¿Inocentes o culpables? - Antonio Argerich

Juan Antonio Argerich, escritor argentino. Nació en Buenos Aires en 1855, murió en 1940.
Su obra literaria ha llegado a nuestros días de la mano de su novela ¿Inocentes o culpables? donde se opone abiertamente a la inmigración europea —italiana, en particular—. Fue una novela muy criticada.





¿Inocentes o culpables?Capítulo 1


En las inmediaciones del Mercado del Plata, existía un Café y Fonda, que por el tiempo en que principia la presente narración, gozaba de muy buena fama entre la gente proletaria.
Era su dueño un rudo italiano, llamado José Dagiore.
Diez años antes, y teniendo él veinte escasos, había desembarcado, con otros tantos inmigrantes en la playa de la capital argentina.
Siempre, y en toda condición, es más fácil la vida para todo el que busca pan ofreciéndose a ejecutar cualquier trabajo manual que no requiere aprendizaje o estudios anteriores. Lo contrario sucede con las carreras liberales, y en general, con los hombres un poco instruídos.
El inmigrante rústico tiene pocas necesidades, no flota su imaginación en una atmósfera de vanidad; acepta cualquier trabajo y se sostiene con un frugal alimento.
Sin embargo, no siempre sucede así, y José Dagiore encontró dificultades en los primeros tiempos de su llegada al país. Al salir del Hotel de Inmigrantes se juntó con una manada de compañeros que seguían la vía pública por mitad de la calle. Había hecho relación con estos sus paisanos y todos a la vez buscaban trabajo. Mientras, se arreglaron en un conventillo, manteniéndose a pan y agua. A los pocos días se le proporcionó una colocación en el campo como peón para zanjear: no aceptó por lo que había oído de los indios, y apremiándole las circunstancias salió un día del conventillo con un cajón de lustrador de botas, y fue a situarse a una plaza pública: otros compañeros del mismo oficio, más experimentados que él le arrebataban los marchantes. No ganaba nada, pero sin embargo, ahorraba peso sobre peso, aberración económica que sólo puede explicar un inmigrante de la bella Italia.
Vagaba, luego, por calles y plazas con su cajón pendiente del hombro por medio de una correa, hasta que cansado se sentaba en el borde de la vereda de cualquier esquina. Allí quedaba perplejo con expresión de idiota: el cambio de clima y de hábitos le producía cierta nostalgia, quedaba absorto, pensando en algún modo de ganar mucho dinero.
Tuvo José sus momentos de angustias y zozobras, porque llegó día en que no consiguió un solo marchante. Decidió dejar oficio tan poco lucrativo, pero en varias ocasiones que pudo colocarse tropezó con el obstáculo de no saber el español.
Después de haber ofrecido sus brazos en varias partes fue ocupado por un maestro albañil para servir de peón.
Horas después de estar desempeñando sus nuevas funciones, parecía que toda su vida no había hecho otra cosa que acarrear ladrillo, llenar los baldes de mezcla y cumplir todas las órdenes de los oficiales.
A las once, hora del descanso, se sentaba apartado a comer su gran pan italiano y pensaba febriciente en el dinero, aislándose en su pensamiento para expandirse en monólogos mentales: mucho dinero, dinero y nada más: su hambre de oro no expresaba ningún deseo, era la animalidad descarnada del avaro. Quería ahorrar y así lo hacía, sobre su hambre, sobre su sed, a despecho de la salud y de la higiene de su cuerpo: ahorraba por ahorrar o tal vez por hábito heredado en la falta de costumbre de gastar dinero, cumpliendo así, de una manera inconsciente, la misión de ahorrar todo lo que no habían podido comer sus antepasados.
Aun en medio de sus tareas solía quedar perplejo soñando en montones de oro, hasta que la voz de un oficial lo sacaba de su ensimismamiento, gritándole desde un andamio: «Giusseppe, porta un balde de mezcla, súbito!»
Como muchos otros podría haber aprendido la albañilería, pero parece que tenía por este oficio poca vocación.
Al terminarse la construcción de la obra donde trabajaba, pasó el contratista a edificar una nueva casa, pero Dagiore no quiso acompañarle.
Había ahorrado en este corto tiempo mil seiscientos pesos moneda corriente, y con este pequeño capital empezó a trabajar por su cuenta como vendedor ambulante.
En la fonda, donde comía por la noche dos platos, había contraído relación íntima con el cocinero.
Fue este quien le aconsejó el ingreso al nuevo comercio en que debutaba.
Para la venta de la mañana habían hecho sociedad: el cocinero hacía tortillas que Dagiore se encargaba de vender por las calles, anunciando su efecto con una voz incomprensible. Más tarde, según la estación, vendía frutas o masitas.
Así, con muy pequeñas intermitencias, pasaron ocho años. Al cabo de estos Dagiore tenía ahorrados unos veinticuatro mil pesos.
Por este tiempo el propietario de la fonda había comprado un hotel situado en el Paseo de Julio y no pudiendo atender dos negocios a la vez, decidió enajenar el menor.
El cocinero, que se llamaba Vincenzo Petrelli, unió sus economías con las de Dagiore y formando sociedad compraron el negocio.
La casa tenía muy buena clientela y dejaba una ganancia líquida de cinco mil pesos mensuales.
Parece que cuando soplan vientos de prosperidad todo va bien, pero en el primer año Dagiore tuvo grandes disgustos. Su socio, que siempre había tenido el defecto de la embriaguez, no se contenía, ahora que se sentía amo. En el arreglo, se había convenido que Petrelli seguiría en la cocina.
A los tres meses este se rebeló, y hubo que tomar otro cocinero. Vincenzo salía muchas veces por la mañana y volvía a la noche, completamente ebrio, se dirigía al cajón del mostrador, sacaba dinero y volvía a salir.
El alcohol combinado con la atmósfera ardiente que había aspirado quince años consecutivos en la cocina, dieron su resultado lógico: el desgraciado Petrelli empezó a revelar signos de manifiesta locura.
Había veces que corría horrorizado, y si le preguntaban qué tenía, contestaba que veía víboras tremendas que se le querían enroscar en la garganta. Eran las alucinaciones del alcoholismo que su cerebro en desequilibrio empezaba a bocetar.
Dagiore estaba desesperado: su socio, en vez de ayudarlo, desacreditaba el negocio.
Ya varios antiguos parroquianos se habían retirado. Las ganancias habían minorado de una manera desesperante. Además de esto, Vincenzo extraía todo el dinero que ingresaba al cajón. Dagiore hubiera querido impedirlo pero tenía miedo a su socio. Este no escaseaba las amenazas y andaba armado con un revólver. Así es que Dagiore se limitaba a apuntar las sumas cuyo ingreso no podía ocultar a la vista ávida de Petrelli.
Habían llegado las cosas a un estado muy tirante, hasta que en uno de sus frecuentes altercados Dagiore se revistió de inusitada energía y habló con decisión de separarse.
Como hacía días que Petrelli se paseaba sin fondos y estaba apremiado por algunas deudas, aceptó en general la idea ante la perspectiva de conseguir una buena suma para derrocharla en sus vicios.
Nombraron de común acuerdo a su antiguo patrón para que diese balance a las existencias y las tasase, haciendo una iguala a repartir entre ambos socios.
Dagiore presentó como haber las cantidades retiradas por Vincenzo para sus francachelas. De aquí se originaron interminables disputas, pero como habían nombrado un juez, se atuvieron a lo que este sentenció.
Petrelli recibió veintitrés mil pesos de Dagiore, el cual quedó desde este momento único y exclusivo dueño del establecimiento, y a cargo del activo y pasivo de la casa.
Se publicaron los avisos de práctica en los diarios, y la Fonda poco a poco fue recobrando su antigua prosperidad debido al celo y economías de su flamante y exclusivo propietario.
Al terminar el año, Dagiore se encontró con mucho trabajo, y, desconfiado de por sí, como por la lección que había recibido, no quería volver a asociarse con nadie.
Fue entonces que decidió casarse. Así, según sus propias palabras, tendría una sierva.
Sólo al interés le es dado detener la vanidad del hombre.
Dagiore no hubiera titubeado en casarse con un monstruo, si este enlace hubiera de aportarle una fortuna crecida; pero siempre habría dado preferencia a una mujer bonita en las mismas condiciones.
Una vez determinado a dar este paso, empezó a fijarse en todas las mujeres solteras que conocía, y que por sus condiciones sociales podía solicitarlas en matrimonio.
Puso en esto el mismo celo y perspicacia con que escogía un trozo de carne en el mercado para las provisiones de su fonda.
Las examinaba, les calculaba la edad que podían tener, su vigor para el trabajo y el estado de fortuna de los padres.
Después de muchas fluctuaciones se decidió por una joven de dieciséis años, hija de un paisano suyo que tenía un almacén regularmente surtido.
Formada firmemente su resolución vio varias veces al padre de la joven. La niña nada sabía de las pretensiones que a su respecto abrigaba Dagiore. Lo veía entrar y salir, pero estaba muy distante de su imaginación, que aquel hombre tosco y sin maneras había de reservarle la suerte como esposo. Un día, su padre le dijo, que Dagiore la había pedido, que él lo conocía hacía mucho tiempo, hizo en fin su más acabado elogio y terminó diciendo que él estaba muy contento y que se había comprometido a darle su hija. La madre de la joven encontró la unión muy ventajosa y en cuanto a Dorotea, que así se llamaba esta novia improvisada y sin amor, sufrió al principio una sorpresa indefinible, primera sensación de un alma en reposo que arrojan violentamente a una realidad que nunca había soñado en sus ardientes visiones de mujer sana y bien mantenida.
No era Dagiore el esposo que ella había colmado de besos en sus sueños. Sin embargo, ni le pasó por la mente idea alguna de protesta. Ella dejaba hacer... dejaba que corriera el tiempo, careciendo de perfecta conciencia de lo que iba a sucederle. A veces, cuando miraba a Dagiore apurando un vago de vino francés y ensuciándose con las gotas moradas del campeche su largo y cerdoso bigote, se espantaba; pero más tarde, reflexionando a solas, se decía que ella había de acostumbrarse y que Dios haría que lo quisiese mucho, porque ella no había hecho mal a nadie para ser desgraciada y que sus padres habían de saber lo que le aconsejaban. Así calmaba su repugnancia instintiva esta alma novicia. La boda estaba ya concertada. Dagiore parecía apurado y las cosas marchaban a vapor. La semana anterior al casamiento Dorotea se creyó feliz. La mujer se había revelado en ella al sentirse colmada en esa pasión, general al sexo, de vanidosa publicidad. Todo el barrio hablaba de ella, del vestido, de algunos otros regalos insignificantes a los cuales daban mucho valor. Estaba aturdida y no podía darse clara cuenta de su situación.
Un bello domingo, en que la sociedad y la naturaleza estaban de fiesta, concurrieron de mañana a la parroquia de San Nicolás, donde debería celebrarse la nupcial ceremonia. Dagiore había echado la casa por la ventana, siguiendo en esto la práctica invariable de sus paisanos acomodados, que tratándose de un himeneo o de una inhumación olvidan sus inveteradas ideas de economía para ser gloriosamente fastuosos.
De la parroquia se trasladaron a la Boca con varios amigos: pasearon en bote y tomaron vino de Asti en el estrambótico negocio titulado El Recreo.
Muchos italianos al contraer matrimonio llevan sus relaciones a este punto, donde los invitan con una suculenta comida, en que los tallarines hacen el primer papel. Dagiore había eludido esta costumbre, porque les preparaba la sorpresa en su propia casa. No habría tanto aire, pero le costaría más barato.
Al caer la noche se trasladaron a la Fonda. Todos alegres y bulliciosos se acomodaron en una gran mesa especialmente preparada.
El ejercicio del paseo habíales abierto grandemente el apetito: un momento después, y cumpliéndose la orden que había dado Dagiore, humeaban en la mesa los ravioles, esparciendo en la atmósfera su peculiar olor a queso y aceite.
El vino empezó por manchar el mantel y concluyó por desconcertar enteramente los cerebros. Parecía que el campeche ayudado por el alcohol desbordaba por las mejillas moradas y ardientes de los tertulianos.
Todos estaban imbéciles, y empezaron a cruzarse palabras intencionadas y groseras dirigidas a la novia.
La pobre Dorotea había querido varias veces sustraerse a esta orgía, pero su marido la retenía con imperio a su lado. Uno propuso que se cantara. Otro una partida a la morra, y un viejito proponía con risa idiota, que jugaran una partida a las bochas en la misma pieza.
Ahora; hay tiempo gritaba Dagiore: voy a traer coñac.
Quiso levantarse y trastabilló, volviendo a caer en su asiento.
Entonces, con una gran prudencia, su suegro levantó la voz y ahogando las risotadas generales, dijo que ya era la una, que todos los presentes eran gente de trabajo, y proponía que todos se fueran a dormir.
Muchos apoyaron la idea y se prepararon para retirarse; mientras que otros, más reacios, querían esperar el coñac.
El suegro consiguió disuadirlos, y uno a uno fueron desfilando por la puerta, sin despedirse, la mayor parte.
Quedaban dos amigos de los novios, y los padres.
Estos últimos se pararon.
La madre abrazó a su hija y esta rompió a llorar.
—¡Eh! no hay motivo para gritar así dijo el padre, nadie te asesina: has comido bien y te quedas con tu marido: ¿deseas que te caigan del cielo ravioles de oro? Las mujeres nunca están contentas. Vamos dijo a su mujer, mañana tengo que levantarme muy temprano, a ver qué han hecho esos...
Aludía a sus dependientes, que habían quedado a cargo del almacén.
Dagiore, entre tanto, había quedado aletargado por la bebida: alzó la vista de repente y se asustó de ver la sala casi desierta: no le quedaba conciencia de haberlos visto marchar.
Hasta mañana, Dagiore le dijo el suegro lacónicamente.
El novio miró a Dorotea; vagamente se dio cuenta de la situación, y contestó con voz bastante firme:
Sí, vamos a dormir, ya es tiempo. Me he alegrado un poco, mas esto pasará. ¡Dorotea! siguió, dirigiéndose a esta, dispensa, Dorotea...
La joven al oír estas palabras se estremeció ligeramente y trató de cobijarse más en el seno de su madre.
Esta le pasó la mano por el talle y la condujo a una pieza inmediata, donde estaba el tálamo conyugal. La sentó en una silla, le dio un beso y le cuchicheó algunos consejos que la pobre Dorotea no oyó; luego salió en puntillas como si abandonara el cuarto de un enfermo.
Los padres de la joven se retiraron. No había parroquianos a esa hora, y uno de los mozos puso los postigos en las vidrieras y cerró como de costumbre la puerta de la calle, dio las buenas noches a su patrón y se retiró a dormir.
Dagiore quedó solo. Miró alelado a su alrededor y como queriendo reunir sus ideas. De pronto una sonrisa de bestia se dibujó bajo sus bigotes rubios y poblados. Sus ojos, de un color celeste percudido, relampaguearon con todos los ímpetus desbordados del deseo y su nariz rojiza emanaba vapores de fuego. Tambaleando se dirigió al tálamo, pero a los cuantos pasos se volvió; buscó uno de los extremos del mantel y se restregó los labios: el fauno no quería repugnar y trataba de desinfestar su boca de los miasmas que contenía.
Satisfecho de su obra, fue a buscar a Dorotea.
La joven estaba abatida, ocupando la misma silla en que la había dejado la autora de sus días.
Dagiore quiso contemplarla desde la puerta del cuarto, pero sólo pudo ver su cuerpo; la triste niña estaba algo inclinada sobre sus faldas y con la cara oculta entre sus manos.
Esto parece que disgustó a su esposo.
¿Por qué no se ha acostado? le dijo en un tono indefinible. Ya es tarde; acuéstese, pues.
La joven replicó con un sollozo.
El marido avanzó.
Su vista, chispeando de lujuria, se posó ávida en el seno escultural de la joven que sobresalía entra sus brazos a causa de la postura en que estaba.
Dagiore colocó allí brutalmente una de sus manos.
La niña herida en su pudor y verdaderamente asustada dio un salto.
Desnúdese, desnúdese; se lo pido por favor, hijita balbuceó temblando el fondero.
—Déjeme, déjeme decía la infeliz.
Mire que mañana tenemos que levantarnos temprano, desnúdese y al deseo unió la acción.
Dorotea, viendo que no había resistencia posible con aquel hombre, murmuró precipitadamente:
Bueno; ya voy a desnudarme.
Entonces Dagiore empezó a dar el ejemplo.
Escandalizada la joven, le gritó:
Apague la lámpara; pero arrepentida en el acto de su idea, agregó:
Deje no más, yo voy a hacerlo.
Se acercó al quinqué y le bajó la mecha, quedando la pieza alumbrada por una luz indecisa a cuyo vago resplandor semejaba la figura de Dagiore un repelente fauno.
Así queda mejor dijo Dorotea.
Bueno, como Vd. quiera; pero desnúdese.
Dorotea, como si no hubiera oído estas palabras, fue a sentarse acongojada en la silla que antes había ocupado.
Dagiore fue en busca de ella.
¿No se ha desnudado todavía?
Sí, ya voy, dijo y como viera que ya no podía dilatarse más esta escena, contestó:
Pero retírese Vd.
Bueno replicó el fondero con aparente sumisión, y en una figura carnavalesca, fue a esperar en una silla; al resplandor amortiguado de la lámpara parecía con su camisa burda y sus piernas peludas el fantasma de la lascivia.
Al cabo de un rato, dijo:
¿Ya está? y como no obtuviera respuesta, se dirigió al lecho, a cuyo opuesto lado se había refugiado Dorotea.
La infeliz se había sacado solamente el vestido; estaba en enaguas y ni había pensado en desabrocharse el corsé.
Entonces empezó un verdadero pugilato y la más torpe lujuria se desbordó en besos e innobles tocamientos, profanando aquel turgente seno de nieve.
¿Qué sucedió? Nada que pueda asombrar. Algo muy legítimo. ¡Bah! Lo que podría llamarse un estupro legal...
Dagiore se durmió en breve y lo mismo sucedió a Dorotea; el cansancio del día la había postrado. Sin embargo, su sueño fue una pesadilla; de pronto despertaba llena de sobresalto, miraba con ojos sonámbulos los objetos que en la vaga penumbra de la habitación cobraban ante su espíritu conturbado fantásticas proporciones. Miraba entonces a su esposo y como ofendida y con miedo, se corría al borde de la cama para alejarse de él. Cerca de la madrugada no pudo ya conciliar el sueño. Mirando al techo y en actitud inmóvil estuvo mucho tiempo. Se puso a reflexionar, y se encontró muy desgraciada.
Pensó en los jóvenes que la cortejaban; luego no quiso seguir este orden de ideas y se refugió en dulces vaguedades imaginativas. No sabía qué podía pedirle a la Virgen María, de quien era muy devota, y sin embargo le hizo una promesa y se puso a rezar. Luego se deslizó del lecho sin hacer ruido y se vistió. Los ronquidos de Dagiore llamaron su atención. Lo miró. El sátiro no podía estar más deforme. El pelo revuelto y enmarañado le ocultaba su frente pequeña y deprimida. Los ojos supuraban unas lagañas glutinosas de color blanquizco, con vetas amarillas. De la boca le caía una baba espesa que descendía por la camisa desabrochada a su pecho ancho y exuberante de vegetación cerdosa.
Dagiore estaba repugnante y Dorotea se arrepintió mil veces, al contemplarlo, de haber unido su suerte con este cerdo disfrazado de hombre. Toda la culpa de este cambio de estado que la hacía tan desgraciada lo arrojó sobre sí misma. Si mis padres me obligaban yo podía haberme envenenado, pensaba la infeliz.
Dagiore despertó. La llamó a sí, pero ella, horrorizada, abrió la puerta.
Los mozos de la fonda ya estaban en movimiento.
El fondero se vistió precipitadamente y fue a desempeñar sus tareas cotidianas. La belleza de Dorotea y sus formas macizas lo tenían afiebrado. Todas sus teorías sobre el matrimonio y los proyectos que pensó realizar, se evaporaron como las confusas imágenes de un sueño, ante la práctica de las cosas y esa lógica impensada que traen consigo todos los acontecimientos y todos los hechos. Él había acariciado la idea de hacer trabajar a Dorotea en el mostrador desde el primer día, pero la sola presencia de su mujer bastaba a desarmarlo. La exuberancia de vida de la joven le hacía perder la cabeza por completo. Al mirarle sus ojos llenos de luz, el seno que desbordaba del corsé o sus labios gruesos y fuertemente encarnados, olvidaba el negocio y sentía un ardor febril en la sangre.
Dorotea seguía aturdida: cada vez que le era posible se refugiaba en la soledad de su cuarto; allí iba a buscarla Dagiore, con sus abrazos y sus besos de fauno lascivo.
Pasaron unas cuantas semanas y sucedió entonces lo de siempre: Dorotea parecía resignada y como en la mayoría de los casamientos, concluyó el hábito por dar formas regulares al matrimonio.
La costumbre es la adaptación al medio; he ahí todo: si se introduce cualquier sustancia de olor acre a una habitación, todos los que en ella están lo notarán en la primera aspiración, poco a poco las impresiones irán siendo menos fuertes, hasta que el olfato termina por connaturalizarse con el miasma, no encontrando nada de particular en el ambiente; se cree entonces que el mal olor ha desaparecido, pero un recién llegado lo constata con un pronunciado gesto de repulsión.
De esta manera le sucedió a Dorotea. La intimidad con un hombre grosero, no teniendo ella un caudal propio de educación para resistir y triunfar en su dignidad, dio por término que se corrompieran sus sentimientos de pudor...
En el corazón de cada mujer dormita la abnegación de la hermana de caridad. Algunas veces Dagiore sentía el cuerpo dolorido por las fatigas del trabajo diario y entonces ella se enternecía. Una vislumbre de orgullo avivaba sus ojos al verlo tan pujante en el trabajo y se forjaba la ilusión de que realmente lo quería.
Bien pronto su perspicacia femenina adivinó el dominio que su carne fresca y juvenil ejercía en el ánimo de su esposo.
Se propuso entonces explotar esta sensualidad de sierpe.
Cuando deseaba algo lo acariciaba con lujuria de ramera, hasta que el otro, convulso y trastornado, le satisfacía su capricho.
Dorotea se acostaba más temprano y Dagiore las más de las noches la despertaba. Sólo la vivacidad del deseo podía darle fuerza para resistir sus excesos, porque recién se retiraba al cuarto a eso de las doce de la noche, después de dieciocho o diecinueve horas de trabajo consecutivo; ese trabajo rudo e incesante, en que su avaricia lo obligaba a multiplicarse, haciendo a la vez el papel de patrón, de mozo, de sirviente, y por decirlo todo en menos palabras, de factótum, porque tan pronto recogía unos platos, cobraba una cuenta o iba a descargar una pipa de vino.
Así cansado se retiraba al tálamo...
Más tarde tendremos ocasión de observar la trascendencia que estas causas, al parecer insignificantes, tuvieron en su prole, porque Dorotea ya estaba en cinta.
Hacía tres meses que era casada y los signos más característicos del embarazo le revelaban que ese sublime y natural misterio de un ser que empieza a palpitar en las entrañas de otro ser, se producía en su organismo.

El registro - Baldomero Lillo




Baldomero Lillo Figueroa nació en 1867 y falleció en 1923. Cuentista chileno, considerado el maestro del género del realismo social en su país.

El cuento "El registro" es un texto intenso, de gran crudeza, que llevará al lector a lo más profundo de la vida del minero.




El registro
de Subterra
La mañana es fría, nebulosa, una fina llovizna empapa los achaparrados matorrales de viejos boldos y litres raquíticos. La abuela, con la falda arremangada y los pies descalzos, camina a toda prisa por el angosto sendero, evitando en lo posible el roce de las ramas, de las cuales se escurren gruesos goterones que horadan el suelo blando y esponjoso del atajo. Aquella senda es un camino poco frecuentado y solitario que, desviándose de la negra carretera, conduce a una pequeña población distante legua y media del poderoso establecimiento carbonífero, cuyas construcciones aparecen de cuando en cuando por entre los claros del boscaje allá en la lejanía borrosa del horizonte.
A pesar del frío y de la lluvia, el rostro de la viejecilla está empapado en sudor y su respiración es entrecortada y jadeante. En la diestra, apoyado contra el pecho, lleva un paquete cuyo volumen trata de disimular entre los pliegues del raído pañolón de lana.
La abuela es de corta estatura, delgada, seca. Su rostro, lleno de arrugas con ojos oscuros y tristes, tiene una expresión humilde, resignada. Parece muy inquieta y recelosa, y a medida que los árboles disminuyen hácese más visible su temor y sobresalto.
Cuando desembocó en la linde del bosque, se detuvo un instante para mirar con atención el espacio descubierto que se extendía delante de ella como una inmensa sábana gris, bajo el cielo pizarroso, casi negro en la dirección del noreste.
La llanura arenosa y estéril estaba desierta. A la derecha, interrumpiendo su monótona uniformidad, alzábanse los blancos muros de los galpones coronados por las lisas techumbres de zinc relucientes por la lluvia. Y más allá, tocando casi las pesadas nubes, surgía de la enorme chimenea de la mina el negro penacho de humo, retorcido, desmenuzado por las rachas furibundas del septentrión. La anciana, siempre medrosa e inquieta, después de un instante de observación pasó su delgado cuerpo por entre los alambres de la cerca que limitaba por ese lado los terrenos del establecimiento, y se encaminó en línea recta hacia las habitaciones. De vez en cuando se inclinaba y recogía la húmeda chamiza, astillas, ramas, raíces secas desparramadas en la arena, con las que formó un pequeño hacecillo que, atado con un cordel, se colocó en la cabeza.
Con este trofeo hizo su entrada en los corredores, pero las miradas irónicas, las sonrisas y las palabras de doble sentido que le dirigían al pasar, le hicieron ver que el ardid era demasiado conocido y engañaba a los ojos perspicaces de las vecinas.
Pero, segura de la reserva de aquellas buenas gentes, no dio importancia a sus bromas y no se detuvo sino cuando se encontró delante de la puerta de su vivienda. Metió la llave en la cerradura, hizo girar los goznes y una vez adentro corrió el cerrojo.
Después de tirar en un rincón el haz de leña y de colocar encima de la cama cuidadosamente el paquete, se despojó del rebozo y lo suspendió de un cordel que atravesaba la estancia a la altura de su cabeza.
En seguida encendió el montoncillo de virutas y de carbón que estaba listo en la chimenea y sentándose al frente en un pequeño banco, esperó.
Una llama brillante se levantó del fogón e iluminó el cuarto en cuyos blancos muros desnudos y fríos se dibujó la sombra angulosa y fantástica de la abuela.
Cuando el calor fue suficiente, puso sobre los hierros la tetera con agua para el mate y yendo hacía la cama desenvolvió el paquete y colocó su contenido, una libra de yerba y otra de azúcar, en un extremo del banco donde ya estaba el pocillo de loza desportillado y la bombilla de lata.
Mientras el fuego chisporrotea la anciana acaricia con sus secos dedos la yerba fina y lustrosa de un hermoso
color verde, deleitándose de antemano con la exquisita bebida que su gaznate de golosa está impaciente por saborear.
Sí, hacía ya mucho tiempo que el deseo de paladear un mate de aquella yerba olorosa y fragante era para ella una obsesión, una idea fija de su cerebro de sexagenaria. Pero cuán difícil le había sido hasta entonces procurarse la satisfacción de aquel apetito, su vicio, como ella decía; pues su nietecillo José, portero de la mina, ganaba tan poco, treinta centavos apenas, lo indispensable para no morirse de hambre. ¡Y era el chico su único trabajador!
Mientras la yerba del despacho era tan mediocre y tenía tan mal gusto, allá en el pueblo había una finísima, de hoja pura y tan aromática que con sólo recordarla se le hacía agua la boca. Pero costaba tan cara ¡cuarenta centavos la libra! Es verdad que por la del despacho pagaba el doble, pero el pago lo hacía con fichas o vales a cuenta del salario del pequeño, en tanto que para adquirir la otra era necesario dinero contante y sonante.
Mas, no era esa sola la única dificultad. Existía también la prohibición estricta para todos los trabajadores de la mina de comprar nada, ni provisiones, ni un alfiler, ni un pedazo de tela fuera del despacho de la Compañía. Cualquier artículo que tuviera otra procedencia era declarado contrabando y confiscado en el acto, siendo penadas las reincidencias con la expulsión inmediata del contrabandista.
Durante largos meses fue atesorando centavo por centavo en un rincón de la cama, bajo el colchón, la cantidad que le hacía falta. Cuidando que su nieto tuviese lo necesario, privábase ella de lo indispensable y, poco a poco, el montoncillo de monedas de cobre fue aumentando hasta que por fin la suma reunida era no sólo suficiente para comprar una libra de yerba, sino también un poco de azúcar, de aquella blanca y cristalina que en el despacho no se veía nunca.
Mas, ahora venía lo difícil. Ir hasta el pueblo, efectuar la compra y luego volverse sin despertar las sospechas de los celadores que, como Argos, con cien ojos vigilaban las idas y venidas de la gente. Se atemorizaba. Perdía todo su valor. ¿Qué sería de ella y del niño en aquel invierno que se presentaba tan crudo si acaso la arrojaban del cuarto, dejándola sin pan ni techo donde cobijarse?
Pero el dinero estaba ahí, tentándola, como diciéndole:
—Vamos, tómame, no tengas miedo.
Escogió un día de lluvia en que la vigilancia era menor y, muy temprano, en cuanto el pequeño hubo partido a la mina, cogió las monedas, echó llaves a la puerta, y se internó en el llano, llevando el rollo de cuerdas que le servía para atar los haces de leña que iba a recoger de vez en cuando en el bosque.
Mas, una vez que se hubo alejado lo bastante, salvó la cerca de alambres y tomó el estrecho sendero que, evitando el largo rodeo de la carretera, llevaba en línea recta hacia el pueblo.
La distancia era larga, muy larga para sus pobres y débiles piernas; pero la recorrió sin grandes fatigas gracias a la suave temperatura y a la excitación nerviosa que la poseía.
No fue así a la vuelta. El camino le pareció áspero, interminable, teniendo que detenerse a ratos para tomar aliento. Luego, experimentaba una gran zozobra por la realización de aquel delito al cual su conciencia culpable daba proporciones inquietantes.
La burla de la temida prohibición de hacer compras fuera del despacho la sobrecogía como la consumación de un un robo monstruoso. Y a cada instante le parecía ver tras un árbol la silueta amenazadora de algún celador que se echaba repentinamente sobre ella y le arrancaba a tirones el cuerpo del delito.
Varias veces estuvo tentada de tirar el paquete comprometedor a un lado del camino para librarse de aquella angustia, pero la aromática fragancia de la yerba que a través de la envoltura acariciaba su olfato la hacía desistir de poner en práctica una medida tan dolorosa.
Por eso, cuando se encontró a solas dentro de la estancia, libre de toda mirada indiscreta, la acometió un acceso de infantil alegría.
Y mientras el agua pronta a hervir dejaba escapar el runrún que precede a la ebullición, la abuela con las manos cruzadas en el regazo seguía con la vista las tenues volutas de vapor que empezaban a escaparse por el curvo pico de la tetera.
­A pesar del cansancio atroz de la larguísima caminata, experimentaba una dulce sensación de felicidad. Iba por fin a saborear los exquisitos mates de antaño, los mismos que eran su delicia cuando aún existían aquellos que le fueron arrebatados por esa insaciable devoradora de juventud: la mina que, debajo de sus plantas, en el hondo de la tierra extendía la negra red de sus pasadizos, infierno y osario de tantas generaciones.
De improviso un recio golpe aplicado en la puerta la arrancó de sus meditaciones. Un terrible miedo se apoderó de ella y maquinalmente, sin darse cuenta de lo que hacía, tomó el paquete y lo ocultó debajo del banco. Un segundo golpe, más recio que el primero, seguido de una voz áspera e imperiosa que gritaba: ¡Abra, abuela, pronto, pronto! la sacó de su inmovilidad. Se levantó y descorrió el cerrojo.
El jefe del despacho y su joven dependiente fueron los primeros en trasponer el umbral seguidos de cerca por dos celadores que llevaban a la espalda grandes sacos que depositaron en el suelo enladrillado. La anciana se había dejado caer sobre el banco.
Inmóvil, paralizada, miraba delante de sí con cara de idiota; y la boca entreabierta y la mandíbula caída revelaban el colmo de la sorpresa y del espanto. Parecíale que mientras su cuerpo se diluía, se achicaba hasta convertirse en algo pequeñísimo e impalpable, la imponente figura de aquel señor de barba rubia y retorcidos mostachos, envuelto en su lujoso abrigo, tomaba proporciones colosales, llenaba el cuarto, impidiendo toda tentativa para escurrirse y ocultarse.
Entretanto, el dependiente, un jovenzuelo avispado y ágil, ayudado por los celadores había empezado el registro. Después de tirar a un lado los cobertores de la cama, dar vueltas al colchón y palpar la paja por sobre la tela, abrieron el pequeño baúl y, uno por uno, fueron arrojando al centro del cuarto los harapos que contenía, haciendo equívocos comentarios sobre aquellas prendas, tan rotas y deshilachadas, que no había por donde cogerlas. Luego hurgaron por los rincones, removieron de su sitio los escasos y miserables utensilios y dc pronto se detuvieron mirándose a la cara desorientados.
El jefe, de pie delante de la puerta, en actitud severa y digna observaba los movimientos de sus subordinados sin despegar los labios.
El dependiente, dirigiéndose a uno de los hombres le preguntó:
—¿Estás seguro de haberla visto atravesar los alambrados?
El interpelado repuso:
—Tan seguro, señor, como ahora lo estoy viendo a usted. Salía del atajo y apostaría diez contra uno a que venía del pueblo.
Hubo un pequeño silencio que la voz breve del jefe interrumpió:
—Bueno, regístrenla ahora a ella.
Mientras los dos hombres cogían de los brazos a la anciana y la sostenían en pie, el jovencillo efectuó en un instante la odiosa operación.
—No tiene nada —dijo, enjugándose las manos que se le habían humedecido al recorrer los pliegues de la ropa mojada.
Y todo habría terminado felizmente para la abuela si el mozo en su afán de no dejar sitio sin registrar no se hubiera acercado a la banca y mirado debajo.
Apenas se hubo inclinado cuando se irguió dirigiendo hacia el patrón su mirada radiante de júbilo.
—¡Vea donde lo tenía, señor, esta vieja de los diablos!
El patrón ordenó secamente:
—Llévense eso y retírense.
Cuando el dependiente y los celadores hubieron salido, el jefe contempló un instante la ruin y miserable figura de la anciana encogida y hecha un ovillo en el asiento y luego, tomando un aspecto imponente, adelantó algunos pasos y con voz severa la increpó:
—Si no fuera usted una pobre vieja ahora mismo la hacía desocupar el cuarto, arrojándola a la calle. Y esto, en conciencia, sería lo justo, pues usted lo sabe muy bien, abuela, que comprar algo fuera del despacho es un robo que se hace a la Compañía. Por ahora y por ser la primera vez la perdono, pero para otra ocasión cumpliré estrictamente con mi deber. Quédese con Dios y pídale que le perdone este pecado tan deshonroso para sus canas.
La abuela quedó sola. Su pecho desbordaba henchido de gratitud por la bondad del patrón y hubiera caído de rodillas a sus plantas si la sorpresa y el temor no la hubiesen paralizado. Sin levantarse del asiento se volvió hacia la chimenea e inclinó la cabeza pesadamente.
Afuera el mal tiempo aumenta por grados; algunas ráfagas entreabren la puerta y avivan el fuego moribundo, arremolinando sobre la nuca de la viejecilla las grises y escasas guedejas que ponen al descubierto su cuello largo y delgado con la piel rugosa adherida a las vértebras.


Armonías de la Pampa - Bartolomé Mitre


Bartolomé Mitre
, argentino. Nacido en 1821 y muerto en 1906.
Fue político, militar, historiador, hombre de letras, estadista y periodista. También gobernador de la Provincia de Buenos Aires y Presidente de la Nación entre 1862 y 1868.
Sus poemas se enuentran bajo el título Armonías de la Pampa.


A Santos Vega, payador argentino

Cantando me han de enterrar.
Cantando me de ir al cielo.
Santos Vega
Santos Vega, tus cantares
no te han dado excelsa gloria,
mas viven en la memoria
de la turba popular;
y sin tinta ni papel
que los salve del olvido,
de padre a hijo han venido
por la tradición oral.

Bardo inculto de la pampa,
como el pájaro canoro
tu canto rudo y sonoro
diste a brisa fugaz;
y tus versos se repiten
en el bosque y en el llano,
por el gaucho americano,
por el indio montaraz.

¿Qué te importa, si en el mundo
tu fama no se pregona,
con la rústica corona
del poeta popular?
y es más difícil que en bronce,
en el mármol o granito,
haber sus obras escrito
en la memoria tenaz.

¿Qué te importa? ¡si has vivido
cantando cual la cigarra,
al son de humilde guitarra
bajo el ombú colosal!
¡Si tus ojos se han nublado
entre mil aclamaciones,
si tus cielos y canciones
en el pueblo vivirán!

Cantando de pago en pago,
y venciendo payadores,
entre todos los cantores
fuiste aclamado el mejor;
pero al fin caíste vencido
en un duelo de armonías,
después de payar dos días;
y moriste de dolor.

Como el antiguo guerrero
caído sobre su escudo,
sobre tu instrumento mudo
entregaste tu alma a Dios;
y es fama, que al mismo tiempo
que tu vida se apagaba,
la bordona reventaba
produciendo triste son.

No te hicieron tus paisanos
un entierro majestuoso,
ni sepulcro esplendoroso
tu cadáver recibió;
pero un Pago te condujo
a caballo hasta la fosa,
y muchedumbre llorosa
su última ofrenda te dio.

De noche bajo de un árbol
dicen que brilla una llama,
y es tu ánima que se inflama,
¡Santos Vega el Payador!
¡Ah, levanta de la tumba!
muestra tu tostada frente,
canta un cielo derrepente
¡o una décima de amor!

Cuando a lo lejos divisan
tu sepulcro triste y frío,
oyen del vecino río
tu guitarra resonar.
y creen escuchar tu voz
en las verdes espadañas,
que se mecen cual las cañas
cual ellas al suspirar.

Y hasta piensan que las aves
dicen al tomar su vuelo:
"¡Cantando me he de ir al cielo;
cantando me han de enterrar!"
Y te ven junto al fogón,
sin que nada te arrebate,
saboreando amargo mate
veinte y cuatro horas payar.

Tu alma puebla los desiertos,
y del Sud en la campaña
al lado de una cabaña
se eleva fúnebre cruz;
esa cruz, bajo de un tala
solitario, abandonado,
es un simbolo venerado
en los campos del Tuyú.

Allí duerme Santos Vega;
de las hojas al arrullo
imitar quiere el murmullo
de una fúnebre canción.
no hay pendiente de sus gajos
enlutada y mustia lira,
donde la brisa suspira
como un acento de amor.

Pero las ramas del tala
son mil arpas sin modelo,
que formó Dios en el cielo
y arrojó en la soledad;
si el pampero brama airado
y estremece el firmamento,
forman místico concento
el árbol y el vendaval.

Esa música espontánea
que produce la natura,
cual tus cantos, sin cultura,
y ruda como tu voz,
tal vez en noche callada,
de blanco cráneo en los huecos,
produce los tristes ecos
que oye el pueblo con pavor.

¡Duerme, duerme Santos Vega!
que mientras en el desierto
se oiga ese vago concierto,
tu nombre será inmortal;
y lo ha de escuchar el gaucho
tendido en su duro lecho,
mientras en pajizo techo
cante el gallo matinal.

¡Duerme! mientras se despierte
del alba con el lucero
el vigilante tropero
que repita tu cantar,
y que de bosque en laguna,
en el repente o la hierra,
se alce por toda esta, tierra
como un coro popular.

Y mientras al gaucho errante
al cruzar por la pradera,
se detenga en su carrera
y baje del alazán;
y ponga el poncho en el suelo
a guisa de pobre alfombra,
y rece bajo esa sombra,
¡Santos Vega, duerme en paz!


Santos Vega - Rafael Obligado

Rafael Obligado nació en Buenos Aires en 1851 y falleció en Mendoza en 1920.
Profesor de Literatura en la Universidad de Buenos Aires y miembro de la Academia de Española de Lengua, escribió poesía con temática "gauchesca" pero con palabras "cultas".
En 1885 publicó en Paris su libro Poesías, donde aparece Santos Vega. A partir de ese momento se popularizaron muchas de sus poesías.


Santos Vega

Santos Vega, el payador,
aquél de la larga fama,
murió cantando au amor,
como el pájaro en la rama.

Cantar popular




1 - EL ALMA DEL PAYADOR

Cuando la tarde se inclina
sollozando al occidente,
corre una sombra doliente
sobre la pampa argentina.
Y cuando el sol ilumina
con luz brillante y serena
del ancho campo la escena,
la melancólica sombra
huye besando su alfombra
con el afán de la pena.

Cuentan los criollos del suelo
que, en tibia noche de luna,
en solitaria laguna
para la sombra su vuelo;
que allí se ensancha, y un velo
va sobre el agua formando,
mientras se goza escuchando
por singular beneficio
el incesante bullicio
que hacen las olas rodando.

Dicen que, en noche nublada,
si su guitarra algún mozo
en el crucero del pozo
deja de intento colgada,
llega la sombra callada
y, al envolverla en su manto,
suena el preludio de un canto
entre las cuerdas dormidas,
cuerdas que vibran heridas
como por gotas de llanto.

Cuentan que en noche de aquellas
en que la Pampa se abisma
en la extensión de sí misma
sin su corona de estrellas,
sobre las lomas más bellas,
donde hay más trébol risueño,
luce una antorcha sin dueño
entre una niebla indecisa,
para que temple la brisa
las blandas alas del sueño.

Mas si trocado el desmayo
en tempestad de su seno,
estalla el cóncavo trueno
que es la palabra del rayo,
hiere al ombú de soslayo
rojiza sierpe de llamas,
que, calcinando sus ramas,
serpea, corre y asciende,
y en la alta copa desprende
brillante lluvia de escamas.

Cuando, en las siestas de estío,
las brillazones remedan
vastos oleajes que ruedan
sobre fantástico río,
mudo, abismado y sombrío,
baja un jinete la falda,
tinta de bella esmeralda,
llega a las márgenes sola...
¡y hunde su potro en las olas,
con la guitarra a la espalda!

Si entonces cruza a lo lejos,
galopando sobre el llano
solitario, algún paisano,
viendo al otro en los reflejos
de aquel abismo de espejos,
siente indecibles quebrantos,
y, alzando en vez de sus cantos
una oración de ternura,
al persignarse murmura:
¡El alma del viejo Santos!

Yo, que en la tierra he nacido
donde ese genio ha cantado,
y el pampero he respirado
que al payador ha nutrido,
beso este suelo querido
que a mis caricias se entrega,
mientras de orgullo me anega
la convicción de que es mía
¡la patria de Echeverría,
la tierra de Santos Vega!.



2 - LA PRENDA DEL PAYADOR

El sol se oculta: inflamado
el horizonte fulgura,
y se extiende en la llanura
ligero estambre dorado.
Sopla el viento sosegado,
y del inmenso circuito
no llega al alma otro grito
ni al corazón otro arrullo
que un monótono murmullo,
que es la voz del infinito.

Santos Vega cruza el llano,
alta el ala del sombrero
levantada del pampero
al impulso soberano.
Viste poncho americano,
suelto en ondas de su cuello
y chispeando en su cabello
y en el bronce de su frente
lo cincela el poniente
con el último destello.

¿Dónde va? Vese distante
de un ombú la copa erguida,
como espiando la partida
de la luz agonizante.
Bajo la sombra gigante
de aquel árbol bienhechor,
su techo, que es un primor
de reluciente totora,
alza el rancho donde mora
la prenda del payador.

Ella, en el tronco sentada,
meditabunda le espera,
y en su negra cabellera
hunde la mano rosada.
Le ve venir: su mirada,
más que la tarde serena,
se cierra entonces sin pena,
porque es todo su embeleso
que él la despierte de un beso
dado en su frente morena.

No bien llega, el labio amado
toca la frente querida,
y vuela un soplo de vida
por el ramaje callado...
Un ¡ay! apenas lanzado,
como susurro de palma
gira en la atmósfera en calma;
y ella fingiéndose enojos
alza a su dueño unos ojos
que son dos besos del alma.

Cerró la noche. Un momento
quedó la Pampa en reposo,
cuando un rasgueo armonioso
pobló de notas el viento.
Luego, en el dulce instrumento
vibró una endecha de amor,
y, en el hombro del cantor,
llena de amante tristeza,
ella dobló la cabeza
para escucharlo mejor.

"Yo soy la nube lejana
(Vega en su canto decía)
que con la noche sombría
huye al venir la mañana;
soy la luz que en tu ventana
filtra en manojos la luna;
la que de niña, en la cuna,
abrió tus ojos risueños;
la que dibuja tus sueños
en la desierta laguna

"Yo soy la música vaga
que en los confines se escucha,
esa armonía que lucha
con el silencio, y se apaga;
el aire tibio que halaga
con su incesante volar,
que del ombú vacilar
hace la copa bizarra,
¡Y la doliente guitarra
que suele hacerte llorar!"

Leve rumor de un gemido,
de una caricia llorosa,
hendió la sombra medrosa,
crujió en el árbol dormido.
Después, el ronco estallido
de rotas cuerdas se oyó;
un remolino pasó
batiendo el rancho cercano;
y en el circuito del llano
todo en silencio quedó.

Luego, inflamando el vacío,
se levantó la alborada,
con esa blanca mirada
que hace chispear el rocío.
Y cuando el sol en el río
vertió su lumbre primera,
se vio una sombra ligera
en occidente ocultarse,
y el alto ombú balancearse
sobre una antigua tapera.



3 - EL HIMNO DEL PAYADOR

En pos del alba azulada,
ya por los campos rutila
del sol la grande, tranquila
y victoriosa mirada.
Sobre la curva lomada
que asalta el cardo bravío,
y allá en el bajo sombrío
donde el arroyo serpea,
de cada hierba gotea
la viva luz del rocío.

De los opuestos confines
de la Pampa, uno tras otro,
sobre el indómito potro
que vuelca y bate las crines,
abandonando fortines,
estancias, ranchos, mujer,
vienen mil gauchos a ver
si en otro pago distante,
hay quien se ponga delante
cuando se grita: ¡A vencer!.

Sobre el inmenso escenario
vanse formando en dos alas,
y el sol reluce en las galas
de cada bando contrario;
puéblase el aire del vario
rumor que en torno desata
la brillante cabalgata
que hace sonar, de luz llenas,
las espuelas nazarenas
y las virolas de plata.

De entre ellos el más anciano
divide el campo después,
señalando de través
larga huella por el llano;
y alzando luego en su mano
una pelota de cuero
con dos manijas certero
la arroja al aire gritando:
"¡Vuela el pato!-¡Va buscando
un valiente verdadero!".

Y cada bando a correr
suelta el potro vigoroso,
y aquél sale victorioso
que logra asirlo al caer.
Puesto el que supo vencer
en medio, la turba calla,
y a ambos lados de la valla
de nuevo parten el llano,
esperando del anciano
la alta señal de batalla.

Dala al fin. Hondo clamor
ronco truena en el circuito,
y el caballo salta al grito
de su impávido señor;
y vencido y vencedor,
del noble triunfo sedientos,
se atropellan turbulentos
en largas filas cerradas,
cual dos olas encrespadas
que azotan contrarios vientos.

Alza en alto la presea
su feliz conquistador,
y su bando en derredor
le defiende y clamorea.
Uno y otro aguijonea
el ágil bruto, y chocando
entre sí, corren dejando
por los inciertos caminos
polvorosos remolinos
sobre las pampas rodando.

Vuela el símbolo del juego
por el campo arrebatado,
de los unos conquistado
de los otros presa luego;
vense, entre hálitos de fuego,
varios jinetes rodar,
otros súbito avanzar
pisoteando los caídos;
y en el aire sacudidos,
rojos ponchos ondear.

Huyen en tanto, azoradas
de las lagunas vecinas,
como vivientes neblinas,
estrepitosas bandadas;
las grandes plumas cansadas
tiende el chajá corpulento;
y con veloz movimiento
y con silbidos de balas,
bate el carancho las alas
hiriendo a hachazos el viento.

Con fuerte brazo les quita
robusto joven la prenda,
y tendido, a toda rienda:
"¡Yo solo me basto!" grita.
En pos de él se precipita,
y tierra y cielos asorda
tras el audaz desafío,
con la pujanza de un río
que anchuroso se desborda.

Y allá van, todos unidos,
y él los azuza y provoca,
golpeándose la boca,
con salvajes alaridos.
Danle caza, y confundidos,
todos el cuerpo inclinado
sobre el arzón del recado,
temen que el triunfo les roben,
cuando, volviéndose, el joven
echa al tropel su tostado...

El sol ya la hermosa frente
abatía, y silencioso,
su abanico luminoso
desplegaba en occidente,
cuando un grito de repente
llenó el campo y, al clamor
cesó la lucha, en honor
de un solo nombre bendito,
que aquel grito era este grito:
¡Santos Vega, el payador!

Mudos ante él se volvieron,
y, ya la rienda sujeta,
en derredor del poeta
un vasto círculo hicieron.
Todos el alma pusieron
en los atentos oídos,
porque los labios queridos
de Santos Vega cantaban
y en su guitarra zumbaban
estos vibrantes sonidos:

"¡Los que tengan corazón,
los que el alma libre tengan,
los valientes, ésos vengan
a escuchar esta canción!
Nuestro dueño es la nación
que en el mar vence la ola
que en los montones reina sola,
que en los campos nos domina,
y que en la tierra argentina
clavo la enseña española.

"Hoy mi guitarra, en los llanos,
cuerda por cuerda, así vibre:
¡hasta el chimango es más libre
en nuestra tierra, paisanos!
Mujeres, niños, ancianos,
el rancho aquél que primero
llenó con sólo un ¡te quiero!
la dulce prenda querida,
¡todo! ¡el amor y la vida,
es de un monarca extranjero!

"Ya Buenos Aires, que encierra
como las nubes, el rayo,
el Veinticinco de Mayo
clamó de súbito: "¡Guerra!"
¡Hijos del llano y la sierra,
pueblo argentino! ¿Qué haremos?
¿Menos valientes seremos
que los que libres se aclaman?
¡De Buenos Aires nos llaman,
a Buenos Aires volemos!

"¡Ah! ¡Si es mi voz impotente
para arrojar, con vosotros,
nuestra lanza y nuestros potros
por el vasto continente;
si jamás independiente
veo el suelo en que he cantado,
no me entierren en sagrado
donde una cruz me recuerde
entiérrenme en campo verde,
dónde me pise el ganado!"

Cuando cesó esta armonía,
que los conmueve y asombra
era ya Vega una sombra
que allá en la noche se hundía...
¡Patria! a sus almas decía
el cielo, de astros cubierto,
¡Patria! el sonoro concierto
de las lagunas de plata,
¡Patria! la trémula mata
del pajonal del desierto.

Y a Buenos Aires volaron,
y el himno audaz repitieron,
cuando a Belgrano siguieron,
cuando con Güemes lucharon,
cuando por fin se lanzaron
tras el Ande colosal,
hasta aquel día inmortal
en que un grande americano
batió el sol ecuatoriano
nuestra enseña nacional.



4 - LA MUERTE DEL PAYADOR

Bajo el ombú corpulento,
de las tórtolas amado,
porque su nido han labrado
allí al amparo del viento;
en el amplísimo asiento
que la raíz desparrama.
Donde en las siestas la llama
de nuestro sol no se allega,
dormido esta Santos Vega,
aquel de la larga fama.

En los ramajes vecinos
ha colgado, silenciosa,
la guitarra melodiosa
de los cantos argentinos.
Al pasar, los campesinos
ante Vega, se detienen;
en silencio se convienen
a guardarle allí dormido;
y hacen señas no hagan ruido
los que están a los que vienen.

El más viejo se adelanta
del grupo inmóvil, y llega
a palpar a Santos Vega.
moviendo apenas la planta,
Una morocha que encanta
por su aire suelto y travieso,
causa eléctrico embeleso
porque, gentil y bizarra,
se aproxima a la guitarra
y en las cuerdas pone un beso.

Turba entonces el sagrado
silencio que a Vega cerca,
un jinete que se acerca
a la carrera lanzado;
retumba el desierto hollado
por el casco volador;
y aunque el grupo, en su estupor,
contenerlo pretendía,
llega, salta, lo desvía
y sacude al payador.

No bien el rostro sombrío
de aquel hombre mudos vieron,
horrorizados sintieron
temblar las carnes de frío.
Miro en torno con bravío
y desenvuelto ademán,
y dijo: "Entre los que están
no tengo ningún amigo,
pero, al fin para testigo,
lo mismo es Pedro que Juan".

Alzó Vega la frente,
y le contempló un instante,
enseñando en el semblante
cierto hastío indiferente.
"Por fin, dijo fríamente
el recién llegado, estamos
juntos los dos, y encontramos
la ocasión, que éstos provocan,
de saber cómo se chocan
las canciones que cantamos".

Así diciendo, enseñó
una guitarra en sus manos,
y en los raigones cercanos
preludiando se sentó.
Vega entonces sonrió,
y al volverse al instrumento,
la morocha hasta su asiento
ya su guitarra traía,
con un gesto que decía:

"La he besado hace un momento".
Juan Sin Ropa (se llamaba
Juan Sin Ropa el forastero)
comenzó por un ligero
dulce acorde que encantaba.
Y con voz que modulaba
blandamente los sonidos,
cantos tristes nunca oídos,
cantó cielos no escuchados,
que llevaban, derramados,
la embriaguez a los sentidos.

Santos Vega oyó suspenso
al cantor; y toda inquieta,
sintió su alma de poeta
como un aleteo inmenso.
Luego, en un preludio intenso,
hirió las cuerdas sonoras,
y cantó de las auroras
y las tardes pampeanas,
endechas americanas
más dulces que aquellas horas.

Al dar Vega fin al canto,
ya una triste noche oscura
desplegaba en la llanura
las tinieblas de su manto.
Juan Sin Ropa se alzó en tanto,
bajo el árbol se empinó,
un verde gajo tocó,
y tembló la muchedumbre,
porque echando roja lumbre,
aquel gajo se inflamó.

Chispearon sus miradas,
y torciendo el talle esbelto,
fue a sentarse, medio envuelto
por las rojas llamaradas.
¡Oh, qué voces levantadas
las que entonces se escucharon!
¡Cuántos ecos despertaron
en la Pampa misteriosa
a esa música grandiosa
que los vientos se llevaron.

Era aquélla esa canción
que en el alma sólo vibra,
modulada en cada fibra
secreta del corazón;
el orgullo, la ambición,
los más íntimos anhelos,
los desmayos y los vuelos
del espíritu genial,
que va, en pos del ideal,
como el cóndor a los cielos.

Era el grito poderoso
del progreso, dado al viento;
el solemne llamamiento
al combate más glorioso.
Era, en medio del reposo
de la Pampa ayer dormida,
la visión ennoblecida
del trabajo, antes no honrado;
la promesa del arado
que abre cauces a la vida.

Como en mágico espejismo,
al compás de ese concierto,
mil ciudades el desierto
levantaba de sí mismo.
Y a la par que en el abismo
una edad se desmorona,
al conjuro, en la ancha zona
derramábase la Europa.
Que sin duda Juan Sin Ropa
era la ciencia en persona.

Oyó Vega embebecido
aquel himno prodigioso,
e inclinando el rostro hermoso,
dijo:"Sé que me has vencido".
El semblante humedecido
por nobles gotas de llanto,
volvió a la joven su encanto,
y en los ojos de su amada
clavó una larga mirada,
y entonó su postrer canto:

"Adiós luz del alma mía,
adiós, flor de mis llanuras,
manantial de las dulzuras
que mi espíritu bebía;
adiós, mi única alegría,
dulce afán de mi existir;
Santos Vega se va a hundir
en lo inmenso de esos llanos...
¡Lo han vencido! ¡Llegó, hermanos,
el momento de morir!"

Aún sus lágrimas cayeron
en la guitarra, copiosas,
y las cuerdas temblorosas
a cada gota gimieron;
pero súbito cundieron
del gajo ardiente las llamas,
y trocado entre las ramas
en serpiente, Juan Sin Ropa
arrojó de la alta copa
brillante lluvia de escamas.

Ni aun cenizas en el suelo
de Santos Vega quedaron,
y los años dispersaron
los testigos de aquel duelo;
pero un viejo y noble abuelo,
así el cuento terminó:
"Y si cantando murió
aquel que vivió cantando,
fue, decía suspirando,
porque el diablo lo venció".