La limosna - Vicente Riva Palacio



Vicente Florencio Carlos Riva Palacio Guerrero nació en la Ciudad de México en 1832. Falleció en Madrid en 1896.

Se recibió de abogado y fue diputado nacional. Participó en la guerrilla contra la invasión norteamericana. Periodista exitoso en periódicos como La Orquesta y El Ahuizote, participó como un activo literato mexicano en los tiempos de entre guerras.

Su vasta obra literaria incluye:

Teatro (en verso): Las liras hermanas (coa
utor con Juan A. Mateos), Odio hereditario, La politicomanía, La hija del cantero, Temporal y eterno, Borrascas de un sobretodo, Martín el demente, La catarata del Niagara, El tiráno doméstico, Una tormenta y un iris, El incendio del portal, La ley del uno por ciento, Nadar y en la orilla ahogar, Un drama anónimo, La policía casera.
Novelas: Monja, casada, virgen y mártir, Martín Garatuza, Calvario y Tabor, Las dos emparedadas, Los piratas del golfo, continuación de Martín Garatuza, La vuelta de los muertos, Memorias de un impostor, don Guillén Lombardo, rey de México, Un secreto que mata.
Ensayo: El libro rojo (en coautoría con Manuel Payno), Historia de la administración de don Sebastián Lerdo de Tejada, Historia de la guerra de intervención en Michoacán, México a través de los siglos tomo 2: El virreinato. Historia de la dominación española en México desde 1521 a 1808, Los Ceros: galería de contemporáneos.
Cuentos: Cuentos de un loco, Cuentos del general.
Poesía: Flores del alma, Páginas en verso, Mis versos, Adíos, mamá Carlota, Tradiciones y leyendas mexicanas (en coautoría con Juan de Dios peza).


La limosna
Quizá para muchos no tenga interés lo que voy a contar; pero como a mí me conmovió profundamente, por nada de este mundo se me queda esta narración en el buche, y de soltarla tengo, sea cual fuere la suerte que deba correr, y arrostrando el peligro de que algunos llamen sensibilidad a lo que los más califiquen de sensiblería.
Pero los hechos son como los acordes de la música: algunos los escuchamos sin conmovernos, y hay otros que tienen resonancia inexplicable en las más delicadas fibras del corazón o del cerebro, y de los cuales decimos, o pensamos sin decirlo: Esas notas son mías.
En una dé las ciudades del Norte de la República mexicana vivía Julián. No sé cómo se apellidaba, pues por Julián no más le conocíamos, y era un hombre feliz. Un herrero honrado y laborioso, mocetón membrudo y sano, que en su oficio ganaba más que necesitar podía para vivir con su familia. Por supuesto que no era rico, o mejor dicho, acaudalado. Tenía una pequeña casita en los suburbios de la ciudad, y allí, como en un nido de palomas, habitaban la madre, la esposa y el hijo de Julián. Allí todo el mundo se levantaba antes que el sol; allí se trabajaba, se cantaba y se comía el pan de la alegría y de la honradez.
Julián volvía los sábados cargado con el producto de su trabajo semanal; íntegro lo ponía en manos de su mujer, y ella sabia distribuirlo con tanta economía y tanto acierto, que el dinero parecía multiplicarse entre sus manos. Era el constante milagro de los cinco panes repetido sin interrupción, y no se olvidaban ni faltaban nunca los cigarros para Julián, ni la copita de aguardiente, antes de la comida, para la suegra.
El chico se llamaba Juanito: fresco, limpio, alegre y con sus dos años encima, como si tuviera ochenta, vacilaba corriendo tras de las gallinas en los corrales o arrancando las flores en el jardincito de la casa. Pero era tan cariñoso y tan zalamero, que cada una de esas travesurillas le valía un rosario de besos del padre, de la madre o de la abuelita, que él recibía riéndose a carcajadas y mostrando su desigual y naciente dentadura.
Una tarde Julián esperaba en el taller el pago de sus trabajos de la semana. Repentinamente oyó la campana de su parroquia tocando a fuego, y sintió que el corazón le daba un vuelco. No había motivo de alarmarse; la parroquia tenía gran caserío, y, sin embargo, él sintió que su casa era la que ardía. Echó a correr precipitadamente, y era verdad: las llamas devoraban aquella habitación pocas horas antes tan dichosa.
Todos los esfuerzos habían sido inútiles: nadie pudo escapar del fuego. Julián no preguntó ni los detalles; en una hora lo había perdido todo en el mundo. Quedó sin sentido; alguna familia cariñosa lo arrancó de allí, y por más de seis meses no volvió a saberse de él.
Habían pasado cuatro años ya, y Julián, siempre triste, seguía asistiendo con su acostumbrada puntualidad al taller. Tomaba de su salario lo que estrictamente necesitaba para mantenerse, y repartía lo demás entre los pobres de su parroquia. Los sábados, sin embargo, tenía una extraña costumbre. Salía por las calles con una guitarra; entraba en las casas y cantaba con una voz muy dulce canciones tan melancólicas y tan desconocidas, que los hombres se conmovían y las mujeres lloraban; y después, cuando alguna de ellas, enternecida, le llamaba para darle algo de dinero, él decía con un acento profundamente triste: "No, señora, no quiero dinero; ya me han pagado ustedes, porque sólo vengo a pedir limosna de llanto".

La partida - Leónidas Barletta


Leónidas Barletta nació en Buenos Aires en 1902 y falleció en la misma ciudad en 1975.
Fue escritor, periodista y dramaturgo argentino. Casi todas sus historias transcurren en Buenos Aires y reflejan las estructuras humildes de la ciudad, desde personajes oscuros, trágicos y resignados.
Su obra: Cuentos realistas, Canciones agrias, Vientos trágicos, Las fraguas del amor, Los pobres, María Fernanda, Vidas perdidas, Royal circo, Odio, La ciudad de un hombre, El barco en la botella, Historia de perro, Cuentos del hombre que le daba de comer a su sombra, Novela, Aunque llueva, Un señor de Levita.



La partida
del La flor, y otros cuentos

Trajeron agua del río, y se lavó, despacio.
—Mire, Adelina, déme una camisa limpia —dijo con voz ahogada—, quiero irme decente.
La mujer le anudó el pañuelo al cuello y le peinó el cabello largo alrededor de las orejas.
—Bueno; me voy —dijo con una exhaltación ahogada—. Tráigame el rebenque grande, ¿quiere?
Los ojos, chiquitos, con un anillo de agua en la pupila, brillaron agudos por un instante.
—Bueno; me voy —repitió, ensimismado.
La mujer se movió; fija la mirada triste, las manos, cruzadas sobre el vientre.
—Bueno; me voy —tornó a decir, y agregó con cierta firmeza: —Déjela entrar nomás a la Elenita.
La muchacha entró, demudada. Quedó inmóvil junto a su padre y gruesas lágrimas empezaron a mojarle la cara.
—¿Por qué llora, pues? —dijo él suavecito—. Enjúguese. Acéquese a besar a su padre. No pierda el tiempo. Ya tendrá ocasión de llorar. Béseme de una vez y hágalo entrar al Emilio.
La separó despacito de su rostro y la muchacha salió, hipando.
Afuera se detuvo frente a su hermano y a su madre y dijo, aspirando las sílbas:
—¡Se va!
La puerta del rancho volvió a chirriar y entró el varón, serio, indeciso, mirando con insistencia al suelo, balánceándose como si tuviese que tomar impulso para dar un salto.
El padre lo miró de hito en hito, y de repente, exclamó con la voz alterada:
—Vea, muchacho... Déme su mano... ¡Qué embromar...! ¡Si es un alivio...! —y al apretar la mano, añadió…: —¡Esto me basta!
Y como sabía que su hijo no iba a soltar palabra, dijo por él:
—¡Y que me vaya lindo!
Fue un apretón de manos corto, firme.
—Déje entrar ahora a su madre, que está esprando.
Salió el mozo, con la boca apretada, respirando fuerte y esquivando los ojos. Se plantó frente a su madre y a su hermana y masculló entre dientes, como con rabia:
—¡Se va!
Y entró la madre. Se aproximó lentamente al hombre; los ojos colorados, la boca estremecida.
—Siéntese —murmuró él—. Quédese un ratito así. No me diga nada. ¿Comprende?
Varillas de luz caíandesde el techo del rancho. Oían distintamente el ruido que hacían los dos al respirar.
Él no necesitó mirarla para saber que tenía los ojos llenos de lágrimas. Le dijo con dulzura:
—Mire, Adelina, usté no pudo ser mejor de lo que fue... Mire... ¡y ojalá yo hubiese sido como usted quiso que fuera...! ¡Verdá...! ¡Verdá...!
Hizo un instante de silencio y luego:
—¡Está bueno...! Mire, Adelina, prepárese nomás. Y déjese de andar lloriquieando. Todas las partidas son lo mesmo. Verdá. Y ahora, con su licencia, déjeme que me vaya.
Entonces la mujer se arrodilla y barbota entro sollozos:
—No; Bautista, si usté no se me va. ¡Qué se me va a ir! ¡Cómo me va a dejar a mí solita! ¡Hemos andado tanto tiempo acollarados! ¡No; si usté no se me va!
Pero se interrumpe de golpe porque la mano de su hombre ha caído inerte fuera del camastro.
Ahora se enjuga los ojos, sale del rancho, enfrenta desesperada a sus hijos y deice con voz ronca:
—¡Se jue!


Bizcocho para polillas - Antonio Di Benedetto


Antonio Di Benedetto
nació en Mendoza, Argentina en 1922.
Fue periodista y escritor.
Falleció Buenos Aires en 1986.
Su obra: Mundo animal, cuentos; El pentágono, novela; Zama, novela; Grot, cuentos; Declinación y ángel, cuentos; El cariño de los tontos, cuentos; El silenciero, novela;Two stories, cuentos; Los suicidas, novela; El juicio de Dios; cuentos; Absurdos, cuentos; Cuentos del exilio, cuentos; Sombras, nada más, novela.

Bizcocho para polillas
del libro Mundo animal

Puede apolillarse una persona, se dice, cuando se retira, cuando hace de la soledad su compañera. Puede, sí; puede apolillarse. Es mi caso, como todos lo saben.
Todos lo saben, porque me ven; todos, asimismo, desconocen las causas. La opinión generalizada, no por generalizada, creo yo, acertada, es que siempre me resistí a los deportes o por lo menos al aire libre, al campo o simplemente a cualquier esfuerzo físico.
Quizás induzca tales pensamientos mi cuerpo, ahora tan visible. Es posiblemente , mi castigo. En esto tiene que consistir. Porque esto de apolillarse, esta palabra rancia que me ha ocurrido, tomó posesión de mí como menos podía esperarlo, sin haberlo esperado nunca, claro está.
La polilla, este ejército ciego y famélico, me come, me come, paciente pero activamente, cuanta ropa me pongo para cubrirme, sin dar alivio no sólo a mi pudor, sino a mis carnes metalizadas por el frío. Todo es imposible contra ellas. Cualquier trapo que me caiga encima suscitará, no digo su apetito, que debe ser implacable, sino su decisión de cumplir una especie de abominable mandato que me persigue. Devoran; me dejan con los brazos cruzados sobre el pecho;y desaparecen. Desaparecen; pero yo sé, avisado por la experiencia, que siempre volverán.
Nada puedo contra ellas y tampoco, ¡Cristo!, puedo contra mí. No es sólo porque al tomar el revólver las polillas se comerían las balas, sino porque yo quiero vivir. Yo quiero vivir. No sé para qué; pero quiero. Lo único que pido es que se me libre de las polillas, que se me permita andar por la calle oculto, como todo el mundo, dentro de un traje.
La gente no se acostumbra y casi no me tolera. Al principio, yo cultivaba la esperanza de que se habituaran a verme, como les ha sucedido con el hombre sin piernas y tantos otros desdichados que tienden la mano, si es que la tienen. Pero no. Lo único que legalmente no se me impide es andar libremente por la calle, ir a la confitería y al cine, o adonde necesite o puramente quiera presentarme. Con esa disposición al simbolismo que, con el pretexto de sobrepasarla, elude la realidad, se ha entendido que yo, por algún designio que nadie explica, soy el símbolo de la pobreza. Es un error. No se animan a ver la realidad escueta y simple: estoy sin ropas porque las polillas me las comen.

* * *
Hacia el término de este mal año, la reflexión ha sucedido al desasosiego. La lucidez ha venido, tal vez adulterada por la resignación, y he dado con la pregunta clave que pocos quieren contestarse sensatamente: ¿Para qué vivir?
Ayer hice lo elemental: hablarles. Les pedí compasión, sin entrar a preguntarles si pueden tenerla o les está prohibido ejercerla. Nada me respondieron, quizás por no comprometerse; se habían acercado a mí y me circundaban, como antes, cuando yo intentaba cubrirme. Esto, para mi espíritu necesitado de esperanzas, fue suficiente. Emprendí la parte consecuente de mi plan. Puesto que las polillas comen las superficies manchadas y excavan devorando, les dije que en mi vida había una mancha, localizada en el pecho. De tal manera, calculé, si lograba conmover su sentimiento, podrían darme la necesaria muerte sin asumir mayores responsabilidades ante su mandante.
Ahora están comiendo mi corazón, ahí han llegado las penetrantes, y yo siento, cada vez más, un grande alivio, como si fuera entrando en el sueño, pasito a pasito...
El resto de corazón que me queda palpita de gratitud por ese acto de amor y cuando- todavía- pienso en el amor, se me ocurre, ignorando el porqué, que toda mi culpa debe de haber sido ocultarle mi cuerpo. Aparte de esto, que se me diga, por piedad, se me diga, ¿ qué puede haber cometido de aborrecible un muchacho de veinte años?