Un llanero en la capital - Daniel Mendoza


Daniel Mendoza nació en Venezuela —en la ciudad de Calabozo— en 1823. Cursó estudios de jurisprudencia en la Universidad Central de Caracas.
Poeta y escritor, es reconocido como uno de los más importantes costumbristas venezolanos.
Murió en 1867.

Con "El llanero en la capital", Daniel Mendoza marcó el inicio de la corriente criollista.



El llanero de la capital


—¡Pum, pum, pum; jiá, jiá, jiá!
—¡Muchacho, mira quién toca!
—¡Ahiá, ahiá, ahiá!; ¿dónde están los blancos de aquí? ¿No hay quién choque al tranquero? ¡Ahí, ahí, ahí!
—¡Va!
—Ya tumbo la palisá, ¡huó, huó, huó!
—Pase usted adelante: ¿qué se le ofrece a usted?
—¿No bibe aquí el Dotor?
—Sí, señor; ¡pase usted adelante!
—Pero ¿por dónde choco? ¡Caramba! Mire usted que no quiero perderme más.
—Por aquí, por aquí... Siga usted, ¡entre!
—Oh, mi Dotor, Dios me lo guar... ¡Candela!, ¿tuavía está usted durmiendo cuando ya es hora de sestiar? ¡Arriba, arriba!
—¡Hola! ¿Palmarote por aquí? ¿Cuándo ha llegado usted?
—¡Cañafístola!, que tris no doi con su comedero. Dende que apuntó el lusero, lo ando sabaniando por estos pedreguyales, y aquí caigo, ayí levanto; acá me arrempujan, ayá me estrujan; y por onde quiera el frío, y la gente y la buya; y los malojeros juio, juio, juio; y las carretas rruuu. ¡Caramba! ¿Cómo diablos pueen ustedes bibir y entenderse en esta grisapa?
Así se anunció en mi casa, no ha muchas mañanas, el personaje que voy a presentar a mis lectores. No será necesario decir que era un llanero, tipo tan conocido en esta capital, que las pinceladas precedentes bastarían a bosquejarlo; tipo original e interesante al propio tiempo; tipo, en fin, que difiere esencialmente de los demás caracteres provinciales de aquesta nuestra pobre República.
Serían las ocho de la mañana todo lo más, y yo dormía aún, o, con más propiedad, yacía aún en el lecho en ese estado de parálisis que suspende el uso de nuestras facultades físicas y morales. Grata y deliciosa parálisis, en que ni se duerme, ni se está despierto; en que los objetos se ven como al través de un prisma y los sonidos se oyen como a una gran distancia; parálisis, de una vez, que quisiéramos prolongar indefinidamente y de la que nos arrancamos por un esfuerzo de decidida voluntad.
Bien se me alcanza, desde luego, que el escritor que así describe esta situación se compromete a algo, porque parece que se declara abogado de la pereza, echándose a cuestas, por añadidura, una grave responsabilidad higiénica. Empero, yo protesto que no es mi ánimo comprometerme a nada. En la inconstancia e inestabilidad de mi carácter, hoy aplaudo lo que tal vez mañana censure; ahora saboreo las delicias de la cama, acaso más tarde escriba una filípica contra los dormilones. ¿Y qué remedio lectores míos? Cada uno es como Dios lo ha hecho y a veces un poquito peor, según decía Sancho. Lo que sí no puedo pasar sin someterlo a mi férula, es el candoroso error en que incurren algunos cuando exclaman: «¡Oh, qué grato es levantarse temprano!». Grave error gramatical, imperdonable confusión de tiempos! Señores, será grato y muy grato HABERSE levantado, pero ¿levantarse, Dios mío? ¿Puede haber maldito el placer en arrancarse el placer mismo de los labios? Pasemos adelante, lectores míos, y no hablemos más de LEVANTAMIENTOS, que es plato que indigesta en estos climas.
Palmarote acababa de llegar a esta melancólica capital, adonde se había encaminado, no por capricho, ciertamente, sino a consecuencias de no sé qué pecado cometido en junio último en la provincia del Guárico; y no menos quería sino que yo le enderezase a esas notabilidades del poder o del favor. ¡Yo precisamente, que no sé dónde paran las unas ni las otras! Pero, paciencia, me dije, que ésta es una de las ventajas del tener paisanos, y después de rebullirme y desperezarme lentamente, salté al fin de aquel lecho, sepulcro de mis gratos o desagradables ensueños.
En tanto que Palmarote lo registraba todo con ávida curiosidad, en tanto que comentaba las láminas de algunos libros y examinaba atentamente los muebles, tocándolo todo con sus manos, como para salir de algún error o mejor fijar una idea, en tanto, digo, hacía yo mi TOlLETTE, que, de paso sea dicho, ni es tan esmerada como la de un pisaverde, ni tan descuidada como la de un avaro. Y a propósito, el vestido de Palmarote no dejaba de interesar por su originalidad. Corto el calzón y estrecho, terminando a media pierna por unas piececillas colgantes que remedan, aunque no muy fielmente, las uñas del pavo, de donde toma su nombre; la camisa curiosamente rizada, no abrochado el cuello, ajustada al cinto por una banda tricolor, como el pabellón nacional, y cuyas faldas volaban libremente por defuera; un rosario alrededor del cuello del GUARDACAMISA ostentaba sus grandes cuentas de oro; desnudo el pie, y la cabeza, metida, por decirlo así, entre un pañuelo de enormes listas rojas, soportaba un sombrero de castor de anchas alas.
Mirábame el llanero, no sin curiosidad, pasar de una función a otra de TOlLETTE y me abrumaba con repetidas preguntas.
—Y ese palito, Dotor, ¿qué significa?
—Es la escobilla de dientes, Palmarote: sirve para el aseo de la dentadura.
—De moo que el que no tiene dientes... ¡probe mi bale Alifonso!, ¡se quedó sin el palito! ¿Y ese otro artificio, Dotor?
—Esa es una relojera: ahí se pone el reloj cuando no lo lleva el individuo.
—¿Y la cabuyita negra?
—Es el cordón del reloj. ¡Mire usted un curioso tejido de cabellos de mujer! ¡Y se lleva así, mire usted!
—¡Ja, ja, ja!, Dotor, eso es cargar la soga en el pescueso. ¡Caramba!, que ya las mujeres enlasan con su mesma serda. Pues ahora, mi Dotor, tiene usted que cabrestiar hasta el botalón o tirar para atrás y rebentar la soga. Pero ¡qué malo es este espejo!
—Al contrario, Palmarote, tiene muy buena luz.
—Pues, ¿cómo me beo yo tan feo? ¡Jesú, qué espantamio!
—Porque ese espejo refleja fielmente las imágenes, amigo mío.
—¡Candela!, pues cuando mi samba se mira en estos ojitos, dice que ya tiene sueño. ¿Y estos cueritos, Dotor, para qué son buenos?
—Esos son guantes, Palmarote: se llevan en las manos de este modo, ¡mire usted!
—¡Caramba!, ¡cuántos aperos! ¿Sabe lo que se me ocurre, Dotor? Si todo lo que ustedes emplean en tantos cachibaches, lo hubieran empleado en nobiyas de primer parto, ¿cuántos beserros no jerrarían en este berano?
—Pero es menester, Palmarote, no ver la vida de sociedad sólo por el lado de las invasiones que ella hace al bolsillo, sino también por el de los goces que da en cambio.
—¡Oh!, mucho que se gosa aquí con el frío y con las piedras y con la buya y dos riales por el sancocho y cuatro ramas de malojo por dos riales y los marchantes con sus tiendas y los nobiyos a rial y medio y uno tan corto y... Dotor, ¿usted necesita esta pistolita?, ¡qué bonita!
—No dejo de usarla algunas veces, Palmarote; pero eso no es un inconveniente para que yo tenga el gusto de ofrecerla a usted: ¡tómela usted!
—Dios le yebe al sielo, mi Dotor, aunque creo que ayá no dentran los papeleros.
Aquí interrumpí yo la serie de preguntas de mi paisano para ponerme a su disposición, estando ya en aptitud de salir de casa. Mis servicios, le dije, se limitarán a dar a usted la dirección de esos señores, de quienes anda usted tan solícito. Sin contestarme una palabra, sacó de su bolsillo un envoltorio de hojas de tabaco (del detestable que se produce en el país), mordió una dosis más que mediana que masticaba con entusiasmo, luego me ofreció para que yo mordiera a continuación, lo rehusé desde luego, me protestó que su oferta era sincera, le probé que mi negativa lo era también, y por último, yo adelante y él atrás (humildad característica del llanero), salimos de casa y nos echamos a rodar por las inmensas calles de esta capital.
En puridad de verdad, no andaba Palmarote escaso de razón al quejarse del frío, acostumbrado, por otra parte, al calor sofocante de las llanuras. La humedad de la atmósfera helaba las extremidades del cuerpo, por lo cual tomamos la acera azotada entonces por el sol. Palmarote abría unos ojos llenos de avidez y de curiosidad. Estamos en la calle del Comercio, le dije.
—¡Mire usted, Dotor!, con rasón yaman a esta suidá la empoya de las letras: ¡mire cuántos letreros!
—El emporio de las letras, querrá usted decir.
—Lo mismo bale, Dotor, que yo no soi plumario. ¡Cuántos letreros!, uno, dos, tres... ¡Caramba!, cada casa tiene el suyo. ¡Deletréeme aquél!
—«Pastelería nacional».
—Eso si es berdá. Dotor: en cuanto a pasteleros, aquí no reconosemos padrote, y para descubrir el pastel, también estamos solitos. ¡Lea aquel otro, aquel del pabo!
—«Pavos y pichones para los parroquianos vivos y asados».
—¡Jesú, y qué lástima les tengo a los parroquianos bibos!, porque al fin ya los asados pasaron por la candela. ¡El de más ayá, Dotor!
—«Códigos nacionales para instrucción de los empleados que se venden a precios cómodos».
—¡Gran consuelo es ése para los probes, mi Dotor! Mire aquel otro; pero apártese que lo tumba ese burro. (¡Vuelta burro, juío, juío, juío!)
—«Aquí se amuela casi de balde».
—¡Caramba!, ya lo creo; pero buélbase a apartar, Dotor, ¡mire esa carreta! (¡Ese buei palomo, choooó! Marchantes, ¿compran carbones?) ¡Ah lusero!, mire, Dotor, aqueya ojos negros, pelo negro... ésa. ¡Candela y qué buena pata debe tener! ¡Mire cómo pisa en la piedra, ni se trompieza, ni pierde el golpe! Tiene toas las condiciones.
—¡Sepamos, Palmarote, cuáles son esas condiciones!
—Ancas, pecho, siete cuartas, suabe de boca, y güen mobimiento. ¿No correrá con la silla, Dotor?
—Pero entendámonos. Palmarote, ¿habla usted de mujeres o de caballos?
—Pué entonce léame aquel otro letrero, que ya beo que no nos vamos a entender. Y apártese que ahí ba una carreta con basura. ¿Pa onde yeban esa basura, Dotor?
—Para aquel basurero que ve usted allí.
—¡Cómo!, ¿en la capital de Berensuela hai un basurero entre la suidá?
—Uno no más, no, Palmarote; todavía hay algunos otros.
—¡Corotos! Y buélbase a aparear, Dotor, y le aconsejo que se biba apartando: mire una trosá de gente que biene ayí, y aquí biene otra, estos barriles, y ese borracho, mire, mire (¡Lepruu! ¡Biba la emocracia! ¡Bibaa! ¡Caramba! —¡Compran piedras de amolar! ¡Arre burro, juío, juío, juío! ¡Ea, ñó elombre, apártese! —¿Usted habla conmigo? Mire que si me le boi al bosal jase barro con el rabo).
—Vamos, Palmarote, continuemos y tomaremos ahora la calle del Sol.
—Ja, están crendo estos muñecos que como anda medio inquilino no puee cantar en patio ageno, y no saben que yo ni miro joyo ni palma chiquita, y cuando no tumbo al toro le arranco el rabo.
—Estamos, pues, ya en la calle del Sol, Palmarote.
—¿En la caye del Sol, Dotor? Acaso el sol sabanea más por esta caye que por las otras?
—Tienes razón: este es un nombre de capricho; pero esto viene de la necesidad de nombrar las calles, bien que algunas tengan un nombre alusivo o histórico. En los pueblos de las llanuras no se conoce esta necesidad, ni tampoco la de numerar las casas, porque allí las poblaciones son reducidas, las calles pequeñas, las casas más distantes puede decirse que están vecinas y los individuos todos se conocen entre sí. No sucede así en las grandes ciudades atravesadas por muchas y extensas calles, con casas varias y en número infinito y con una población considerable, enriquecida casi siempre con gran número de extranjeros.
—Sí, ya comprendo la necesidá de jerrar las casas, así como sucede con el ganao, que habiéndose aumentao tanto, ha sido menester pegarle un jierro. Y diga usted, Dotor, ¿algunas casas orejanas que he visto aquí, no podría el vecino quemarlas con su jierro?
—Eso seria un robo, Palmarote, como lo seria el hecho de apropiarse el individuo un Orejano que no está en sus sabanas. Esas casas no están numeradas por descuido.
—Y a propósito de estranjeros, diga usted, Dotor, esas gentes de esas otras tierras, ¿serán cristianos?
—No todos lo son, Palmarote; porque no todos los pueblos adoran al Cristo del Calvario. Hay los judíos que, no reconociendo al Hijo de Dios, observan el antiguo código de Moisés. Hay los mahometanos, que...
—No siga, Dotor, que ni yo tengo catria de tos esos códigos, ni es eso lo que he querío preguntarle. Lo que yo quiero saber es si esos Musiusque bienen de por ayá hablando en lengua, son gente güena.
—La sola calidad de extranjeros, Palmarote, o de naturales no hace a los hombres buenos ni malos. El corazón, la índole y los principios de educación son las causas de la bondad o maldad del individuo. Así que entre los extranjeros, como entre los naturales, hay gente buena y gente mala. ¿No conoce usted venezolanos malos, Palmarote?
—Y tantos, Dotor, que más balía que no los conosiera.
—Pero hay una circunstancia en favor de los extranjeros. Todos los más vienen al país por conveniencia, y siendo desconocidos en él, necesitan hacerse una reputación, tienen que hacer dobles esfuerzos para merecer la estimación pública. De ahí viene que sean por lo regular más morigerados y más laboriosos que los naturales, y de aquí el rápido incremento de su fortuna.
—¿Y cómo ha de ser güeno, Dotor, que esos marchantes bengan aquí a yevarse los riales?
—Malo y muy malo sería que se los llevasen, si no dejasen en cambio un equivalente. Pero al contrario, ellos, plegando a esa sed insaciable de riqueza, que no sentimos nosotros por cierto, contraen todas sus fuerzas al trabajo, establecen industrias desconocidas en el país, que van a ser otras tantas fuentes de riqueza pública, emplean en sus establecimientos gran número de obreros naturales, que más tarde se harán empresarios, o al menos se harán más hábiles y diestros en su industria, fomentan, por tanto, y hacen popular el amor al trabajo, satisfacen con sus productos gran parte de las necesidades del país y sirven, por último, de estrechar más y más los lazos de nuestra República con las distintas naciones a que ellos pertenecen. ¿Qué importa, pues, que en cambio de tantas ventajas se lleven parte de nuestro numerario? Porque has de saber, Palmarote, que la riqueza de una nación no consiste en el dinero que ella tenga, sino en los productos que...
—¡Alto ahí, Dotor!, ¿cómo es eso? ¿La riqueza no consiste en el dinero? ¡Cañafístola! Si yo dijera eso ayá en mi tierra, me apedriarían.
—Y sin embargo, esa es la verdad, Palmarote, como lo persuaden los economistas.
—¡El diablo serán esos aconomitas, Dotor! No dormiría yo con eyos ni que me dieran una baca paría.
En esa sazón y coyuntura atravesábamos mi paisano y yo la plazoleta de San Francisco:
—Y ese edificio que ve usted a su izquierda es lo que fuera un tiempo el convento de frailes franciscanos, destinado hoy a las sesiones de las Asambleas Legislativas. ¡Acerquémonos!
—Y diga usted, Dotor, ¿aónde se han dio esos flaires?
—A la eternidad, Palmarote. Después de la extinción de los conventos todos han muerto ya.
—Serían traviesos los tales flaires, Dotor, porque yo sé unas historias de sus paternidaes... ¿Y dise usted que aquí biben ahora esas señoras Asambleas?
—Decía yo, Palmarote, que en ese local se hacen nuestras leyes.
—¡Caramba, Dotor! ¿Y pa una cosa tan pequeña un caserón tan grande? Pues andarán eyas toas regás quini frutas de maraca.
—Continuaremos, si le place, Palmarote, y volviendo esta esquina, ganaremos la calle de las Leyes Patrias: ¡Mire usted ese paredón, que arrancando desde aquel edificio que ve usted allí, recorre toda la manzana! Todo eso es el convento de Reverendas Madres Concepciones.
—¡Hum, malo, malo! ¿Tan cerca de los flaires esas madres? ¿Y no es pecao que las monjas sean madres, Dotor?
—No, Palmarote; es un título que se da a las religiosas, quienes renunciando al mundo y abrazando una religión de las aprobadas, se dice que son esposas de Jesucristo, nuestro Padre, así como a los clérigos se les llama padres, considerados como esposos fieles de la Iglesia, nuestra madre.
—¿Y qué dirán esas santas mujeres de nuestras cosas, Dotor? ¡Y gordasas que estarán ahí entrese potrero, y cómo chocarán al tranquero por berse a toa sabana!
—Ese edificio que está al frente, Palmarote, es el Seminario Tridentino, el establecimiento más útil y más célebre de nuestro país. Ahí se enseñan las ciencias más importantes al hombre...
—Hablemos claro Dotor: ¡aquí se conseña a papelero; aquí es que se apriende a Dotor; pero ya naidie quiere aprender a cura, no señor! Papeles ban y papeles bienen; pero naidie dice «dominos bobisco». Cuando saben haser cuatro gasetas, se cren ya unos hombresitos; pero coja usted un Dotor y póngale una soga en la mano, pa que lo bea too regao en siya. Ni sabe apiársele a un toro, ni arriar una madrina, ni trochar una potranca, ni pasar su siya, ni maldita la cosa ¡Y esto no es sencia! No, señor; gasetas ban y gasetas bienen; Dotores por aquí y Dotores por ayí; y ni el toro se tumba, ni se jierra el beserro, ni se arrea la madrina, ni se trocha la potranca y se moja la siya. ¡Y tóo no es sencia!
—¡Qué disparates, Palmarote! ¿Qué seria de la sociedad si todos fuéramos arreadores de madrinas, como dice usted? Los cultivadores de las ciencias, como los industriales, como los que ejercen oficios, etc., todos, todos prestan un gran servicio a la sociedad, auxiliándose recíprocamente, y es necesario que todos desempeñen funciones distintas. Sería imposible que...
—Pare, pare, Dotor, que ya beo que usted también es papelero, y dígame: ese jumo blanco que se be ayí arriba del serro ¿qué significa? Porque, jumo no puee ser, porque ¡hombre!, ¿quién ba a estar asando tanta carne ayí a estas horas? Polbo tampoco, porque ¡candela!, ¿qué bestias puee estar barajustando ayá arriba? Yo digo que eso debe ser el paro frío.
—Esos son los vapores que exhala la tierra, Palmarote, que no pudiendo ascender más por su peso, ni descender por ser más ligeros que las capas inferiores del aire, se quedan en esas regiones atmosféricas 1.
—Apártese, Dotor, que aquí biene uno a cabayo. ¡Guá!, el mocho es de la cría padronera: ¡béale el jierro en este ganso! Mire, Dotor: yo tengo un mocho rusio, grande; buen moso, y con unas ancas, que se puee escribir una carta, y tan baquero, que la ilasión es que el toro se mené, cuando, ¡sas!, ya me yeba a la buelta del cacho; ¡mocho de responsabilidá! ¿No le gustan a usted los mochos, Dotor?
—¡Oh!, mucho, muchísimo, me desvivo por un mocho.
Al llegar aquí nuestro diálogo, tiempo había ya que nos encontrábamos parados en la esquina que forman al cortarse las calles de las Leyes Patrias y de las Ciencias.
—Mire usted —dije a mi protegido, señalando hacia el oriente , aquella plaza que ve usted allí es la de San Jacinto.
Al oír esta palabra Palmarote hizo un movimiento convulsivo, semejante a esos sacudimientos galvánicos, y palideció.
—¡Caramba! —dijo después de un momento de silencio—, si yo juera desos jasedores de leyes, la primera lei que sacaba del morde sería: «que se compusieran las cárseles y se les añadieran algunas piesas más», porque, Dotor, puee ofrecerse pará un rodeo ayí y no hai sabana; bien es que en un barajuste de ganao hai nobiyo biejo que ba a tené al inprosulto.
Palmarote calló, su frente se puso un tanto sombría, un profundo suspiro salió de lo íntimo de su corazón y una preñada lágrima rodaba lentamente por la mejilla de aquel rostro tostado por el sol y arrugado por las fatigas de una vida rudamente laboriosa. A pesar mío interrumpí aquella situación interesante e hice seña al paisano de continuar nuestra carrera. De allí a poco nos encontramos al frente del Palacio de Gobierno. La entrada estaba sellada de gente. Volvíme hacia Palmarote y le dije:
—Está cumplida mi oferta, amigo mío: está usted en el Palacio de Gobierno, y aquí tocará usted, como Dios lo ayude, con las personas cuyo favor solicita.
—Y diga usted, Dotor, ¿detrás de ese serro no haberá algún yano?
—Sí, Palmarote: detrás de ese cerro está el horizonte. ¡Adiós!




Bienvenido, Bob - Juan Carlos Onetti

Juan Carlos Onetti nació en Montevideo, Uruguay, en 1909.
Trabajó en el semanario Marcha (Uruguay); las revistas Vea y Lea e Ímpetu (Argentina); y del diario Acción (Uruguay).
Durante la dictadura de Juan María Bordaberry fue encarcelado por haber formado parte de un jurado de cuentos. El poeta español Félix Grande, director de Cuadernos Hispanoamericanos, recogió firmas para lograr su liberación. Al año siguiente viajó a Madrid, invitado por el Instituto de Cultura Hispánica de esa ciudad, y (junto a su esposa) fijó su residencia en España hasta su muerte, en 1994.

Novelas y relatos: El pozo, Tierra de nadie, Para esta noche, La vida breve, Los adioses (novela corta), Para una tumba sin nombre (novela corta), El astillero, Juntacadáveres, La muerte y la niña, Dejemos hablar al viento, Cuando entonces, Cuando ya no importe.

Recopilaciones de cuentos: Un sueño realizado y otros cuentos, La cara de la desgracia, El infierno tan temido y otros cuentos, Cuentos completos, Los rostros del amor, Tiempo de abrazar, Tan triste como ella y otros cuentos, Cuentos secretos, Presencia y otros cuentos, Obras completas, III. Cuentos, artículos y miscelánea.

Otros escritos: Réquiem por Faulkner (artículos), Confesiones de un lector (artículos), Cartas de un joven escritor (correspondencia con Payró).


Bienvenido, Bob
Es seguro que cada día estará más viejo, más lejos del tiempo en que se llamaba Bob, del pelo rubio colgando en la sien, la sonrisa y los lustrosos ojos de cuando entraba silenciosamente en la sala, murmurando un saludo o moviendo un poco la mano cerca de la oreja, e iba a sentarse bajo la lámpara, cerca del piano, con un libro o simplemente quieto y aparte, abstraído, mirándonos durante una hora sin un gesto en la cara, moviendo de vez en cuando los dedos para manejar el cigarrillo y limpiar de cenizas la solapa de sus trajes claros.

Igualmente lejos —ahora que se llama Roberto y se emborracha con cualquier cosa, protegiéndose la boca con la mano sucia cuando toso— del Bob que tomaba cerveza, dos vasos solamente en la más larga de las noches, con una pila de monedas de diez sobre su mesa de la cantina del club, para gastar en la máquina de discos. Casi siempre solo, escuchando jazz, la cara soñolienta, dichosa y pálida, moviendo apenas la cabeza para saludarme cuando yo pasaba, siguiéndome con los ojos tanto tiempo como yo me quedara, tanto tiempo como me fuera posible soportar su mirada azul detenida incansablemente en mí, manteniendo sin esfuerzo el intenso desprecio y la burla más suave. También con algún otro muchacho, los sábados, alguno tan rabiosamente joven como él, con quien conversaba de solos, trompas y coros y de la infinita ciudad que Bob construiría sobre la costa cuando fuera arquitecto. Se interrumpía al verme pasar para hacerme el breve saludo y no sacar los ojos de mi cara, resbalando palabras apagadas y sonrisas por una punta de la boca hacia el compañero que terminaba siempre por mirarme y duplicar en silencio el silencio y la burla.

A veces me sentía fuerte y trataba de mirarlo: apoyaba la cara en una mano y fumaba encima de mi copa mirándolo sin pestañear, sin apartar la atención de mi rostro que debía sostenerse frío, un poco melancólico. En aquel tiempo Bob era muy parecido a Inés; podía ver algo de ella en su cara a través del salón del club, y acaso alguna noche lo haya mirado como la miraba a ella. Pero casi siempre prefería olvidar los ojos de Bob y me sentaba de espaldas a él y miraba las bocas de los que hablaban en mi mesa, a aveces callado y triste para que él supiera que había en mí algo más que aquello por lo que había juzgado, algo próximo a él; a veces me ayudaba con unas copas y pensaba "querido Bob, andá a contárselo a tu hermanita", mientas acariciaba las manos de las muchachas que estaban sentadas a mi mesa o estiraba una teoría sobre cualquier cosa, para que ellas rieran y Bob lo oyera.

Pero ni la actitud ni la mirada de Bob mostraban ninguna alteración en aquel tiempo, hiciera yo lo que hiciera. Sólo recuerdo esto como prueba de que él anotaba mis comedias en la cantina. Tenía un impermeable cerrado hasta el cuello, las manos en los bolsillos. Me saludó moviendo la cabeza, miró alrededor enseguida y avanzó en la habitación como si me hubiera suprimido con la rápida cabezada: lo vi moverse dando vueltas a la mesa, sobre la alfombra, andando sobre ella con sus amarillentos zapatos de goma. Tocó una flor con un dedo, se sentó en el borde de la mesa y se puso a fumar mirando el florero, el sereno perfil puesto hacia mí, un poco inclinado, flojo y pensativo. Imprudentemente —yo estaba de pie recostado contra el piano— empuje con mi mano izquierda una tecla grave y quedé ya obligado a repetir el sonido cada tres segundos, mirándolo.

Yo no tenía por él más que odio y un vergonzante respeto, y seguí hundiendo la tecla, clavándola con una cobarde ferocidad en el silencio de la casa, hasta que repentinamente quedé situado afuera, observando la escena como si estuviera en lo alto de la escalera o en la puerta, viéndolo y sintiéndolo a él, Bob, silencioso y ausente junto al hilo de humo de su cigarrillo que subía temblando; sintiéndome a mí, alto y rígido, un poco patético, un poco ridículo en la penumbra, golpeando cada tres exactos segundos la tecla grave con mi índice. Pensé entonces que no estaba haciendo sonar el piano por una incomprensible bravata, sino que lo estaba llamando; que la profunda nota que tenazmente hacía renacer mi dedo en el borde de cada última vibración era, al fin encontrada, la única palabra pordiosera con que podía pedir tolerancia y comprensión a su juventud implacable. Él continuó inmóvil hasta que Inés golpeó la puerta del dormitorio antes de bajar a juntarse conmigo. Entonces Bob se enderezó y vino caminando con pereza hasta el otro extremo del piano, apoyó un codo, me moró un momento y después dijo con una hermosa sonrisa: "Esta noche es una noche de lecho o de whisky? ¿Ímpetu de salvación o salto en el vacío?".

No podía contestarle nada, no podía deshacerle la cara de un golpe; dejé de tocar y fui retirando lentamente la mano del piano. Inés estaba en la mitad de la escalera cundo él me dijo: "Bueno, puede ser que usted improvise".

El duelo duró tres o cuatro meses, y yo no podía dejar de ir por las noches al club —recuerdo, de paso, que había campeonato de tenis por aquel tiempo— porque cuando me estaba por algún tiempo sin aparecer por allí, Bob saludaba mi regreso aumentando el desdén y la ironía en sus ojos y se acomodaba en el asiento con una mueca feliz.

Cuando llegó el momento de que yo no pudiera desear otra solución que casarme con Inés cuanto antes, Bob y su táctica cambiaron. No sé cómo supo mi necesidad de casarme con su hermana y de cómo yo había abrazado esa necesidad con todas las fuerzas que me quedaban. Mi amor por aquella necesidad había suprimido el pasado y toda atadura con el presente. No reparaba entonces en Bob; pero poco tiempo después hube de recordar cómo había cambiado en aquella época y alguna vez quedé inmóvil, de pie en la esquina, insultándolo entre dientes, comprendiendo que entonces su cara había dejado de ser burlona y me enfrentaba con seriedad y un intenso cálculo, como se mira un peligro o una tarea compleja, como se trata de valorar el obstáculo y medirlo con las fuerzas de uno. Pero yo no le daba ya importancia y hasta llegué a pensar que en su cara inmóvil y fija estaba naciendo la comprensión por lo fundamental mío, por un viejo pasado de limpieza que la adorada necesidad de casarme con Inés extraía de debajo de los años y sucesos para acercarme a él.

Después vi que estaba esperando la noche; pero lo vi recién cuando aquella noche llegó Bob y vino a sentarse a la mesa donde yo estaba solo y despidió al mozo con una seña. Esperé un rato mirándolo, era tan parecido a ella cuando movía las cejas; y la punta de la nariz, como a Inés, se le aplastaba un poco cuando conversaba. "Usted no va a casarse con Inés", dijo después. Lo miré, sonreí, dejé de mirarlo. "No, no se va a casar con ella porque una cosa así se puede evitar si hay alguien de veras resuelto a que se haga". Volví a sonreírme. "Hace unos años —le dije— eso me hubiera dado muchas ganas de casarme con Inés. Ahora no agrega ni saca. Pero puedo oírlo, si quiere explicarme...". Enderezó la cabeza y continuó mirándome en silencio; acaso tuviera prontas las frases y esperaba a que yo completara la mía para decirlas. "Si quiere explicarme por qué no quiere que yo me case con ella", pregunté lentamente y me recosté en la pared. Vi enseguida que yo no había sospechado nunca cuánto y con cuanta resolución me odiaba; tenía la cara pálida, con una sonrisa sujeta y apretada con los labios y dientes. "Habría que dividirlo por capítulos —dijo—, no terminaría en la noche".

"Pero se puede decir en dos o tres palabras. Usted no se va a casar con ella porque usted es viejo y ella es joven. No sé si usted tiene treinta o cuarenta años, no importa. Pero usted es un hombre hecho, es decir deshecho, como todos los hombres a su edad cuando no son extraordinarios". Chupó el cigarrillo apagado, miró hacia la calle y volvió a mirarme; mi cabeza estaba apoyada contra la pared y seguía esperando. "Claro que usted tiene motivos para creer en lo extraordinario suyo. Creer que ha salvado muchas cosas del naufragio. Pero no es cierto". Me puse a fumar de perfil a él; me molestaba, pero no le creía; me provocaba un tibio odio, pero yo estaba seguro de que nada me haría dudar de mí mismo después de haber conocido la necesidad de casarme con Inés. No; estábamos en la misma mesa y yo era tan limpio y tan joven como él. "usted puede equivocarse —le dije—. Si usted quiere nombrar algo de lo que hay deshecho en mí...". "No, no —dijo rápidamente—, no soy tan niño. No entro en ese juego. Usted es egoísta; es sensual de una sucia manera. Está atado a cosas miserables y son las cosas las que lo arrastran. No va a ninguna parte, no lo desea realmente. Es eso, nada más; usted es viejo y ella es joven. Ni siquiera debo pensar en ella frente a usted. Y usted pretende...". Tampoco entonces podía yo romperle la cara, así que resolví prescindir de él, fui al aparto de música, marqué cualquier cosa y puse una moneda. Volví despacio al asiento y escuché. La música era poco fuerte; alguien cantaba dulcemente en el interior de grandes pausas. A mi lado Bob estaba diciendo que ni siquiera él, alguien como él, era digno de mirar a Inés a los ojos. Pobre chico, pensé con admiración. Estuvo diciendo que en aquello que él llama vejez, lo más repugnante, lo que determinaba la descomposición era pensar por conceptos, englobar a las mujeres en la palabra mujer, empujarlas sin cuidado para que pudieran amoldarse al concepto hecho por una pobre experiencia. Pero —decía también— tampoco la palabra experiencia era exacta. No había ya experiencias, nada más que costumbre y repeticiones, nombres marchitos para ir poniendo a las cosas y un poco crearlas. Más o menos eso estuvo diciendo. Y yo pensaba suavemente si él caería muerto o encontraría la manera de matarme, allí mismo y enseguida, si yo le contara las imágenes que removía en mí al decir que ni siquiera él merecía tocar a Inés con la punta de un dedo, el pobre chico, o besar el extremo de sus vestidos, la huella de sus pasos o cosas así. Después de una pausa —la música había terminado y el aparato apagó las luces aumentando el silencio—, Bob dijo "nada más", y se fue con el andar de siempre, seguro, ni rápido ni lento.

Si aquella noche el rostro de Inés se me mostró en las facciones de Bob, si en algún momento el fraternal parecido pudo aprovechar la trampa de un gesto para darme a Inés por Bob, fue aquella, entonces, la última vez que vi a la muchacha. Es cierto que volví a estar con ella dos noches después en la entrevista habitual, y un mediodía en un encuentro impuesto por mi desesperación, inútil, sabiendo de antemano que todo recurso de palabra y presencia sería inútil, que todos mis machacantes ruegos morirían de manera asombrosa, como si no hubieran sido nunca, disueltos en el enorme aire azul de la plaza, bajo el follaje de verde apacible en mitad de la buena estación.

Las pequeñas y rápidas partes del rostro de Inés que me había mostrado aquella noche Bob, aunque dirigidas contra mí, unidas a la agresión, participaban del entusiasmo y el candor de la muchacha. Pero cómo hablar a Inés, cómo tocarla, convencerla a través de la repentina mujer apática de las dos últimas entrevistas. Cómo reconocerla o siquiera evocarla mirando a la mujer de largo cuerpo rígido en el sillón de su casa y en el banco de la plaza, de una igual rigidez resuelta y mantenida en las dos distintas horas y los dos parajes; la mujer de cuello tenso, los ojos hacia delante, la boca muerta, las manos plantadas en el regazo. Yo la miraba y era "no", sabía que era "no" todo el aire que la estaba rodeando.

Nunca supe cuál fue la anécdota elegida por Bob para aquello; en todo caso, estoy seguro de que no mintió, de que entonces nada —ni Inés— podía hacerlo mentir. No vi más a Inés ni tampoco a su forma vacía y endurecida; supe que se casó y que no vive ya en Buenos Aires. Por entonces, en medio del odio y del sufrimiento me gustaba imaginar a Bob imaginando mis hechos y eligiendo la cosa justa o el conjunto de cosas que fue capaz de matarme en Inés y matarla a ella para mí.

Ahora hace cerca de un uño que veo a Bob casi diariamente, en el mismo café, rodeado de la misma gente. Cuando nos presentaron —hoy se llama Roberto— comprendí que el pasado no tiene tiempo y el ayer se junta allí con la fecha de diez años atrás. Algún gastado rastro de Inés había aún en su cara, y un movimiento de la boca de Bob alcanzó para que yo volviera a ver el alargado cuerpo de la muchacha, sus calmosos y desenvueltos pasos, y para que los mismos inalterados ojos azules volvieran a mirarme bajo un flojo peinado de cruzaba y sujetaba una cinta roja. Ausente y perdida para siempre, podía conservarse viviente e intacta, definitivamente inconfundible, idéntica a lo esencial suyo. Pero era trabajoso escarbar en la cara, las palabras y los gestos de Roberto para encontrar a Bob y poder odiarlo. La tarde del primer encuentro esperé durante horas a que se quedara solo o saliera para hablarle y golpearlo. Quieto y silencioso, espiando a veces su cara o evocando a Inés en las ventanas brillantes del café, compuse mañosamente las frases del insulto y encontré el paciente tono con que iba a decírselas, elegí el situio de su cuerpo donde dar el primer golpe. Pero se fue al anochecer acmpañado por tres amigos, y resolví esperar, como había esperado él años atrás, la noche propicia en que estuviera solo.

Cuando volví a verlo, cuando iniciamos esta segunda amistad que espero no terminará ya nunca, dejé de pensar en toda forma de ataque. Quedó resuelto que no le hablaría jamás de Inés ni del pasado y que, en silencio, yo mantendría todo aquello viviente dentro de mí. Nada más que esto hago, casi todas las tardes, frente a Roberto y las caras familiares del café. Mi odio se conservará cálido y nuevo mientras pueda seguir viviendo y escuchando a Roberto; nadie sabe de mi venganza, pero la vivo, gozosa y enfurecida, un día y otro. Hablo con él, sonrío, fumo, tomo café. Todo el tiempo pensando en Bob, en su pureza, su fe, en la audacia de sus pasados sueños. Pensando en el Bob que amaba la música, en el Bob que planeaba ennoblecer la vida de los hombres construyendo una ciudad de enceguecedora belleza para cinco millones de habitantes, a lo largo de la costa del río; el Bob que no podía mentir nunca; el Bob que proclamaba la lucha de los jóvenes contra los viejos, el Bob dueño del futuro y del mundo. Pensando minucioso y plácido en todo eso frente al hombre de dedos sucios de tabaco llamado Roberto, que lleva una vida grotesca, trabajando en cualquier hedionda oficina, casado con una mujer a quien nombra "miseñora"; el hombre que se pasa estos largos domingos hundido en el asiento del café, examinando diarios y jugando a las carreras por teléfono.

Nadie amó a mujer alguna con la fuerza con que yo amo su ruindad, su definitiva manera de estar hundido en la sucia vida de los hombres. Nadie se arrobó de amor como yo lo hago ante sus fugaces sobresaltos, los proyectos sin convicción que un destruido y lejano Bob le dicta algunas veces y que sólo sirven para que mida con exactitud hasta donde está emporcado para siempre.

No sé si nunca en el pasado he dado la bienvenida a Inés con tanta alegría y amor como diariamente le doy la bienvenida a Bob al tenebroso y maloliente mundo de los adultos. Es todavía un recién llegado y de vez en cuando sufre sus crisis de nostalgia. Lo he visto lloroso y borracho, insultándose y jurando el inminente regreso a los días de Bob. Puedo asegurar que entonces mi corazón desborda de amor y se hace sensible y cariñoso como el de una madre. En el fondo sé que no se irá nunca porque no tiene sitio donde ir; pero me hago delicado y paciente y trato de conformarlo. Como ese puñado de tierra natal, o esas fotografías de calles y monumentos, o las canciones que gustan traer consigo los inmigrantes, voy construyendo para él planes, creencias y mañanas distintos que tienen luz y el sabor del país de juventud de donde él llegó hace un tiempo. Y él acepta; protesta siempre para que yo redoble mis promesas, pero termina por decir que sí, acaba por muequear una sonrisa creyendo que algún día habrá de regresar al mundo de las horas de Bob y queda en paz en medio de sus treinta años, moviéndose sin disgusto ni tropiezo entre los cadáveres pavorosos de las antiguas ambiciones, las formas repulsivas de los sueños que se fueron gastando bajo la presión distraída y constante de tantos miles de pies inevitables.

Texto extraído de SoloLiteratura


La limosna - Vicente Riva Palacio



Vicente Florencio Carlos Riva Palacio Guerrero nació en la Ciudad de México en 1832. Falleció en Madrid en 1896.

Se recibió de abogado y fue diputado nacional. Participó en la guerrilla contra la invasión norteamericana. Periodista exitoso en periódicos como La Orquesta y El Ahuizote, participó como un activo literato mexicano en los tiempos de entre guerras.

Su vasta obra literaria incluye:

Teatro (en verso): Las liras hermanas (coa
utor con Juan A. Mateos), Odio hereditario, La politicomanía, La hija del cantero, Temporal y eterno, Borrascas de un sobretodo, Martín el demente, La catarata del Niagara, El tiráno doméstico, Una tormenta y un iris, El incendio del portal, La ley del uno por ciento, Nadar y en la orilla ahogar, Un drama anónimo, La policía casera.
Novelas: Monja, casada, virgen y mártir, Martín Garatuza, Calvario y Tabor, Las dos emparedadas, Los piratas del golfo, continuación de Martín Garatuza, La vuelta de los muertos, Memorias de un impostor, don Guillén Lombardo, rey de México, Un secreto que mata.
Ensayo: El libro rojo (en coautoría con Manuel Payno), Historia de la administración de don Sebastián Lerdo de Tejada, Historia de la guerra de intervención en Michoacán, México a través de los siglos tomo 2: El virreinato. Historia de la dominación española en México desde 1521 a 1808, Los Ceros: galería de contemporáneos.
Cuentos: Cuentos de un loco, Cuentos del general.
Poesía: Flores del alma, Páginas en verso, Mis versos, Adíos, mamá Carlota, Tradiciones y leyendas mexicanas (en coautoría con Juan de Dios peza).


La limosna
Quizá para muchos no tenga interés lo que voy a contar; pero como a mí me conmovió profundamente, por nada de este mundo se me queda esta narración en el buche, y de soltarla tengo, sea cual fuere la suerte que deba correr, y arrostrando el peligro de que algunos llamen sensibilidad a lo que los más califiquen de sensiblería.
Pero los hechos son como los acordes de la música: algunos los escuchamos sin conmovernos, y hay otros que tienen resonancia inexplicable en las más delicadas fibras del corazón o del cerebro, y de los cuales decimos, o pensamos sin decirlo: Esas notas son mías.
En una dé las ciudades del Norte de la República mexicana vivía Julián. No sé cómo se apellidaba, pues por Julián no más le conocíamos, y era un hombre feliz. Un herrero honrado y laborioso, mocetón membrudo y sano, que en su oficio ganaba más que necesitar podía para vivir con su familia. Por supuesto que no era rico, o mejor dicho, acaudalado. Tenía una pequeña casita en los suburbios de la ciudad, y allí, como en un nido de palomas, habitaban la madre, la esposa y el hijo de Julián. Allí todo el mundo se levantaba antes que el sol; allí se trabajaba, se cantaba y se comía el pan de la alegría y de la honradez.
Julián volvía los sábados cargado con el producto de su trabajo semanal; íntegro lo ponía en manos de su mujer, y ella sabia distribuirlo con tanta economía y tanto acierto, que el dinero parecía multiplicarse entre sus manos. Era el constante milagro de los cinco panes repetido sin interrupción, y no se olvidaban ni faltaban nunca los cigarros para Julián, ni la copita de aguardiente, antes de la comida, para la suegra.
El chico se llamaba Juanito: fresco, limpio, alegre y con sus dos años encima, como si tuviera ochenta, vacilaba corriendo tras de las gallinas en los corrales o arrancando las flores en el jardincito de la casa. Pero era tan cariñoso y tan zalamero, que cada una de esas travesurillas le valía un rosario de besos del padre, de la madre o de la abuelita, que él recibía riéndose a carcajadas y mostrando su desigual y naciente dentadura.
Una tarde Julián esperaba en el taller el pago de sus trabajos de la semana. Repentinamente oyó la campana de su parroquia tocando a fuego, y sintió que el corazón le daba un vuelco. No había motivo de alarmarse; la parroquia tenía gran caserío, y, sin embargo, él sintió que su casa era la que ardía. Echó a correr precipitadamente, y era verdad: las llamas devoraban aquella habitación pocas horas antes tan dichosa.
Todos los esfuerzos habían sido inútiles: nadie pudo escapar del fuego. Julián no preguntó ni los detalles; en una hora lo había perdido todo en el mundo. Quedó sin sentido; alguna familia cariñosa lo arrancó de allí, y por más de seis meses no volvió a saberse de él.
Habían pasado cuatro años ya, y Julián, siempre triste, seguía asistiendo con su acostumbrada puntualidad al taller. Tomaba de su salario lo que estrictamente necesitaba para mantenerse, y repartía lo demás entre los pobres de su parroquia. Los sábados, sin embargo, tenía una extraña costumbre. Salía por las calles con una guitarra; entraba en las casas y cantaba con una voz muy dulce canciones tan melancólicas y tan desconocidas, que los hombres se conmovían y las mujeres lloraban; y después, cuando alguna de ellas, enternecida, le llamaba para darle algo de dinero, él decía con un acento profundamente triste: "No, señora, no quiero dinero; ya me han pagado ustedes, porque sólo vengo a pedir limosna de llanto".

La partida - Leónidas Barletta


Leónidas Barletta nació en Buenos Aires en 1902 y falleció en la misma ciudad en 1975.
Fue escritor, periodista y dramaturgo argentino. Casi todas sus historias transcurren en Buenos Aires y reflejan las estructuras humildes de la ciudad, desde personajes oscuros, trágicos y resignados.
Su obra: Cuentos realistas, Canciones agrias, Vientos trágicos, Las fraguas del amor, Los pobres, María Fernanda, Vidas perdidas, Royal circo, Odio, La ciudad de un hombre, El barco en la botella, Historia de perro, Cuentos del hombre que le daba de comer a su sombra, Novela, Aunque llueva, Un señor de Levita.



La partida
del La flor, y otros cuentos

Trajeron agua del río, y se lavó, despacio.
—Mire, Adelina, déme una camisa limpia —dijo con voz ahogada—, quiero irme decente.
La mujer le anudó el pañuelo al cuello y le peinó el cabello largo alrededor de las orejas.
—Bueno; me voy —dijo con una exhaltación ahogada—. Tráigame el rebenque grande, ¿quiere?
Los ojos, chiquitos, con un anillo de agua en la pupila, brillaron agudos por un instante.
—Bueno; me voy —repitió, ensimismado.
La mujer se movió; fija la mirada triste, las manos, cruzadas sobre el vientre.
—Bueno; me voy —tornó a decir, y agregó con cierta firmeza: —Déjela entrar nomás a la Elenita.
La muchacha entró, demudada. Quedó inmóvil junto a su padre y gruesas lágrimas empezaron a mojarle la cara.
—¿Por qué llora, pues? —dijo él suavecito—. Enjúguese. Acéquese a besar a su padre. No pierda el tiempo. Ya tendrá ocasión de llorar. Béseme de una vez y hágalo entrar al Emilio.
La separó despacito de su rostro y la muchacha salió, hipando.
Afuera se detuvo frente a su hermano y a su madre y dijo, aspirando las sílbas:
—¡Se va!
La puerta del rancho volvió a chirriar y entró el varón, serio, indeciso, mirando con insistencia al suelo, balánceándose como si tuviese que tomar impulso para dar un salto.
El padre lo miró de hito en hito, y de repente, exclamó con la voz alterada:
—Vea, muchacho... Déme su mano... ¡Qué embromar...! ¡Si es un alivio...! —y al apretar la mano, añadió…: —¡Esto me basta!
Y como sabía que su hijo no iba a soltar palabra, dijo por él:
—¡Y que me vaya lindo!
Fue un apretón de manos corto, firme.
—Déje entrar ahora a su madre, que está esprando.
Salió el mozo, con la boca apretada, respirando fuerte y esquivando los ojos. Se plantó frente a su madre y a su hermana y masculló entre dientes, como con rabia:
—¡Se va!
Y entró la madre. Se aproximó lentamente al hombre; los ojos colorados, la boca estremecida.
—Siéntese —murmuró él—. Quédese un ratito así. No me diga nada. ¿Comprende?
Varillas de luz caíandesde el techo del rancho. Oían distintamente el ruido que hacían los dos al respirar.
Él no necesitó mirarla para saber que tenía los ojos llenos de lágrimas. Le dijo con dulzura:
—Mire, Adelina, usté no pudo ser mejor de lo que fue... Mire... ¡y ojalá yo hubiese sido como usted quiso que fuera...! ¡Verdá...! ¡Verdá...!
Hizo un instante de silencio y luego:
—¡Está bueno...! Mire, Adelina, prepárese nomás. Y déjese de andar lloriquieando. Todas las partidas son lo mesmo. Verdá. Y ahora, con su licencia, déjeme que me vaya.
Entonces la mujer se arrodilla y barbota entro sollozos:
—No; Bautista, si usté no se me va. ¡Qué se me va a ir! ¡Cómo me va a dejar a mí solita! ¡Hemos andado tanto tiempo acollarados! ¡No; si usté no se me va!
Pero se interrumpe de golpe porque la mano de su hombre ha caído inerte fuera del camastro.
Ahora se enjuga los ojos, sale del rancho, enfrenta desesperada a sus hijos y deice con voz ronca:
—¡Se jue!


Bizcocho para polillas - Antonio Di Benedetto


Antonio Di Benedetto
nació en Mendoza, Argentina en 1922.
Fue periodista y escritor.
Falleció Buenos Aires en 1986.
Su obra: Mundo animal, cuentos; El pentágono, novela; Zama, novela; Grot, cuentos; Declinación y ángel, cuentos; El cariño de los tontos, cuentos; El silenciero, novela;Two stories, cuentos; Los suicidas, novela; El juicio de Dios; cuentos; Absurdos, cuentos; Cuentos del exilio, cuentos; Sombras, nada más, novela.

Bizcocho para polillas
del libro Mundo animal

Puede apolillarse una persona, se dice, cuando se retira, cuando hace de la soledad su compañera. Puede, sí; puede apolillarse. Es mi caso, como todos lo saben.
Todos lo saben, porque me ven; todos, asimismo, desconocen las causas. La opinión generalizada, no por generalizada, creo yo, acertada, es que siempre me resistí a los deportes o por lo menos al aire libre, al campo o simplemente a cualquier esfuerzo físico.
Quizás induzca tales pensamientos mi cuerpo, ahora tan visible. Es posiblemente , mi castigo. En esto tiene que consistir. Porque esto de apolillarse, esta palabra rancia que me ha ocurrido, tomó posesión de mí como menos podía esperarlo, sin haberlo esperado nunca, claro está.
La polilla, este ejército ciego y famélico, me come, me come, paciente pero activamente, cuanta ropa me pongo para cubrirme, sin dar alivio no sólo a mi pudor, sino a mis carnes metalizadas por el frío. Todo es imposible contra ellas. Cualquier trapo que me caiga encima suscitará, no digo su apetito, que debe ser implacable, sino su decisión de cumplir una especie de abominable mandato que me persigue. Devoran; me dejan con los brazos cruzados sobre el pecho;y desaparecen. Desaparecen; pero yo sé, avisado por la experiencia, que siempre volverán.
Nada puedo contra ellas y tampoco, ¡Cristo!, puedo contra mí. No es sólo porque al tomar el revólver las polillas se comerían las balas, sino porque yo quiero vivir. Yo quiero vivir. No sé para qué; pero quiero. Lo único que pido es que se me libre de las polillas, que se me permita andar por la calle oculto, como todo el mundo, dentro de un traje.
La gente no se acostumbra y casi no me tolera. Al principio, yo cultivaba la esperanza de que se habituaran a verme, como les ha sucedido con el hombre sin piernas y tantos otros desdichados que tienden la mano, si es que la tienen. Pero no. Lo único que legalmente no se me impide es andar libremente por la calle, ir a la confitería y al cine, o adonde necesite o puramente quiera presentarme. Con esa disposición al simbolismo que, con el pretexto de sobrepasarla, elude la realidad, se ha entendido que yo, por algún designio que nadie explica, soy el símbolo de la pobreza. Es un error. No se animan a ver la realidad escueta y simple: estoy sin ropas porque las polillas me las comen.

* * *
Hacia el término de este mal año, la reflexión ha sucedido al desasosiego. La lucidez ha venido, tal vez adulterada por la resignación, y he dado con la pregunta clave que pocos quieren contestarse sensatamente: ¿Para qué vivir?
Ayer hice lo elemental: hablarles. Les pedí compasión, sin entrar a preguntarles si pueden tenerla o les está prohibido ejercerla. Nada me respondieron, quizás por no comprometerse; se habían acercado a mí y me circundaban, como antes, cuando yo intentaba cubrirme. Esto, para mi espíritu necesitado de esperanzas, fue suficiente. Emprendí la parte consecuente de mi plan. Puesto que las polillas comen las superficies manchadas y excavan devorando, les dije que en mi vida había una mancha, localizada en el pecho. De tal manera, calculé, si lograba conmover su sentimiento, podrían darme la necesaria muerte sin asumir mayores responsabilidades ante su mandante.
Ahora están comiendo mi corazón, ahí han llegado las penetrantes, y yo siento, cada vez más, un grande alivio, como si fuera entrando en el sueño, pasito a pasito...
El resto de corazón que me queda palpita de gratitud por ese acto de amor y cuando- todavía- pienso en el amor, se me ocurre, ignorando el porqué, que toda mi culpa debe de haber sido ocultarle mi cuerpo. Aparte de esto, que se me diga, por piedad, se me diga, ¿ qué puede haber cometido de aborrecible un muchacho de veinte años?


Panki y el guerrero - Ciro Alegría





Ciro Alegría Bazán, conocido como Ciro Alegría, nació en Sartimbamba, departamento de La Libertad, Perú, en 1909.

Fue escritor, político y periodista. Uno de los más destacados representantes de la narrativa indigenista.
Falleció en Chaclamayo en 1967.
Su obra:
Novelas de la tierra: La serpiente de oro, Los perros hambrientos y El mundo es ancho y ajeno.




Panki y el guerrero
leyenda

Allá lejos, en esa laguna de aguas negras que no tiene caño de entrada ni de salida y está rodeada de alto bosque, vivía en tiempos viejos una enorme panki. Da miedo tal laguna sombría y sola, cuya oscuridad apenas refleja los árboles, pero más temor infundía cuando aquella panki, tan descomunal como otra no se ha visto, aguaitaba desde allí.

Claro que los aguarunas enfrentamos debidamente a las boas de agua, llamadas por los blancos leídos anacondas. Sabemos disparar la lanza y clavarla en media frente. Si hay que trabarse en lucha, resistiendo la presión de unos anillos que amasan carnes y huesos, las mordemos como tigres o las cegamos como hombres, hundiéndoles los dedos en los ojos. Las boas huyen al sentir los dientes en la piel o caer aterradamente en la sombra. Con cerba­tana, les metemos virotes envenenados y quedan tiesas. El arpón es arma igualmente buena. De muchos modos más, los aguarunas solemos vencer a las pankis.

Pero en aquella laguna de aguas negras, misteriosa hasta hoy, apareció una panki que tenía realmente amedrentando al pueblo aguaruna. Era inmensa y dicen que casi llenaba la laguna, con medio cuerpo recostado en el fondo legamoso y el resto erguido, hasta lograr que aso­mara la cabeza. Sobre el perfil del agua, en la manchada cabeza gris, los ojos brillaban como dos pedruscos pulidos. Si cerrada, la boca oval semejaba la concha de una tortuga gigantesca; si abierta, se ahondaba negreando. Cuando la tal panki resoplaba, oíase el rumor a gran distancia. Al moverse, agitaba las aguas como un río súbito. Reptando por el bosque, era como si avanzara una tormenta. Los asustados animales osaban ni moverse y la panki los engullía a montones. Parecía pez del aire.

Al principio, los hombres imaginaron defenderse. Los virotes envenenados con curare, las lanzas y arpones fuertemente arrojados, de nada servían. La piel reluciente de la panki era también gruesa y los dardos valían como el isango, esa nigua mínima del bosque, y las lanzas y arpones quedaban como menudas espinas en la abultada bestia. Ni pensar en lucha cuerpo a cuerpo. La maldita panki era demasiado poderosa y engullía a los hombres tan fácilmente como a los animales. Así fue que los aguarunas no podían siquiera pelear. Los solos ojos fijos de panki paralizaban a una aldea y era aparentemente invencible. Después de sus correrías, tornaba a la laguna y allí estábase, durante días, sin que nadie osara ir ape­nas a columbrarla. Era una amenaza escondida en esa la­guna escondida. Todo el bosque temía el abrazo de la panki.

Habiendo asolado una ancha porción de selva, debía llegar de seguro a cierta aldea aguaruna donde vivía un guerrero llamado Yacuma. Este memorable hombre del bosque era tan fuerte y valiente como astuto. Diestro en el manejo de todas las armas, ni hombres ni animales lo habían vencido nunca. Siempre lucía la cabeza de un enemigo, reducida según los ritos, colgando sobre su altivo pecho. El guerrero Yacuma resolvió ir al encuentro de la serpiente, pero no de simple manera. Coció una especie de olla, en la que metió la cabeza y parte del cuerpo, y dos cubos más pequeños en los que introdujo los brazos. La arcilla había sido mezclada con ceniza de árbol para que adquiriera una dureza mayor. Con una de las manos sujetaba un cuchillo forrado en cuero. Protegido, disfrazado y armado así, Yacuma avanzó entre el bosque a orillas de la laguna. Resueltamente entró al agua mientras, no muy lejos, en la chata cabezota acechante, brillaban los ojos ávidos de la fiera panki. La serpiente no habría de vacilar. Sea porque le molestara que alguien llegase a turbar su tranquilidad, porque tu­viese ya hambre o por natural costumbre, estiróse hasta Yacuma y abriendo las fauces, lo engulló. La protección ideada hizo que, una vez devorado, Yacuma llegara sin sufrir mayor daño hasta donde palpitaba el corazón de la serpiente. Entonces, quitóse las ollas de greda y ceniza, desnudó su cuchillo y comenzó a dar recios tajos al batiente corazón. Era tan grande y sonoro como un maguaré.

Mientras tanto, le panki se revolvía de dolor, contorsionándose y dando tremendos coletazos. La laguna parecía un hervor de anillos. Aunque el turbión de sangre y entrañas revueltas lo tenía casi ahogado, Yacuma acuchilló hasta destrozar el corazón de la sañuda panki. La serpiente cedió, no sin trabajo porque las pankis mueren lentamente y más ésa. Sintiéndola ya inerte, Yacuma abrió un boquete por entre las costillas, salió como una flecha sangrienta y alcanzó la orilla a nado.

No pudo sobrevivir muchos días. Los líquidos de la boa de agua le rajaron las carnes y acabó desangrado. Y así fue como murió la más grande y feroz panki y el mejor guerrero aguaruna también murió, pero después de haberla vencido.

Todo esto ocurrió hace mucho tiempo, nadie sabe cuánto. Las lunas no son suficientes para medir la antigüedad de tal historia. Tampoco las crecientes de los ríos ni la memoria de los viejos que conocieron a otros más viejos.

Cuando algún aguaruna llega al borde de la laguna sombría, si quiere da voces, tira arpones y observa. Las prietas aguas siguen quietas. Una panki como la muerta por el guerrero Yacuma, no ha surgido más.



Viaje a la semilla - Alejo Carpentier


Alejo Carpentier nació en La Habana, Cuba, en 1904.
Fue novelista, narrador y ensayista. Una de las figuras más destacadas de las letras hispanoamericanas.
Falleció en París, Francia, en 1980.


Su Obra : ¡Écue-Yamba-O!, novela; Viaje a la semilla, cuentos; El reino de este mundo, novela; Los pasos perdidos, novela; Guerra del tiempo, cuentos; El acoso, novela; El siglo de las lu
ces, novela; El Camino de Santiago, cuentos; Los convidados de Plata, relato; Concierto barroco, novela; El recurso del método, novela; La consagración de la primavera, novela; El arpa y la sombra, novela.

Ensayos: La música en Cuba, Tristán e Isolda en tierra firme, Tientos y diferencias, Literatura y conciencia en América Latina, La ciudad de las columnas, América Latina en su música, Letra y solfa, Razón de ser, Afirmación literaria americanista, Bajo el signo de Cibeles. Crónicas sobre España y los españoles, El adjetivo y sus arrugas, El músico que llevo dentro, La novela latinoamericana en vísperas de un nuevo siglo y otros ensayos, Conferencias.







Viaje a la semilla
de Guerra del tiempo y otros relatos


—¿Qué quieres, viejo?...
Varias veces cayó la pregunta de lo alto de los andamios. Pero el viejo no respondía. Andaba de un lugar a otro, fisgoneando, sacándose de la garganta un largo monólogo de frases incomprensibles. Ya habían descendido las tejas, cubriendo los canteros muertos con su mosaico de barro cocido. Arriba, los picos desprendían piedras de mampostería, haciéndolas rodar por canales de madera, con gran revuelo de cales y de yesos. Y por las almenas sucesivas que iban desdentando las murallas aparecían —despojados de su secreto— cielos rasos ovales o cuadrados, cornisas, guirnaldas, dentículos, astrágalos, y papeles encolados que colgaban de los testeros como viejas pieles de serpiente en muda. Presenciando la demolición, una Ceres con la nariz rota y el peplo desvaído, veteado de negro el tocado de mieses, se erguía en el traspatio, sobre su fuente de mascarones borrosos. Visitados por el sol en horas de sombra, los peces grises del estanque bostezaban en agua musgosa y tibia, mirando con el ojo redondo aquellos obreros, negros sobre claro de cielo, que iban rebajando la altura secular de la casa. El viejo se había sentado, con el cayado apuntalándole la barba, al pie de la estatua. Miraba el subir y bajar de cubos en que viajaban restos apreciables. Oíanse, en sordina, los rumores de la calle mientras, arriba, las poleas concertaban, sobre ritmos de hierro con piedra, sus gorjeos de aves desagradables y pechugonas.
Dieron las cinco. Las cornisas y entablamentos se despoblaron. Sólo quedaron escaleras de mano, preparando el salto del día siguiente. El aire se hizo más fresco, aligerado de sudores, blasfemias, chirridos de cuerdas, ejes que pedían alcuzas y palmadas en torsos pringosos. Para la casa mondada el crepúsculo llegaba más pronto. Se vestía de sombras en horas en que su ya caída balaustrada superior solía regalar a las fachadas algún relumbre de sol. La Ceres apretaba los labios. Por primera vez las habitaciones dormirían sin persianas, abiertas sobre un paisaje de escombros.
Contrariando sus apetencias, varios capiteles yacían entre las hierbas. Las hojas de acanto descubrían su condición vegetal. Una enredadera aventuró sus tentáculos hacia la voluta jónica, atraída por un aire de familia. Cuando cayó la noche, la casa estaba más cerca de la tierra. Un marco de puerta se erguía aún, en lo alto, con tablas de sombras suspendidas de sus bisagras desorientadas.

                                                II

Entonces el negro viejo, que no se había movido, hizo gestos extraños, volteando su cayado sobre un cementerio de baldosas.
Los cuadrados de mármol, blancos y negros, volaron a los pisos, vistiendo la tierra. Las piedras con saltos certeros, fueron a cerrar los boquetes de las murallas. Hojas de nogal claveteadas se encajaron en sus marcos, mientras los tornillos de las charnelas volvían a hundirse en sus hoyos, con rápida rotación.
En los canteros muertos, levantadas por el esfuerzo de las flores, las tejas juntaron sus fragmentos, alzando un sonoro torbellino de barro, para caer en lluvia sobre la armadura del techo. La casa creció, traída nuevamente a sus proporciones habituales, pudorosa y vestida. La Ceres fue menos gris. Hubo más peces en la fuente. Y el murmullo del agua llamó begonias olvidadas.
El viejo introdujo una llave en la cerradura de la puerta principal, y comenzó a abrir ventanas. Sus tacones sonaban a hueco. Cuando encendió los velones, un estremecimiento amarillo corrió por el óleo de los retratos de familia, y gentes vestidas de negro murmuraron en todas las galerías, al compás de cucharas movidas en jícaras de chocolate.
Don Marcial, el Marqués de Capellanías, yacía en su lecho de muerte, el pecho acorazado de medallas, escoltado por cuatro cirios con largas barbas de cera derretida

                                                      III

Los cirios crecieron lentamente, perdiendo sudores. Cuando recobraron su tamaño, los apagó la monja apartando una lumbre. Las mechas blanquearon, arrojando el pabilo. La casa se vació de visitantes y los carruajes partieron en la noche. Don Marcial pulsó un teclado invisible y abrió los ojos.
Confusas y revueltas, las vigas del techo se iban colocando en su lugar. Los pomos de medicina, las borlas de damasco, el escapulario de la cabecera, los daguerrotipos, las palmas de la reja, salieron de sus nieblas. Cuando el médico movió la cabeza con desconsuelo profesional, el enfermo se sintió mejor. Durmió algunas horas y despertó bajo la mirada negra y cejuda del Padre Anastasio. De franca, detallada, poblada de pecados, la confesión se hizo reticente, penosa, llena de escondrijos. ¿Y qué derecho tenía, en el fondo, aquel carmelita, a entrometerse en su vida? Don Marcial se encontró, de pronto, tirado en medio del aposento. Aligerado de un peso en las sienes, se levantó con sorprendente celeridad. La mujer desnuda que se desperezaba sobre el brocado del lecho buscó enaguas y corpiños, llevándose, poco después, sus rumores de seda estrujada y su perfume. Abajo, en el coche cerrado, cubriendo tachuelas del asiento, había un sobre con monedas de oro.
Don Marcial no se sentía bien. Al arreglarse la corbata frente a la luna de la consola se vio congestionado. Bajó al despacho donde lo esperaban hombres de justicia, abogados y escribientes, para disponer la venta pública de la casa. Todo había sido inútil. Sus pertenencias se irían a manos del mejor postor, al compás de martillo golpeando una tabla. Saludó y le dejaron solo. Pensaba en los misterios de la letra escrita, en esas hebras negras que se enlazan y desenlazan sobre anchas hojas afiligranadas de balanzas, enlazando y desenlazando compromisos, juramentos, alianzas, testimonios, declaraciones, apellidos, títulos, fechas, tierras, árboles y piedras; maraña de hilos, sacada del tintero, en que se enredaban las piernas del hombre, vedándole caminos desestimados por la Ley; cordón al cuello, que apretaban su sordina al percibir el sonido temible de las palabras en libertad. Su firma lo había traicionado, yendo a complicarse en nudo y enredos de legajos. Atado por ella, el hombre de carne se hacía hombre de papel. Era el amanecer. El reloj del comedor acababa de dar la seis de la tarde.

                                                      IV

Transcurrieron meses de luto, ensombrecidos por un remordimiento cada vez mayor. Al principio, la idea de traer una mujer a aquel aposento se le hacía casi razonable. Pero, poco a poco, las apetencias de un cuerpo nuevo fueron desplazadas por escrúpulos crecientes, que llegaron al flagelo. Cierta noche, Don Marcial se ensangrentó las carnes con una correa, sintiendo luego un deseo mayor, pero de corta duración. Fue entonces cuando la Marquesa volvió, una tarde, de su paseo a las orillas del Almendares. Los caballos de la calesa no traían en las crines más humedad que la del propio sudor. Pero, durante todo el resto del día, dispararon coces a las tablas de la cuadra, irritados, al parecer, por la inmovilidad de nubes bajas.
Al crepúsculo, una tinaja llena de agua se rompió en el baño de la Marquesa. Luego, las lluvias de mayo rebosaron el estanque. Y aquella negra vieja, con tacha de cimarrona y palomas debajo de la cama, que andaba por el patio murmurando: "¡Desconfía de los ríos, niña; desconfía de lo verde que corre!" No había día en que el agua no revelara su presencia. Pero esa presencia acabó por no ser más que una jícara derramada sobre el vestido traído de París, al regreso del baile aniversario dado por el Capitán General de la Colonia.
Reaparecieron muchos parientes. Volvieron muchos amigos. Ya brillaban, muy claras, las arañas del gran salón. Las grietas de la fachada se iban cerrando. El piano regresó al clavicordio. Las palmas perdían anillos. Las enredaderas saltaban la primera cornisa. Blanquearon las ojeras de la Ceres y los capiteles parecieron recién tallados. Más fogoso Marcial solía pasarse tardes enteras abrazando a la Marquesa. Borrábanse patas de gallina, ceños y papadas, y las carnes tornaban a su dureza. Un día, un olor de pintura fresca llenó la casa.

                                                       V

Los rubores eran sinceros. Cada noche se abrían un poco más las hojas de los biombos, las faldas caían en rincones menos alumbrados y eran nuevas barreras de encajes. Al fin la Marquesa sopló las lámparas. Sólo él habló en la obscuridad. Partieron para el ingenio, en gran tren de calesas —relumbrante de grupas alazanas, bocados de plata y charoles al sol. Pero, a la sombra de las flores de Pascua que enrojecían el soportal interior de la vivienda, advirtieron que se conocían apenas. Marcial autorizó danzas y tambores de Nación, para distraerse un poco en aquellos días olientes a perfumes de Colonia, baños de benjuí, cabelleras esparcidas, y sábanas sacadas de armarios que, al abrirse, dejaban caer sobre las lozas un mazo de vetiver. El vaho del guarapo giraba en la brisa con el toque de oración. Volando bajo, las auras anunciaban lluvias reticentes, cuyas primeras gotas, anchas y sonoras, eran sorbidas por tejas tan secas que tenían diapasón de cobre. Después de un amanecer alargado por un abrazo deslucido, aliviados de desconciertos y cerrada la herida, ambos regresaron a la ciudad. La Marquesa trocó su vestido de viaje por un traje de novia, y, como era costumbre, los esposos fueron a la iglesia para recobrar su libertad. Se devolvieron presentes a parientes y amigos, y, con revuelo de bronces y alardes de jaeces, cada cual tomó la calle de su morada. Marcial siguió visitando a María de las Mercedes por algún tiempo, hasta el día en que los anillos fueron llevados al taller del orfebre para ser desgrabados. Comenzaba, para Marcial, una vida nueva. En la casa de las rejas, la Ceres fue sustituida por una Venus italiana, y los mascarones de la fuente adelantaron casi imperceptiblemente el relieve al ver todavía encendidas, pintada ya el alba, las luces de los velones.

                                                     VI

Una noche, después de mucho beber y marearse con tufos de tabaco frío, dejados por sus amigos, Marcial tuvo la sensación extraña de que los relojes de la casa daban las cinco, luego las cuatro y media, luego las cuatro, luego las tres y media... Era como la percepción remota de otras posibilidades. Como cuando se piensa, en enervamiento de vigilia, que puede andarse sobre el cielo raso con el piso por cielo raso, entre muebles firmemente asentados entre las vigas del techo. Fue una impresión fugaz, que no dejó la menor huella en su espíritu, poco llevado, ahora, a la meditación.
Y hubo un gran sarao, en el salón de música, el día en que alcanzó la minoría de edad. Estaba alegre, al pensar que su firma había dejado de tener un valor legal, y que los registros y escribanías, con sus polillas, se borraban de su mundo. Llegaba al punto en que los tribunales dejan de ser temibles para quienes tienen una carne desestimada por los códigos. Luego de achisparse con vinos generosos, los jóvenes descolgaron de la pared una guitarra incrustada de nácar, un salterio y un serpentón. Alguien dio cuerda al reloj que tocaba la Tirolesa de las Vacas y la Balada de los Lagos de Escocia.
Otro embocó un cuerno de caza que dormía, enroscado en su cobre, sobre los fieltros encarnados de la vitrina, al lado de la flauta traversera traída de Aranjuez. Marcial, que estaba requebrando atrevidamente a la de Campoflorido, se sumó al guirigay, buscando en el teclado, sobre bajos falsos, la melodía del Trípili-Trápala. Y subieron todos al desván, de pronto, recordando que allá, bajo vigas que iban recobrando el repello, se guardaban los trajes y libreas de la Casa de Capellanías. En entrepaños escarchados de alcanfor descansaban los vestidos de corte, un espadín de Embajador, varias guerreras emplastronadas, el manto de un Príncipe de la Iglesia, y largas casacas, con botones de damasco y difuminos de humedad en los pliegues. Matizáronse las penumbras con cintas de amaranto, miriñaques amarillos, túnicas marchitas y flores de terciopelo. Un traje de chispero con redecilla de borlas, nacido en una mascarada de carnaval, levantó aplausos.
La de Campoflorido redondeó los hombros empolvados bajo un rebozo de color de carne criolla, que sirviera a cierta abuela, en noche de grandes decisiones familiares, para avivar los amansados fuegos de un rico Síndico de Clarisas.
Disfrazados regresaron los jóvenes al salón de música. Tocado con un tricornio de regidor, Marcial pegó tres bastonazos en el piso, y se dio comienzo a la danza de la valse, que las madres hallaban terriblemente impropio de señoritas, con eso de dejarse enlazar por la cintura, recibiendo manos de hombre sobre las ballenas del corset que todas se habían hecho según el reciente patrón de "El Jardín de las Modas". Las puertas se obscurecieron de fámulas, cuadrerizos, sirvientes, que venían de sus lejanas dependencias y de los entresuelos sofocantes para admirarse ante fiesta de tanto alboroto. Luego se jugó a la gallina ciega y al escondite. Marcial, oculto con la de Campoflorido detrás de un biombo chino, le estampó un beso en la nuca, recibiendo en respuesta un pañuelo perfumado, cuyos encajes de Bruselas guardaban suaves tibiezas de escote. Y cuando las muchachas se alejaron en las luces del crepúsculo, hacia las atalayas y torreones que se pintaban en grisnegro sobre el mar, los mozos fueron a la Casa de Baile, donde tan sabrosamente se contoneaban las mulatas de grandes ajorcas, sin perder nunca —así fuera de movida una guaracha— sus zapatillas de alto tacón. Y como se estaba en carnavales, los del Cabildo Arará Tres Ojos levantaban un trueno de tambores tras de la pared medianera, en un patio sembrado de granados. Subidos en mesas y taburetes, Marcial y sus amigos alabaron el garbo de una negra de pasas entrecanas, que volvía a ser hermosa, casi deseable, cuando miraba por sobre el hombro, bailando con altivo mohín de reto.

                                                     VII

Las visitas de Don Abundio, notario y albacea de la familia, eran más frecuentes. Se sentaba gravemente a la cabecera de la cama de Marcial, dejando caer al suelo su bastón de ácana para despertarlo antes de tiempo. Al abrirse, los ojos tropezaban con una levita de alpaca, cubierta de caspa, cuyas mangas lustrosas recogían títulos y rentas. Al fin sólo quedó una pensión razonable, calculada para poner coto a toda locura. Fue entonces cuando Marcial quiso ingresar en el Real Seminario de San Carlos.
Después de mediocres exámenes, frecuentó los claustros, comprendiendo cada vez menos las explicaciones de los dómines. El mundo de las ideas se iba despoblando. Lo que había sido, al principio, una ecuménica asamblea de peplos, jubones, golas y pelucas, controversistas y ergotantes, cobraba la inmovilidad de un museo de figuras de cera. Marcial se contentaba ahora con una exposición escolástica de los sistemas, aceptando por bueno lo que se dijera en cualquier texto. "León", "Avestruz", Ballena", "Jaguar", leíase sobre los grabados en cobre de la Historia Natural. Del mismo modo, "Aristóteles", "Santo Tomás", Bacon", "Descartes", encabezaban páginas negras, en que se catalogaban aburridamente las interpretaciones del universo, al margen de una capitular espesa. Poco a poco, Marcial dejó de estudiarlas, encontrándose librado de un gran peso. Su mente se hizo alegre y ligera, admitiendo tan sólo un concepto instintivo de las cosas. ¿Para qué pensar en el prisma, cuando la luz clara de invierno daba mayores detalles a las fortalezas del puerto? Una manzana que cae del árbol sólo es incitación para los dientes. Un pie en una bañadera no pasa de ser un pie en una bañadera. El día que abandonó el Seminario, olvidó los libros. El gnomon recobró su categoría de duende: el espectro fue sinónimo de fantasma; el octandro era bicho acorazado, con púas en el lomo.
Varias veces, andando pronto, inquieto el corazón, había ido a visitar a las mujeres que cuchicheaban, detrás de puertas azules, al pie de las murallas. El recuerdo de la que llevaba zapatillas bordadas y hojas de albahaca en la oreja lo perseguía, en tardes de calor, como un dolor de muelas. Pero, un día, la cólera y las amenazas de un confesor le hicieron llorar de espanto. Cayó por última vez en las sábanas del infierno, renunciando para siempre a sus rodeos por calles poco concurridas, a sus cobardías de última hora que le hacían regresar con rabia a su casa, luego de dejar a sus espaldas cierta acera rajada, señal, cuando andaba con la vista baja, de la media vuelta que debía darse por hollar el umbral de los perfumes.
Ahora vivía su crisis mística, poblada de detentes, corderos pascuales, palomas de porcelana, Vírgenes de manto azul celeste, estrellas de papel dorado, Reyes Magos, ángeles con alas de cisne, el Asno, el Buey, y un terrible San Dionisio que se le aparecía en sueños, con un gran vacío entre los hombros y el andar vacilante de quien busca un objeto perdido. Tropezaba con la cama y Marcial despertaba sobresaltado, echando mano al rosario de cuentas sordas. Las mechas, en sus pocillos de aceite, daban luz triste a imágenes que recobraban su color primero.

                                                      VIII
 

Los muebles crecían. Se hacía más difícil sostener los antebrazos sobre el borde de la mesa del comedor. Los armarios de cornisas labradas ensanchaban el frontis. Alargando el torso, los moros de la escalera acercaban sus antorchas a los balaustres del rellano. Las butacas eran mas hondas y los sillones de mecedora tenían tendencia a irse para atrás. No había ya que doblar las piernas al recostarse en el fondo de la bañadera con anillas de mármol.
Una mañana en que leía un libro licencioso, Marcial tuvo ganas, súbitamente, de jugar con los soldados de plomo que dormían en sus cajas de madera. Volvió a ocultar el tomo bajo la jofaina del lavabo, y abrió una gaveta sellada por las telarañas. La mesa de estudio era demasiado exigua para dar cabida a tanta gente. Por ello, Marcial se sentó en el piso. Dispuso los granaderos por filas de ocho. Luego, los oficiales a caballo, rodeando al abanderado. Detrás, los artilleros, con sus cañones, escobillones y botafuegos. Cerrando la marcha, pífanos y timbales, con escolta de redoblantes. Los morteros estaban dotados de un resorte que permitía lanzar bolas de vidrio a más de un metro de distancia.
—¡Pum!... ¡Pum!... ¡Pum!...
Caían caballos, caían abanderados, caían tambores. Hubo de ser llamado tres veces por el negro Eligio, para decidirse a lavarse las manos y bajar al comedor.
Desde ese día, Marcial conservó el hábito de sentarse en el enlosado. Cuando percibió las ventajas de esa costumbre, se sorprendió por no haberlo pensando antes. Afectas al terciopelo de los cojines, las personas mayores sudan demasiado. Algunas huelen a notario —como Don Abundio— por no conocer, con el cuerpo echado, la frialdad del mármol en todo tiempo. Sólo desde el suelo pueden abarcarse totalmente los ángulos y perspectivas de una habitación. Hay bellezas de la madera, misteriosos caminos de insectos, rincones de sombra, que se ignoran a altura de hombre. Cuando llovía, Marcial se ocultaba debajo del clavicordio. Cada trueno hacía temblar la caja de resonancia, poniendo todas las notas a cantar. Del cielo caían los rayos para construir aquella bóveda de calderones —órgano, pinar al viento, mandolina de grillos.

                                                        IX

Aquella mañana lo encerraron en su cuarto. Oyó murmullos en toda la casa y el almuerzo que le sirvieron fue demasiado suculento para un día de semana. Había seis pasteles de la confitería de la Alameda —cuando sólo dos podían comerse, los domingos, después de misa. Se entretuvo mirando estampas de viaje, hasta que el abejeo creciente, entrando por debajo de las puertas, le hizo mirar entre persianas. Llegaban hombres vestidos de negro, portando una caja con agarraderas de bronce.
Tuvo ganas de llorar, pero en ese momento apareció el calesero Melchor, luciendo sonrisa de dientes en lo alto de sus botas sonoras. Comenzaron a jugar al ajedrez. Melchor era caballo. Él, era Rey. Tomando las losas del piso por tablero, podía avanzar de una en una, mientras Melchor debía saltar una de frente y dos de lado, o viceversa. El juego se prolongó hasta más allá del crepúsculo, cuando pasaron los Bomberos del Comercio.
Al levantarse, fue a besar la mano de su padre que yacía en su cama de enfermo. El Marqués se sentía mejor, y habló a su hijo con el empaque y los ejemplos usuales. Los "Sí, padre" y los "No, padre", se encajaban entre cuenta y cuenta del rosario de preguntas, como las respuestas del ayudante en una misa. Marcial respetaba al Marqués, pero era por razones que nadie hubiera acertado a suponer. Lo respetaba porque era de elevada estatura y salía, en noches de baile, con el pecho rutilante de condecoraciones: porque le envidiaba el sable y los entorchados de oficial de milicias; porque, en Pascuas, había comido un pavo entero, relleno de almendras y pasas, ganando una apuesta; porque, cierta vez, sin duda con el ánimo de azotarla, agarró a una de las mulatas que barrían la rotonda, llevándola en brazos a su habitación. Marcial, oculto detrás de una cortina, la vio salir poco después, llorosa y desabrochada, alegrándose del castigo, pues era la que siempre vaciaba las fuentes de compota devueltas a la alacena.
El padre era un ser terrible y magnánimo al que debía amarse después de Dios. Para Marcial era más Dios que Dios, porque sus dones eran cotidianos y tangibles. Pero prefería el Dios del cielo, porque fastidiaba menos.

                                                      X

Cuando los muebles crecieron un poco más y Marcial supo como nadie lo que había debajo de las camas, armarios y vargueños, ocultó a todos un gran secreto: la vida no tenía encanto fuera de la presencia del calesero Melchor. Ni Dios, ni su padre, ni el obispo dorado de las procesiones del Corpus, eran tan importantes como Melchor.
Melchor venía de muy lejos. Era nieto de príncipes vencidos. En su reino había elefantes, hipopótamos, tigres y jirafas. Ahí los hombres no trabajaban, como Don Abundio, en habitaciones obscuras, llenas de legajos. Vivían de ser más astutos que los animales. Uno de ellos sacó el gran cocodrilo del lago azul, ensartándolo con una pica oculta en los cuerpos apretados de doce ocas asadas. Melchor sabía canciones fáciles de aprender, porque las palabras no tenían significado y se repetían mucho. Robaba dulces en las cocinas; se escapaba, de noche, por la puerta de los cuadrerizos, y, cierta vez, había apedreado a los de la guardia civil, desapareciendo luego en las sombras de la calle de la Amargura.
En días de lluvia, sus botas se ponían a secar junto al fogón de la cocina. Marcial hubiese querido tener pies que llenaran tales botas. La derecha se llamaba Calambín. La izquierda, Calambán. Aquel hombre que dominaba los caballos cerreros con sólo encajarles dos dedos en los belfos; aquel señor de terciopelos y espuelas, que lucía chisteras tan altas, sabía también lo fresco que era un suelo de mármol en verano, y ocultaba debajo de los muebles una fruta o un pastel arrebatados a las bandejas destinadas al Gran Salón. Marcial y Melchor tenían en común un depósito secreto de grageas y almendras, que llamaban el "Urí, urí, urá", con entendidas carcajadas. Ambos habían explorado la casa de arriba abajo, siendo los únicos en saber que existía un pequeño sótano lleno de frascos holandeses, debajo de las cuadras, y que en desván inútil, encima de los cuartos de criadas, doce mariposas polvorientas acababan de perder las alas en caja de cristales rotos.

                                                        XI

Cuando Marcial adquirió el hábito de romper cosas, olvidó a Melchor para acercarse a los perros. Había varios en la casa. El atigrado grande; el podenco que arrastraba las tetas; el galgo, demasiado viejo para jugar; el lanudo que los demás perseguían en épocas determinadas, y que las camareras tenían que encerrar.
Marcial prefería a Canelo porque sacaba zapatos de las habitaciones y desenterraba los rosales del patio. Siempre negro de carbón o cubierto de tierra roja, devoraba la comida de los demás, chillaba sin motivo y ocultaba huesos robados al pie de la fuente. De vez en cuando, también, vaciaba un huevo acabado de poner, arrojando la gallina al aire con brusco palancazo del hocico. Todos daban de patadas al Canelo. Pero Marcial se enfermaba cuando se lo llevaban. Y el perro volvía triunfante, moviendo la cola, después de haber sido abandonado más allá de la Casa de Beneficencia, recobrando un puesto que los demás, con sus habilidades en la caza o desvelos en la guardia, nunca ocuparían.
Canelo y Marcial orinaban juntos. A veces escogían la alfombra persa del salón, para dibujar en su lana formas de nubes pardas que se ensanchaban lentamente. Eso costaba castigo de cintarazos.
Pero los cintarazos no dolían tanto como creían las personas mayores. Resultaban, en cambio, pretexto admirable para armar concertantes de aullidos, y provocar la compasión de los vecinos. Cuando la bizca del tejadillo calificaba a su padre de "bárbaro", Marcial miraba a Canelo, riendo con los ojos. Lloraban un poco más, para ganarse un bizcocho y todo quedaba olvidado. Ambos comían tierra, se revolcaban al sol, bebían en la fuente de los peces, buscaban sombra y perfume al pie de las albahacas. En horas de calor, los canteros húmedos se llenaban de gente. Ahí estaba la gansa gris, con bolsa colgante entre las patas zambas; el gallo viejo de culo pelado; la lagartija que decía "urí, urá", sacándose del cuello una corbata rosada; el triste jubo nacido en ciudad sin hembras; el ratón que tapiaba su agujero con una semilla de carey. Un día señalaron el perro a Marcial.
—¡Guau, guau! —dijo.
Hablaba su propio idioma. Había logrado la suprema libertad. Ya quería alcanzar, con sus manos, objetos que estaban fuera del alcance de sus manos.

                                                  XII

Hambre, sed, calor, dolor, frío. Apenas Marcial redujo su percepción a la de estas realidades esenciales, renunció a la luz que ya le era accesoria. Ignoraba su nombre. Retirado el bautismo, con su sal desagradable, no quiso ya el olfato, ni el oído, ni siquiera la vista. Sus manos rozaban formas placenteras. Era un ser totalmente sensible y táctil. El universo le entraba por todos los poros. Entonces cerró los ojos que sólo divisaban gigantes nebulosos y penetró en un cuerpo caliente, húmedo, lleno de tinieblas, que moría. El cuerpo, al sentirlo arrebozado con su propia sustancia, resbaló hacia la vida.
Pero ahora el tiempo corrió más pronto, adelgazando sus últimas horas. Los minutos sonaban a glissando de naipes bajo el pulgar de un jugador.
Las aves volvieron al huevo en torbellino de plumas. Los peces cuajaron la hueva, dejando una nevada de escamas en el fondo del estanque. Las palmas doblaron las pencas, desapareciendo en la tierra como abanicos cerrados. Los tallos sorbían sus hojas y el suelo tiraba de todo lo que le perteneciera. El trueno retumbaba en los corredores. Crecían pelos en la gamuza de los guantes. Las mantas de lana se destejían, redondeando el vellón de carneros distantes. Los armarios, los vargueños, las camas, los crucifijos, las mesas, las persianas, salieron volando en la noche, buscando sus antiguas raíces al pie de las selvas.
Todo lo que tuviera clavos se desmoronaba. Un bergantín, anclado no se sabía dónde, llevó presurosamente a Italia los mármoles del piso y de la fuente. Las panoplias, los herrajes, las llaves, las cazuelas de cobre, los bocados de las cuadras, se derretían, engrosando un río de metal que galerías sin techo canalizaban hacia la tierra. Todo se metamorfoseaba, regresando a la condición primera. El barro volvió al barro, dejando un yermo en lugar de la casa.

                                                   XIII

Cuando los obreros vinieron con el día para proseguir la demolición, encontraron el trabajo acabado. Alguien se había llevado la estatua de Ceres, vendida la víspera a un anticuario. Después de quejarse al Sindicato, los hombres fueron a sentarse en los bancos de un parque municipal. Uno recordó entonces la historia, muy difuminada, de una Marquesa de Capellanías, ahogada, en tarde de mayo, entre las malangas del Almendares. Pero nadie prestaba atención al relato, porque el sol viajaba de oriente a occidente, y las horas que crecen a la derecha de los relojes deben alargarse por la pereza, ya que son las que más seguramente llevan a la muerte.