La granja blanca - Clemente Palma


Clemente Palma nació en Lima, Perú, en 1872 y murió en 1946 en la misma ciudad.
Hijo del escritor Ricardo Palma, estudió en la Universidad de San Marcos donde se graduó en Letras. Luego fue catedrático, con la tesis El Porvenir de las Razas en el Perú.
Fue cónsul del Perú en Francia y diputado.
Se dedicó también a la prensa: director de las revistas Prisma, Variedades y del diario La Crónica.


La granja blanca

de Cuentos malévolos

I
¿Realmente se vive o la vida es una ilusión prolongada? ¿Somos seres autónomos e independientes en nuestra existencia? ¿Somos efectivamente viajeros en la jornada de la vida o somos tan sólo personajes que habitamos en el ensueño de alguien, entidades de mera forma aparente, sombras trágicas o grotescas que ilustramos lar pesadillas o los sueños alegres de algún eterno durmiente? Y si es así, ¿por qué sufrimos y gozarnos por cuenta nuestra? Debiéramos ser indiferentes e insensibles; el sufrimiento o el placer debieran corresponderle al soñador sempiterno, dentro de cuya imaginación representarnos nuestro papel de sombras, de creaciones fantásticas. Siempre le exponía yo estas ideas pirronianas a mi viejo maestro de filosofía, quien se reía de mis descarríos y censuraba cariñosamente mi constante tendencia a desviar las teorías filosóficas, haciéndolas encaminarse por sendero: puramente imaginativos. Más de una vez me explicó el sentido verdadero del principio hegeliano: todo lo real es ideal, todo lo ideal es real, principio que, según mi maestro, yo glosaba e interpretaba inicuamente para aplicarlo a mí: conceptos ultrakantianos. El filósofo de Koenisberg afirmaba que el mundo, en nuestra representación, era una visión torcida, un reflejo inexacto, un noumeno, una sombra muy vaga de la realidad. Yo le sostenía a mi maestro que Kant estaba equivocado, puesto que admitía una realidad mal representada dentro de nuestro yo; no hay tal mundo real: el mundo es un estado intermedio del ser colocado entre la nada (que no existe), y la realidad (que tampoco existe); un simple acto de imaginación, un ensueño puro en el que los seres flotamos con apariencias de personalidad, porque así es necesario para divertir y hacer sentir más intensamente e. ese soñador eterno, o ese durmiente insaciable, dentro de cuya imaginación vivimos. En todo caso, El es la única realidad posible... El buen anciano y yo pasábamos largas horas discutiendo 103 más arduos e intrincados problemas ontológicos. La conclusión de nuestros debates era mi maestro quien la sentaba en términos más o menos parecidos a éstos: que yo jamás sería un filósofo, sino un loco; que yo retorcía toda teoría filosófica por clara que fuera, la dislocaba y deformaba, como si fueran pelotas de cera expuestas al calor de un sol de extravagancia que no tenia la serenidad necesaria para seguir con paso firme un sistema o teoría, sino que, muy al contrario, se me exaltaba la fantasía y trocaba las ideas más transparentes, y hasta los axiomas, en cuestiones intrincadas: hacía rocas gigantescas de los guijarros del camino, a fuerza de sutilezas absurdas e inaguantables. Y, añadía mi maestro, que yo le parecía bien una de esas flores de ornamentación que comienzan siendo correctamente vegetales y terminan en cuerpos de grifos, cabezas de silvanos o disparatadas bestias, bien un potro salvaje y ciego, que galopara desaforadamente en medio de una selva incendiada. Nunca quiso admitir que sus filósofos eran los imaginativos y fantaseadores, los potros salvajes y desenfrenados, y que yo era el sereno y clarividente. Sin embargo, mi caso, en el cual fue un poco actor, creo que le hizo modificar un tanto sus ideas filosófícas…
II
Desde que yo tenía ocho años me había acostumbrado a ver en mi prima Cordelia, la mujer que debía ser mi esposa. Sus padres y el mío habían concertado este enlace, apoyado por el cariño que nos unía y que más tarde había de convertirse en un amor loco y vehemente. Cordelia, que era pocos meses mejor que yo fue la compañera de mi infancia; con mi prima pasé el dolor de la muerte de mis padres, y adolescentes ya, fuimos mutuamente maestros el uno del otro. De tal modo llegamos a compenetrarse nuestros espíritus que experimentábamos las mismas impresiones ante las mismas lecturas y ante los mismos objetos. Yo era su maestro de matemáticas y de filosofía, Y ella me enseñaba la música y el dibujo. Naturalmente lo que yo enseñaba a Cordelia era una detestable tergiversación de la ciencia de mi maestro. En las noches de verano subíamos Cordelia y yo a la terraza a discutir a la luz de la luna. Era Cordelia alta, esbelta y pálida, sus cabellos abundantes, de un rubio de espigas secas, formaban contraste con el rojo encendido de sus labios y el brillo febril de sus ojos pardos. No sé qué había de extraño en la admirable belleza de Cordelia, que me ponía pensativo y triste. En la catedral de la ciudad había un cuadro, La resurrección de la hija de Jairo, de un pintor flamenco; la protagonista era una niña de cabellos descoloridos cuyo rostro era muy semejante al de Cordelia, así como la expresión de asombro al despertar del pesado sueño de la muerte: se veía que en aquellos ojos no se había borrado la huella de los misterios sondeados en las tinieblas de la tumba... Siempre que estaba con Cordelia recordaba tenazmente el cuadro de la doncella vuelta a la vida. Cordelia discutía conmigo serenamente, recostaba su pálida cabeza de arcángel sobre mi hombro. Las ideas de Cordelia seguían un su cerebro el mismo proceso mental que seguían las ideas en el mío, y se desbordaban en un raudal delicado y puro de idealismo; entonces nuestras almas, ligeramente separadas al comenzar la discusión, se unían nuevamente como viejos camaradas que se encontraran en la encrucijada de un camino y prosiguieran juntos la jornada. Ya en este punto de conjunción dejábamos la conversación filosófica o artística y hablábamos sólo de nuestro amor. El amor es vida. ¿Por qué, adorando ciegamente a Cordelia, percibía como un hálito impalpable de muerte? La sonrisa luminosa de Cordelia era vida; la íntima felicidad que nos enajenaba llenando de alegría y fe nuestras almas, era vida; y, sin embargo, sentía la impresión de que Cordelia estaba muerta, de que Cordelia era incorpórea. En el invierno, mientras afuera caía la nieve, pasábamos largas veladas tocando las más bellas sonatas de Beethoven y los apasionados nocturnos de Chopin. Esa música brotaba impregnada del sentimiento que nos unía, y, sin embargo, al mismo tiempo que experimentaba inefable felicidad, sentía como si algo de la nieve que caía fuera se infiltrara en mi alma, como si en el admirable tejido de armonías se hubiera deslizado un pedazo del hilo ya cortado, de la madeja de las parcas; sentía una impresión triste e indefinible de pesadez de losa sepulcral...
III
Cordelia y yo debíamos casarnos después de cumplida la edad de veintitrés años, y aún nos faltaba uno. Las tierras del mayorazgo me producían cuantiosa renta. Una de mis posesiones rústicas era la Granja Blanca, que primitivamente fue ermita y uno de mis antepasados convirtió en palacio. Se encontraba en el fondo de un inmenso bosque, fuera del tráfico humano. Hacía dos siglos que nadie la habitaba: nada tenía de granja, pero en el testamento de mi padre y en los papeles y libros de familia se la designaba con el nombre de la Granja Blanca. Allí resolvimos Cordelia y yo radicar nuestra vida, para gozar de nuestro amor, sin testigos, frente a la libertad de la naturaleza. Cada tres o cuatro meses hacíamos excursiones a la Granja Blanca Cordelia, mi maestro y yo. Con grandes dificultades había logrado cambiar el vetusto mobiliario de la granja por muebles nuevos, y mi novia presidía el arreglo de las habitaciones con el gusto exquisito que la caracterizaba. Qué hermosa me parecía con su túnica blanca y su sombrero de amplias alas plegadas sobre sus mejillas, encerrando su rostro pálido en una penumbra en la que fulguraban sus grandes y misteriosas pupilas Con infantil alegría, apenas descendíamos del carricoche, corría Cordelia por el bosque y llenaba su delantal de lirios, clavellinas y rosas silvestres. Las mariposas y libélulas revoloteaban traviesas en torno de su cabecita, como si acecharan el momento de caer golosas sobre sus labios, tan frescos y tan rejos como las fresas. La muy picaruela procuraba extraviarse en el bosque para que yo fuera a buscarla, y al encontrarla, ya a la sombra de unos limoneros, ya al pie de un arroyo, ya oculta entre un grupo de rosales, la cogía en mis brazos o le daba un beso largo, muy largo, en los labios o en las pálidas mejillas, tan pálidas y tan tersas... Y, sin embargo de mi felicidad, sentía de un modo lejano e indefinible, después de esos ósculos tan puros y apasionados, la impresión de haber besado los sedosos pétalos de una gran flor de lis nacida en las junturas de una tumba.
IV
Faltaba próximamente un mes para que se realizara nuestro enlace. Cordelia y yo habíamos convenido hacer la última excursión a la Granja Blanca. Fui una mañana con el coche, acompañado del maestro, a buscarla. Cordelia no podía salir, porque se sentía enferma. Entré a verla; la pobre no se había levantado: apenas entré en su alcoba se sonrió para tranquilizarme y me tendió la mano para que se la besara. ¡Cómo ardía su mano y cuán grande era la semejanza del rostro de Cordelia con el de la hija de Jairo! En los días siguientes creció la fiebre de la enferma. ¡Cordelia tenía la malaria! Sus manitas ardían horriblemente y mis labios se quemaban al posarse sobre su pálida frente. ¡Qué hacer, Dios mío! Cordelia se me moría; ella lo sentía, ella sabia que pronto la encerrarían en una caja blanca y se la llevarían para siempre, lejos, muy lejos de mí; lejos muy lejos de la Granja, que ella había arreglado para que fuera el nido misterioso de nuestra felicidad; lejos, muy lejos de ese bosque ella cruzaba vestida de blanco como un gran lirio que cruzara entre las rosas y las clavellinas. ¿Por qué esa injusticia? ¿Por qué me la arrebataban de mi lado? ¿Podría mi virgencita ser feliz en el cielo sin mis besos? ¿Podría encontrar allí una mano que acariciara con más ternura sus cabellos pálidos y vaporosos?... La más espantosa angustia se apoderaba de mí al oírla delirar con la Granja Blanca. Las maldiciones y las súplicas, las blasfemias y las oraciones se sucedían en mis labios, demandando la salud cíe mi Cordelia. Diéramela Dios o el diablo, poco me importaba. Yo lo que quería era la salud de Cordelia. La habría comprado con mi alma, mi vida y mi fortuna; habría hecho lo más inmundo y lo más criminal; me habría atraído la indignación del Universo y la maldición eterna de Dios; habría echado en una caldera la sangre de toda la humanidad, desde Adán hasta el último hombre de las generaciones futuras, y hecho un cocimiento en el Infierno con el fuego destinado a mi condenación, si así hubiera podido obtener una droga que devolviera a mi Cordelia la salud. No una, sino mil condenaciones eternas habría soportado sucesivamente, como precio de esa ventura que con implacable malignidad me arrebataba la naturaleza. ¡Oh, cuánto sufrí! Una mañana amaneció Cordelia mejor. Yo no había descansado en cuatro noches y me retiré a mi casa a dormir. Desperté al día siguiente por la tarde. ¡Qué tarde tan horrible! Al llegar a la calle de la casa de Cordelia vi la puerta cerrada y gran gentío. Pregunté el motivo, lívido de ansiedad, loco de angustia; un imbécil me respondió –¡La señorita Cordelia ha muerto! Sentí un agudo dolor en el cerebro y caí al suelo,.. No sé quiénes me socorrieron, ni cuánto tiempo, horas, años o siglos estuve sin sentido. Cuando volví en mí me encontré en la casa de mi maestro, situada a poca distancia de la casa de Cordelia. Volé a la ventana y la abrí de par en par: la casa de Cordelia estaba como de costumbre. Salí corriendo como un loco, y entré en la casa de mi novia...
V
La primera persona a quien encontré fue a la madre de Cordelia. La cogí la mano lleno de ansiedad: –¿Y Cordelia, madrecita mía? –Ve a buscarla, hijo, en el jardincillo... debe estar allí, regando sus violetas y heliotropos. Acudí conmovido al jardín y encontré efectivamente a Cordelia, sentada en un banco de mármol, regando sus flores. La besé, delirante de amor, en la frente, y luego, rendido por la emoción, me puse a llorar como un niño con la cabeza recostada en sus rodillas. Largo rato estuve así, sintiendo que las manos de Cordelia acariciaban mis cabellos, y oyéndola murmurar a mi oído, con voz dulce y mimosa, frases de consuelo: –Creíste que me moriría, ¿verdad? –Sí... te he creído muerta, más aún, he creído ver tu entierro, ángel mío. ¡Oh, qué infamia tan grande hubiera sido el robarme la luz, la única luz de mi vida! –¡Qué loco eres! ¡Morirme sin que hubiéramos sido felices! Dicen que la malaria no perdona, y ves, me ha perdonado en consideración a nuestro amor: se ha conformado con robarme un poco de sangre. Y realmente los labios de Cordelia estaban casi blancos, y en general la piel, especialmente en las manos y en el rostro, tenía una palidez y una transparencia extremadas. Pero a pesar de que la malaria la había debilitado tanto, estaba más bella si cabe que antes. Un mes después Cordelia y yo nos casábamos con gran boato, y, el mismo día de nuestras nupcias, fui a encerrarme con mi tesoro en la solitaria Granja Blanca.
VI
Con la rapidez de una estrella fugaz transcurrió el primer año de nuestra felicidad. No concibo que haya habido mortal más venturoso de lo que yo fui durante ese año con mi Cordelia en la tranquila y aislada morada que habíamos escogido. Muy de tarde algún extraviado cazador o algún aldeano curioso pasaba por delante de la Granja. Por toda servidumbre teníamos una anciana sorda como un ladrillo. Otro habitante que no debo olvidar era mi fiel perro Ariel. A fines del año fui una vez a la ciudad y conduje a la Granja Blanca a una comadrona. Cordelia dio a luz una hermosa niña que vino a colmar de ventora nuestro hogar novel. Creo haber dicho que Cordelia era una hábil dibujante. En los momentos en que los cuidados de nuestra hija la permitían algún descanso, se propuso hacer un retrato mío. ¡Qué hermosas mañanas pasábamos en mi gabinete de trabajo, yo leyendo en alta voz y mi mujer reproduciendo mi efigie en el lienzo! La obra se hizo larga, porque continuamente la paralizábamos para entregarnos a las locuras y ensueños de nuestro cariño. A los tres meses estuvo concluida, pero debo confesar que si bien era irreprochable como factura, era mediocre como parecido. Lo que yo deseaba ardientemente era que Cordelia me hiciera un retrato suyo. Ella se resistió varios meses a hacerlo, pero al fin una mañana me ofreció darme gusto. Me sorprendió el acento extraño y melancólico de su voz al hacerme su ofrecimiento: tenía la voz que debió tener la hija de Jairo. Me suplicó que, mientras estuviera haciendo su retrato, no penetrara en el gabinete, ni intentara ver el lienzo hasta que estuviera concluido. –Eso es inicuo, reina mía. Dejar de verte dos o tres horas al día! Mira, renuncio a mi pretensión; prefiero quedarme sin el retrato a tener que privarme de tu presencia. Después de todo, ¿para qué necesito la imagen si poseo el original para siempre? –Escúchame –respondió colgándose a mi cuello, –no pintaré sino un día a la semana; en cambio de lo que te robe, sabré pagarte de la privación que sufras. ¿Verdad que accedes? –Que conste que lo hago de mala gana y sólo por interés de la recompensa. Desde esa semana, todos los sábados por las mañanas encerrábase Cordelia en mi gabinete durante dos horas, al cabo de las cuales salía agitada, pálidas las mejillas, indo de lo que ya eran, y los ojos encendidos como si hubiera llorado. Cordelia me explicaba que ello era debido al estado de atención y abstracción sumas en que ce ponía para coger del espejo su imagen y reproducirla en el lienzo con la mayor fidelidad. ¡Oh vida mía, eso te hace daño!... Te declaro que renuncio con gusto al retrato. –¡Es imposible! –murmuraba con voz sorda, como si hablara consigo misma –¡Si pudiera durar su ejecución un año más! ¡El plazo es fatal! En seguida me hacía objeto de las manifestaciones de cariño más extremadas; en todo el día no se separaba de mí un segundo ni de nuestra hija, como si quisiera reponer con exceso de amor las horas que había estado separada de nosotros.
VII
Llegaba a su término el segundo año de nuestra permanencia en la Granja Blanca. Cordelia estaba concluyendo su retrato. Una mañana tuve la imprudencia de atisbar por el ojo de la cerradura de mi gabinete, y lo que vi me hizo estremecer de angustia: Cordelia lloraba amargamente; tenía las manos cobre el rostro, y su pecho se levantaba a impulsos de los sollozos ahogados... A veces oía un ligero murmullo de súplica: ¿quién? No lo se. Me retiré lleno de ansiedad. Nuestra hijita lloraba. Consolé a la pequeña Cordelia, y esperé la salida de mi esposa. Al fin salió; tenía esa expresión cíe secreta, profunda tristeza, que yo había observado muchos sábados, pero reaccionando Cordelia sobre sí, estuvo cariñosa, alegre y apasionada como de costumbre. Nos colmó de caricias a la niña y a mí. La senté en mis rodillas, y cuando tuvo su rostro bien cerca del mío, la pregunté mirándola fijamente en los ojos: –Dime, Cordelia de mi alma, ¿por qué llorabas en mi gabinete? Cordelia se turbó y reclinó su cabeza sobre mis hombros. Ah, me has visto Me habías ofrecido no mirar mi modo de trabajar. ¡Informal! Yo amanecí hoy muy nerviosa y me dio mucha pena ver que faltabas a tu palabra. Lloré en cuanto sentí que te acercabas a la puerta. Por el acento tembloroso y turbado con que me hablaba Cordelia comprendí que mentía; pelo como en realidad yo había faltado a mi compromiso, no quise insistir. –¡Perdóname, Cordelia!... –Ya lo creo; te perdono, te perdono, dueño mío, te perdono con todo el corazón, –y cogiendo mi cabeza entre sus manos, me besó en los ojos. El sábado siguiente se cumplían dos años de nuestro matrimonio. Apenas se levantaba Cordelia tenía la costumbre de venir a despertarme. Ese día estaba yo despierto, y cuando Cordelia se inclinó sobre mí frente la cogí de la cintura. –¿Sabes qué día es hoy?... es el día de nuestro cumpleaños. El cuerpo de Cordelia se estremeció, y a través de las ropas sentí en mis manos como si una corriente de sangre helada hubiera pasado por las venas de mi esposa. A las diez de la mañana Cordelia me llamó desdé mi gabinete dando voces de alegría. Acudí corriendo: Cordelia abrió las dos hojas de la puerta, y llena de un alborozo infantil, me condujo de la mano hasta el caballete, sobre el cual había un bastidor cubierto por una tela roja. Cuando quitó ésta di un grito de asombro. La semejanza era maravillosa; era imposible trasladar al lienzo con mayor fidelidad y arte la expresión de amor y melancolía que hacían a Cordelia tan adorable. Allí estaba su palidez sobrenatural, sus ojos obscuros y brillantes, como diamantes brunos, su boca admirable... Un espejo habría reproducido con igual fidelidad el rostro de Cordelia, pero no habría copiado el reflejo sugestivo de su alma, ese algo voluptuoso y trágico, esa chispa de amor y de tristeza, de pasión infinita, de misterio, de idealismo extraño, de ternura extrahumana no habría copiado esa indefinible semejanza de almas entre Cordelia y la hija de Jairo, que yo percibía, sin que pudiera indagar cuál rasgo fisonómico preciso, cuál expresión determinada eran las que provocaban en mi alma el recuerdo, o mejor, la idea de la resucitada de la leyenda evangélica. Y ese día nuestro amor fue una locura, un desvanecimiento absoluto; Cordelia parecía querer absorber toda mi alma y mi cuerpo. Y ese día nuestro amor fue una desesperación voluptuosa y amarga: fue algo así como el deseo de derrochar en un día el caudal de amor de una eternidad. Fue corno la acción de un ácido que nos corroyera las entrañas. Fue una demencia, una sed insaciable, que crecía en progresión alarmante y extraña. Fue un delirio divino y satánico, fue un vampirismo ideal y carnal, que tenía de la amable y pródiga piedad de una diosa y de los diabólicos ardores de una alquimia infernal...
VIII
Sería la una de la mañana cuando desperté sobresaltado en sueños había tenido la impresión fría de una boca de mármol que me hubiera besado en los labios, de una mano helada que hubiera arrancado el anillo de mi dedo anillar; de una voz apagada y triste que hubiera murmurado a mi oído esta desoladora palabra: ¡Adiós! Unos segundos después oí el estallido de un beso y un grito agudo de la pequeña Cordelia, que en su lenguaje incipiente llamaba a su madre.  
–¡Cordelia! –llamé con voz débil procurando ver a través de la obscuridad el lecho de mi esposa, y escuchar el más pequeño ruido. Nada. –¡Cordelia! –repetí en voz alta e incorporándome. El mismo silencio. Un sudor frío bañó mis sienes, y un escalofrío de terror sacudió mi cuerpo. Encendí luz y miré el lecho de mi esposa. Estaba vacío. Loco de terror y de sorpresa salté de mi cama. –¡Cordelia! ¡Cordelia!... Abrí las puertas y salí llamando a ml esposa, ronco de dolor. ¡Cordelia! Recorrí todas las habitaciones, todos los rincones de la Granja Blanca. En el corredor, Ariel, con el rabo entre las patas y erizados los pelos, aullaba, y los lobos del bosque respondían lúgubremente. –¡Cordelia! Conduje a Ariel a la alcoba, le hice callar y le encomendé el cuidado de la pequeña Cordelia. En seguida cogí en la cuadra el primer caballo que encontré, un potro negro; de un salto le monté y le sumergí al galope en la espesa tiniebla del bosque. –¡Cordelia! ¡Cordelia! Me respondían los furiosos aullidos de los lobos, cuyos ojos veía brillar a ambos lados de la vereda como salpicaduras hechas sobre el césped con aceite fosfórico. Cegado, enloquecido por el dolor, no reflexionaba en el peligro que corría. Los lobos, envalentonados por el vertiginoso galope de mi caballo, se lanzaron en perseepción nuestra aullando de un modo ensordecedor. Detrás del potro se extendía una larga mancha movediza y negra sembrada de puntos luminosos. –¡Cordelia! ¡Cordelia! Y me respondían el aire zumbando entre las hojas, el vuelo de las aves nocturnas asustadas, el golpe seco del casco en el césped y el aullido hambriento e hidrófobo de las bestias salvajes. No sé cuántas leguas me alejé de la Granja Blanca. Mi potro, guiado por el instinto, dio un inmenso rodeo, y cuando ya el alba espolvoreaba el cielo de oriente Con sutil polvillo de nácar, me devolvió a la desolada Granja, rendido ele angustia y vencido por la inexorable crueldad del destino. Largo rato estuve echado sobre la escalinata, mientras las avecillas saludaban la aurora con su entupida y hermosa plegaria...

IX
Volví a buscar a Cordelia en todas las habitaciones; volví a ver el lecho vacío; las almohadas conservaban aún el perfume de su cabellos y la huella de la presión, La pequeña Cordelia dormía en la cuna vigilada por el buen Ariel. ¡Pobrecilla! Para no despertarla fui al estudio. Levanté el lienzo que cubría el retrato de Cordelia y mis cabellos se erizaron de espanto. ¡El lienzo estaba en blanco! En el lugar que ocupaban los ojos en el retrato que yo había visto, había dos manchas, dos imperceptibles manchas que simulaban dos lágrimas! Sentí que mi cerebro vacilaba, me parecía que mi inteligencia se ponía a caminar como un funámbulo sobre la arista de un camino hecho al borde del abismo: la menor impulsión la habría precipitado. La Muerte y la Locura tiraban de mí. Necesitaba llorar para que no triunfara alguna de ellas; oí llorar en este momento a mi hija y me salvé: lloré también... Después se verificó en mí un fenómeno extraño: una invasión de indiferencia, de estoicismo, de olvido, que subía como una marca de atonía. Me parecía que surgía dentro de mí un nuevo individuo, que se había roto la identidad de mi yo con la superposición o intromisión de una nueva personalidad. Estaba convencido, con seguridad inamovible, de que no vería más a Cordelia; hacia pocas horas que se había realizado una tragedia misteriosa y sobrenatural y no me asombraba ya de ello, como si una larga serie de siglos se hubieran interpuesto entre el pasado y el presente. Me parecía que entre el momento actual y la terrible noche hubiera un inmenso cristal deslustrado que apenas me dejara percibir vagamente los contornos de los sucesos y de mis emociones. Sobre mi escritorio estaba el retrato que me hiciera Cordelia; en la otra habitación estaba nuestra hija y el lecho de mi esposa, y en todas partes había objetos que ella había usado, flores que había ella arrancado, todo lo que había rodeado nuestra vida: sólo ella, mi Cordelia, no estaba. Y, sin embargo, la situación psíquica en que me encontraba me hacía sentir la impresión de que nada había cambiado y de que nada había existido nunca. A poco sentí el galope de un caballo; me asomé y reconocí ú mi viejo maestro que, vestido de negro, se dirigía a la Granja Blanca.
X
Venía trayéndome una carta de la madre de Cordelia: “Se han cumplido dos años desde que murió la que era luz de mi vida, la adorada hija mía, mi Cordelia, tu prometida, a la que tanto amabas. Pocos minutos antes de expirar encargó que el día en que se cumplieran do] años de la fecha que tú y ella habíais determinado para vuestra unión, te enviara el anillo de los esponsales, la cruz de marfil que se había de poner sobre su ataúd y la miniatura que le pintó Stein. Cumplo el encargo de la pobre hija mía. Sé que tu dolor ha sido inmenso, y que has vivido hasta hoy, solitario y huraño, en tu retiro de la Granja Blanca, acompañado del recuerdo de tu novia. Llórala, hijo mío, porque Cordelia era digna de tu amor. Recibe un beso maternal de esta pobre vieja, que no tiene más consuelo que la esperanza de reunirse pronto con su hija”. Por una coincidencia singular, el cofrecillo que contenía los objetos indicados estaba envuelto en una hoja de la Gaceta, de la fecha en que fue inhumada mi Cordelia. Bajo una cruz negra leí la invitación a la fúnebre ceremonia. Leí tranquilamente la carta y la Gaceta; luego abrí el cofre y vi minuciosamente los objetos que contenía. ¡Cuántos besos había dado al magnífico retrato de Cordelia hecho por el primoroso Stein! Recordé la noche en que Cordelia y yo cambiamos los anillos esponsalicios; ¡qué bella estaba vestida de blanco y con sus cabellos, de un rubio mortecino, que caían profusamente en rizos sobre los hombros! El Cristo de marfil nada me recordó; sentí disgusto al ver la expresión fría de dolor convencional que había en su rostro... Intertanto, el maestro me observaba, un poco asombrado de no verme hacer la más pequeña manifestación de dolor. Hubo un largo rato de silencio. –¿Insiste usted, maestro, en creer en la realidad de la vida y de la muerte? ¡Bah! Pues yo le digo a usted que no existen ni la una ni la otra. Ambas son ilusiones, ensueños episódicos, que no se diferencian sino en la conciencia de ese gran durmiente en cuya imaginación vivimos una vida fantástica... Dirá usted, mi querido maestro, que sigo siendo el loco de las fantasías filosóficas de antaño... –No; lo que digo es que no me explico tu cariño a Cordelia y el respeto a su memoria. Me hablas de necedades filosóficas cuando todos tus pensamientos, con motivo de estos sagrados recuerdos que te traigo, debían dirigirse hacia esa niña tan bella como infeliz que te amaba y murió ha dos años... –Que murió anoche, –interrumpí fríamente. –¡Que murió para ti hace cincuenta años! –rectificó con amarga ironía el anciano. –¡Ah, maestro! ¿Usted, con sus sesenta y cinco años, me da lecciones de amor? ¿Usted a mí? Le diré lo que Hamlet a Laertes, en el entierro de Ofelia: “Amé a Ofelia; cuarenta mil hermanos no habrían podido quererla tanto como yo. ¿Qué harías tú por ella?” Pero no se violente usted, maestro: iba a hablarle de Cordelia. Tanto usted como la carta de mi suegra y la Gaceta me traen la peregrina noticia de que Cordelia ha dos años que murió. Pues bien, si hubiera usted venido ayer, Cordelia y yo le habríamos recibido con carcajadas de alegría; si hubiera usted venido anoche, nos habríamos usted y yo encontrado en el bosque que acaba de atravesar, si e que antes no le habían devorado los lobo. Ha venido usted hoy y simplemente le digo que Cordelia no murió hace dos años, que Cordelia ha sido mi esposa, mi adorada esposa, que Cordelia ha vivido aquí hasta acoche... Son curiosas las evoluciones del rostro de usted; antes expresaba la indignación por mi indolencia ante el recuerdo de esa bella e infeliz niña, que tanto me amé, y ahora expresa todo lo contrario: el temor de que el sufrimiento me haya enajenado el juicio. ¡Oh!, no ponga usted esa cara apenada, maestro querido, no estoy loco. Escuche usted esto; aunque no lo crea, acéptelo como una hipótesis cuya comprobación haré después: Cordelia ha habitado la Granja Blanca, la ha habitado en cuerpo y alma. Si Cordelia murió, como usted me asegura, hace das años, la vida y la muerte son iguales para mí, y como consecuencia, se derrumba la filosofía positivista de usted. –¡Pobre hijo mío! Tú desvarías… lo que me dices es un absurdo. –Pues entonces, maestro, el absurdo es la realidad. –¡Las pruebas... las pruebas!... –¿Recuerda usted la letra de Cordelia? –Sí; reconocería sin vacilar algo escrito por ella. Fui a mi escritorio y cogí un libro copiador de mi correspondencia. Muchas de mis cartas las había escrito Cordelia y las había formado yo. Se las mostré al maestro. –Sí, sí... es su letra, muy bien imitada.., perdona, no digo que quieras engañarme.., pero inconscientemente puedes haberte asimilado la forma de letra de tu novia, y de ahí que esos caracteres sean como los suyos. Además, tu escribiente. –No lo tengo. Ya sabía yo que había usted de dudar. ¿Recuerda usted los dibujos de Cordelia, su estilo? Mire usted este retrato que me hizo mi esposa a principios de este año. El maestro se estremeció al ver el trabajo de Cordelia. Pero al fin, aunque no me lo dijo, vi cruzar por u cerebro la persistente idea de una superchería. Le rogué que me esperase un momento. Regresé seguido cíe Ariel y trayendo en mis brazos a la niña. –Aquí tiene usted, maestro, la prueba más convincente: ¡he aquí la hija de nuestro amor! –¡Cordelia! –exclamó el anciano, lívido de terror. Sus ojos querían salírsele de las órbitas y sus manos se agitaban temblorosas. –Sí... la pequeña Cordelia, maestro. –Es su rostro… su expresión. –Sí, la misma expresión de Cordelia y de la hija de Jairo. Y el buen viejo parecía hipnotizado por la mirada curiosa, inteligente y dulce de la niña, la cual, como si alguien le hubiera dicho al oído que ese hombre era un antiguo amigo, le tendió sonriendo los bracitos. El maestro, temblando como un azogado, la tomó en sus brazos. –¡Es Cordelia, es Cordelia! –murmuraba, mientras yo, implacable en mis argumentaciones, seguía: –Ergo, maestro, he sido el esposo de la muerta durante dos años; ergo, la muerte de Cordelia ha sido, a pesar de usted, del médico que la asistió en los últimos instantes, del sepulturero que la inhumó, un incidente sin realidad positiva en el ensueño de alguien. La vida de usted, maestro, la mía, la de todos, son ilusiones aéreas, sombra que sin lógica ni firmeza cruzan la región del ideal, buques-fantasmas que sin rumbo fijo surcan el mar agitado del absurdo, y cuyas olas no han azotado jamás las costas de la realidad, por más que nos imaginemos ver destacarse en el horizonte, ya extensas playas, ya abruptos acantilados. Sí, maestro, no existe la realidad, o en otros términos, la realidad es la nada con formas. –¡Calla... calla! Mi razón se turba ante este absurdo tangible, ante este misterio que vive aquí, en mis brazos. No, no mientes, no puedes mentir... Esta niña es Cordelia de un año... de igual modo exactamente me miró y me tendió los brazos... Es Cordelia que vuelve a la vida... ¡es Cordelia que renace ¡Dios santo! ¡Yo estoy loco, tú lo estás!... ¡Pero es ella, es ella!... Las incoherencias del aterrado maestro y una frase que exclamó: “¡es Cordelia que renace!”, abrieron ante mis ojos un horizonte inmenso, terrible... Si la ilusión de la vida puede repetirse, también la ilusión de la felicidad puede volver... “Es Cordelia que renace”, exclamaba yo, y mi alma entera se transportaba al futuro, y allí veía fundirse en una sola entidad a la madre y la hija. –¡Es Cordelia que renace! –repetí con la voz tan ronca y alterada, que el maestro me miró. ¿Qué vio en mi semblante? No lo sé. –¿Qué piensas hacer? No has de quedarte en la Granja Blanca. Has de educar a tu hija... –Me quedo –respondí como si hablara conmigo mismo; –el alma de mi Cordelia vive en el alma de esta niña, y ambas son inseparables de la Granja. Aquí moriremos, pero aquí seremos felices. ¿Por qué no continuar estos ensueños da vida, felicidad y muerte, Cordelia mía? ¡Oh, Cordelia!, la ilusión de tu vida comienza nuevamente... –¡Desgraciado! –interrumpió el maestro, mirándome con espanto, –¿piensas hacer tu esposa a tu hija? Sí –contesté lacónicamente. Entonces el anciano, sin que yo pudiera impedirlo, acercóse con la niña a la ventana, la dio un rápido beso en la frente y la arrojó de cabeza sobre la escalinata de piedra de la Granja. Oí el ruido seco del pequeño cráneo al estrellarse... ¿Creéis que mi desesperación pidió venganza, que cogí al maestro por el cuello y le hice añicos? Nada de eso. Le vi alejarse, montar a caballo y perderse en la sombra fatídica del bosque. Me quedé recostado en la ventana. Me parecía estar vacío, sin el más insignificante de lo elementos que constituyen la personalidad humana. La vieja sirviente vino a llamarme varias veces, y por signos la hice comprender que Cordelia y la niña se habían ausentado que yo no quería comer. Allí, a diez pies bajo mi ventana, estaba muerta la pequeña Cordelia; allí estaba, sobre un charco de su propia sangre, la que más tarde habría reproducido mi perdida felicidad. Allí estaba y yo nada sentía, estaba vacío; no sufría, no gozaba, y ni siquiera una idea cruzaba mi cerebro, Así transcurrieron la tarde y la noche. Largo rato estuvo Ariel guardando en medio de las tinieblas el cadáver de la niña. El pobre animal aullaba y ladraba. Los lobos olieron la sangre y poco a poco fueron acercándose, se colaron por la verja, y hasta que vino el alba no estuve oyendo otra cosa que gruñidos sordos y trituraciones de huesos entre los dientes agudos y formidables de las bestias feroces, Apenas amaneció, me dediqué mecánicamente, sin darme cuenta de ello, a empapar el mobiliario y los muros de la Granja Blanca con substancias combustibles, y antes de que el sol resplandeciera sobre las copas de los árboles del bosque, prendí fuego a la Granja por sus cuatro costados. Monté mi potro negro, y espoleando cruelmente sus ijares, me alejé para siempre en desenfrenado galope de esa región maldita. Olvidaba decir que, cuando incendié la Granja, estaba dentro la pobre vieja sorda.

 

6 comentarios:

Mortgahna Pendulum dijo...

Hola, me gustaría saber en qué libro fue publicado este cuento, de qué año, gracias.

claudia cortalezzi dijo...

Hola, Mortgahna.

Podés encontrar este cuento en
"Narrativa completa" de Clemente Palma.
Acá te dejo un sitio Web para que lo veas:
http://books.google.com.ar/books?id=Hdw23RNtA5cC&pg=PA254&lpg=PA254&dq=Realmente+se+vive+o+la+vida+es+una+ilusi%C3%B3n+prolongada?+%C2%BFSomos+seres+aut%C3%B3nomos+e+independientes+en+nuestra+existencia?+%C2%BFSomos+efectivamente+viajeros+en+la+jornada&source=bl&ots=jADAQ-Xxgx&sig=JHfs5-oMU6fNIpkdfTsXmvwX83Q&hl=es-419&sa=X&ei=lG_nT83pAYb48gSX6-CKAQ&ved=0CEsQ6AEwAA#v=onepage&q=Realmente%20se%20vive%20o%20la%20vida%20es%20una%20ilusi%C3%B3n%20prolongada%3F%20%C2%BFSomos%20seres%20aut%C3%B3nomos%20e%20independientes%20en%20nuestra%20existencia%3F%20%C2%BFSomos%20efectivamente%20viajeros%20en%20la%20jornada&f=false

Saludos
Claudia Cortalezzi

Anónimo dijo...

(y)

Anónimo dijo...

Yo lei la historia pero lo que no entendi si todo fue una ilusion como nace la hija de cordelia

Unknown dijo...

cual es el principio hegeliano del que habla el autor del cuento la granja blanca

claudia cortalezzi dijo...

Hola, Sheyla.
Está en el cuento mismo, después de los dos puntos.
Es esto "el principio hegeliano: todo lo real es ideal, todo lo ideal es real".
Saludos.
Claudia