Ricardo Palma nació en Lima en
1833, nueve años después de la independencia de los campos de Ayacucho,
cuando los pobladores conservaban aún las costumbres de la época de La
Colonia. Palma fue creciendo al margen de los acontecimientos y dejó,
dentro del campo cultural, un valioso testimonio del tardío
romanticismo peruano. Murió en el año 1919.
En sus Tradiciones peruanas reflejó el costumbrismo peruano, introduciendo un tono festivo a cánones románticos .
El texto que sigue: "Lucas el sacrílego" es una breve muestra de sus Tradiciones.
El texto que sigue: "Lucas el sacrílego" es una breve muestra de sus Tradiciones.
Lucas el sacrílego
Crónica de la época del vigésimo nono virrey del Perú
I
El que hubiera pasado por la plazuela de San Agustín a hora de las
once de la noche del 22 de octubre de 1743, habría visto un bulto sobre
la cornisa de la fachada del templo, esforzándose a penetrar en él por
una estrecha claraboya. Grandes pruebas de agilidad y equilibrio tuvo
sin duda que realizar el escalador hasta encaramarse sobre la cornisa, y
el cristiano que lo hubiese contemplado habría tenido que santiguarse
tomándolo por el enemigo malo o por duende cuando menos. Y no se olvide
que por aquellos tiempos era de pública voz y fama que en ciertas noches
la plazuela de San Agustín era invadida por una procesión de ánimas del
purgatorio con cirio en mano. Yo ni quito ni pongo; pero sospecho que
con la república y el gas les hemos metido el resuello a las ánimas
benditas, que se están muy mohínas y quietas en el sitio donde a su
Divina Majestad plugo ponerlas.
El atrio de la iglesia no tenía por entonces la magnífica verja de
hierro que hoy lo adorna, y la policía nocturna de la ciudad estaba en
abandono tal, que era asaz difícil encontrar una ronda. Los buenos
habitantes de Lima se encerraban en casita a las diez de la noche,
después de apagar el farol de la puerta, y la población quedaba
sumergida en plena tiniebla con gran contentamiento de gatos y lechuzas,
de los devotos de hacienda ajena y de la gente dada a amorosas
empresas.
El avisado lector, que no puede creer en duendes ni en demonios
coronados, y que, como es de moda en estos tiempos de civilización,
acaso no cree ni en Dios, habrá sospechado que es un ladrón el que se
introduce por la claraboya de la iglesia. Piensa mal y acertarás.
En efecto. Nuestro hombre con auxilio de una cuerda se descolgó al templo, y con paso resuelto se dirigió al altar mayor.
Yo no sé, lector, si alguna ocasión te has encontrado de noche en un
vasto templo, sin más luz que la que despiden algunas lamparillas
colocadas al pie de las efigies y sintiendo el vuelo, y el graznar
fatídico de esas aves que anidan en las torres y bóvedas. De mí sé decir
que nada ha producido en mi espíritu una impresión más sombría y
solemne a la vez, y que por ello tengo a los sacristanes y monaguillos
en opinión, no diré de santos, sino de ser los hombres de más hígados de
la cristiandad. ¡Me río yo de los bravos de la independencia!
Llegado nuestro hombre al sagrario, abrió el recamarín, sacó la
Custodia, envolvió en su pañuelo la Hostia divina, dejándola sobre el
altar, y salió del templo por la misma claraboya que le había dado
entrada.
Sólo dos días después, en la mañana del sábado 25, cuando debía hacerse la renovación de la Forma, vino a descubrirse el robo. Había desaparecido el sol de oro, evaluado en más de cuarenta mil pesos, y cuyas ricas perlas, rubíes, brillantes, zafiros, ópalos y esmeraldas eran obsequio de las principales familias de Lima. Aunque el pedestal era también de oro y admirable como obra de arte, no despertó la codicia del ladrón.
Fácil es imaginarse la conmoción que este sacrilegio causaría en el
devoto pueblo. Según refiere el erudito escritor del Diario de Lima, en
los números del 4 y 5 de octubre de 1791, hubo procesión de penitencia,
sermón sobre el texto de David: Exurge, Domine, et judica causam tuam,
constantes rogativas, prisión de legos y sacristanes, y carteles fijando
premios para quien denunciase al ladrón. Se cerraron los coliseos y el
duelo fue general cuando, corriendo los días sin descubrirse al
delincuente, recurrió la autoridad eclesiástica al tremendo resorte de
leer censuras y apagar candelas.
Por su parte el marqués de Villagarcía, virrey del Perú, había
llenado su deber, dictando todas las providencias que en su arbitrio
estaban para capturar al sacrílego. Los expresos a los corregidores y
demás autoridades del virreinato se sucedieron sin tregua, hasta que a
fines de noviembre llegó a Lima un alguacil del intendente de
Huancaveliva D. Jerónimo Solá, ex consejero de Indias, con pliegos en
los que éste comunicaba a su excelencia que el ladrón se hallaba
aposentado en la cárcel y con su respectivo par de calcetas de Vizcaya.
Bien dice el refrán que «entre bonete y almete se hacen cosas de
copete».
Las campanas se echaron a vuelo, el teatro volvió a funcionar, los
vecinos abandonaron el luto, y Lima se entregó a fiestas y regocijos.
II
Ciñéndonos al plan que hemos seguido en las Tradiciones, viene aquí a
cuento una rápida reseña histórica de la época de mando del
excelentísimo señor D. José de Mendoza Caamaño y Sotomayor, marqués de
Villagarcía, de Monroy y de Cusano, conde de Barrantes y señor de Vista
Alegre, Rubianes y Villanueva, vigésimo nono virrey del Perú por su
majestad D. Felipe V, y que a la edad de sesenta años se hizo cargo del
gobierno de estos reinos en 4 de enero de 1736.
El marqués de Villagarcía se resistió mucho a aceptar el virreinato
del Perú, y persuadiéndolo uno de los ministros del rey para que no
rechazase lo que tantos codiciaban, dijo:
«Señor, vueseñoría me ponga a los pies de su majestad, a quien venero
como es justo y de ley, y represéntele que haciendo cuentas conmigo
mismo, he hallado que me conviene más vivir pobre hidalgo que morir rico
virrey».
El soberano encontró sin fundamento la excusa, y el nombrado tuvo que embarcarse para América.
Sucediendo al enérgico marqués de Castelfuerte, la ley de las
compensaciones exigía del nuevo virrey una política menos severa. Así, a
fuerza de sagacidad y moderación, pudo el de Villagarcía impedir que
tomasen incremento las turbulencias de Oruro y mantener a raya al
cuzqueño Juan Santos, que se había proclamado inca.
No fue tan feliz con los almirantes ingleses Vernon y Jorge Andson,
que con sus piraterías alarmaban la costa. Haciendo grandes esfuerzos e
imponiendo una contribución al comercio, logró el virrey alistar una
escuadra, cuyo jefe evitó siempre poner sus naves al alcance de los
cañones ingleses, dando lugar a que Andson apresara el galeón de Manila,
que llevaba un cargamento valuado en más de tres millones de pesos.
Bajo su gobierno fue cuando el mineral del Cerro de Pasco principió a
adquirir la importancia de que hoy goza, y entre otros sucesos curiosos
de su época merecen consignarse la aurora boreal que se vio una noche
en el Cuzco, y la muerte que dieron los fanáticos habitantes de Cuenca
al cirujano de la expedición científica que a las órdenes del sabio La
Condamine visitó la América. Los sencillos naturales pensaron, al ver
unos extranjeros examinando el cielo con grandes telescopios, que esos
hombres se ocupaban de hechicerías y malas artes.
A propósito de la venida de la comisión científica, leemos en un
precioso manuscrito que existe en la biblioteca de Lima, titulado Viaje
al globo de la luna, que el pueblo limeño bautizó a los ilustres marinos
españoles D. Jorge Juan y D. Antonio de Ulloa y a los sabios franceses
Gaudin y La Condamine con el sobrenombre de los caballeros del punto
fijo, aludiendo a que se proponían determinar con fijeza la magnitud y
figura de la tierra. Un pedante, creyendo que los cuatro comisionados
tenían facultad para alejar de Lima cuanto quisiesen la línea
equinoccial, se echó a murmurar entre el pueblo ignorante contra el
virrey marqués de Villagarcía, acusándolo de tacaño y menguado; pues por
ahorrar un gasto de quince o veinte mil pesos que pudiera costar la
obra, consentía en que la línea equinoccial se quedase como se estaba y
los vecinos expuestos a sufrir los recios calores del verano. Trabajillo
parece que costó convencer al populacho de que aquel charlatán
ensartaba disparates. Así lo refiere el autor anónimo del ya citado
manuscrito.
Después de nueve años y medio de gobierno, y cuando menos lo
esperaba, fue el virrey desairosamente relevado con el futuro conde de
Superunda en julio de 1745. Este agravio afectó tanto al anciano marqués
de Villagarcía, que regresando para España, a bordo del navío Héctor,
murió en el mar, en la costa patagónica, en diciembre del mismo año.
III
Lucas de Valladolid era un mestizo, de la ciudad de Huamanga, que
ejercía en Lima el oficio de platero. Obra de sus manos eran las mejores
alhajas que a la sazón se fabricaban. Pero el maestro Lucas picaba de
generoso, y en el juego, el vino y las mozas de partido derrochaba sus
ganancias.
Los padres agustinos le dispensaban gran consideración, y el maestro
Lucas era uno de sus obligados comensales en los días de mantel largo.
Nuestro platero conocía, pues, a palmos el convento y la iglesia,
circunstancia que le sirvió para realizar el robo de la Custodia, tal
como lo dejamos referido.
Dueño de tan valiosa prenda, se dirigió con ella a su casa, desarmó
el sol, fundió el oro y engarzó en anillos algunas piedras. Viendo la
excitación que su crimen había producido, se resolvió a abandonar la
ciudad y emprendió viaje a Huacanvelica, enterrando antes en la falda de
San Cristóbal una parte de su riqueza.
La esposa del intendente Solá era limeña, y a ésta se presentó el
maestro Lucas ofreciéndola en venta seis magníficos anillos. En uno de
ellos lucía una preciosa esmeralda, y examinándola la señora, exclamó:
«¡Qué rareza! Esta piedra es idéntica a la que obsequié para la Custodia
de San Agustín».
Turbose el platero, y no tardó en despedirse.
Pocos minutos después entraba el intendente en la estancia de su
esposa, y la participó que acababa de llegar un expreso de Lima con la
noticia del sacrílego robo.
-Pues, hijo mío -le interrumpió la señora-, hace un rato que he tenido en casa al ladrón.
Con los informes de la intendenta procediose en el acto a buscar al
maestro Lucas, pero ya éste había abandonado la población. Redobláronse
los esfuerzos y salieron inmediatamente algunos indios en todas
direcciones en busca del criminal, logrando aprehenderlo a tres leguas
de distancia.
El sacrílego principió por una tenaz negativa; pero le aplicaron
garrotillo en los pulgares o un cuarto de rueda, y cantó de plano.
Cuando el virrey recibió el oficio del intendente de Huancavelica despachó para guarda del reo una compañía de su escolta.
Llegado éste a Lima en enero de 1744, costó gran trabajo impedir que
el pueblo lo hiciese añicos. ¡Las justicias populares son cosa rancia
por lo visto!
A los pocos días fue el ladrón puesto en capilla, y entonces solicitó
la gracia de que se le acordasen cuatro meses para fabricar una
Custodia superior en mérito a la que él había destruido. Los agustinos
intercedieron y la gracia fue otorgada.
Las familias pudientes contribuyeron con oro y nuevas alhajas, y
cuatro meses después, día por día, la custodia, verdadera obra de arte,
estaba concluida. En este intervalo el maestro Lucas dio en su prisión
tan positivas muestras de arrepentimiento que le valieron la merced de
que se le conmutase la pena.
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