Considerado
uno de los más grandes innovadores de la poesía del siglo XX, también escribió
narrativa, dramaturgia y ensayos.
Según
el crítico Thomas Merton, fue el más grande poeta universal después de Dante.
Se lo ha calificado como “poeta universal” por sus Poemas humanos.
Murió
en Paris, en 1938.
Su
obra:
Poesía: Antología
poética, Poemas humanos, Trilce, Los heraldos negros.
Narrativa: Escalas
melografiadas, Fabla salvaje, Hacia el reino de los Sciris, El Tungsteno, Paco
Ynque.
Teatro: Lock-out, Entre las dos orillas corre el río, Colache Hermanos o
presidentes de América, La piedra cansada.
Viaje alrededor del porvenir
A eso de las dos de la mañana
despertó el administrador en un sobresalto. Tocó el botón de la luz y
alumbró. Al consultar su reloj de bolsillo, se dio cuenta de que era
todavía muy temprano para levantarse. Apagó y trató de dormirse de nuevo.
Hasta las tres y media podía dar un buen sueño. Su mujer parecía estar
sumida en un sueño profundo. El administrador ignoraba que ella le había
sentido y que, en ese momento, estaba también despierta. Sin embargo, los
dos permanecían en silencio, el uno junto al otro, en medio de la completa
oscuridad del dormitorio.
Pero pasados unos minutos, no le
volvía el sueño al administrador, y su mujer, sin saber por qué, tampoco
podía ya dormir, siguiendo con el oído los movimientos que, de cuando en
cuando, hacía su marido en la cama y hasta el ritmo de su respiración y el
parpadeo de sus ojos. Hacía dos años que eran casados. Una hijita de tres
meses dormía en su cuna, en la habitación contigua, a cargo de una nodriza.
El administrador casó con Eva, no porque la quisiera, sino por
conveniencia, pues esta tenía un lejano parentesco con don Julio, patrón de
la hacienda. El administrador hizo, en efecto, un buen negocio: apenas se
casaron, el patrón lo había ascendido de simple mayordomo de campo, con 60
soles de sueldo y una simple ración de carne y arroz, a administrador
general de la hacienda, con 150 soles mensuales y tres raciones diarias. De
otro lado, aun cuando el parentesco en cuestión no contaba mucho a los ojos
del patrón —hombre duro, vanidoso y avaro— con el matrimonio cambió en
parte el tratamiento que le daba a su ex-mayordomo de campo. Tenía para él
una sonrisa, por lo menos, a la semana. Solía también a veces dar a sus
instrucciones, delante de los obreros y los otros empleados, repentinas
entonaciones de deferencia. Una vez al mes, les estaba acordado al
administrador y a su mujer, ir de visita a la casa-hacienda y comer en la
mesa de los parientes pobres del patrón. Por último, el 28 de julio de cada
año, día de la fiesta nacional, recibía el cajero orden de dar al
administrador un sueldo gratis. Mas la dádiva mayor no había sido todavía
recibida, aunque ya estaba prometida.
El día en que nació la hija del
administrador, la mujer del patrón le dijo a su marido, a la hora de cenar:
—¿Sabes una cosa?
El patrón, cuyo despotismo y
frialdad no exceptuaba ni a su mujer, movió negativamente la cabeza.
—Eva ha dado a luz esta mañana —añadió la patrona— y la criatura es mujercita.
—¡Zonza! —argumentó el patrón en
tono de burla—. No sabe hacé hico. ¿Po qué no hacé uno muchacho hombre?
El patrón hablaba pronunciando las
palabras como chino que ignorase el español. ¿Por qué tan singular
costumbre? ¿Lo hacía acaso porque, en realidad, no pudiese articular bien
el español? No. Lo hacía por hábito de soberbia y de dominio. Cuando la
hacienda estuvo aún en manos de su padre —un inmigrante italiano, que se
hizo rico en el Perú, vendiendo ultramarinos al por menor— la mayor parte
de los obreros del campo eran chinos. Estos culíes eran tratados entonces
como esclavos. El padre del actual patrón y cualquiera de sus capataces o
empleados superiores podían azotar, dar de palos o matar de un tiro de
revólver a un culí, por quítame allí esas pajas. Así, pues, el actual
patrón creció servido por chinos y obedeciendo a un raro fenómeno de
persistente relación entre el lenguaje usado por aquel entonces en el trato
con los culíes y la condición de esclavos en que don Julio se había
acostumbrado a ver a los obreros y, de modo general, a cuantos le eran
económicamente inferiores, se hizo hábito oír al patrón hablar en un
español chinesco a todos los habitantes de su hacienda. Nada importaba que
ahora no se tratase ya de culíes sino de indígenas de la sierra del Perú.
Su lenguaje resultaba, por eso, de un ridículo no exento de una aureola
feudal y sanguinaria.
Don Julio, aquella noche del
nacimiento de la hija del administrador, había llamado a este a su
escritorio después de cenar, y le dijo severamente:
—Tú tene ahora una hica. Por qué tú
no hacé uno muchacho. ¡Tú ée zonzo!
El administrador de pie y en actitud humilde, se puso colorado de emoción, al sentirse honrado, con el hecho de que el patrón se interesase así por la vida de los suyos. Una mezcla de orgullo y de pudor le estremeció ante las palabras protectoras del patrón y no supo qué contestar. Sonrió penosamente y bajó la frente. El patrón añadió, entonces, paternalmente:
El administrador de pie y en actitud humilde, se puso colorado de emoción, al sentirse honrado, con el hecho de que el patrón se interesase así por la vida de los suyos. Una mezcla de orgullo y de pudor le estremeció ante las palabras protectoras del patrón y no supo qué contestar. Sonrió penosamente y bajó la frente. El patrón añadió, entonces, paternalmente:
—Anda tú hacé uno hico muchacho,
uno hico macho. Si tú hacé un chico home, yo date legalo di mil soles.
—Después dio don Julio unos largos
pasos con sus enormes piernas de gigante y salió del escritorio, sin
dejarle tiempo al administrador para darle las gracias por tamaña promesa.
Desde entonces, el administrador
vivía con la constante preocupación de engendrar un hijo hombre. Formulada
la promesa por el patrón, se apresuró a comunicarla inmediatamente a su
mujer, la cual, en su gran inconsciencia, vecina de un impudor casi cínico,
recibió la noticia con saltos de alegría y entusiasmo. Ambos cónyuges
empezaron a soñar día y noche en aquel alumbramiento de un hijo hombre, que
les traería los diez mil soles prometidos... día y noche. Esta perspectiva
surgía ante ellos principalmente cada vez que se veían en apuros de dinero y
en cuantas ocasiones hablaban de proyectos de futuro bienestar. Necesitaban
vestirse mejor que los Quesada. Necesitaban comprar muebles nuevos para la
casa de Chiclayo. Además, convendría hacer un paseíto a Lima. ¿Por qué
solamente los Herrera y los Ulercado tenían derecho a ir a pasear a Lima
todos los años?
—Mira, Arturo —decía Eva, en un
delirio de ilusión a su marido—, si llegamos a tener el chico este año,
podríamos pasar la temporada de verano en Miraflores. ¡Oh, qué maravilla
sería eso! ¡Cómo se morirían de envidia todas mis amigas!
En un transporte de entusiasmo, Eva
echaba los brazos al cuello del administrador y acotaba, poniéndose seria:
—Pero creo que don Julio lo hace
tal vez para que trabajes mejor y cumplas debidamente con los deberes de tu
puesto. ¿Crees tú que está contento con tu trabajo?
—Ya lo creo que sí. Está
contentísimo. De otra manera, no me habría prometido el regalo. El otro
día, le hice ganar de nuevo a la hacienda un montón de dinero.
—¿Cómo, Arturito mío? ¿Cómo lo hiciste?
—La semana pasada, un equipo de
braceros de la Contrata Puga trabajó seis días en un destajo de corte de
caña. Yo lo sabía perfectamente. El caporal había también registrado en la
planilla esas tareas. Pero el sábado por la tarde, pasé, como quien no hace
la cosa, por la caja a la hora del pago de las planillas semanales. Miré al
azar las planillas sobre la mesa y al encontrarme con la de los cañeros,
hice como que me sorprendía de verla. Llamé al caporal y le pregunté por
qué se iba a pagar a esa gente un trabajo que yo ignoraba y que, sobre
todo, yo no había ordenado que se hiciese. Se hicieron los esclarecimientos
del caso y acabé diciendo que no se pagasen esos salarios, puesto que se
trataba de un trabajo que yo no había ordenado. Y así se hizo. Total: unos
cientos de soles ahorrados para la hacienda.
Eva se quedó pensativa y preguntó
vacilante:
—Pero ¿y los obreros no cobraron su
trabajo?
—Naturalmente que no. Si,
precisamente, de eso es de lo que se trataba.
—Pero... ¡Pobrecitos! ¿Y el contratista
tampoco les pagaría?
—¿Pagarles el contratista, dices? —exclamó
el administrador con sarcasmo—. Bueno será Puga para desembolsar un dinero
que él no ha recibido...
Eva quedó entonces con su marido en
que el regalo prometido por el patrón no tenía nada que ver con los
servicios del administrador, sino que era una cosa completamente
desinteresada y generosa.
*
* *
Y esta noche, en que el
administrador ya no podía conciliar el sueño, vino a su mente de súbito la
idea del regalo prometido por don Julio. Si el administrador lograba
engendrar un hijo macho, sería una cosa formidable. Pero ¿cómo lograrlo?
Más de una vez se habían hecho él y su mujer esta interrogación. ¿Cómo
engendrar un hijo hombre? Los dos pensaban que la cosa consistía en
alimentarse bien. Otras veces creían que era cuestión de técnica y, en las
horas de escepticismo, pensaban, siguiendo su experiencia, que eran estos
designios de la suerte y que no había nada que hacer. La pareja pasaba
noches ardidas de esfuerzo y ansiedad. Había ocasiones en que Eva, después
de un espasmo heroico y calculado, como un teorema de raíz cúbica, se sumía
en un silencio abstracto para luego exclamar de pronto, besando sudorosa a
su marido:
—¡Ya! ¡Yo creo que ya! ¡Siento que
ahora sí, que ya! Lo siento. ¡Lo siento claramente!
—No —respondía Arturo, exhausto y
desalentado—. Yo he sentido que no. Esto es una broma.
Otras veces era el administrador
quien solía exclamar en el instante preciso de su goce:
—¡Ya!... ¡Ya!... ¡Ya!... ¡Ya!...
Eva, por el contrario, se mostraba
escéptica, aunque no se atreviese a desalentar a su marido y, más bien, le
respondía con jadeante y débil voz:
—Sí... Probablemente...
Probablemente...
El administrador, al recordar esta
noche de insomnio, todas estas escenas y luchas por los diez mil soles
prometidos por don Julio, se puso de mal humor. Se dio una vuelta brusca en
la cama y lanzó un bufido de cólera. ¡Habrase visto cosa más imbécil! No
poder engendrar un hijo macho. ¡Era el colmo de la mala suerte!
Eva oyó el bufido rabioso de su
marido y de golpe comprendió en qué estaba pensando Arturo. Meditó un
momento y fingió despertar solamente en ese instante, acercando a ciegas
sus carnes desnudas y cálidas al cuerpo de su marido. Después le echó el
brazo sobre el hombro y siguió agitándose y rozándose con él. Por su parte,
Arturo se dio a reflexionar en la necesidad de ser tenaz en su propósito y
de no abandonar por ningún motivo la empresa de los diez mil soles. Unos
minutos después, tomó, a su turno, por la cintura a su mujer y se besaron
sin pronunciar palabras. Pero, esta vez, la empresa abortó completamente,
pues siete meses más tarde, Eva daba a luz una mujercita.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario