El cántaro de greda - Gabriela Mistral

Lucila Godoy, mejor conocida como Gabriela Mistral, escritora chilena, nació en Vicuña en 1889 y falleció en Nueva York en 1957.
Una de las principales figuras de la literatura chilena y latinoamericana, la primera persona latinoamericana en ganar el Premio Nobel de Literatura, en 1945. Se destacó por su obra poética, aunque también escribió en prosa, fue diplomática y pedagoga.




El cántaro de greda

Cántaro de greda, moreno como mi mejilla, ¡tan fácil que eres a mi sed! Mejor que tú el labio de la fuente, abierto allá abajo, en la quebrada, pero está lejos y en esta noche de verano no puedo descender hacia ella.
Yo te colmo cada mañana lentamente, religiosamente. El agua canta primero al caer; cuando quedas en silencio, con la boca temblorosa, beso el agua, pagándole su servicio.
Eres gracioso y fuerte, cántaro moreno. Te pareces al pecho de una campesina que me amamantó cuando rendí el seno de mi madre. Y yo me acuerdo de ella mirándote, y te palpo con ternura los contornos. Ella ha muerto, pero tal vez su seno te esponjó para seguir refrescándome la boca con sed.
Porque ella me amaba...
¿Tú me ves los labios secos? Son labios que trajeron muchas sedes: la de Dios, la de la Belleza, la del Amor. Ninguna de estas cosas fue como tú, sencilla y dócil, y las tres siguen blanqueando mis labios.
En las noches te dejo bajo el cielo para que caigan en tu cuello las gotas de rocío, por si también tuvieras sed. Y es que pienso que como yo puedes tener la apariencia de la plenitud y estar vaciado.
Como te amo, bebo en tu mismo labio, sosteniéndote con mi brazo. ¿Si en su silencio sueñas con el abrazo de alguien, te doy la ilusión de que lo tienes? ¿Sientes en todo esto mi amor?
En el verano pongo debajo de ti una arenilla dorada y húmeda, para que no te tajee el calor, y una vez te cubrí tiernamente una quebrajadura con barro fresco.
Fui torpe para muchas faenas, pero siempre he querido ser la dulce dueña, la que coge con temblor de dulzura las cosas, por si entendieras, por si padecieras como yo.
Mañana, cuando vaya al campo, cortaré las hierbas buenas para traértelas y sumergirlas en tu agua. ¡Sentirás el campo en el olor de mis manos!
Cántaro de greda; eres más bueno para mí que muchos que dijeron ser buenos.
¡Yo quiero que todos los pobres tengan como yo un cántaro fresco para sus labios con amargura!


El héroe - Amado Nervo



Amado Nervo nació en México en 1870. Falleció en Montevideo, Uruguay en 1919.
En su juventud quiso ser clérigo, pero su amor a la poesía más la influencia de Gutiérrez Nájera, «La revista azul» y «Revista moderna», lo llevaron a integrar el ímpetu del modernismo americano. Sus libros más destacados son: «Serenidad» «Elevación», «Plenitud» y «La amada inmóvil».


El héroe
de Cuentos misteriosos

Acababa de llegar aquella mañana a la línea de fuego.
Tenía el aspecto cansado; la fisonomía, grave y triste.
Aun cuando hablaba el francés sin acento, en su rostro, patinado por soles ardientes, traía el sello de su origen lejano.
Cuando el coronel pidió un hombre resuelto que se adelantara en pleno día hasta las trincheras enemigas y, por medio de un teléfono de campaña, le diese determinados informes (en aquel momento preciosos), él
se ofreció, con cierta nerviosidad, antes que nadie.
Avanzó lentamente, reptando.
El llano interminable, escueto, glacial, sin accidentes, no ofrecía refugio ninguno.
Se concebía con pena que aquella desolación tan hosca escondiese en su seno más de dos millones de seres, jóvenes, robustos; más de dos millones de vidas, de actividades, de anhelos, ahora ocupados únicamente en destruirse.
Después de un interminable arrastrarse, el hombre aquel llegó al fin a las alambradas del enemigo. Nadie lo había visto. La niebla lo ayudaba.
Preparó el teléfono y púsose a comunicar sus observaciones.
Cumplida su misión, volvió hacia los suyos, con muchas menos preocupaciones, como si, hecho el deber, la vida no tuviese ya para él ninguna importancia.
Los alemanes lo habían visto y dispararon sobre él, inútilmente, muchas balas.
Sus compañeros lo felicitaron por el éxito pleno de la pequeña empresa.
El fue a meterse silenciosamente en su agujero.
Desde aquel día, en cuantas comisiones había peligro, él se ofrecía, taciturno, pero con no sé qué resolución premiosa.
Muchas veces se le hizo el honor de enviarle a sitios donde era temeridad permanecer cada segundo.
Pero la muerte parecía desdeñarle. Al volver, se le felicitaba siempre, y en una ocasión le prendieron en el pecho la medalla del Mérito Militar.
Sin embargo, las enhorabuenas y los aplausos se hubiera dicho que le contrariaban, y que le pesaba en el alma aquella indemnidad milagrosa.
****
Un día, en cierto repliegue, después de reñido contraataque, el coronel de su batallón quedó herido, cerca de las trincheras alemanas.
Lo dejaron inadvertidamente en el campo. Se retorcía, con las piernas rotas, sin quejarse.
El hombre taciturno avanzó en medio de un chaparrón de proyectiles, impasible. Cogió al jefe en brazos y lentamente echó a andar hacia su trinchera.
Llegó con su carga adonde quería, pero con tres balas en el cuerpo.
Momentos después, moría apaciblemente. Antes de enterrarlo, un compañero, por orden del oficial, registró sus bolsillos, a fin de enviar a su familia papeles, recuerdos.
Se le encontró una carta de América, una carta breve, despiadada en su concisión.
«Amigo mío –decía la carta–: Tú me pediste siempre franqueza, aun cuando fuese brutal, según tus palabras. Ha llegado el momento de usarla.
»Hace tiempo comprendiste, con razón, que yo no te amaba, que me casé contigo obligada por circunstancias dolorosas. Pero ignorabas quizá que amo a otro hombre con toda mi alma, con todas mis fuerzas… Pienso que la distancia es oportuna acaso para amortiguar el golpe que te doy… llorando, porque no soy mala, pero impulsada por un destino todopoderoso.
No te pido que me perdones, porque yo en tu caso no perdonaría… pero sí que procures olvidar.»
****
El «héroe» había muerto de esa carta, desde antes que lo mataran las balas alemanas.
El propio día que la recibió, alistóse como voluntario, pidiendo instantemente que lo enviasen a la línea de fuego. Quería caer sirviendo a la tierra francesa, hospitalaria y bella.
Le costó trabajo lograr su deseo. Morir es a veces muy difícil. La inconsciencia perenne que solemos anhelar en nuestros momentos de cansancio y de tedio, es una formidable concesión del Destino, escatimada avaramente a los que la necesitan y no quieren recurrir a la vulgaridad del suicidio.
El dolor con plena conciencia, constituye quizá una colaboración misteriosa para los designios escondidos del Universo.
****
El oficial a quien entregaron la carta después de leerla él solo, la rompió en menudos pedazos.
–Es un papel sin importancia –dijo. Piadosamente había pensado, en un momento de lucidez cordial, que convenía dejar intangible aquella heroicidad falsa, aquella heroicidad que no había sido más que romántica desesperación, como tantas otras heroicidades, y propuso que, sobre la sencilla cruz a cuyo amparo iba a dormir el extranjero taciturno, se pusiese esta inscripción, que los soldados de la compañía encontraron enigmática:
«Amó y murió heroicamente».

Dientes de flores, cofia de rocío... - Alfonsina Storni



Alfonsina Storni nació en Capriasca, Suiza, en 1892, pero a los cuatro años se instaló en la Argentina, donde se nacionalizó. Desde muy niña empezó a trabajar como maesta. Hizo sus primeros pasos como poetisa bajo el pseudónimo de TaoLao.
Sus obras más importantes son «Languidez», «El dulce daño» y «La inquietud del rosal».
Se quitó la vida en 1938.




Dientes de flores, cofia de rocío...
Último poema antes de suicidarse.


Dientes de flores, cofia de rocío,
manos de hierbas, tú, nodriza fina,
tenme prestas las sábanas terrosas
y el edredón de musgos escardados.
Voy a dormir, nodriza mía, acuéstame.
Ponme una lámpara en la cabecera;
una constelación, la que te guste;
todas son buenas, bájala un poquito.
Déjame sola; oyes romper los brotes...
te acuna un pie celeste desde arriba
y un pájaro te traza unos compases
para que olvides... Gracias... Ah, un encargo:
si él llama nuevamente por teléfono
le dices que no insista, que he salido.


Bucles de oro - Eloy Fariña Núñez


Eloy Fariña Núñez (Paraguay 1885 - 1929) fue poeta, ensayista y narrador, autor del monumental Canto secular.
Durante su juventud vivió en Buenos Aires, donde estableció vínculos con varios escritores de renombre, entre los que destaca Leopoldo Lugones.
Sus obras más destacadas en poesía: Canto Secular (1911), el poemario Carmenes (1922).
Su obra narrativa comprende la novela Rhodopia (1912), el libro de cuentos Las vértebras de Pan (1914) y una colección interpretativa de Mitos guaraníes (1926).
En 1912 logró el primer galardón del concurso literario del diario La Prensa de Buenos Aires por su cuento "Bucles de Oro".

Bucles de oro

El nene estaba enfermito. Inmóvil, pálido, con sus ojitos astrosos, respiraba fatigosamente en la cuna, junto a la cual velábamos los dos en silencio.
Era una benigna tarde de invierno. Del vasto rumor de Buenos Aires sólo llegaba a nuestro cuarto de pensión un murmullo tenue. Abajo, sonaban las notas largas y graves de un pistón, en el cual hacía escalas un músico italiano, con tenacidad desesperante. En el patinillo lóbrego de nuestro piso, hablaban a media voz tres modistas sicilianas, de trágicos ojos negros. En el cuarto vecino, canturreaba la patrona, una garrida sevillana.
Estábamos solos, como en una isla desierta, en medio de aquella gente venida de diversas partes del inundo. ¿Qué hacer en tal trance supremo? Por fortuna, el médico había venido y recetado una poción contra el mal. Cada dos horas, Matilde le abría la boca al nene y echaba en ella una cucharadita del jarabe. Pero su respiración se volvía cada vez más entrecortada y ronca. Sentíamos la presencia de la fuerza invisible e irreparable que, a guisa de una sombra progresiva, iba llenando todo el ámbito del cuarto.
-Parece que está mejor-, dijo de pronto Matilde. -¿No ves?
Allí estaba el pobre nenito, con su cabecita rubia, propicia a la caricia, echada sobre la almohada, mirándonos fijamente con santa inocencia. La maldita bronquitis pulmonar le roía los bronquios y los pulmones y la fiebre aumentaba por grados. Sufría visiblemente, y esto era nuestra mayor pena. ¿Qué resistencia podía ofrecer el delicado organismo de una criatura? ¿No era una crueldad espantosa hacer sufrir así a un inocente? En fin, nosotros, los grandes... Con toda nuestra alma hubiéramos deseado arrancarle su mal y padecer nosotros por él. Debía de sufrir mucho, porque hacía tiempo que no sonreía. Era en él la sonrisa algo así como el signo de la vida, la expresión inmaterial del plenario florecimiento de la potencia orgánica que se transfiguraba en dos gotas de luz en sus pupilas, en hebras de oro en sus cabellos y en un divino halo de gracia en sus labios.
Para entibiar la atmósfera y facilitar la respiración del nene, Matilde se apartó por un momento de la cuna y quemó un minúsculo cono de incienso, que sahumó el recinto. Luego, volvió a su asiento. La miré, profundamente abatido. Más que nuestra pena común, me dolía el golpe de la fatalidad, sumado a la evidencia del desamparo. Todo parecía oponerse hasta entonces a la realización de mi plan de conquista de Buenos Aires, a la que había jurado vencer, cuando de mi lejana provincia vine, caballero en mi juventud, hacia la ciudad áurea y seductora, en busca de un campo en qué dar noble empleo a mi actividad. ¿Qué había sido de todos mis ensueños de estudiante? Mi porvenir se obscurecía. En aquellos momentos estuve a punto de desfallecer, porque me pareció que la lucha emprendida era superior a mis fuerzas. Mas no me abandonó la esperanza y, sobre todo, me sostuvo el deseo de imponer mi albedrío a la adversidad.
El músico seguía tocando notas prolongadas, que repercutían en mi espíritu con infinita tristeza. ¿Qué relación sutil había entre las vibraciones sonoras de los instrumentos de cobre y las ondas invisibles de la fatalidad y del dolor? A ciencia cierta, no lo sabía; mas lo positivo era que aquellos sonidos lúgubres aumentaban mi sufrimiento. En la calma del crepúsculo, sonábanme como la expresión musical de mi congoja muda, y oíalos como si fueran las voces del silencio patético que se expandía en mi cuarto, y del destino inexcrutable que rondaba en torno nuestro con señorío augusto.
-¿Oyes Matilde? Esa música me pone mal... Dile...
Matilde fue a hablar con la encargada de la casa y a poco oí que ésta respondía:
-Ya le he dicho que aquí arriba hay un chico enfermo; pero no me ha hecho caso. ¡Qué gente desconsiderada!
Estábamos verdaderamente solos, sin otra compañía que la de nuestro nene moribundo, en aquel rincón de la gran urbe. ¡Ah, Buenos Aires, tentacular sirena del planeta! Nos contemplábamos de nuevo, y sonreíamos melancólicamente.
De pronto, los ojitos sin brillo del enfermo se fijaron, con inmovilidad inquietante, en el techo. Cuando lo advertí, el corazón me palpitó, por intuición inefable, con violencia, y vi que los ojos de mi compañera se llenaban de lágrimas.
-¿Qué será? -me preguntó en voz baja.
-Nada -me atreví a responderle.
Aparté la vista de aquellos ojos, ignorantes del misterio de la vida, que miraban con extraña fijeza el techo, y la clavé en el suelo, resignado. Ella hizo lo propio y en esta actitud permanecimos mucho tiempo silenciosos. Ambos éramos como dos ovejas barridas por la tempestad, en medio del inmenso rebaño humano que nos rodeaba. Hacía siete días que sosteníamos una lucha desesperada con la enfermedad y carecíamos ya de fuerzas para continuarla. Un abatimiento profundo se apoderó de nosotros y nos entregamos, sin aliento, en brazos de lo irreparable. Amilanados, medrosos, pasivos, dejamos transcurrir los minutos, en una como especie de insensibilidad casi animal. Las fuentes de la vida se secaron momentáneamente en nuestras almas. Dejamos de ser criaturas humanas para convertirnos en dos masas maleables, dóciles al menor impulso y susceptibles de ser moldeadas a designio.
Era entrada ya la noche. Matilde encendió la lámpara y la puso a media luz. El silencio circunstante tornábase cada vez más desolado. Jamás experimenté una impresión tan cabal del desierto ciudadano, como entonces. Desde mi cuarto veía pasar las sombras de las jóvenes sicilianas, que iban o venían de la cocina, en incesante ajetreo.
El nene pareció mejorar un poco, pues una sonrisa, imperceptible casi, se diseñó fugazmente en la comisura de sus labios exangües, y decidimos acostarnos vestidos. Como hiciera frío, sacamos al enfermito de la cuna y lo pusimos en nuestra cama, a fin de reanimarlo con el calor de nuestros cuerpos. Magüer la proximidad del desenlace, bien pronto me rendí al sueño. Serían las doce de la noche cuando un grito azorado de Matilde me despertó bruscamente.
-¿Qué pasa? -inquirí con la consiguiente alarma.
-Me parece que el nene ha muerto... Tócalo... Está frío.
Palpé su cuerpecito con ansiedad suprema: estaba, efectivamente, helado.
-Sí, tiene el cuerpo frío -repuse-, pero ¿no estaba ya así?
-No, tenía fiebre, Luis.
-No puede ser... ¿Late aún su corazón?
-Creo que no.
Puse la mano sobre su corazón y comprobé que había cesado de latir.
-¿Será esto la muerte? -interrogué a Matilde con el corazón oprimido.
-No sé... Hace un minuto que oía su ronquido, cuando, de repente, cesó todo y se quedó inerte, como un pajarito.
Aún tenía los ojitos abiertos.
-Ciérralos -sollozó a mi lado Matilde.
-Tengo miedo.
Los cerré piadosamente y deposité un beso conmovido sobre sus párpados cerrados. Luego se oyó, en el silencio nocturno, escapado de una garganta varonil, un sollozo extraño y breve, como un grito de angustia de una bestia repentinamente herida.
Era la primera vez que me hallaba en presencia del cuerpo inanimado de un ser, al que había dado vida, y el misterio de la muerte me pareció a la sazón más enigmático y contradictorio que nunca. La pálida carita del nene había adquirido tal serenidad seráfica, que pensé si la muerte no sería el estado de reposo de una vida trascendente y profunda. Parecía dormido: el silencio, que se cernía sobre sus labios, era apacible, la rigidez de su cuerpo distaba de ser trágica y la blancura de su frente y de sus manos tenía una palidez suave de rayo de luna.
Lloramos en silencio, por largo tiempo, ante el cuerpecito yacente de nuestro hijo, concebido en el dolor y en la esperanza, en aquel cuarto de pensión, aislado del resto del mundo. Debíamos ofrecer un aspecto dramático, llorando delante del cadáver, a la indecisa claridad de la lámpara, bajo el alto misterio de la noche, en medio de la ciudad dormida. Al mismo tiempo que mi corazón sangraba, discurría mi pensamiento. Y bien: fuerza era aceptar lo irreparable, apurar el dolor y marchar adelante. La muerte de esa pobre criatura clamaba al cielo y necesitaba ser vengada. Llevaría su cadáver a cuestas hasta el acabamiento de mi vida. Y, mentalmente, arrojé el guante a Buenos Aires, a la vida y al destino.
Llegó la mañana, luminosa y serena. Por los cristales de la ventana penetró la claridad naciente en nuestro cuarto, e hizo resaltar la blancura metálica del rostro marmóreo del nene. Ascendía de nuevo hasta nosotros el potente ritmo de la vida cotidiana de Buenos Aires. Diríase que la angustia, que hería nuestras almas, tenía algo de egoísta y profanaba la impersonal alegría de todo un pueblo, entregado al trabajo. Antojábaseme que el dolor carecía del derecho de alzarse en el seno de una ciudad esplendente y bulliciosa. El grito de nuestro corazón, presa de la desgracia, no debía turbar el formidable rumor del colmenar urbano atareado.
A la congoja sucedió la resignación en mi ánimo, ante ideas tales; la divina serenidad se aposentó en el hondo de mi ser, y en el transcurso del día, sonreí a solas varias veces, al pensar en las oscuras interrogaciones del hombre frente a las simples, arcaicas y supremas verdades de la vida.
Lo que pasó después se grabó imprecisamente en mi memoria. No recuerdo con fidelidad los detalles de la noche y día siguientes, que fueron para nosotros inacabables.
Han transcurrido varios años desde aquel entonces hasta la fecha. Al principio, evocaba, con su colorido real, el desolado episodio; cerraba los ojos y veía, proyectada con nitidez, en el plano de la cuarta dimensión de los recuerdos, la figura viviente del nene; pero más tarde con el correr del tiempo, fui olvidando, poco a poco, el color de sus ojos, la expresión de su cara, el sello alado de su boca sonriente. Y una densa sombra se ha extendido, por último, bajo el firmamento de mi alma, sobre la diminuta columna truncada de su recuerdo.
Hoy procuro recordar su rostro, asir por un momento su sonrisa, fijar nada más que por un segundo su trémula imagen en mi espíritu; pero todo su ser, leve y fugitivo como el resplandor de su sonrisa, se escapa de mi evocación y, a pesar de mis esfuerzos, no logro definir bien los rasgos exactos de su figura. Y cuando pienso en él, en algunos momentos de mi vida, me invade una dulce y bienhechora tristeza y sólo me acuerdo de que sus bucles eran de oro.


La vuelta a los campos - Julio Herrera y Reissig


Julio Herrera y Reissig
(Montevideo, Uruguay, 1875 - 1910), fue educado en el Romanticismo, y se convirtió en líder del Modernismo de su país.
Escribió ensayos políticos y ficción, pero lo más importante de su obra es la poesía. El reconocimiento literario llegó después de su muerte.





 
La vuelta a los campos

La tarde paga en oro divino las faenas...
Se ven limpias mujeres vestidas de percales,
trenzando sus cabellos con tilos y azucenas
o haciendo sus labores de aguja en los umbrales.
Zapatos claveteados y báculos y chales...
Dos mozas con sus cántaros se deslizan apenas.
Huye el vuelo sonámbulo de las horas serenas.
Un suspiro de Arcadia peina los matorrales...
Cae un silencio austero... Del charco que se nimba
estalla una gangosa balada de marimba.
Los lagos se amortiguan con espectrales lampos,
las cumbres, ya quiméricas, corónanse de rosas...
Y humean a lo lejos las rutas polvorosas
por donde los labriegos regresan de los campos.
 
 

Cántiga de los esposales - Joaquim Machado de Assis


Joaquim Maria Machado de Assis, descendiente de africanos y portugueses, nació en Río de Janeiro en 1839.

Fue uno de los más grandes novelistas brasileños, periodista, comediógrafo, novelista. Escribió también relatos breves, ensayos, poesía.

Fundó en 1896 la Academia Brasileña de las Letras, que presidió hasta su muerte, en 1908.



Cántiga de los esposales

de Historias sin Fecha

Imagine la lectora que está en 1813, en la iglesia de Carmo, oyendo una de aquellas buenas fiestas antiguas, que eran la mayor diversión pública y lo mejor del arte musical. Sabe cómo es una misa cantada; puede imaginar lo que sería una misa cantada en aquellos años remotos. No llamo su atención hacia los curas y sacristanes, ni hacia el sermón, ni hacia los ojos de las jóvenes cariocas, que ya eran bonitas en aquel tiempo, ni hacia las mantillas de las señoras graves, las casacas, las cabelleras, las cortinas, las luces, los inciensos, nada. Ni siquiera hablo de la orquesta, que es excelente; me limito a mostrarle una cabeza blanca, la cabeza de ese viejo que dirige la orquesta con alma y devoción.
Se llama Román Pires. Tendrá sesenta años, no menos en todo caso, nació en el Valongo, o por esos lados. Es un buen músico y un buen hombre; todos los colegas lo quieren.
El maestro Román es su nombre familiar; y decir familiar o público era la misma cosa en tal materia y en aquellos tiempos. "La misa será dirigida por el maestro Román", equivalía a esta forma de anuncio, años después: "Entra en escena el actor João Caetano". O a ésta: "El actor Martinho cantará una de sus mejores arias". Era la sazón adecuada, el aliciente delicado y popular. ¡El maestro Román dirige la fiesta! ¿Quién no conocía al maestro Román, con su aire circunspecto, recatado el mirar, sonrisa triste y paso lento? Todo esto desaparecía al frente de la orquesta; y entonces la vida se derramaba por todo el cuerpo y todos los gestos del maestro; la mirada se encendía, la sonrisa se iluminaba: era otro. No significaba esto que fuera él el autor de las misas; ésta, por ejemplo, que ahora dirige en el Carmo es de João Mauricio; pero él se aplica a su trabajo poniendo en ello el mismo amor que pondría si fuera suya.
La fiesta terminó; y fue como si se apagara un resplandor intenso, dejándole el rostro iluminado apenas por la luz ordinaria; helo aquí descendiendo del coro, apoyado en el bastón; va a la sacristía a besar la mano a los padres y acepta un sitio en su mesa. Permanece todo el tiempo indiferente y callado. Termina la cena, sale, camina en dirección a la Calle de la Madre de los Hombres, en donde vive, en compañía de un negro viejo, papá José, que es como si fuera su verdadera madre, y que en este momento conversa con una vecina.
—Ahí viene el maestro Román, papá José —dijo la vecina.
—¡Eh!, ¡eh!, adiós vecina, hasta luego.
Papá José dio un salto, entró en la casa, y esperó a su amo, que entró poco después con el mismo aire de siempre. La casa no era rica, por supuesto; ni alegre. No había en ella el menor vestigio de mujer, vieja o joven, ni pajaritos que cantasen, ni flores, ni colores vivos o cálidos. Casa sombría y desnuda. Lo más alegre que allí había era un clavicordio, donde el maestro Román tocaba algunas veces, estudiando. Sobre una silla, al lado, algunos papeles con partituras; ninguna suya...
¡Ah!, si el maestro Román pudiera, sería un gran compositor. Tal parece que hay dos clases de vocación, las que tienen lengua y las que no la tienen. Las primeras se realizan; las últimas representan una lucha constante y estéril entre el impulso interior y la ausencia de un modo de comunicación con los hombres. La de Román era de éstas. Tenía la vocación íntima de la música; llevaba dentro de sí muchas óperas y misas, un mundo de armonías nuevas y originales que no alcanzaba a expresar y poner en el papel. Esta era la causa única de la tristeza del maestro Román. Naturalmente, el vulgo no se daba cuenta; unos decían esto, otros aquello: enfermedad, falta de dinero, algún disgusto antiguo; pero la verdad es ésta: la causa de la melancolía del maestro Román era no poder componer, no poseer el medio de traducir lo que sentía. Y no porque escatimara el gasto de papel o el paciente trabajo, durante muchas horas, al frente del clavicordio; pero todo le salía informe, sin idea ni armonía. En los últimos tiempos hasta sentía vergüenza de los vecinos, y ya ni siquiera intentaba nada.
Y, no obstante, si pudiera, terminaría al menos cierta pieza, un canto de esponsales, comenzado tres días después de su casamiento, en 1799. La mujer, que tenía entonces veintiún años, y murió de veintitrés, no era bonita, ni mucho ni poco, pero sí muy simpática, y lo amaba tanto como él a ella. Tres días después de su boda, el maestro Román sintió en su interior algo parecido a la inspiración. Imaginó entonces el canto esponsalicio, y quiso componerlo; pero la inspiración no logró salir. Como un pájaro que acaba de ser aprisionado, y forcejea por atravesar las paredes de la jaula, abajo, encima, impaciente, aterrorizado, así batía la inspiración de nuestro músico, encerrada dentro de él sin poder salir, sin encontrar una puerta, nada.
Algunas notas llegaron a reunirse; él las escribió; asunto para una hoja de papel, apenas. Insistió al día siguiente, diez días después, veinte veces durante sus años de casado. Cuando murió su mujer releyó aquellas primeras notas conyugales, y se sintió más triste aún, por no haber podido dejar en el papel la sensación de esa felicidad ya extinta...
—Papá José —dijo él—, hoy no me siento muy bien.
—Tal vez el señor comió algo que le cayó mal...
—No, va desde esta mañana estaba así. Vaya a la botica...
El boticario mandó cualquier cosa que él tomó esa noche; al día siguiente el maestro Román no se sentía mejor. Es preciso agregar que padecía del corazón: molestia grave y crónica.
Papá José sintió temor cuando vio que el malestar no cedía al remedio, ni al reposo, y quiso
llamar al médico.
—¿Para qué? —dijo el maestro—. Esto pasa.
El día no terminó peor y él pasó buena noche; no así el negro, que sólo consiguió dormir dos horas. Los vecinos, una vez que se hubieron enterado de aquella dolencia, no tuvieron otro motivo de conversación; los que mantenían relación con el maestro fueron a visitarlo. Y le decían que no era nada, que eran achaques de la edad; alguien agregaba graciosamente que era un truco, para librarse de las derrotas que el boticario le propinaba en el juego de "gamao"; otro, que era cuestión de amores. El maestro Román sonreía, pero para sus adentros se decía que aquello era el final. "Todo acabó", pensaba.
Una mañana, cinco días después de la fiesta, el médico lo encontró realmente mal; y el maestro se lo notó en la expresión, por detrás de las palabras engañadoras:
—Esto no es nada; es preciso no pensar en músicas...
¡En músicas! De pronto esta palabra del médico trajo al maestro una idea casi olvidada.
Al quedarse solo con el esclavo, abrió la gaveta donde guardaba desde 1799 el canto de esponsales iniciado. Releyó aquellas notas arrancadas con tanto trabajo y nunca concluidas. Y tuvo entonces una idea singular:
—Terminar la obra, fuese como fuese; cualquier cosa estaría bien, con tal de que significara dejar un poco de alma sobre la tierra.
—¿Quién sabe? En 1880, tal vez, se interpretará esta obra y se contará que un maestro Román...
El comienzo del canto remataba en un cierto la: este la, que resultaba bien allí donde estaba, era la última nota escrita. El maestro Román ordenó llevar el clavicordio a la habitación del fondo, que daba al solar: necesitaba aire.
Por la ventana vio, en la ventana trasera de otra casa, una dulce pareja de recién casados, asomados, abrazados por los hombros y de manos unidas. El maestro Román sonrió con tristeza.
—Ellos llegan —se dijo—, yo salgo. Compondré al menos este canto que ellos podrán tocar...
Se sentó ante el clavicordio; reprodujo las notas y llegó al la...
—la, la, la...
Nada, no lograba seguir. Y sin embargo, él sabía de música como el que más.
La, do... la, mi... la, si, do, re... re... re...
¡Imposible! ninguna inspiración. No aspiraba a una pieza profundamente original; tan sólo algo que no pareciese de otro y que se relacionase con la idea comenzada. Volvía al principio, repetía las notas, intentaba revivir un retazo de la sensación extinguida, se acordaba de su mujer, de aquellos tiempos primeros. Para completar la ilusión, dejaba correr su mirada por la ventana en dirección a la pareja de recién casados. Ellos seguían allí, con las manos unidas y rodeándose los hombros con los brazos; pero ahora se miraban uno al otro, en vez de mirar hacia abajo. El maestro Román, agotado por el malestar y la impaciencia, tornaba al clavicordio; pero la visión de la pareja no le traía la inspiración, y las notas siguientes no sonaban.
—la, la, la...
Desesperado, dejó el clavicordio, tomó el papel escrito y lo rompió. En ese momento, la joven absorta en la mirada del esposo, empezó a canturrear de cualquier modo, inconscientemente, alguna cosa nunca antes cantada ni sabida, una cosa en la cual cierto la proseguía después de un si con una linda frase musical, justamente aquélla que el maestro Román había buscado durante años sin hallarla jamás. El maestro la oyó con pesar, sacudió la cabeza, y esa noche expiró.




Yzur - Leopoldo Lugones



Leopoldo Lugones nació en Córdoba, Argentina en 1874 y murió en el delta del Tigre, provincia de Buenos Aires en 1938.
Fue poeta, ensayista, periodista y político.
Entre sus principales obras literarias figuran La guerra gaucha, Las fuerzas extrañas, El payador, El ángel de la sombra y Cuentos fatales.


Yzur

Compré el mono en el remate de un circo que había quebrado.
La primera vez que se me ocurrió tentar la experiencia a cuyo relato están dedicadas estas líneas, fue una tarde, leyendo no sé dónde, que los naturales de Java atribuían la falta de lenguaje articulado en los monos a la abstención, no a la incapacidad. "No hablan, decían, para que no los hagan trabajar".
Semejante idea, nada profunda al principio, acabó por preocuparme hasta convertirse en este postulado antropológico:
Los monos fueron hombres que por una u otra razón dejaron de hablar. El hecho produjo la atrofia de sus órganos de fonación y de los centros cerebrales del lenguaje; debilitó casi hasta suprimirla la relación entre unos y otros, fijando el idioma de la especie en el grito inarticulado, y el humano primitivo descendió a ser animal.
Claro es que si llegara a demostrarse esto quedarían explicadas desde luego todas las anomalías que hacen del mono un ser tan singular; pero esto no tendría sino una demostración posible: volver el mono al lenguaje.
Entre tanto había corrido el mundo con el mío, vinculándolo cada vez más por medio de peripecias y aventuras. En Europa llamó la atención, y de haberlo querido, llego a darle la celebridad de un Cónsul; pero mi seriedad de hombre de negocios mal se avenía con tales payasadas.
Trabajado por mi idea fija del lenguaje de los monos, agoté toda la bibliografía concerniente al problema, sin ningún resultado apreciable. Sabía únicamente, con entera seguridad, que no hay ninguna razón científica para que el mono no hable. Esto llevaba cinco años de meditaciones.
Yzur (nombre cuyo origen nunca pude descubrir, pues lo ignoraba igualmente su anterior patrón), Yzur era ciertamente un animal notable. La educación del circo, bien que reducida casi enteramente al mimetismo, había desarrollado mucho sus facultades; y esto era lo que me incitaba más a ensayar sobre él mi en apariencia disparatada teoría.
Por otra parte, sábese que el chimpancé (Yzur lo era) es entre los monos el mejor provisto de cerebro y uno de los más dóciles, lo cual aumentaba mis probabilidades. Cada vez que lo veía avanzar en dos pies, con las manos a la espalda para conservar el equilibrio, y su aspecto de marinero borracho, la convicción de su humanidad detenida se vigorizaba en mí.
No hay a la verdad razón alguna para que el mono no articule absolutamente. Su lenguaje natural, es decir, el conjunto de gritos con que se comunica a sus semejantes, es asaz variado; su laringe, por más distinta que resulte de la humana, nunca lo es tanto como la del loro, que habla sin embargo; y en cuanto a su cerebro, fuera de que la comparación con el de este último animal desvanece toda duda, basta recordar que el del idiota es también rudimentario, a pesar de lo cual hay cretinos que pronuncian algunas palabras. Por lo que hace a la circunvolución de Broca, depende, es claro, del desarrollo total del cerebro; fuera de que no está probado que ella sea fatalmente el sitio de localización del lenguaje. Si es el caso de localización mejor establecido en anatomía, los hechos contradictorios son desde luego incontestables.
Felizmente los monos tienen, entre sus muchas malas condiciones, el gusto por aprender, como lo demuestra su tendencia imitativa; la memoria feliz, la reflexión que llega hasta una profunda facultad de disimulo, y la atención comparativamente más desarrollada que en el niño. Es, pues, un sujeto pedagógico de los más favorables.
El mío era joven además, y es sabido que la juventud constituye la época más intelectual del mono, parecido en esto al negro. La dificultad estribaba solamente en el método que se emplearía para comunicarle la palabra. Conocía todas las infructuosas tentativas de mis antecesores; y está de más decir, que ante la competencia de algunos de ellos y la nulidad de todos sus esfuerzos, mis propósitos fallaron más de una vez, cuando el tanto pensar sobre aquel tema fue llevándome a esta conclusión:
Lo primero consiste en desarrollar el aparato de fonación del mono.
Así es, en efecto, como se procede con los sordomudos antes de llevarlos a la articulación; y no bien hube reflexionado sobre esto, cuando las analogías entre el sordomudo y el mono se agolparon en mi espíritu.
Primero de todo, su extraordinaria movilidad mímica que compensa al lenguaje articulado, demostrando que no por dejar de hablar se deja de pensar, así haya disminución de esta facultad por la paralización de aquella. Después otros caracteres más peculiares por ser más específicos: la diligencia en el trabajo, la fidelidad, el coraje, aumentados hasta la certidumbre por estas dos condiciones cuya comunidad es verdaderamente reveladora; la facilidad para los ejercicios de equilibrio y la resistencia al marco.
Decidí, entonces, empezar mi obra con una verdadera gimnasia de los labios y de la lengua de mi mono, tratándolo en esto como a un sordomudo. En lo restante, me favorecería el oído para establecer comunicaciones directas de palabra, sin necesidad de apelar al tacto. El lector verá que en esta parte prejuzgaba con demasiado optimismo.
Felizmente, el chimpancé es de todos los grandes monos el que tiene labios más movibles; y en el caso particular, habiendo padecido Yzur de anginas, sabía abrir la boca para que se la examinaran.
La primera inspección confirmó en parte mis sospechas. La lengua permanecía en el fondo de su boca, como una masa inerte, sin otros movimientos que los de la deglución. La gimnasia produjo luego su efecto, pues a los dos meses ya sabía sacar la lengua para burlar. Ésta fue la primera relación que conoció entre el movimiento de su lengua y una idea; una relación perfectamente acorde con su naturaleza, por otra parte.
Los labios dieron más trabajo, pues hasta hubo que estirárselos con pinzas; pero apreciaba —quizá por mi expresión la importancia de aquella tarea anómala y la acometía con viveza. Mientras yo practicaba los movimientos labiales que debía imitar, permanecía sentado, rascándose la grupa con su brazo vuelto hacia atrás y guiñando en una concentración dubitativa, o alisándose las patillas con todo el aire de un hombre que armoniza sus ideas por medio de ademanes rítmicos. Al fin aprendió a mover los labios.
Pero el ejercicio del lenguaje es un arte difícil, como lo prueban los largos balbuceos del niño, que lo llevan, paralelamente con su desarrollo intelectual, a la adquisición del hábito. Está demostrado, en efecto, que el centro propio de las inervaciones vocales, se halla asociado con el de la palabra en forma tal, que el desarrollo normal de ambos depende de su ejercicio armónico; y esto ya lo había presentido en 1785 Heinicke, el inventor del método oral para la enseñanza de los sordomudos, como una consecuencia filosófica. Hablaba de una "concatenación dinámica de las ideas", frase cuya profunda claridad honraría a más de un psicólogo contemporáneo.
Yzur se encontraba, respecto al lenguaje, en la misma situación del niño que antes de hablar entiende ya muchas palabras; pero era mucho más apto para asociar los juicios que debía poseer sobre las cosas, por su mayor experiencia de la vida.
Estos juicios, que no debían ser sólo de impresión, sino también inquisitivos y disquisitivos, a juzgar por el carácter diferencial que asumían, lo cual supone un raciocinio abstracto, le daban un grado superior de inteligencia muy favorable por cierto a mi propósito.
Si mis teorías parecen demasiado audaces, basta con reflexionar que el silogismo, o sea el argumento lógico fundamental, no es extraño a la mente de muchos animales. Como que el silogismo es originariamente una comparación entre dos sensaciones. Si no, ¿por qué los animales que conocen al hombre huyen de él, y no los que nunca le conocieron?...
Comencé, entonces, la educación fonética de Yzur.
Tratábase de enseñarle primero la palabra mecánica, para llevarlo progresivamente a la palabra sensata.
Poseyendo el mono la voz, es decir, llevando esto de ventaja al sordomudo, con más ciertas articulaciones rudimentarias, tratábase de enseñarle las modificaciones de aquella, que constituyen los fonemas y su articulación, llamada por los maestros estática o dinámica, según que se refiera a las vocales o a las consonantes.
Dada la glotonería del mono, y siguiendo en esto un método empleado por Heinicke con los sordomudos, decidí asociar cada vocal con una golosina: a con papa; e con leche; i con vino; o con coco; u con azúcar, haciendo de modo que la vocal estuviese contenida en el nombre de la golosina, ora con dominio único y repetido como en papa, coco, leche, ora reuniendo los dos acentos, tónico y prosódico, es decir, como fundamental: vino, azúcar.
Todo anduvo bien, mientras se trató de las vocales, o sea los sonidos que se forman con la boca abierta. Yzur los aprendió en quince días. Sólo que a veces, el aire contenido en sus abazones les daba una rotundidad de trueno. La u fue lo que más le costó pronunciar.
Las consonantes me dieron un trabajo endemoniado, y a poco hube de comprender que nunca llegaría a pronunciar aquellas en cuya formación entran los dientes y las encías. Sus largos colmillos y sus abazones, lo estorbaban enteramente.
El vocabulario quedaba reducido, entonces a las cinco vocales, la b, la k, la m, la g, la f y la c, es decir todas aquellas consonantes en cuya formación no intervienen sino el paladar y la lengua.
Aun para esto no me bastó el oído. Hube de recurrir al tacto como un sordomudo, apoyando su mano en mi pecho y luego en el suyo para que sintiera las vibraciones del sonido.
Y pasaron tres años, sin conseguir que formara palabra alguna. Tendía a dar a las cosas, como nombre propio, el de la letra cuyo sonido predominaba en ellas. Esto era todo.
En el circo había aprendido a ladrar como los perros, sus compañeros de tarea; y cuando me veía desesperar ante las vanas tentativas para arrancarle la palabra, ladraba fuertemente como dándome todo lo que sabía. Pronunciaba aisladamente las vocales y consonantes, pero no podía asociarlas. Cuando más, acertaba con una repetición de pes y emes.
Por despacio que fuera, se había operado un gran cambio en su carácter. Tenía menos movilidad en las facciones, la mirada más profunda, y adoptaba posturas meditativas. Había adquirido, por ejemplo, la costumbre de contemplar las estrellas. Su sensibilidad se desarrollaba igualmente; íbasele notando una gran facilidad de lágrimas. Las lecciones continuaban con inquebrantable tesón, aunque sin mayor éxito. Aquello había llegado a convertirse en una obsesión dolorosa, y poco a poco sentíame inclinado a emplear la fuerza. Mi carácter iba agriándose con el fracaso, hasta asumir una sorda animosidad contra Yzur. Éste se intelectualizaba más, en el fondo de su mutismo rebelde, y empezaba a convencerme de que nunca lo sacaría de allí, cuando supe de golpe que no hablaba porque no quería. El cocinero, horrorizado, vino a decirme una noche que había sorprendido al mono "hablando verdaderas palabras". Estaba, según su narración, acurrucado junto a una higuera de la huerta; pero el terror le impedía recordar lo esencial de esto, es decir, las palabras. Sólo creía retener dos: cama y pipa. Casi le doy de puntapiés por su imbecilidad.
No necesito decir que pasé la noche poseído de una gran emoción; y lo que en tres años no había cometido, el error que todo lo echó a perder, provino del enervamiento de aquel desvelo, tanto como de mi excesiva curiosidad.
En vez de dejar que el mono llegara naturalmente a la manifestación del lenguaje, llaméle al día siguiente y procuré imponérsela por obediencia.
No conseguí sino las pes y las emes con que me tenía harto, las guiñadas hipócritas y —Dios me perdone— una cierta vislumbre de ironía en la azogada ubicuidad de sus muecas.
Me encolericé, y sin consideración alguna, le di de azotes. Lo único que logré fue su llanto y un silencio absoluto que excluía hasta los gemidos.
A los tres días cayó enfermo, en una especie de sombría demencia complicada con síntomas de meningitis. Sanguijuelas, afusiones frías, purgantes, revulsivos cutáneos, alcoholaturo de brionia, bromuro —toda la terapéutica del espantoso mal le fue aplicada. Luché con desesperado brío, a impulsos de un remordimiento y de un temor. Aquél por creer a la bestia una víctima de mi crueldad; éste por la suerte del secreto que quizá se llevaba a la tumba.
Mejoró al cabo de mucho tiempo, quedando, no obstante, tan débil, que no podía moverse de su cama. La proximidad de la muerte habíalo ennoblecido y humanizado. Sus ojos llenos de gratitud, no se separaban de mí, siguiéndome por toda la habitación como dos bolas giratorias, aunque estuviese detrás de él; su mano buscaba las mías en una intimidad de convalecencia. En mi gran soledad, iba adquiriendo rápidamente la importancia de una persona.
El demonio del análisis, que no es sino una forma del espíritu de perversidad, impulsábame, sin embargo, a renovar mis experiencias. En realidad el mono había hablado. Aquello no podía quedar así.
Comencé muy despacio, pidiéndole las letras que sabía pronunciar. ¡Nada! Dejelo solo durante horas, espiándolo por un agujerillo del tabique. ¡Nada! Hablele con oraciones breves, procurando tocar su fidelidad o su glotonería. ¡Nada! Cuando aquéllas eran patéticas, los ojos se le hinchaban de llanto. Cuando le decía una frase habitual, como el "yo soy tu amo" con que empezaba todas mis lecciones, o el "tú eres mi mono" con que completaba mi anterior afirmación, para llevar a un espíritu la certidumbre de una verdad total, él asentía cerrando los párpados; pero no producía sonido, ni siquiera llegaba a mover los labios.
Había vuelto a la gesticulación como único medio de comunicarse conmigo; y este detalle, unido a sus analogías con los sordomudos, hacía redoblar mis preocupaciones, pues nadie ignora la gran predisposición de estos últimos a las enfermedades mentales. Por momentos deseaba que se volviera loco, a ver si el delirio rompía al fin su silencio. Su convalecencia seguía estacionaria. La misma flacura, la misma tristeza. Era evidente que estaba enfermo de inteligencia y de dolor. Su unidad orgánica habíase roto al impulso de una cerebración anormal, y día más, día menos, aquél era caso perdido. Más, a pesar de la mansedumbre que el progreso de la enfermedad aumentaba en él, su silencio, aquel desesperante silencio provocado por mi exasperación, no cedía. Desde un oscuro fondo de tradición petrificada en instinto, la raza imponía su milenario mutismo al animal, fortaleciéndose de voluntad atávica en las raíces mismas de su ser. Los antiguos hombres de la selva, que forzó al silencio, es decir, al suicidio intelectual, quién sabe qué bárbara injusticia, mantenían su secreto formado por misterios de bosque y abismos de prehistoria, en aquella decisión ya inconsciente, pero formidable con la inmensidad de su tiempo. Infortunios del antropoide retrasado en la evolución cuya delantera tomaba el humano con un despotismo de sombría barbarie, habían, sin duda, destronado a las grandes familias cuadrumanas del dominio arbóreo de sus primitivos edenes, raleando sus filas, cautivando sus hembras para organizar la esclavitud desde el propio vientre materno, hasta infundir a su impotencia de vencidas el acto de dignidad mortal que las llevaba a romper con el enemigo el vínculo superior también, pero infausto, de la palabra, refugiándose como salvación suprema en la noche de la animalidad.
Y qué horrores, qué estupendas sevicias no habrían cometido los vencedores con la semibestia en trance de evolución, para que ésta, después de haber gustado el encanto intelectual que es el fruto paradisíaco de las biblias, se resignara a aquella claudicación de su extirpe en la degradante igualdad de los inferiores; a aquel retroceso que cristalizaba por siempre su inteligencia en los gestos de un automatismo de acróbata; a aquella gran cobardía de la vida que encorvaría eternamente, como en distintivo bestial, sus espaldas de dominado, imprimiéndole ese melancólico azoramiento que permanece en el fondo de su caricatura.
He aquí lo que, al borde mismo del éxito, había despertado mi malhumor en el fondo del limbo atávico. A través del millón de años, la palabra, con su conjuro, removía la antigua alma simiana; pero contra esa tentación que iba a violar las tinieblas de la animalidad protectora, la memoria ancestral, difundida en la especie bajo un instintivo horror, oponía también edad sobre edad como una muralla.
Yzur entró en agonía sin perder el conocimiento. Una dulce agonía a ojos cerrados, con respiración débil, pulso vago, quietud absoluta, que sólo interrumpía para volver de cuando en cuando hacia mí, con una desgarradora expresión de eternidad, su cara de viejo mulato triste. Y la última noche, la tarde de su muerte, fue cuando ocurrió la cosa extraordinaria que me ha decidido a emprender esta narración.
Habíame dormitado a su cabecera, vencido por el calor y la quietud del crepúsculo que empezaba, cuando sentí de pronto que me asían por la muñeca.
Desperté sobresaltado. El mono, con los ojos muy abiertos, se moría definitivamente aquella vez, y su expresión era tan humana, que me infundió horror; pero su mano, sus ojos, me atraían con tanta elocuencia hacia él, que hube de inclinarme de inmediato a su rostro; y entonces, con su último suspiro, el último suspiro que coronaba y desvanecía a la vez mi esperanza, brotaron estoy seguro, brotaron en un murmullo (¿cómo explicar el tono de una voz que ha permanecido sin hablar diez mil siglos?) estas palabras cuya humanidad reconciliaba las especies:
AMO, AGUA, AMO, MI AMO...

Las ovejas y las rosas del padre Serafín - Manuel Díaz Rodríguez


Manuel Díaz Rodríguez
nació en Caracas, Venezuela, en 1871.

Fue uno de los maestros nacionales y extranjeros que liderizaron el modernismo.
Sus libros más destacados de su primera etapa son Confidencias de Psiquis, De mis Romerías, Cuentos de Color y su gran novela Idolos Rotos.
Luego de la muerte de su padre, escribió Sangre Patricia, Camino de Perfección, Sermones Líricos, Peregrina o el Pozo Encantado.
Murió en Nueva York, en 1927. Dejó un libro póstumo: Entre las Colinas en Flor.


Las ovejas y las rosas del padre Serafín

—¡Ya lo traen! ¡Ya lo traen!
—¿Por dónde?
—Por el cementerio. Dicen que lo alcanzaron en el cementerio.
La multitud, fatigada, nerviosa de tanto esperar, se arremolinó y empezó a deshacerse. La mayor parte, sin darse cuenta de lo que hacían, caminaban de arriba abajo por el camino real, pero sin salir de él, o daban vueltas, como buscando una moneda que se les hubiese extraviado, alrededor del mismo punto. Otros corrieron por las calles que del camino real suben a la plaza de la iglesia.
Algunos fueron a reunirse a los que, en coro, y con la más loca agitación, discutían frente a la fachada de la iglesia, en un altozano. Entretanto los pulperos, a la voz de "ya lo traen" cerraban y atrancaban por dentro sus pulperías. Y después de cerrar, ninguno se quedaba dentro: salían a sumarse a la muchedumbre armados, el uno de revólver, el otro de un varal de araguaney, los más con el filoso cola-de-gallo. Don José, el más respetable por la edad, la hacienda y la virtud, se paseaba en mangas de camisa por el corredor de su establecimiento. Provisto de un corto y fuerte cuchillo de caza, decía:
—Es necesario hacer un ejemplar. Es necesario un castigo. No se debe dejar sin castigo una cosa tan fea. En este pueblo no había pasado nunca.
—¡Nunca! Es verdad... Es necesario un castigo —coreaban los otros.
De repente, sobre el coro, se alzó rasgando la sutil seda del aire estival una voz airada y plañidera. A la puerta de una casita, hacia el fin de una de las calles que van a la plaza del pueblo, una vieja mulata canosa, con desgreñada cabeza de Medusa, vociferaba:
—¡Saturno! ¡Saturno! ¡La sangre de mi hijo! ¡Cobren la sangre de mi hijo!
—¿Quién es?
—¡Hombre! ¿Quién va a ser? ¿Quién va a ser sino Higinia? ¡La pobre vieja!
Algunas mujeres aparecieron a las puertas de sus casas, dándoselas de animosas. Otras optaron por quedarse detrás de los portones, viendo a través de las junturas, o se asomaban a los postigos de las ventanas con rostros lívidos de miedo. Unas cuantas, excitadas por los lamentos de Higinia, surgieron detrás de las bardas de un corralón que interrumpía rústicamente el marco de la plaza. Vomitaban denuestos y amenazaban con los puños.
—Pero, si lo cogieron, ¿por qué no lo traen? Uno de los que habían ido hasta el corro del altozano volvió, advirtiendo que era falsa la noticia.
—Dicen que lo cogieron allá, al pie del Ávila, en la Sabana de los Muertos, en donde enterraban a los muertos del cólera y de la fiebre amarilla, no en el camposanto. —Y explicando así, tendía la mano al cerro, en dirección de un punto de la sabana yerma y ardida que hay al pie del Ávila, donde un solitario bambú derrama sobre los muertos la fresca sombra musical de sus cañas armoniosas.
—Pero, ¿cómo sabes que lo cogieron allá arriba? Por uno que se vino a la carrera, atravesando los cafetales y llegó al pueblo hace poco. —¡Pero, señor! ¿Qué ha hecho ese hombre para que lo persigan ansina?
La gente, descorazonada con el anuncio de ser falsa la noticia, desahogó su mal humor contra el que hacía inocentemente la pregunta. Era un cambujo que, ignorante del suceso y no pudiendo discernirlo entre tantos y tan vagos rumores, acababa de meterse en el corazón mismo del gentío, a horcajadas en su asno. En cosa de un segundo, ni él ni su asno pudieron moverse, estrechamente rodeados por la turba como por una improvisa y viva fortaleza erizada de cólera.
Mire, socio, no venga con esa... preguntica saltó otro zambo, con un tono entre de rabia y de zumba. No se haga el inocente, que aquí no queremos quien tenga tratos con el diablo. ¿Usted como que es también de la cuerda? ¡Ojo e grillo!
¿Yo tratos con el diablo? ¡Ave María Purísima! ¡Si yo no sé lo que ha pasao! ¡Si yo vengo, ahorita, de más allá del Guaire, de coger maíz en mi conuco!
Lo hubiera dicho antes, ño Carrizo.
¡Si es el compadre Nicasio! dijo otro, y se preparó a referir el suceso: pues el hombre que los muchachos persiguen no es del pueblo, compadre. Nadie sabe de dónde vino. Unos dicen que de Caucagua, otros que de Higuerote, otros que del Tuy.
Pa mí, que es un espía de los godos declaró Miguelito, un negro alto y robusto como una torre de basalto que, meses atrás, en plena guerra, fue el terror de los más acaudalados terratenientes vecinos, a quienes de tiempo en tiempo desvalijaba, apellidándolos godos. Con su interrupción recordó que la guerra no estaba terminada todavía, aunque el jefe liberal hubiera entrado en Caracas en triunfo, porque todavía erraban por toda la república algunas buenas partidas de las tropas conservadoras dispersas. De seguro que es un espía.
Ni se sabe cómo se llama continuó el narrador.
Se llama Heriberto Guillén.
A mí me dijeron que Julián Perdomo. 
¡Bueno!, pues no sabemos ni de dónde vino, ni cómo se llama. Llegó y se convidó jugar con nosotros en el corredor de la pulpería: ahí mismito estábamos nosotros limpios como unas patenas, y él con todos los reales.
Tendrá buena suerte, compae Pechón. 
¡Qué suerte ni suerte! La suerte se la echaba él a los dados, porque les hacía con las manos, ¿ya usté ve?, así, de cierto modo, y parece que les rezaba también oraciones de brujo, porque los dados paraban también contra nosotros. Ya usté verá, compadre, que el hombre es de verdá, verdá, un brujo. ¡Bueno! Pues ya el hombre se levanta para irse, con la cobija en el brazo izquierdo. y el machete en la otra mano cuando Saturno, muy caliente y con razón, ¡caray!, le dijo: "Párese ahí, socio. No se vaya sin que nos dé nuestros reales, ¿oyó?, los reales que nos ha robado con su brujería".
Entonces el otro, un poquito amoscado, le contestó: "Yo no he robado a nadie: esos reales me los ha dado la suerte, y no más que a la suerte se los doy". "Pues yo seré la suerte, so negro, porque ahorita mismo vas a darme lo que malamente nos quitaste", le gritó Saturno, saltándole encima. Pero el otro ya estaba en guardia con su machete, con el que se tapaba a sí mismo mientras lo dirigía al pecho de Saturno.
Al mismo tiempo le decía a Saturno, como adulándole: "¡No se meta, catire, no se meta, catire, que yo no lo quiero cortar, y si se mete se corta!". Y como Saturno era tan arrojado, se metió, y como el otro fue tan sinvergüenza que no quitó el machete y lo dejó siempre de punto, punta fue, que Saturno cayó redondo y que ahí lo está llorando la pobre Higinia. Todos nosotros nos tiramos encima del hombre, y después de mucho trabajo le quitamos el machete. ¡Bueno! Pues ahora es cuando usté va a ver, compadre. Forcejeando y forcejeando con él, yo lo agarré por el pelo, tan duro, que tres chicharroncitos se me quedaron en las manos. Yo los tiré al suelo, y ¿sabe usté lo que entonces pasó, compadre? ¿A que no adivina? Pues que los tres mechoncitos de pelo echaron a correr convertidos en ratones.
—¡Ave María Purísima!
Como se lo digo: eso, todos lo vieron. 
Es verdad, es verdad asintió el coro.
Ahora, dígame, compadre, si el hombre es o no es brujo. Y no puede ser sino por brujo que, cuando ya lo teníamos como asegurado, se nos despegó, disparándose a correr que ni una ardita. Detrás de él se fueron los muchachos. Y ahora dicen que lo traen, porque lo alcanzaron, ya para esconderse dentro del monte en la Sabana de los Muertos.
Las cosas habían sucedido más o menos como a su compadre Pechón se las contaba Nicasio. La noticia del mal fin de la pendencia, ilustrada con la descripción del negro trashumante a quien se pintaba como asesino, caco y brujo, se difundió eléctricamente por el pueblo, suscitando en los corazones el deseo de venganza de aquel extraño que era a la vez caco, brujo y asesino.
La casa rectoral fue la única no invadida por el clamoroso y unánime deseo de venganza. El padre Serafín trabajaba en su huerta. Labraba los terrones, mientras una vieja hermana suya, que era al mismo tiempo su ama de llaves, refunfuñaba y a disgusto, le aderezaba una camisa. La de él —porque de tanto darlas jamás lograba tener sino una se la había dejado la noche antes a un enfermo a quien administró óleos.
Cuando sonó la algazara de los mozos corriendo detrás del forastero fugitivo, dejó por un momento el trabajo, y se informó de lo que era.
Son los muchachos del pueblo que andan tras de novillos desgaritados —le dijo su hermana, afirmándole para no dejarle salir, lo que en la mente de ella no era sino una hipótesis. Por ser lo que pasaba a menudo, eso dijo ella, y él sin dificultad lo creyó, de modo que impávido continuó con su azadita de jardinero escardando la huerta que era al mismo tiempo huerta y jardín como su alma. El descansaba en la creencia candorosa de una armonía íntima de su alma con el alma del pueblo. Porque esta alma en que él ingenuamente sentía el reflejo de la suya, se la representaba de igual manera que se representaba al pueblo: como una flor de idilio.
Visto desde las faldas del Ávila, cuando el bucarl se engalanaba de verde, el pueblo era, con sus techos rojos y orlado de haciendas de café, un rubí en lo hondo de una copa de esmeralda. Ahora, porque el bucaral flameaba de flor, fingía más bien una taza de pórfido o una florida cesta de púrpura.
Entretanto, a lo lejos, el Ávila, sobre el paisaje de las haciendas y del pueblo agitado, surgía con la calvez de la cima y en la imponderable pureza de la luz, claro, fuerte y sereno, como un incorruptible testimonio.
Hacia el altozano se agregaron unos cuantos rústicos más a los primeros perseguidores. Detrás del fugitivo, penetraron todos en los fundos que están al norte del pueblo. La cáfila ululante corrió por los cafetales, al principio en una verdadera fuga de locos. Luego, uno de la chusma ideó, y a gritos comunicó su idea a los demás hasta que llegaron a entenderse, organizar la persecución con todas las reglas de una cacería. Tratábase de estorbar que se escapara la pieza.
Mientras unos debían seguir los callejones, otros remontarían el cauce de una quebrada seca y los otros irían por dentro de los mismos cafetales. Debían hacer, deshacer y rehacer paranzas a medida que lo exigieran las tretas del perseguido y la índole del terreno. Algunos, en el ímpetu de la carrera, se destocaron, y no se detuvieron a recoger el caído sombrero de cogollo. Otros llevaban las ropas desgarradas encima de los torsos medio desnudos. Los bucares florecidos, en su perenne despojarse de flor, fugazmente esmaltaban de sangre la nieve, o el ébano lustroso, o la canela oscura de los cuerpos. Los cazadores, para enardecerse a sí mismos, y a la vez para aturdir a la pieza en fuga, llenaban el cafetal con insistente vocería. De tiempo en tiempo, sobre la vocería de los hombres detonaba, en lo alto de los bucares, la algarabía de los pericos montañeses. Poco a poco el tropel fue empujando la caza fuera del cafetal y hacia arriba, a un punto en donde ya debían de estar apostados los que se adelantaran corriendo por la holgura de los callejones.
El fugitivo, ignorante del terreno, tropezando en los obstáculos conservaba, a pesar de todo, la ventaja, como si la suficiente malicia y lucidez para despistar a los otros la sacara del propio peligro. Los eludía y engañaba con rodeos en que no se alejaba sensiblemente del mismo punto. Más de una vez intentó ocultarse en lo hueco de un tronco. Pero cada vez alguno de sus perseguidores lo alcanzaba con la vista. Por fin se vio fuera del cafetal, a mucha distancia de los que estaban de facción, apercibidos a detenerse. Tuvo un momento de perplejidad en que se preguntó si no sería más cuerdo volver sobre sus pasos a enredarse y maltratarse de nuevo en el cafetal enfadoso, porque su instinto silvestre y seguro le advirtió mayores peligros en aquel paraje abierto que delante de él subía hasta los mismos pies del Avila. Su perplejidad sirvió a los otros. Ya estaban cerca. Y él no pudo sino seguir adelante, por lo abierto, sintiendo en los talones la furia de la traílla.
Atravesaba el Pedregal, región salpicada de exiguos y dispersos cafetalitos, a la vera de cada uno de los cuales hay un rancho como una paloma gris que a la sombra de la escasa arboleda se acurruca. Por todas partes, en las más límpidas tierras de labor, saltan enhiestos peñascos y reluce al ras del suelo el pedrisco.
Una inmensa mole avileña parece en prehistóricos tiempos haber caído retumbando de la cumbre a partirse en fragmentos infinitos en el hondo estupor del valle. En algunas partes, los labriegos han hecho montículos y pirámides con el pedrusco; en otras lo han dispuesto y amontonado en paredones que hacen de aledaños a las tierras labrantías. Por ahí corrió el negro, desesperado cuando se dio cuenta del gran número de enemigos, tropezando unas veces en el peñascal, pasando otras veces como un milagro del viento por encima de los paredones. A las puertas de los ranchos acudieron otros hombres atraídos por la grita de la turba, y casi todos, por comunión con los del pueblo, se agregaron a los cazadores del negro fugitivo.
Gracias al refuerzo que de esta guisa recibían de pronto, y a los movimientos más fáciles en aquel paraje abierto, los perseguidores traquearon y acosaron como a un ciervo perseguido, hasta verlo estrechamente acorralado. Abrumándolo con sus gritos de muerte, casi lo tocaban ya con las manos, cuando él, derribando a uno de un puñetazo, y dando a la derecha un salto inverosímil, se internó en los grandes cafetales nuevamente.
Por la primera vez, ya dentro del cafetal, osciló, remolinó y se paró desconcertada la turba. Algunos empezaron a encontrar inútil su carrera fatigosa, imaginando en salvo a la pieza y borrada su pista, cuando volvieron a ésta por unos gajos rotos y manchados de sangre. El hombre, a su entrada en el cafetal, se había destrozado las ropas y desgarrado profundamente las carnes contra las espinas de un naranjero. Debía de estar no muy lejos, al abrigo de las frondas... Y además del rastro de sangre que iba marcando sus huellas, lo denunció el bullicioso vuelo de una bandada de pericos. A la bulla de los loros montaraces y a la algazara de los hombres encaminados otra vez con seguridad sobre u pista, el negro trashumante corrió de los podridos troncos de bucare, entre los que se disimuló por un momento, a guarecerse entre las altas raíces de un matapalo, que sobresalían de la tierra y a flor de tierra se desparramaban como los tentáculos de un pulpo. Mas, como los otros lo vieron antes que él tuviera tiempo de ocultarse, de nuevo se encontró forzado a correr, a correr siempre, despedazándose las ropas, rompiéndose las carnes contra las matas de café y algunos árboles de espinas, turbado y entontecido por los otros que, detrás de él y progresivamente lo empujaban de la densa maraña del arbolado hacia lo limpio del barbecho.
Fue entonces cuando voló al pueblo y en el pueblo se esparció la noticia de habérsele cogido, porque él mismo se vio y los demás lo creyeron cogido en lo limpio de la sabana. Sin embargo, también en la Sabana de los Muertos logró escapar, descolgándose, para correr después quebrada abajo por la peñascosa del Pajarito. Palomas acogidas a sestear al frescor de la quebrada volaron hacia el Ávila en sesgo vuelo de susto. En la carrera, el negro miró centellear, bajo una ceja de verdura, el ojo contemplativo de un pozo, y se precipitó al brillo del agua como un venado sediento. No pensó ya sino calmar el martirio de la sed. Y cuando lo hubo calmado y se halló de nuevo en pie, como si juzgara imposible su fuga, o estuviese resignado a rendirse, en vez de seguir la carrera, dio el frente a la frenética jauría humana.
¡No me maten! ¡No me maten! Yo no lo corté: él se cortó porque quiso. Yo soy un hombre honrado. Yo no les robé a ustedes los reales; la suerte me los dio.
El se cortó a sí mismo: yo no hice fuerza con el machete, ninguna.
Cuando acabó de hablar se hallaba rodeado por toda la pandilla y con las manos a la espalda atadas con cordeles y correas a estilo de esposas. Bajo la gritería jubilante de escarnio, uno de los perseguidores furiosamente vengaba su ropa hecha trizas, arrancando y esparciendo los andrajos que al hombre quedaban de la suya.
—Vamos al pueblo, para que digas eso que ahora dices, a ver si te hacen caso —le sopló otro en la nuca, mientras le daba tal empellón, que el hombre sin el equilibrio de los brazos, bamboleó y estuvo a punto de caerse.
Yo me entregué, ¿por qué me maltratan?
La respuesta se la dio un charro en una bofetada terrible: ¿Por qué no te escapas ahora? Anda, vete: válete de tus artes de brujo.
Unánimes carcajadas de mofa saludaron esta salida, y una lluvia de bofetadas empezó a caer sobre el prisionero.
Anda, hombre, haznos una brujería le dijo Bartolo el pesador de carne del pueblo, y le tiró de una oreja, tan brutalmente, que la oreja medio desprendida lloró un chorro de púrpura sobre el ébano de la cara. Ebrio de dolor, el hombre se tambaleó, sofocando un alarido. Su rostro de negro asumió, en la súbita palidez, el tono de la ceniza, mientras los labios rayaban la ceniza de la faz con una blancura espantosa.
¡No me maten! ¡no me maten! ¡Por Dios! Yo no soy brujo. No es verdad. Yo no soy brujo.
Y como el hombre hiciera un esfuerzo por desatarse las manos y huir, el mozo de la pesa de carne le labró con un cuchillo un sedal en el vientre, a la vez que otro le asestaba un machetazo tan tremendo en los hombros que una verdadera ola de tibio carmín saltó, repartiéndosele por el pecho y la espalda.
—¿Qué es eso, muchachos? ¡No lo maten! ¡Déjenlo! ¡Déjenlo! —clamó una especie de albino a quien llamaban el catire Facundo, y se constituyó en el jefe de la banda, con un gesto y un grito. ¿Por qué lo van a atar? ¿No ven que tenemos que llevarlo para el pueblo? ¿Qué dirán los otros? Quítese de ahí, socio, y no vuelva con sus machetazos. ¡Carama!, por un tris lo deja frío. Y a echar palante, que se hace tarde, y nos están esperando en el pueblo. ¡Alza, arriba, y al pueblo, muchachos!
De ahí se apresuraron unos cuantos a llevar noticias al pueblo. Algunos se les habían adelantado, y otros les imitaron después, de suerte que en la población a cada instante se recibían noticias de cómo, cuán y por dónde venían los mozos con el brujo. La multitud, estacionada en el camino real, fue poco a poco subiendo por las distintas calles, para apiñarse en el extremo norte de éstas en la plaza misma. De ese punto verían cuando llegaran los otros por la parte opuesta.
Entretanto los otros avanzaban hacia esta parte del pueblo por los callejones de la hacienda vecina, los guardianes, abrumando a golpes, a risas de sarcasmo, a motes de burla al prisionero, y el prisionero, silencioso, desangrándose y tiñendo el suelo de púrpura, mientras los bucares florecidos lloraban sangre sobre todos. Por un acuerdo tácito, en el pueblo procuraban todos que el cura no supiese nada.
Solo uno, obedeciendo a un escrúpulo tardío, a última hora y por trascorrales, anunció al desprevenido pastor cuanto pasaba entre las ovejas. Y el haz de noticias entró como un puñal en el corazón del cura.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! balbuceó en el dolor de un repentino y profundo arrancamiento, y corrió desolado hacia la puerta de la calle.
La multitud rompía en la plaza, inundándola de clamores:
¡Muera! ¡Muera!
En el portal de la tahona vociferaba la cabeza de Medusa:
¡La sangre de mi hijo! ¡La sangre de mi hijo!
El padre Serafín desde la puerta de la rectora, siguió con los ojos a la multitud que corría hacia el altozano del pueblo. Volvió sus ojos a ese punto, y allí, cercado de forajidos de facciones bestiales y de ropas en flecos apareció el hombre. Al verlo, chorreando sangre y casi desnudo, vivo Ecce-Homo, sanguina monstruosa en fondo de sepia, el padre Serafín, turbadísimo, abrió los brazos en cruz y cayó de rodillas frente al hombre como ante una aparición del Crucificado:
—¡Dios mío, perdón! ¡Dios mío, perdón! ¡Qué han hecho!
Viejos, muchachos, cuantos habían esperado en el camino, subían en tumulto adonde estaba el hombre, a desquitarse en él del ansia de la espera. Las comadres que se esquivaban hasta ahí detrás de las junturas de las puertas, o se asomaban a los postigos de las ventanas, recorrían ahora las calles y aumentaban el tumulto, cual si a la vista del hombre sangriento se hubieran sentido animosas.
Algunas portaban machete o cuchillo. Una de ellas avanzó hacia el mismo pecho del brujo, y lo escupió en la cara. Ante el salivazo agresivo y el persistente avance de la multitud, el miserable, temblando de terror, prorrumpió en una queja:
—¡Si me van a matar, Dios mío, no me dejen morir sin confesión!
Facundo creyó de ley cumplir la voluntad religiosa del reo, y fue en busca del padre Serafín, para que éste oyera en confesión al brujo. El padre Serafín iba y venía como un loco por la plaza, amonestando a unos, reprendiendo a otros hablándoles de amor, persuadiéndoles caridad, sin que ninguno lo entendiera.
Por último se enderezó al altozano, y desde ahí comenzó a predicarles, volcando el ingenuo y cándido jardín de su corazón sobre el fosco oleaje de la turba.
—¡Hombres! ¡Hermanos! ¿Qué habéis hecho? Yo creía que las palabras de flor, que todas las florecitas del Padre Seráfico, a quien está consagrado este pueblo, yo las había guardado por siempre en vuestros corazones como en relicarios vivos. ¿No os he dicho yo que es gran pecado verter la misma sangre de las tórtolas? ¿No os he dicho que es gran pecado cortar inútilmente los árboles mismos, como vosotros lo hacéis a la orilla de los tablones, para mantener en alto y a vista el machete, porque la savia y la resina que manan de un árbol herido son la sangre y las lágrimas del árbol? Pues ¡cuánto mayor pecado no será, oh, hermanos, derramar la sangre precio, aluna del hombre!
Nadie le oía. Algunos aprobaban por hábito, por .fórmula, pero de un modo extraño, sonriendo. De pronto, alguien le habló detrás; era el catire Fa-Padre Serafín: venga a confesarlo.
¿A confesarlo? ¿Acaso va a morir?
De morir tiene: ha robado, ha matado y es brujo.
¡Hombres! ¡Hermanos! ¡Por Dios! ¡No hay brujos: eso de los brujos es mentira, superstición e ignorancia! Y si ese hombre ha matado y ha robado, para él hay jueces. ¿Por ventura sois jueces vosotros? ¡No, no hermanos! Al mismo criminal debemos amor en el nombre de Cristo. Vamos a lavarle la sangre, que no solo a él sino también a todos nosotros nos mancha, y después de lavarlo con nuestras manos y de pedirle perdón, besándole los pies con nuestras bocas, lo entregaremos a los jueces.
—¡Qué jueces ni jueces, padre! ¿Usted no recuerda cómo están las cosas?
En esas palabras el padre Serafín recibió de la realidad un golpe rudo. Era el fin de una guerra de años. La revolución, aunque triunfante en la capital, no acababa nunca de constituirse en gobierno. Mientras tanto las aldeas, y en las aldeas los hombres, administraban justicia por sí mismos.
—Suponiendo que los muchachos lo dejaran llevar para Caracas, o se puede ir en el camino, o en Caracas lo sueltan como un estorbo. Dígame, pues, si lo va a confesar o no. Además, de todas maneras va a morirse, porque... yo creo que tiene agujereada la panza.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —murmuró el padre Serafín en la angustia de no hallar medio de salvar al hombre.
De repente, el hombre dijo: —Tengo sed.
¿Oís? ¿Oís, hermanos? aventuró el cura. Son las mismas palabras de Jesús en la agonía. ¿Qué diríais vosotros, oh, hermanos, qué diríais vosotros, si hubieseis injuriado, maltratado y herido al mismo Jesús en la figura de ese hombre? 
No diga eso, padre, ¿Cristo negro?
—¿Por qué no? El no murió por éste o por aquél, sino por todos: él es de todos los hombres y de todas las razas.
Pero no había matado, ni robado, ni. . . Facundo pensó agregar "ni sería brujo", pero se guardó de ello para no impacientar más al padre Serafín. Este pensaba: "¿Qué hacer? ¿Que hacer, Dios mío?" El cacique del pueblo, que siempre con mucha deferencia le oía, estaba lejos, guerreando. El que hacía ahora las veces de Jefe Civil, formaba entre las peores cabezas del tumulto. No le ocurrió sino un medio: "quizás en la iglesia no se atreverían".
—¡Bueno!, voy a confesarlo. Llamen al sacristán para que abra la iglesia.
No, padre advirtió Facundo. Los muchachos han pensado ya que no debe ser en la iglesia. Quieren que sea en el mismo camino real, casa de don José, en la trastienda de la pulpería.
Pero ¿qué intentan ustedes, hermanos?
Los más próximos bajaron la cabeza. La voz del hombre tornó a oírse:
¡Tengo sed!
Y el padre Serafín, ya sin esperanzas de salvar al hombre, echó a correr hacia la casa parroquial en busca de un vaso de agua. Cuando volvió a salir con el agua, a través de la plaza descendía la lúgubre procesión; el hombre a la cabeza. El padre se acercó al prisionero, y después de darle el agua, que el hombre sorbió con furia, se abrazó a él y fue protegiéndolo con su cuerpo hasta la entrada de la pulpería.
Mire, padre, si el hombre no es brujo gritó un desalmado, y arrancándole un mechón de pelo al miserable indefenso lo tiró al aire. Todos, en el soplo de la brisa, vieron al mechón reciamente ensortijado convertirse en un murciélago.
Durante la confesión, el pueblo en masa esperaba en la calle, con el sordo y grave zumbar bullente de cólera de una enorme colmena.
El padre Serafín, acabada la confesión, apareció en la puerta:
¡Por última vez, hermanos! Por última vez, oíd: ese hombre está sin pecado. Os lo juro. Ese hombre es inocente. Ya lo habéis matado y está moribundo. Por las gloriosas llagas de Cristo, por nuestro santo patrón, dejadle morir en paz.
Dejadle morir en paz, o la sangre de ese hombre caerá sobre todos nosotros, caerá sobre este pueblo por los siglos de los siglos.
Con un esfuerzo heroico, el hombre se levantó de su lecho de agonía y surgió detrás del cura en el vano de la puerta.
Sí, sí, ¡perdón! ¡Morir en paz! balbuceó lamentablemente.
Y como el padre Serafín se apartara un poco, el hombre cayó hacia afuera y de soslayo, presa de mortal vahído. Uno del motín, que se hallaba cerca, imaginando o pretextando imaginar una agresión, paró al hombre en su machete, y saltó un chorro de sangre tal, como no lo sospechara nadie en aquella negrura que ya no era más que un pálido montón de ceniza. En confusión laberíntica se precipitó la turba al husmeo de la sangre. El histérico paroxismo de las mujeres predominaba en el tumulto, que cesó cuando apenas quedaba del hombre en medio de la calle una masa inerte, rojiza y disforme. Una impura vieja desdentada hurgó con su machete la masa rojiza. mascullando:
Dicen que los brujos se hacen los muertos, como los rabipelados.
Y de un tajo habilísimo al cuerpo ya exánime le mutiló el sexo.
El padre Serafín, pálido y de rodillas junto al cadáver, musitaba una oración, abiertos los brazos, clavados los ojos en el azul impasible. Algo dentro de su corazón palpitó, brilló y se apagó como una llamita trémula. Levantóse después, marchó hasta el altozano y lo cruzó de rodillas. AI llegar a la puerta del templo, se detuvo, y no osó penetrar en sagrado. En seguida salió del pueblo, rumbo a Ávila y caminó bajo el llanto de sangre de los bucares hasta perderse de vista.
En el éter, muy diáfano, parpadeó un lucero. El Ávila, con su calvez de la cima y en la imponderable pureza de la luz, claro, fuerte y sereno, se erguía sobre el paisaje como un incorruptible testimonio.
Al día siguiente, no se encontraba al padre Serafín en parte alguna. Había desaparecido. Muy turbados de conciencia, varios mozos del pueblo convinieron en salir juntos a buscarle. Después de tres o más días de vanas pesquisas por las quiebras del monte, lo hallaron en devota actitud al pie de un alto peñón que el Sebucán labra y pule con su perenne beso cristalino. Al oírlos acercarse y hablar, el padre Serafín volvió a ellos el rostro. Los acogió con semblante risueño, como si los aguardase:
—El Señor del cielo me ha distinguido entre todas las criaturas. Porque hice de mi pueblo un rebaño de suavísimas ovejas, mi padre San Francisco intercedió por mí para que el Señor me honrase como a él, dándome sus rosas divinas. Mirad.
Y el padre, sonriendo con aquella sonrisa de ciertas locuras dulces que debe ser la misma de la felicidad perfecta, a los del pueblo confundidos mostró las manos y el pecho desnudo en donde la aspereza y los abrojos del Ávila prendieron tres vivas rosas.