no...
El sol acababa de ponerse.
—¡Habla!
La mujer se aproximó. Su voz parecía cubierta de polvo; se
apagaba, se crepusculizaba, agonizando.
—¡Por las cenizas de tus padres!...
—¡Habla!
Entonces aquel espectro aproximó su boca al oído del cenobita,
y dijo una palabra. Y Sosistrato, fulminado, anonadado, sin arrojar un grito,
cayó muerto. Roguemos a Dios por su alma.
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