Horacio Silvestre Quiroga Forteza nació en Salto, Uruguay, en 1878.
Se lo considera el maestro del cuento latinoamericano. Fue cuentista, dramaturgo y poeta.
Murió en Buenos Aires, Argenina, en 1937, por la ingesta de cianauro, decisión que tomó al enterarse de que padecía cáncer de próstata.
Su obra: Los arrecifes de coral (poemas); El crimen del otro (cuentos); Los perseguidos (cuentos); Historia de un amor turbio (novela); Cuentos de amor, de locura y de muerte; Cuentos de la selva; El salvaje (cuentos); Los sacrificados (teatro); Anaconda (cuentos); El desierto (cuentos); La gallina degollada y otros cuentos; Los desterrados (cuentos); Pasado amor (novela); Más allá (cuentos); Diario de viaje a París.
La miel silvestre
Tengo en el Salto
Oriental dos primos, hoy hombres ya, que a sus doce años, y a consecuencia de
profundas lecturas de Julio Verne, dieron en la rica empresa de abandonar su
casa para ir a vivir al monte. Este queda a dos leguas de la ciudad. Allí
vivirían primitivamente de la caza y la pesca. Cierto es que los dos muchachos
no se habían acordado particularmente de llevar escopetas ni anzuelos; pero, de
todos modos, el bosque estaba allí, con su libertad como fuente de dicha y sus
peligros como encanto.
Desgraciadamente,
al segundo día fueron hallados por quienes los buscaban. Estaban bastante
atónitos todavía, no poco débiles, y con gran asombro de sus hermanos menores —iniciados
también en Julio Verne— sabían andar aún en dos pies y recordaban el habla.
La
aventura de los dos robinsones, sin embargo, fuera acaso más formal a haber
tenido como teatro otro bosque menos dominguero. Las escapatorias llevan aquí
en Misiones a límites imprevistos, y a ello arrastró a Gabriel Benincasa el
orgullo de sus stromboot.
Benincasa,
habiendo concluido sus estudios de contaduría pública, sintió fulminante deseo
de conocer la vida de la selva. No fue arrastrado por su temperamento, pues
antes bien Benincasa era un muchacho pacífico, gordinflón y de cara rosada, en
razón de su excelente salud. En consecuencia, lo suficiente cuerdo para
preferir un té con leche y pastelitos a quién sabe qué fortuita e infernal
comida del bosque. Pero así como el soltero que fue siempre juicioso cree de su
deber, la víspera de sus bodas, despedirse de la vida libre con una noche de
orgía en componía de sus amigos, de igual modo Benincasa quiso honrar su vida
aceitada con dos o tres choques de vida intensa. Y por este motivo remontaba el
Paraná hasta un obraje, con sus famosos stromboot.
Apenas
salido de Corrientes había calzado sus recias botas, pues los yacarés de la
orilla calentaban ya el paisaje. Mas a pesar de ello el contador público
cuidaba mucho de su calzado, evitándole arañazos y sucios contactos.
De
este modo llegó al obraje de su padrino, y a la hora tuvo éste que contener el
desenfado de su ahijado.
—¿Adónde
vas ahora? —le había preguntado sorprendido.
—Al
monte; quiero recorrerlo un poco —repuso Benincasa, que acababa de colgarse el
winchester al hombro.
—¡Pero
infeliz! No vas a poder dar un paso. Sigue la picada, si quieres... O mejor
deja esa arma y mañana te haré acompañar por un peón.
Benincasa
renunció a su paseo. No obstante, fue hasta la vera del bosque y se detuvo.
Intentó vagamente un paso adentro, y quedó quieto. Metiose las manos en los
bolsillos y miró detenidamente aquella inextricable maraña, silbando débilmente
aires truncos. Después de observar de nuevo el bosque a uno y otro lado,
retornó bastante desilusionado.
Al
día siguiente, sin embargo, recorrió la picada central por espacio de una
legua, y aunque su fusil volvió profundamente dormido, Benincasa no deploró el
paseo. Las fieras llegarían poco a poco.
Llegaron
éstas a la segunda noche —aunque de un carácter un poco singular.
Benincasa
dormía profundamente, cuando fue despertado por su padrino.
—¡Eh,
dormilón! Levántate que te van a comer vivo.
Benincasa
se sentó bruscamente en la cama, alucinado por la luz de los tres faroles de
viento que se movían de un lado a otro en la pieza. Su padrino y dos peones
regaban el piso.
—¿Qué
hay, qué hay? —preguntó echándose al suelo.
—Nada...
Cuidado con los pies... La corrección.
Benincasa
había sido ya enterado de las curiosas hormigas a que llamamos corrección. Son
pequeñas, negras, brillantes y marchan velozmente en ríos más o menos anchos.
Son esencialmente carnívoras. Avanzan devorando todo lo que encuentran a su
paso: arañas, grillos, alacranes, sapos, víboras y a cuanto ser no puede
resistirles. No hay animal, por grande y fuerte que sea, que no haya de ellas.
Su entrada en una casa supone la exterminación absoluta de todo ser viviente,
pues no hay rincón ni agujero profundo donde no se precipite el río devorador.
Los perros aúllan, los bueyes mugen y es forzoso abandonarles la casa, a
trueque de ser roídos en diez horas hasta el esqueleto. Permanecen en un lugar
uno, dos, hasta cinco días, según su riqueza en insectos, carne o grasa. Una
vez devorado todo, se van.
No
resisten, sin embargo, a la creolina o droga similar; y como en el obraje
abunda aquélla, antes de una hora el chalet quedó libre de la corrección.
Benincasa
se observaba muy de cerca, en los pies, la placa lívida de una mordedura.
—¡Pican
muy fuerte, realmente! —dijo sorprendido, levantando la cabeza hacia su
padrino.
Este,
para quien la observación no tenía ya ningún valor, no respondió,
felicitándose, en cambio, de haber contenido a tiempo la invasión. Benincasa
reanudó el sueño, aunque sobresaltado toda la noche por pesadillas tropicales.
Al
día siguiente se fue al monte, esta vez con un machete, pues había concluido
por comprender que tal utensilio le sería en el monte mucho más útil que el
fusil. Cierto es que su pulso no era maravilloso, y su acierto, mucho menos.
Pero de todos modos lograba trozar las ramas, azotarse la cara y cortarse las
botas; todo en uno.
El
monte crepuscular y silencioso lo cansó pronto. Dábale la impresión —exacta por
lo demás— de un escenario visto de día. De la bullente vida tropical no hay a
esa hora más que el teatro helado; ni un animal, ni un pájaro, ni un ruido
casi. Benincasa volvía cuando un sordo zumbido le llamó la atención. A diez
metros de él, en un tronco hueco, diminutas abejas aureolaban la entrada del
agujero. Se acercó con cautela y vio en el fondo de la abertura diez o doce
bolas oscuras, del tamaño de un huevo.
—Esto
es miel —se dijo el contador público con íntima gula—. Deben de ser bolsitas de
cera, llenas de miel...
Pero
entre él —Benincasa— y las bolsitas estaban las abejas. Después de un momento de
descanso, pensó en el fuego; levantaría una buena humareda. La suerte quiso que
mientras el ladrón acercaba cautelosamente la hojarasca húmeda, cuatro o cinco
abejas se posaran en su mano, sin picarlo. Benincasa cogió una en seguida, y
oprimiéndole el abdomen, constató que no tenía aguijón. Su saliva, ya liviana,
se clarifico en melífica abundancia. ¡Maravillosos y buenos animalitos!
En
un instante el contador desprendió las bolsitas de cera, y alejándose un buen
trecho para escapar al pegajoso contacto de las abejas, se sentó en un raigón.
De las doce bolas, siete contenían polen. Pero las restantes estaban llenas de
miel, una miel oscura, de sombría transparencia, que Benincasa paladeó
golosamente. Sabía distintamente a algo. ¿A qué? El contador no pudo
precisarlo. Acaso a resina de frutales o de eucaliptus. Y por igual motivo,
tenía la densa miel un vago dejo áspero. ¡Mas qué perfume, en cambio!
Benincasa,
una vez bien seguro de que cinco bolsitas le serían útiles, comenzó. Su idea
era sencilla: tener suspendido el panal goteante sobre su boca. Pero como la
miel era espesa, tuvo que agrandar el agujero, después de haber permanecido
medio minuto con la boca inútilmente abierta. Entonces la miel asomó,
adelgazándose en pesado hilo hasta la lengua del contador.
Uno
tras otro, los cinco panales se vaciaron así dentro de la boca de Benincasa.
Fue inútil que éste prolongara la suspensión, y mucho más que repasara los
globos exhaustos; tuvo que resignarse.
Entre
tanto, la sostenida posición de la cabeza en alto lo había mareado un poco.
Pesado de miel, quieto y los ojos bien abiertos, Benincasa consideró de nuevo
el monte crepuscular. Los árboles y el suelo tomaban posturas por demás
oblicuas, y su cabeza acompañaba el vaivén del paisaje.
—Qué
curioso mareo... —pensó el contador. Y lo peor es...
Al
levantarse e intentar dar un paso, se había visto obligado a caer de nuevo
sobre el tronco. Sentía su cuerpo de plomo, sobre todo las piernas, como si
estuvieran inmensamente hinchadas. Y los pies y las manos le hormigueaban.
—¡Es
muy raro, muy raro, muy raro! —se repitió estúpidamente Benincasa, sin
escudriñar, sin embargo, el motivo de esa rareza. Como si tuviera hormigas...
La corrección —concluyó.
Y
de pronto la respiración se le cortó en seco, de espanto.
—¡Debe
ser la miel!... ¡Es venenosa!... ¡Estoy envenenado!
Y
a un segundo esfuerzo para incorporarse, se le erizó el cabello de terror; no
había podido ni aun moverse. Ahora la sensación de plomo y el hormigueo subían
hasta la cintura. Durante un rato el horror de morir allí, miserablemente solo,
lejos de su madre y sus amigos, le cohibió todo medio de defensa.
—¡Voy
a morir ahora!... ¡De aquí a un rato voy a morir!... ¡No puedo mover la
mano!...
En
su pánico constató, sin embargo, que no tenía fiebre ni ardor de garganta, y el
corazón y pulmones conservaban su ritmo normal. Su angustia cambió de forma.
—¡Estoy
paralítico, es la parálisis! ¡Y no me van a encontrar!...
Pero
una visible somnolencia comenzaba a apoderarse de él, dejándole íntegras sus
facultades, a lo por que el mareo se aceleraba. Creyó así notar que el suelo
oscilante se volvía negro y se agitaba vertiginosamente. Otra vez subió a su
memoria el recuerdo de la corrección, y en su pensamiento se fijó como una
suprema angustia la posibilidad de que eso negro que invadía el suelo...
Tuvo
aún fuerzas para arrancarse a ese último espanto, y de pronto lanzó un grito,
un verdadero alarido, en que la voz del hombre recobra la tonalidad del niño
aterrado: por sus piernas trepaba un precipitado río de hormigas negras.
Alrededor de él la corrección devoradora oscurecía el suelo, y el contador
sintió, por bajo del calzoncillo, el río de hormigas carnívoras que subían.
Su
padrino halló por fin, dos días después, y sin la menor partícula de carne, el
esqueleto cubierto de ropa de Benincasa. La corrección que merodeaba aún por
allí, y las bolsitas de cera, lo iluminaron suficientemente.
No
es común que la miel silvestre tenga esas propiedades narcóticas o
paralizantes, pero se la halla. Las flores con igual carácter abundan en el
trópico, y ya el sabor de la miel denuncia en la mayoría de los casos su
condición; tal el dejo a resina de eucaliptus que creyó sentir Benincasa.
1 comentario:
Excelente!
Que gran iniciativa, tener a mano (en mi caso particular, el celular) a los grandes de Latinoamérica.
Muy buenos cuentos,que leeré con gusto, uno por uno.
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