Un llanero en la capital - Daniel Mendoza


Daniel Mendoza nació en Venezuela —en la ciudad de Calabozo— en 1823. Cursó estudios de jurisprudencia en la Universidad Central de Caracas.
Poeta y escritor, es reconocido como uno de los más importantes costumbristas venezolanos.
Murió en 1867.

Con "El llanero en la capital", Daniel Mendoza marcó el inicio de la corriente criollista.



El llanero de la capital


—¡Pum, pum, pum; jiá, jiá, jiá!
—¡Muchacho, mira quién toca!
—¡Ahiá, ahiá, ahiá!; ¿dónde están los blancos de aquí? ¿No hay quién choque al tranquero? ¡Ahí, ahí, ahí!
—¡Va!
—Ya tumbo la palisá, ¡huó, huó, huó!
—Pase usted adelante: ¿qué se le ofrece a usted?
—¿No bibe aquí el Dotor?
—Sí, señor; ¡pase usted adelante!
—Pero ¿por dónde choco? ¡Caramba! Mire usted que no quiero perderme más.
—Por aquí, por aquí... Siga usted, ¡entre!
—Oh, mi Dotor, Dios me lo guar... ¡Candela!, ¿tuavía está usted durmiendo cuando ya es hora de sestiar? ¡Arriba, arriba!
—¡Hola! ¿Palmarote por aquí? ¿Cuándo ha llegado usted?
—¡Cañafístola!, que tris no doi con su comedero. Dende que apuntó el lusero, lo ando sabaniando por estos pedreguyales, y aquí caigo, ayí levanto; acá me arrempujan, ayá me estrujan; y por onde quiera el frío, y la gente y la buya; y los malojeros juio, juio, juio; y las carretas rruuu. ¡Caramba! ¿Cómo diablos pueen ustedes bibir y entenderse en esta grisapa?
Así se anunció en mi casa, no ha muchas mañanas, el personaje que voy a presentar a mis lectores. No será necesario decir que era un llanero, tipo tan conocido en esta capital, que las pinceladas precedentes bastarían a bosquejarlo; tipo original e interesante al propio tiempo; tipo, en fin, que difiere esencialmente de los demás caracteres provinciales de aquesta nuestra pobre República.
Serían las ocho de la mañana todo lo más, y yo dormía aún, o, con más propiedad, yacía aún en el lecho en ese estado de parálisis que suspende el uso de nuestras facultades físicas y morales. Grata y deliciosa parálisis, en que ni se duerme, ni se está despierto; en que los objetos se ven como al través de un prisma y los sonidos se oyen como a una gran distancia; parálisis, de una vez, que quisiéramos prolongar indefinidamente y de la que nos arrancamos por un esfuerzo de decidida voluntad.
Bien se me alcanza, desde luego, que el escritor que así describe esta situación se compromete a algo, porque parece que se declara abogado de la pereza, echándose a cuestas, por añadidura, una grave responsabilidad higiénica. Empero, yo protesto que no es mi ánimo comprometerme a nada. En la inconstancia e inestabilidad de mi carácter, hoy aplaudo lo que tal vez mañana censure; ahora saboreo las delicias de la cama, acaso más tarde escriba una filípica contra los dormilones. ¿Y qué remedio lectores míos? Cada uno es como Dios lo ha hecho y a veces un poquito peor, según decía Sancho. Lo que sí no puedo pasar sin someterlo a mi férula, es el candoroso error en que incurren algunos cuando exclaman: «¡Oh, qué grato es levantarse temprano!». Grave error gramatical, imperdonable confusión de tiempos! Señores, será grato y muy grato HABERSE levantado, pero ¿levantarse, Dios mío? ¿Puede haber maldito el placer en arrancarse el placer mismo de los labios? Pasemos adelante, lectores míos, y no hablemos más de LEVANTAMIENTOS, que es plato que indigesta en estos climas.
Palmarote acababa de llegar a esta melancólica capital, adonde se había encaminado, no por capricho, ciertamente, sino a consecuencias de no sé qué pecado cometido en junio último en la provincia del Guárico; y no menos quería sino que yo le enderezase a esas notabilidades del poder o del favor. ¡Yo precisamente, que no sé dónde paran las unas ni las otras! Pero, paciencia, me dije, que ésta es una de las ventajas del tener paisanos, y después de rebullirme y desperezarme lentamente, salté al fin de aquel lecho, sepulcro de mis gratos o desagradables ensueños.
En tanto que Palmarote lo registraba todo con ávida curiosidad, en tanto que comentaba las láminas de algunos libros y examinaba atentamente los muebles, tocándolo todo con sus manos, como para salir de algún error o mejor fijar una idea, en tanto, digo, hacía yo mi TOlLETTE, que, de paso sea dicho, ni es tan esmerada como la de un pisaverde, ni tan descuidada como la de un avaro. Y a propósito, el vestido de Palmarote no dejaba de interesar por su originalidad. Corto el calzón y estrecho, terminando a media pierna por unas piececillas colgantes que remedan, aunque no muy fielmente, las uñas del pavo, de donde toma su nombre; la camisa curiosamente rizada, no abrochado el cuello, ajustada al cinto por una banda tricolor, como el pabellón nacional, y cuyas faldas volaban libremente por defuera; un rosario alrededor del cuello del GUARDACAMISA ostentaba sus grandes cuentas de oro; desnudo el pie, y la cabeza, metida, por decirlo así, entre un pañuelo de enormes listas rojas, soportaba un sombrero de castor de anchas alas.
Mirábame el llanero, no sin curiosidad, pasar de una función a otra de TOlLETTE y me abrumaba con repetidas preguntas.
—Y ese palito, Dotor, ¿qué significa?
—Es la escobilla de dientes, Palmarote: sirve para el aseo de la dentadura.
—De moo que el que no tiene dientes... ¡probe mi bale Alifonso!, ¡se quedó sin el palito! ¿Y ese otro artificio, Dotor?
—Esa es una relojera: ahí se pone el reloj cuando no lo lleva el individuo.
—¿Y la cabuyita negra?
—Es el cordón del reloj. ¡Mire usted un curioso tejido de cabellos de mujer! ¡Y se lleva así, mire usted!
—¡Ja, ja, ja!, Dotor, eso es cargar la soga en el pescueso. ¡Caramba!, que ya las mujeres enlasan con su mesma serda. Pues ahora, mi Dotor, tiene usted que cabrestiar hasta el botalón o tirar para atrás y rebentar la soga. Pero ¡qué malo es este espejo!
—Al contrario, Palmarote, tiene muy buena luz.
—Pues, ¿cómo me beo yo tan feo? ¡Jesú, qué espantamio!
—Porque ese espejo refleja fielmente las imágenes, amigo mío.
—¡Candela!, pues cuando mi samba se mira en estos ojitos, dice que ya tiene sueño. ¿Y estos cueritos, Dotor, para qué son buenos?
—Esos son guantes, Palmarote: se llevan en las manos de este modo, ¡mire usted!
—¡Caramba!, ¡cuántos aperos! ¿Sabe lo que se me ocurre, Dotor? Si todo lo que ustedes emplean en tantos cachibaches, lo hubieran empleado en nobiyas de primer parto, ¿cuántos beserros no jerrarían en este berano?
—Pero es menester, Palmarote, no ver la vida de sociedad sólo por el lado de las invasiones que ella hace al bolsillo, sino también por el de los goces que da en cambio.
—¡Oh!, mucho que se gosa aquí con el frío y con las piedras y con la buya y dos riales por el sancocho y cuatro ramas de malojo por dos riales y los marchantes con sus tiendas y los nobiyos a rial y medio y uno tan corto y... Dotor, ¿usted necesita esta pistolita?, ¡qué bonita!
—No dejo de usarla algunas veces, Palmarote; pero eso no es un inconveniente para que yo tenga el gusto de ofrecerla a usted: ¡tómela usted!
—Dios le yebe al sielo, mi Dotor, aunque creo que ayá no dentran los papeleros.
Aquí interrumpí yo la serie de preguntas de mi paisano para ponerme a su disposición, estando ya en aptitud de salir de casa. Mis servicios, le dije, se limitarán a dar a usted la dirección de esos señores, de quienes anda usted tan solícito. Sin contestarme una palabra, sacó de su bolsillo un envoltorio de hojas de tabaco (del detestable que se produce en el país), mordió una dosis más que mediana que masticaba con entusiasmo, luego me ofreció para que yo mordiera a continuación, lo rehusé desde luego, me protestó que su oferta era sincera, le probé que mi negativa lo era también, y por último, yo adelante y él atrás (humildad característica del llanero), salimos de casa y nos echamos a rodar por las inmensas calles de esta capital.
En puridad de verdad, no andaba Palmarote escaso de razón al quejarse del frío, acostumbrado, por otra parte, al calor sofocante de las llanuras. La humedad de la atmósfera helaba las extremidades del cuerpo, por lo cual tomamos la acera azotada entonces por el sol. Palmarote abría unos ojos llenos de avidez y de curiosidad. Estamos en la calle del Comercio, le dije.
—¡Mire usted, Dotor!, con rasón yaman a esta suidá la empoya de las letras: ¡mire cuántos letreros!
—El emporio de las letras, querrá usted decir.
—Lo mismo bale, Dotor, que yo no soi plumario. ¡Cuántos letreros!, uno, dos, tres... ¡Caramba!, cada casa tiene el suyo. ¡Deletréeme aquél!
—«Pastelería nacional».
—Eso si es berdá. Dotor: en cuanto a pasteleros, aquí no reconosemos padrote, y para descubrir el pastel, también estamos solitos. ¡Lea aquel otro, aquel del pabo!
—«Pavos y pichones para los parroquianos vivos y asados».
—¡Jesú, y qué lástima les tengo a los parroquianos bibos!, porque al fin ya los asados pasaron por la candela. ¡El de más ayá, Dotor!
—«Códigos nacionales para instrucción de los empleados que se venden a precios cómodos».
—¡Gran consuelo es ése para los probes, mi Dotor! Mire aquel otro; pero apártese que lo tumba ese burro. (¡Vuelta burro, juío, juío, juío!)
—«Aquí se amuela casi de balde».
—¡Caramba!, ya lo creo; pero buélbase a apartar, Dotor, ¡mire esa carreta! (¡Ese buei palomo, choooó! Marchantes, ¿compran carbones?) ¡Ah lusero!, mire, Dotor, aqueya ojos negros, pelo negro... ésa. ¡Candela y qué buena pata debe tener! ¡Mire cómo pisa en la piedra, ni se trompieza, ni pierde el golpe! Tiene toas las condiciones.
—¡Sepamos, Palmarote, cuáles son esas condiciones!
—Ancas, pecho, siete cuartas, suabe de boca, y güen mobimiento. ¿No correrá con la silla, Dotor?
—Pero entendámonos. Palmarote, ¿habla usted de mujeres o de caballos?
—Pué entonce léame aquel otro letrero, que ya beo que no nos vamos a entender. Y apártese que ahí ba una carreta con basura. ¿Pa onde yeban esa basura, Dotor?
—Para aquel basurero que ve usted allí.
—¡Cómo!, ¿en la capital de Berensuela hai un basurero entre la suidá?
—Uno no más, no, Palmarote; todavía hay algunos otros.
—¡Corotos! Y buélbase a aparear, Dotor, y le aconsejo que se biba apartando: mire una trosá de gente que biene ayí, y aquí biene otra, estos barriles, y ese borracho, mire, mire (¡Lepruu! ¡Biba la emocracia! ¡Bibaa! ¡Caramba! —¡Compran piedras de amolar! ¡Arre burro, juío, juío, juío! ¡Ea, ñó elombre, apártese! —¿Usted habla conmigo? Mire que si me le boi al bosal jase barro con el rabo).
—Vamos, Palmarote, continuemos y tomaremos ahora la calle del Sol.
—Ja, están crendo estos muñecos que como anda medio inquilino no puee cantar en patio ageno, y no saben que yo ni miro joyo ni palma chiquita, y cuando no tumbo al toro le arranco el rabo.
—Estamos, pues, ya en la calle del Sol, Palmarote.
—¿En la caye del Sol, Dotor? Acaso el sol sabanea más por esta caye que por las otras?
—Tienes razón: este es un nombre de capricho; pero esto viene de la necesidad de nombrar las calles, bien que algunas tengan un nombre alusivo o histórico. En los pueblos de las llanuras no se conoce esta necesidad, ni tampoco la de numerar las casas, porque allí las poblaciones son reducidas, las calles pequeñas, las casas más distantes puede decirse que están vecinas y los individuos todos se conocen entre sí. No sucede así en las grandes ciudades atravesadas por muchas y extensas calles, con casas varias y en número infinito y con una población considerable, enriquecida casi siempre con gran número de extranjeros.
—Sí, ya comprendo la necesidá de jerrar las casas, así como sucede con el ganao, que habiéndose aumentao tanto, ha sido menester pegarle un jierro. Y diga usted, Dotor, ¿algunas casas orejanas que he visto aquí, no podría el vecino quemarlas con su jierro?
—Eso seria un robo, Palmarote, como lo seria el hecho de apropiarse el individuo un Orejano que no está en sus sabanas. Esas casas no están numeradas por descuido.
—Y a propósito de estranjeros, diga usted, Dotor, esas gentes de esas otras tierras, ¿serán cristianos?
—No todos lo son, Palmarote; porque no todos los pueblos adoran al Cristo del Calvario. Hay los judíos que, no reconociendo al Hijo de Dios, observan el antiguo código de Moisés. Hay los mahometanos, que...
—No siga, Dotor, que ni yo tengo catria de tos esos códigos, ni es eso lo que he querío preguntarle. Lo que yo quiero saber es si esos Musiusque bienen de por ayá hablando en lengua, son gente güena.
—La sola calidad de extranjeros, Palmarote, o de naturales no hace a los hombres buenos ni malos. El corazón, la índole y los principios de educación son las causas de la bondad o maldad del individuo. Así que entre los extranjeros, como entre los naturales, hay gente buena y gente mala. ¿No conoce usted venezolanos malos, Palmarote?
—Y tantos, Dotor, que más balía que no los conosiera.
—Pero hay una circunstancia en favor de los extranjeros. Todos los más vienen al país por conveniencia, y siendo desconocidos en él, necesitan hacerse una reputación, tienen que hacer dobles esfuerzos para merecer la estimación pública. De ahí viene que sean por lo regular más morigerados y más laboriosos que los naturales, y de aquí el rápido incremento de su fortuna.
—¿Y cómo ha de ser güeno, Dotor, que esos marchantes bengan aquí a yevarse los riales?
—Malo y muy malo sería que se los llevasen, si no dejasen en cambio un equivalente. Pero al contrario, ellos, plegando a esa sed insaciable de riqueza, que no sentimos nosotros por cierto, contraen todas sus fuerzas al trabajo, establecen industrias desconocidas en el país, que van a ser otras tantas fuentes de riqueza pública, emplean en sus establecimientos gran número de obreros naturales, que más tarde se harán empresarios, o al menos se harán más hábiles y diestros en su industria, fomentan, por tanto, y hacen popular el amor al trabajo, satisfacen con sus productos gran parte de las necesidades del país y sirven, por último, de estrechar más y más los lazos de nuestra República con las distintas naciones a que ellos pertenecen. ¿Qué importa, pues, que en cambio de tantas ventajas se lleven parte de nuestro numerario? Porque has de saber, Palmarote, que la riqueza de una nación no consiste en el dinero que ella tenga, sino en los productos que...
—¡Alto ahí, Dotor!, ¿cómo es eso? ¿La riqueza no consiste en el dinero? ¡Cañafístola! Si yo dijera eso ayá en mi tierra, me apedriarían.
—Y sin embargo, esa es la verdad, Palmarote, como lo persuaden los economistas.
—¡El diablo serán esos aconomitas, Dotor! No dormiría yo con eyos ni que me dieran una baca paría.
En esa sazón y coyuntura atravesábamos mi paisano y yo la plazoleta de San Francisco:
—Y ese edificio que ve usted a su izquierda es lo que fuera un tiempo el convento de frailes franciscanos, destinado hoy a las sesiones de las Asambleas Legislativas. ¡Acerquémonos!
—Y diga usted, Dotor, ¿aónde se han dio esos flaires?
—A la eternidad, Palmarote. Después de la extinción de los conventos todos han muerto ya.
—Serían traviesos los tales flaires, Dotor, porque yo sé unas historias de sus paternidaes... ¿Y dise usted que aquí biben ahora esas señoras Asambleas?
—Decía yo, Palmarote, que en ese local se hacen nuestras leyes.
—¡Caramba, Dotor! ¿Y pa una cosa tan pequeña un caserón tan grande? Pues andarán eyas toas regás quini frutas de maraca.
—Continuaremos, si le place, Palmarote, y volviendo esta esquina, ganaremos la calle de las Leyes Patrias: ¡Mire usted ese paredón, que arrancando desde aquel edificio que ve usted allí, recorre toda la manzana! Todo eso es el convento de Reverendas Madres Concepciones.
—¡Hum, malo, malo! ¿Tan cerca de los flaires esas madres? ¿Y no es pecao que las monjas sean madres, Dotor?
—No, Palmarote; es un título que se da a las religiosas, quienes renunciando al mundo y abrazando una religión de las aprobadas, se dice que son esposas de Jesucristo, nuestro Padre, así como a los clérigos se les llama padres, considerados como esposos fieles de la Iglesia, nuestra madre.
—¿Y qué dirán esas santas mujeres de nuestras cosas, Dotor? ¡Y gordasas que estarán ahí entrese potrero, y cómo chocarán al tranquero por berse a toa sabana!
—Ese edificio que está al frente, Palmarote, es el Seminario Tridentino, el establecimiento más útil y más célebre de nuestro país. Ahí se enseñan las ciencias más importantes al hombre...
—Hablemos claro Dotor: ¡aquí se conseña a papelero; aquí es que se apriende a Dotor; pero ya naidie quiere aprender a cura, no señor! Papeles ban y papeles bienen; pero naidie dice «dominos bobisco». Cuando saben haser cuatro gasetas, se cren ya unos hombresitos; pero coja usted un Dotor y póngale una soga en la mano, pa que lo bea too regao en siya. Ni sabe apiársele a un toro, ni arriar una madrina, ni trochar una potranca, ni pasar su siya, ni maldita la cosa ¡Y esto no es sencia! No, señor; gasetas ban y gasetas bienen; Dotores por aquí y Dotores por ayí; y ni el toro se tumba, ni se jierra el beserro, ni se arrea la madrina, ni se trocha la potranca y se moja la siya. ¡Y tóo no es sencia!
—¡Qué disparates, Palmarote! ¿Qué seria de la sociedad si todos fuéramos arreadores de madrinas, como dice usted? Los cultivadores de las ciencias, como los industriales, como los que ejercen oficios, etc., todos, todos prestan un gran servicio a la sociedad, auxiliándose recíprocamente, y es necesario que todos desempeñen funciones distintas. Sería imposible que...
—Pare, pare, Dotor, que ya beo que usted también es papelero, y dígame: ese jumo blanco que se be ayí arriba del serro ¿qué significa? Porque, jumo no puee ser, porque ¡hombre!, ¿quién ba a estar asando tanta carne ayí a estas horas? Polbo tampoco, porque ¡candela!, ¿qué bestias puee estar barajustando ayá arriba? Yo digo que eso debe ser el paro frío.
—Esos son los vapores que exhala la tierra, Palmarote, que no pudiendo ascender más por su peso, ni descender por ser más ligeros que las capas inferiores del aire, se quedan en esas regiones atmosféricas 1.
—Apártese, Dotor, que aquí biene uno a cabayo. ¡Guá!, el mocho es de la cría padronera: ¡béale el jierro en este ganso! Mire, Dotor: yo tengo un mocho rusio, grande; buen moso, y con unas ancas, que se puee escribir una carta, y tan baquero, que la ilasión es que el toro se mené, cuando, ¡sas!, ya me yeba a la buelta del cacho; ¡mocho de responsabilidá! ¿No le gustan a usted los mochos, Dotor?
—¡Oh!, mucho, muchísimo, me desvivo por un mocho.
Al llegar aquí nuestro diálogo, tiempo había ya que nos encontrábamos parados en la esquina que forman al cortarse las calles de las Leyes Patrias y de las Ciencias.
—Mire usted —dije a mi protegido, señalando hacia el oriente , aquella plaza que ve usted allí es la de San Jacinto.
Al oír esta palabra Palmarote hizo un movimiento convulsivo, semejante a esos sacudimientos galvánicos, y palideció.
—¡Caramba! —dijo después de un momento de silencio—, si yo juera desos jasedores de leyes, la primera lei que sacaba del morde sería: «que se compusieran las cárseles y se les añadieran algunas piesas más», porque, Dotor, puee ofrecerse pará un rodeo ayí y no hai sabana; bien es que en un barajuste de ganao hai nobiyo biejo que ba a tené al inprosulto.
Palmarote calló, su frente se puso un tanto sombría, un profundo suspiro salió de lo íntimo de su corazón y una preñada lágrima rodaba lentamente por la mejilla de aquel rostro tostado por el sol y arrugado por las fatigas de una vida rudamente laboriosa. A pesar mío interrumpí aquella situación interesante e hice seña al paisano de continuar nuestra carrera. De allí a poco nos encontramos al frente del Palacio de Gobierno. La entrada estaba sellada de gente. Volvíme hacia Palmarote y le dije:
—Está cumplida mi oferta, amigo mío: está usted en el Palacio de Gobierno, y aquí tocará usted, como Dios lo ayude, con las personas cuyo favor solicita.
—Y diga usted, Dotor, ¿detrás de ese serro no haberá algún yano?
—Sí, Palmarote: detrás de ese cerro está el horizonte. ¡Adiós!




Bienvenido, Bob - Juan Carlos Onetti

Juan Carlos Onetti nació en Montevideo, Uruguay, en 1909.
Trabajó en el semanario Marcha (Uruguay); las revistas Vea y Lea e Ímpetu (Argentina); y del diario Acción (Uruguay).
Durante la dictadura de Juan María Bordaberry fue encarcelado por haber formado parte de un jurado de cuentos. El poeta español Félix Grande, director de Cuadernos Hispanoamericanos, recogió firmas para lograr su liberación. Al año siguiente viajó a Madrid, invitado por el Instituto de Cultura Hispánica de esa ciudad, y (junto a su esposa) fijó su residencia en España hasta su muerte, en 1994.

Novelas y relatos: El pozo, Tierra de nadie, Para esta noche, La vida breve, Los adioses (novela corta), Para una tumba sin nombre (novela corta), El astillero, Juntacadáveres, La muerte y la niña, Dejemos hablar al viento, Cuando entonces, Cuando ya no importe.

Recopilaciones de cuentos: Un sueño realizado y otros cuentos, La cara de la desgracia, El infierno tan temido y otros cuentos, Cuentos completos, Los rostros del amor, Tiempo de abrazar, Tan triste como ella y otros cuentos, Cuentos secretos, Presencia y otros cuentos, Obras completas, III. Cuentos, artículos y miscelánea.

Otros escritos: Réquiem por Faulkner (artículos), Confesiones de un lector (artículos), Cartas de un joven escritor (correspondencia con Payró).


Bienvenido, Bob
Es seguro que cada día estará más viejo, más lejos del tiempo en que se llamaba Bob, del pelo rubio colgando en la sien, la sonrisa y los lustrosos ojos de cuando entraba silenciosamente en la sala, murmurando un saludo o moviendo un poco la mano cerca de la oreja, e iba a sentarse bajo la lámpara, cerca del piano, con un libro o simplemente quieto y aparte, abstraído, mirándonos durante una hora sin un gesto en la cara, moviendo de vez en cuando los dedos para manejar el cigarrillo y limpiar de cenizas la solapa de sus trajes claros.

Igualmente lejos —ahora que se llama Roberto y se emborracha con cualquier cosa, protegiéndose la boca con la mano sucia cuando toso— del Bob que tomaba cerveza, dos vasos solamente en la más larga de las noches, con una pila de monedas de diez sobre su mesa de la cantina del club, para gastar en la máquina de discos. Casi siempre solo, escuchando jazz, la cara soñolienta, dichosa y pálida, moviendo apenas la cabeza para saludarme cuando yo pasaba, siguiéndome con los ojos tanto tiempo como yo me quedara, tanto tiempo como me fuera posible soportar su mirada azul detenida incansablemente en mí, manteniendo sin esfuerzo el intenso desprecio y la burla más suave. También con algún otro muchacho, los sábados, alguno tan rabiosamente joven como él, con quien conversaba de solos, trompas y coros y de la infinita ciudad que Bob construiría sobre la costa cuando fuera arquitecto. Se interrumpía al verme pasar para hacerme el breve saludo y no sacar los ojos de mi cara, resbalando palabras apagadas y sonrisas por una punta de la boca hacia el compañero que terminaba siempre por mirarme y duplicar en silencio el silencio y la burla.

A veces me sentía fuerte y trataba de mirarlo: apoyaba la cara en una mano y fumaba encima de mi copa mirándolo sin pestañear, sin apartar la atención de mi rostro que debía sostenerse frío, un poco melancólico. En aquel tiempo Bob era muy parecido a Inés; podía ver algo de ella en su cara a través del salón del club, y acaso alguna noche lo haya mirado como la miraba a ella. Pero casi siempre prefería olvidar los ojos de Bob y me sentaba de espaldas a él y miraba las bocas de los que hablaban en mi mesa, a aveces callado y triste para que él supiera que había en mí algo más que aquello por lo que había juzgado, algo próximo a él; a veces me ayudaba con unas copas y pensaba "querido Bob, andá a contárselo a tu hermanita", mientas acariciaba las manos de las muchachas que estaban sentadas a mi mesa o estiraba una teoría sobre cualquier cosa, para que ellas rieran y Bob lo oyera.

Pero ni la actitud ni la mirada de Bob mostraban ninguna alteración en aquel tiempo, hiciera yo lo que hiciera. Sólo recuerdo esto como prueba de que él anotaba mis comedias en la cantina. Tenía un impermeable cerrado hasta el cuello, las manos en los bolsillos. Me saludó moviendo la cabeza, miró alrededor enseguida y avanzó en la habitación como si me hubiera suprimido con la rápida cabezada: lo vi moverse dando vueltas a la mesa, sobre la alfombra, andando sobre ella con sus amarillentos zapatos de goma. Tocó una flor con un dedo, se sentó en el borde de la mesa y se puso a fumar mirando el florero, el sereno perfil puesto hacia mí, un poco inclinado, flojo y pensativo. Imprudentemente —yo estaba de pie recostado contra el piano— empuje con mi mano izquierda una tecla grave y quedé ya obligado a repetir el sonido cada tres segundos, mirándolo.

Yo no tenía por él más que odio y un vergonzante respeto, y seguí hundiendo la tecla, clavándola con una cobarde ferocidad en el silencio de la casa, hasta que repentinamente quedé situado afuera, observando la escena como si estuviera en lo alto de la escalera o en la puerta, viéndolo y sintiéndolo a él, Bob, silencioso y ausente junto al hilo de humo de su cigarrillo que subía temblando; sintiéndome a mí, alto y rígido, un poco patético, un poco ridículo en la penumbra, golpeando cada tres exactos segundos la tecla grave con mi índice. Pensé entonces que no estaba haciendo sonar el piano por una incomprensible bravata, sino que lo estaba llamando; que la profunda nota que tenazmente hacía renacer mi dedo en el borde de cada última vibración era, al fin encontrada, la única palabra pordiosera con que podía pedir tolerancia y comprensión a su juventud implacable. Él continuó inmóvil hasta que Inés golpeó la puerta del dormitorio antes de bajar a juntarse conmigo. Entonces Bob se enderezó y vino caminando con pereza hasta el otro extremo del piano, apoyó un codo, me moró un momento y después dijo con una hermosa sonrisa: "Esta noche es una noche de lecho o de whisky? ¿Ímpetu de salvación o salto en el vacío?".

No podía contestarle nada, no podía deshacerle la cara de un golpe; dejé de tocar y fui retirando lentamente la mano del piano. Inés estaba en la mitad de la escalera cundo él me dijo: "Bueno, puede ser que usted improvise".

El duelo duró tres o cuatro meses, y yo no podía dejar de ir por las noches al club —recuerdo, de paso, que había campeonato de tenis por aquel tiempo— porque cuando me estaba por algún tiempo sin aparecer por allí, Bob saludaba mi regreso aumentando el desdén y la ironía en sus ojos y se acomodaba en el asiento con una mueca feliz.

Cuando llegó el momento de que yo no pudiera desear otra solución que casarme con Inés cuanto antes, Bob y su táctica cambiaron. No sé cómo supo mi necesidad de casarme con su hermana y de cómo yo había abrazado esa necesidad con todas las fuerzas que me quedaban. Mi amor por aquella necesidad había suprimido el pasado y toda atadura con el presente. No reparaba entonces en Bob; pero poco tiempo después hube de recordar cómo había cambiado en aquella época y alguna vez quedé inmóvil, de pie en la esquina, insultándolo entre dientes, comprendiendo que entonces su cara había dejado de ser burlona y me enfrentaba con seriedad y un intenso cálculo, como se mira un peligro o una tarea compleja, como se trata de valorar el obstáculo y medirlo con las fuerzas de uno. Pero yo no le daba ya importancia y hasta llegué a pensar que en su cara inmóvil y fija estaba naciendo la comprensión por lo fundamental mío, por un viejo pasado de limpieza que la adorada necesidad de casarme con Inés extraía de debajo de los años y sucesos para acercarme a él.

Después vi que estaba esperando la noche; pero lo vi recién cuando aquella noche llegó Bob y vino a sentarse a la mesa donde yo estaba solo y despidió al mozo con una seña. Esperé un rato mirándolo, era tan parecido a ella cuando movía las cejas; y la punta de la nariz, como a Inés, se le aplastaba un poco cuando conversaba. "Usted no va a casarse con Inés", dijo después. Lo miré, sonreí, dejé de mirarlo. "No, no se va a casar con ella porque una cosa así se puede evitar si hay alguien de veras resuelto a que se haga". Volví a sonreírme. "Hace unos años —le dije— eso me hubiera dado muchas ganas de casarme con Inés. Ahora no agrega ni saca. Pero puedo oírlo, si quiere explicarme...". Enderezó la cabeza y continuó mirándome en silencio; acaso tuviera prontas las frases y esperaba a que yo completara la mía para decirlas. "Si quiere explicarme por qué no quiere que yo me case con ella", pregunté lentamente y me recosté en la pared. Vi enseguida que yo no había sospechado nunca cuánto y con cuanta resolución me odiaba; tenía la cara pálida, con una sonrisa sujeta y apretada con los labios y dientes. "Habría que dividirlo por capítulos —dijo—, no terminaría en la noche".

"Pero se puede decir en dos o tres palabras. Usted no se va a casar con ella porque usted es viejo y ella es joven. No sé si usted tiene treinta o cuarenta años, no importa. Pero usted es un hombre hecho, es decir deshecho, como todos los hombres a su edad cuando no son extraordinarios". Chupó el cigarrillo apagado, miró hacia la calle y volvió a mirarme; mi cabeza estaba apoyada contra la pared y seguía esperando. "Claro que usted tiene motivos para creer en lo extraordinario suyo. Creer que ha salvado muchas cosas del naufragio. Pero no es cierto". Me puse a fumar de perfil a él; me molestaba, pero no le creía; me provocaba un tibio odio, pero yo estaba seguro de que nada me haría dudar de mí mismo después de haber conocido la necesidad de casarme con Inés. No; estábamos en la misma mesa y yo era tan limpio y tan joven como él. "usted puede equivocarse —le dije—. Si usted quiere nombrar algo de lo que hay deshecho en mí...". "No, no —dijo rápidamente—, no soy tan niño. No entro en ese juego. Usted es egoísta; es sensual de una sucia manera. Está atado a cosas miserables y son las cosas las que lo arrastran. No va a ninguna parte, no lo desea realmente. Es eso, nada más; usted es viejo y ella es joven. Ni siquiera debo pensar en ella frente a usted. Y usted pretende...". Tampoco entonces podía yo romperle la cara, así que resolví prescindir de él, fui al aparto de música, marqué cualquier cosa y puse una moneda. Volví despacio al asiento y escuché. La música era poco fuerte; alguien cantaba dulcemente en el interior de grandes pausas. A mi lado Bob estaba diciendo que ni siquiera él, alguien como él, era digno de mirar a Inés a los ojos. Pobre chico, pensé con admiración. Estuvo diciendo que en aquello que él llama vejez, lo más repugnante, lo que determinaba la descomposición era pensar por conceptos, englobar a las mujeres en la palabra mujer, empujarlas sin cuidado para que pudieran amoldarse al concepto hecho por una pobre experiencia. Pero —decía también— tampoco la palabra experiencia era exacta. No había ya experiencias, nada más que costumbre y repeticiones, nombres marchitos para ir poniendo a las cosas y un poco crearlas. Más o menos eso estuvo diciendo. Y yo pensaba suavemente si él caería muerto o encontraría la manera de matarme, allí mismo y enseguida, si yo le contara las imágenes que removía en mí al decir que ni siquiera él merecía tocar a Inés con la punta de un dedo, el pobre chico, o besar el extremo de sus vestidos, la huella de sus pasos o cosas así. Después de una pausa —la música había terminado y el aparato apagó las luces aumentando el silencio—, Bob dijo "nada más", y se fue con el andar de siempre, seguro, ni rápido ni lento.

Si aquella noche el rostro de Inés se me mostró en las facciones de Bob, si en algún momento el fraternal parecido pudo aprovechar la trampa de un gesto para darme a Inés por Bob, fue aquella, entonces, la última vez que vi a la muchacha. Es cierto que volví a estar con ella dos noches después en la entrevista habitual, y un mediodía en un encuentro impuesto por mi desesperación, inútil, sabiendo de antemano que todo recurso de palabra y presencia sería inútil, que todos mis machacantes ruegos morirían de manera asombrosa, como si no hubieran sido nunca, disueltos en el enorme aire azul de la plaza, bajo el follaje de verde apacible en mitad de la buena estación.

Las pequeñas y rápidas partes del rostro de Inés que me había mostrado aquella noche Bob, aunque dirigidas contra mí, unidas a la agresión, participaban del entusiasmo y el candor de la muchacha. Pero cómo hablar a Inés, cómo tocarla, convencerla a través de la repentina mujer apática de las dos últimas entrevistas. Cómo reconocerla o siquiera evocarla mirando a la mujer de largo cuerpo rígido en el sillón de su casa y en el banco de la plaza, de una igual rigidez resuelta y mantenida en las dos distintas horas y los dos parajes; la mujer de cuello tenso, los ojos hacia delante, la boca muerta, las manos plantadas en el regazo. Yo la miraba y era "no", sabía que era "no" todo el aire que la estaba rodeando.

Nunca supe cuál fue la anécdota elegida por Bob para aquello; en todo caso, estoy seguro de que no mintió, de que entonces nada —ni Inés— podía hacerlo mentir. No vi más a Inés ni tampoco a su forma vacía y endurecida; supe que se casó y que no vive ya en Buenos Aires. Por entonces, en medio del odio y del sufrimiento me gustaba imaginar a Bob imaginando mis hechos y eligiendo la cosa justa o el conjunto de cosas que fue capaz de matarme en Inés y matarla a ella para mí.

Ahora hace cerca de un uño que veo a Bob casi diariamente, en el mismo café, rodeado de la misma gente. Cuando nos presentaron —hoy se llama Roberto— comprendí que el pasado no tiene tiempo y el ayer se junta allí con la fecha de diez años atrás. Algún gastado rastro de Inés había aún en su cara, y un movimiento de la boca de Bob alcanzó para que yo volviera a ver el alargado cuerpo de la muchacha, sus calmosos y desenvueltos pasos, y para que los mismos inalterados ojos azules volvieran a mirarme bajo un flojo peinado de cruzaba y sujetaba una cinta roja. Ausente y perdida para siempre, podía conservarse viviente e intacta, definitivamente inconfundible, idéntica a lo esencial suyo. Pero era trabajoso escarbar en la cara, las palabras y los gestos de Roberto para encontrar a Bob y poder odiarlo. La tarde del primer encuentro esperé durante horas a que se quedara solo o saliera para hablarle y golpearlo. Quieto y silencioso, espiando a veces su cara o evocando a Inés en las ventanas brillantes del café, compuse mañosamente las frases del insulto y encontré el paciente tono con que iba a decírselas, elegí el situio de su cuerpo donde dar el primer golpe. Pero se fue al anochecer acmpañado por tres amigos, y resolví esperar, como había esperado él años atrás, la noche propicia en que estuviera solo.

Cuando volví a verlo, cuando iniciamos esta segunda amistad que espero no terminará ya nunca, dejé de pensar en toda forma de ataque. Quedó resuelto que no le hablaría jamás de Inés ni del pasado y que, en silencio, yo mantendría todo aquello viviente dentro de mí. Nada más que esto hago, casi todas las tardes, frente a Roberto y las caras familiares del café. Mi odio se conservará cálido y nuevo mientras pueda seguir viviendo y escuchando a Roberto; nadie sabe de mi venganza, pero la vivo, gozosa y enfurecida, un día y otro. Hablo con él, sonrío, fumo, tomo café. Todo el tiempo pensando en Bob, en su pureza, su fe, en la audacia de sus pasados sueños. Pensando en el Bob que amaba la música, en el Bob que planeaba ennoblecer la vida de los hombres construyendo una ciudad de enceguecedora belleza para cinco millones de habitantes, a lo largo de la costa del río; el Bob que no podía mentir nunca; el Bob que proclamaba la lucha de los jóvenes contra los viejos, el Bob dueño del futuro y del mundo. Pensando minucioso y plácido en todo eso frente al hombre de dedos sucios de tabaco llamado Roberto, que lleva una vida grotesca, trabajando en cualquier hedionda oficina, casado con una mujer a quien nombra "miseñora"; el hombre que se pasa estos largos domingos hundido en el asiento del café, examinando diarios y jugando a las carreras por teléfono.

Nadie amó a mujer alguna con la fuerza con que yo amo su ruindad, su definitiva manera de estar hundido en la sucia vida de los hombres. Nadie se arrobó de amor como yo lo hago ante sus fugaces sobresaltos, los proyectos sin convicción que un destruido y lejano Bob le dicta algunas veces y que sólo sirven para que mida con exactitud hasta donde está emporcado para siempre.

No sé si nunca en el pasado he dado la bienvenida a Inés con tanta alegría y amor como diariamente le doy la bienvenida a Bob al tenebroso y maloliente mundo de los adultos. Es todavía un recién llegado y de vez en cuando sufre sus crisis de nostalgia. Lo he visto lloroso y borracho, insultándose y jurando el inminente regreso a los días de Bob. Puedo asegurar que entonces mi corazón desborda de amor y se hace sensible y cariñoso como el de una madre. En el fondo sé que no se irá nunca porque no tiene sitio donde ir; pero me hago delicado y paciente y trato de conformarlo. Como ese puñado de tierra natal, o esas fotografías de calles y monumentos, o las canciones que gustan traer consigo los inmigrantes, voy construyendo para él planes, creencias y mañanas distintos que tienen luz y el sabor del país de juventud de donde él llegó hace un tiempo. Y él acepta; protesta siempre para que yo redoble mis promesas, pero termina por decir que sí, acaba por muequear una sonrisa creyendo que algún día habrá de regresar al mundo de las horas de Bob y queda en paz en medio de sus treinta años, moviéndose sin disgusto ni tropiezo entre los cadáveres pavorosos de las antiguas ambiciones, las formas repulsivas de los sueños que se fueron gastando bajo la presión distraída y constante de tantos miles de pies inevitables.

Texto extraído de SoloLiteratura