Jules y Jim - Mario Benedetti

Mario Benedetti nació en Uruguay en 1920.
Fue escritor, dramaturgo, ensayista y poeta. Integró la Generación de 45, junto a Ideal Vilariño y Juan Carlos Onetti, entre otros.  
Falleció en Montevideo, Uruguay, en 2009. 
Su obra: 
Cuentos: Esta mañana y otros cuentos, El último viaje y otros cuentos, Montevideanos, Datos para el viudo, La muerte y otras sorpresas, Con y sin nostalgia, La casa y el ladrillo (compilación de versos y cuentos, La vecina orilla, Geografías, Recuerdos olvidados, Despistes y franquezas, Buzón de tiempo, El porvenir de mi pasado, El otro yo, Los pocillos, Almuerzo y duras, Esa boca, El parque esta desierto, Historias de París, Triángulo isósceles, Tan Amigos, La noche de los feos.
Drama: El reportaje, Ida y vuelta, Pedro y el Capitán, El viaje de salida. 
Novelas: Quién de nosotros, La tregua, Gracias por el fuego, El cumpleaños de Juan Ángel (Novela escrita en verso, Primavera con una esquina rota, La borra del café, Andamios. 
Poesía: La víspera indeleble, Sólo mientras tanto, Te quiero, Poemas de la oficina, Poemas del hoyporhoy, Inventario uno, Noción de patria, Cuando eramos niños, Próximo prójimo, Contra los puentes levadizos, A ras de sueño, Quemar las naves, Letras de emergencia, Poemas de otros, La casa y el ladrillo, Cotidianas, Ex presos, Viento del exilio, Táctica y estrategia, Preguntas al azar, Yesterday y mañana, Canciones del más acá, Las soledades de Babel, Inventario dos, El amor, las mujeres y la vida, El olvido está lleno de memoria, La vida ese paréntesis, Rincón de Haikus, El mundo que respiro, Insomnios y duermevelas, Inventario tres, Existir todavía, Defensa propia, Memoria y esperanza, Adioses y bienvenidas, Canciones del que no canta, Testigo de uno mismo
Ensayo: Peripecia y novela, Marcel Proust y otros ensayos, El país de la cola de paja, Literatura uruguaya del siglo XX, Letras del continente mestizo, El escritor latinoamericano y la revolución posible, Notas sobre algunas formas subsidiarias de la penetración cultural, El desexilio y otras conjeturas, Cultura entre dos fuegos, Subdesarrollo y letras de osadía, La cultura, ese blanco móvi, La realidad y la palabra, Perplejidades de fin de siglo, El ejercicio del criterio, Vivir adrede, aniel Viglietti, desalambrando.


Jules y Jim

Fue un sábado de tarde, en plena siesta, cuando sonó la primera llamada. Aun medio aturdido, había alargado el brazo hasta el teléfono, y una voz masculina, ni demasiado grave ni demasiado aguda, había inaugurado el ciclo de amenazas con aquello, después tan repetido, de: hola Agustín, te vamos a matar, no sabemos si en esta semana o en la próxima, lo único seguro es que te vamos a matar, chau Agustín. Esa vez la sorpresa no le permitió decir ni hola ni quién habla, pero en la siguiente, también sábado de tarde, logró al menos preguntar por qué, y le respondieron vos bien sabés, no te hagas el imbécil.

Desde entonces se habían acabado para Agustín las siestas sabatinas. Pensó en motivos políticos, comerciales, amorosos. Pero ninguno le proporcionó una pista medianamente fiable. Su actividad política en el 71 se había limitado a los comités de base y había sido por cierto bastante floja. Compartía las preocupaciones y actitudes de aquella linda y despierta muchacha, pero no aguantaba las fervorosas e interminables discusiones hasta la medianoche, de modo que se hacía humo no bien se presentaba una aceptable coyuntura. Es cierto que había aportado su cuota, ayudado en lo que podía, pero nunca se consideró un auténtico militante. Después del golpe, sencillamente se borró.

Por otra parte, su vida comercial no provocaba envidias ni animadversiones. Había pocos empleados en la modesta ferretería que heredara del viejo y nunca había tenido conflictos con su personal. Dos de los empleados vivían también en Pocitos y más de una vez se habían encontrado e las reuniones del comité barrial. Sólo que ellos se quedaban siempre hasta el final de las discusiones, y al día siguiente en el trabajo, él no se animaba a preguntarles a qué conclusión habían llegado, sencillamente porque nunca le había gustado que la política se introdujera en la ferretería.

En el rubro mujeres, su soltería, que en el filo de los cuarenta se iba volviendo inexpugnable, no le impedía un relación casi estable con una antigua amiga de su hermana (la que ahora vivía en Maldonado; casada con un dentista) cuya atractiva madurez había reencontrado hacía casi cinco años durante un viaje a Buenos Aires. A partir de esa buena y agradable vinculación con Marta, había renunciado a lo inestables y a menudo riesgosos mariposeos de años atrás. De manera que tampoco ese sector privado podía ser caldo de cultivo para resentimientos o chantajes.

En el ámbito familiar no había problemas. Toda su parentela, no muy abundante, estaba repartida en ciudades pueblos del interior: los tíos en Paysandú, la madre en Sarandí del Yi, las dos hermanas y una sobrina en Maldonado. Raras veces bajaban a la capital, y él, por su parte, casi sin darse cuenta, había ido espaciando las visitas.

Al principio no tomó en serio la nueva situación. Se dijo que ya no eran los duros tiempos del 72 o el 73, cuando es tas anomalías podían tener causas y pretextos muy diversas y hasta verosímiles. Cabía la posibilidad de que fuese una broma, pero quién de sus pocos amigos podía ser tan pesado como para mantener durante varias semanas un juego así de oscuro. Un chantaje tal vez, pero qué enemigo podría ser tan sádico como para molestarlo de esa manera impúdica y siniestra. Y además, quién podía ignorar que la ferretería daba para vivir y nada más.

Lo cierto es que había decidido no abandonar el apartamento en las, tardes de los sábados. Su lema personal, adecuado, a las circunstancias, era que al sadismo de los amenazadores él correspondía con su masoquismo de amenazado. Pero semejante tozudez tenía una lógica: si desaparecía los sábados, la previsible respuesta del fantasma agresor consistiría en trasladar la llamada intimidatoria para el martes o el viernes.

Así fue que el mundo empezó a tener otro color y otro ritmo para Agustín. Por las mañanas, cuando concurría a la ferretería, ya no usaba el auto. Aunque desde el comienzo había aceptado que si alguien planeaba acabar con él, las precauciones estaban de más, de todos modos había tomado algunas medidas primarias, elementales. Por ejemplo, viajar en autobús. Caminaba una cuadra y media y tomaba el 121, que rara vez venía repleto, o sea que viajaba cómodo. Le acompañaban sin embargo suficientes pasajeros como para que el supuesto enemigo lo pensara dos veces antes de emprenderla a tiros. Pero ¿por qué precisamente a tiros? Alguien podría terminar con él, por ejemplo, en un ascensor, digamos el de su edificio, entre el segundo y el tercer piso, o quizá viceversa, y como eso tampoco era descartable, empezó a usar el ascensor sólo cuando lo compartía con otros habitantes del inmueble. ¿Y si el autor de las llamadas fuera precisamente un habitante del inmueble? Durante una semana bajó los ocho pisos por la escalera, pero no le fue difícil admitir que, en ciertas horas de poco movimiento, una agresión entre piso y piso podía no ser algo descabellado. De modo que volvió a usar-el ascensor.

Carmen, la mujer que tres veces por semana venía a cocinar y a hacer la limpieza, estaba con él desde el 70 y era de absoluta confianza, pero así y todo le hizo discretas preguntas acerca de su ex marido (hace más de un año que no sé nada de él, don Agustín) o de su hermano (se fue a Australia, qué otra cosa iba a hacer el pobre, un obrero especializado como él y aquí con los brazos cruzados). Por un viejo acuerdo, Carmen no venía los sábados ni los domingos, de modo que nunca le había tocado atender una de aquellas llamadas, y Agustín tampoco la había prevenido, tal vez porque pensaba que ella podía asustarse y dejarlo plantado.

Por otra parte, Marta nunca venía al apartamento. Agustín siempre había preferido concurrir al suyo, en el Cordón, y aunque ella le preguntó por qué ahora venía sin el auto, él sólo invocó la suba de la nafta. Después de todo, qué solucionaba transmitiéndole a ella su ansiedad. No obstante, en una relación tan regular y sin rupturas como la de la casi pareja que ellos constituían, cada cuerpo aprende a reconocer los desajustes y tensiones del otro, aunque no medien gestos ni palabras, y eso fue precisamente lo que detectó el lindo cuerpo de Marta. Él mencionó el trabajo, la crisis, los acreedores, las mini devaluaciones, bah. Pero tres días más tarde y por primera vez en cinco años, Agustín fue un fracaso en la cama, y aunque Marta apeló a sus mejores reservas de comprensión y de ternura, él no osó decirle que sus pensamientos frecuentemente andaban lejos de aquel busto y aquel pubis, tan atractivos como de costumbre.

Ir y volver. Vigilar y sentirse vigilado. Se metía a veces en el cine pero no conseguía concentrarse en la película, salvo que ésta se enredase en amenazas y atentados, en crímenes y secuestros. Y cuando ello ocurría, entonces le escapaba al desenlace, no quería saber si la víctima sucumbía o se libraba.

En la ferretería, sólo una vez hubo una llamada sospechosa. Le tocó a Luis, el cajero. Era una voz de hombre, preguntó por usted, don Agustín, le dije que estaba atendiendo a una clienta, y entonces comentó que no importaba, que lo llamaría como siempre a su casa, el sábado por la tarde, pero no quiso dejar el nombre, me pareció un poco raro. Y él, que no se preocupara, que ya sabía quién era, y el sábado a las tres y media la voz de siempre llamó para decir su estribillo, hola Agustín te vamos a matar, no sabemos si en esta semana o en la próxima, lo único seguro es que te vamos a matar, chau Agustín. Él nunca colgaba en primer término, dejaba que la voz completara su mensaje, pero tampoco hacía preguntas, no quería que el otro lo volviera a apabullar con aquel estrambote, vos bien sabes, no te hagas el imbécil.

En tiempos pretelefónicos (como él los llamaba para sí mismo, con extraña nostalgia), aquellas tardes en que no iba a lo de Marta, llegaba al apartamento, se daba una ducha, se servía un trago, encendía el tocadiscos. En materia de música, había dos cosas que le atraían y le descansaban: los solos de guitarra y las canciones latinoamericanas. Hasta el 72 había escuchado casi diariamente a Viglietti, Los Olimareños, Zitarrosa, Soledad Bravo, Alicia Maguiña, Mercedes Sosa. Después que las cosas se complicaron, los escuchaba menos y siempre con auriculares. No quería que algunos vecinos recientes (los porteños del séptimo, los copetudos del noveno) sacaran conclusiones políticas de sus preferencias musicales. Pero, a partir de las llamadas, no tenía ganas de sentarse a escuchar nada, ni guitarra ni canciones, nada. La ducha sí, el trago también, pero en vez de Narciso Yepes o Víctor jara, prefería un segundo trago y a veces un tercero.

Hasta aquel martes de tarde en que, al cerrar la ferretería, se encontró por azar con Alfredo Sánchez, no había hablado con nadie de su problema. Durante diez años no había sabido de Sánchez, pero el hecho de encontrarlo y también la satisfacción de que el otro a su vez lo reconociera, lo arrancaron de su habitual discreción. Fueron a un café, charlaron largamente, se pusieron al día. Sánchez había sido su compañero de clase en los tiempos del liceo Rodó, cuando Agustín obtenía notas brillantes y era el orgullo de los profesores y sobre todo .de las profesoras, y Sánchez en cambio pasaba de año a duras penas, siempre con alguna previa de contrapeso, pero salvándola al fin, tras pagar el odioso precio de quedarse sin vacaciones para estudia como un condenado. Agustín siempre había percibido la callada- envidia de Sánchez, o tal vez lo que él creía que era envidia o resentimiento y sólo era timidez, retraimiento, cortedad. Agustín le ofrecía ayuda, lo invitaba a que estudiaran y repasaran juntos, pero Sánchez, orgulloso y casi hosco, siempre se negaba. Después, en Preparatorios, como Agustín se decidió por química y Sánchez por abogacía, se habían visto bastante menos y quizá por eso la relación había seguido cauces más normales. Años después, y sin que Agustín recordara si había existido algún motivo concreto, sus vidas se habían bifurcado.

Ahora, cuando repasaban en todos sus detalles los respectivos itinerarios, Agustín registraba una curiosa contradicción y se la decía sin ambages al compañero reencontrado: él, Agustín, el ex brillante, ni siquiera había concluido Preparatorios (a la muerte del viejo, tuvo que hacerse cargo de la ferretería y ya no pudo seguir estudiando, o le dio' sencillamente pereza, al ver que su situación económica se normalizaba) y Sánchez, en cambio, el estudiante que parecía mediocre y avanzaba a los tumbos, ahora era abogado, tenía un estudio con dos socios de primera, asesoraba a importantes compañías nacionales y extranjeras, era en fin alguien mucho más encumbrado que el modesto ferretero. Además, Sánchez se había casado, tenía tres hijos, dos niñas y un varón, le mostró las fotos, linda mujer, preciosos chiquilines. Agustín, en cambio, solterón empedernido (no te nía por qué mencionar a Marta) o sea que la soledad lo esperaba, agazapada, implacable y paciente, qué se va a hacer. Y fue después de tanto intercambio, de tanto repaso de antiguos profesores y compañeros de clase (Casenave murió, ¿lo sabías?, y el Pulpo, aquel de Matemáticas, se fue a los Estados Unidos y allí es un capo, y la gordita Moreno se casó con un árbitro de fútbol, quién iba a decir), fue después de tanta amistad recuperada, que Agustín abrió las compuertas de la confidencia y por primera vez le narró a alguien su tortura privada. Sánchez le dedicó una atención que Agustín le agradeció con el alma. Y el remate de toda la historia (a esta altura ya no sé qué hacer, estoy desoriendado, y además, a vos puedo confesártelo, tengo miedo) halló la sonrisa franca, estimulante, del nuevo Alfredo. Así no podés seguir, qué esperanza, y se quedó un rato pensando, con la mirada fija en la pared. Mirá, si han pasado siete semanas y te siguen llamando y no te ha ocurrido nada, lo más probable es que sea una broma o simplemente ganas de joder. Cuando ocurre una cosa así, uno genera un miedo real, pero también, y es lógico que así suceda, uno inventa otra porción de miedo. Vos que siempre supiste de música: ¿conocés un tango de Eladia Blásquez que habla de los miedos que inventamos? «Los miedos que inventamos / nos acercan a todos.» Ah, no estoy de acuerdo. Esos miedos que inventamos son los más peligrosos. De ésos tenés que librarte, y con urgencia, porque los miedos que inventamos son los únicos que nos pueden enloquecer. Agustín, ha sido una suerte que te encontrara, o que me encontraras, porque voy a sacarte del cepo. Este sábado vas a venir conmigo. Siempre paso los fines de semana con la familia en un lindo rancho que tengo en las afueras, casi en el campo. No me gustan las playas, sabés, demasiada gente, demasiado ruido. Yo soy tipo de pastito y no de arena. Precisamente este sábado mi familia no puede ir y no me gusta pasarla solo, así que te venís conmigo y se acabó. Allá tenés libros, música, naipes, cuadros, televisor. Te hace falta un fin de semana sin sobresaltos.

Así quedaron. El sábado, poco después del mediodía, tras bajar la cortina metálica del comercio, fue recogido por Sánchez en un flamante Mercedes. Almorzaron en un boliche medio escondido de la Ciudad Vieja. Nadie lo conoce dijo Sánchez en tono casi conspirativo, pero aquí se como, estupendamente. A Agustín no le pareció tan estupendo pero valoró el gesto y la invitación. Se sentía bien, por primera vez en varias semanas. Narrarle a Sánchez toda la ab surda historia había sido para él casi como haberla traspasado. Se sentía más libre, casi sereno. Menos mal, che, que, me topé con vos, ya estaba como para internarme, no sé si en el nosocomio, en el manicomio o en la morgue. No digas pavadas, dijo Sánchez, y él no tuvo más remedio que reírse.

La carretera estaba fatal, o sea como en cualquier tarde de sábado, pero Sánchez .no se inmutaba. ¿Qué te gusta ahora en música? ¿Lo clásico? Sí, pero sobre todo guitarra. ¿Y en la canción? Bueno, rioplatenses, latinoamericanas. Ah. ¿Viglietti? ¿Chico? ¿Los Olima? ¿Silvio y Pablo? Sí, todos ésos me gustan. Decime Agustín: en música vos fuiste siempre medio subversivo. No tanto, che, además, ahora es difícil conseguir esos discos. Por supuesto, pero yo los consigo, tengo mis medios, qué te parece.

El rancho no era rancho sino espléndida casa, con jardín y un cerco de troncos, bastante alto. Por los perros, sabés, explicó Sánchez. Los perros. Eran verdaderamente impresionantes. Ante la presencia del extraño se abalanzaron mostrando su admirable dentadura, pero Sánchez los llamó a sosiego: ¡tules! Jim! Hay que tener estos bichos, no hay más remedio, ha habido muchos robos y asaltos en la zona, y además aquí estamos demasiado aislados, más vale prevenir. Quien se encargó de adiestrarlos fue mi primo el comisario (eh, no pienses mal) y por eso son una garantía, mejor que todas las armas y las alarmas. Hay un viejo que viene todas las tardes (camina como un quilómetro, pero él dice que le hace bien) a darles de comer. Menos los fines de semana, porque venimos nosotros.

Cuando pasó, no demasiado tranquilo, entre Jules y Jim (es mi modesto homenaje a Truffaut, te acordás de la película, a mí me encantó), Agustín se asombró de su tamaño. ¿Y los tenés siempre sueltos? Claro, encadenados no me servirían. Además, si estamos nosotros aquí, los de la familia, obedecen y no atacan, pero cuando vengo con los botijas y salen a jugar al jardín, entonces sí los ato, por las dudas.

El interior del «rancho» era muy confortable. Sánchez le mostró la habitación que le había destinado y le ofreció ropa liviana, para que se cambiara, bah creo que tenemos el mismo talle, después si hace frío encendemos la estufa. Mientras Sánchez aprontaba los tragos, nada menos que Chivas, Agustín fue revisando los libros, los discos, las casettes. Había para todos los gustos. ¿Quién iba a pensar que aquel botija taciturno, medio lerdo para los números, casi un pichón de hipocondriaco, se iba a convertir con los años en este tipo abierto, enterado, comprensivo, que sabía vivir, y que hasta lo había empezado a curar de su miedo inventado? Mirá Agustín, con las amenazas pasa como con los perros bravos: si les tenés miedo, se te echan encima. Si en cambio los afrontás con serenidad, entonces te respetan.

Cuando sonó el teléfono, a Agustín casi se le cae el vaso. Sánchez advirtió su sofocón, tranquilo viejo, aquí no te va a llamar nadie, aunque sea sábado. El mismo atendió la llamada, escuchó con aire de sorpresa y no te preocupes, salgo enseguida, andá llamando al médico para ganar tiempo. El gesto era más de fastidio que de preocupación. Qué pasa. Nada, nada, anoche el más chico de los pibes tenía un poquito de fiebre pero ahora de golpe le subió a casi cuarenta. Es bastante frágil, sabés, así que cada vez que se enferma mi mujer se muere; del susto. Puta qué lástima, tengo que irme.

Voy contigo, dijo Agustín. De ningún modo, vos te quedás aquí, descansando, tranquilo, recuperando fuerzas, leyendo lo que quieras, escuchando guitarra (tengo a Segovia, Julien Bream, Carlevaro, Yepes, Williams, Parkening, podés elegir) o lo que se te antoje. Nadie sabe que viniste, así que nadie te va a llamar. Ahí te queda la heladera, llena de carne, verduras, fruta, bebidas, como para que te alimentes una semana a cuerpo de rey. Pero yo de cualquier manera vengo a buscarte mañana por la tarde, a más tardar. Eso sí, no salgas al jardín. Por los perros, entendés, te saltarían encima, por eso las ventanas tienen rejas, aquí estarás tranquilo. Te hace falta reposo. Y tranquilidad. Aprovechate, gaviota.

Sánchez recogió rápidamente el bolso, la boina, el llavero, que al entrar habían quedado sobre una mesa ratona. Antes de salir le dio un semiabrazo. Que no sea nada lo del botija, dijo Agustín. No te preocupes, se pondrá bien, ya conozco esos vaivenes, es más el susto de mi mujer que la fiebre del chico. Pero tengo que ir.

Y, cuando ya salía, me dijiste que te gustan los Olima ¿no? Mirá, en aquel estante está su última casette. Donde arde el fuego nuestro. Me la mandaron de Barcelona unos amigos. Te la recomiendo, sobre todo la cara B, donde figura Ta' llorando, es para conmover hasta las piedras. Y además es clandestina, así que sos un privilegiado, no te la pierdas.

Cerró la puerta con un golpe seco. Agustín escuchó los ladridos de los perrazos (¡tules! ¡Jim! ¡Quietos! ¡Basta!) y luego el Mercedes que arrancaba. Estaba un poco desconcertado por el inesperado cambio de programa. Así y todo, se dispuso a pasarla lo mejor posible. Pobre Sánchez, con la buena voluntad que había puesto para que él se recuperara. Se quedó saboreando y terminando el segundo Chivas y mirando uno a uno los cuadros. En realidad eran reproducciones (Miró, Torres García, Pollock, Chagall) pero excelentes. Había que hacer balance. De pronto toma una decisión. Si llega a librarse de los miedos inventados y, por supuesto, también de los reales, se casará con Marta.

Lo sobresaltó un ruido en la ventana y distinguió, tras las rejas, las cabezas impresionantes de Jules y Jim. No ladraban, simplemente lo miraban con fijeza, como asegurando un objetivo. Evidentemente, esos mastines no eran un símbolo de hospitalidad, así que empezó a mirar los discos y las casettes. Qué estúpido, no le había pedido a Sánchez el número de su teléfono en la ciudad, para llamarlo más tarde y preguntarle cómo sigue el botija. Así y todo, aunque con vestigios de recelo, se acercó al teléfono y levantó el tubo. La línea estaba muerta. Se ve que con la última llamada se estropeó. Mejor, así estoy seguro de que el de los sábados no llama. Otra vez las casettes. Eligió una de Segovia y también la de Los Olimareños que le recomendara Sánchez. Colocó la del guitarrista y oprimió la tecla play.

Con la cajita en una mano y el vaso en la otra, fue siguiendo el repertorio mientras escuchaba: Fantasía, Suite, Homenaje ante la tumba de Debussy, Variaciones sobre un tema de Mozart. La guitarra sonaba cálida y acogedora en aquel ambiente que, de tan impecable, parecía virgen de ocupantes. Aprovechó aquella paz (sólo perturbada por la visión de Jules y Jim en la ventana) para examinar el desasosiego de sus últimos y penúltimos sábados. Mañana, cuando Sánchez venga a buscarlo, le diré que, gracias a él, ya se siente libre de Los Miedos Que Inventamos. Sólo le queda el Miedo Real, pero ahora sí tiene la impresión de que éste es menos grave, más gobernable. La guitarra concluye grave y melancólica y el aparato se frena automáticamente. Retira la casette de Segovia y pone la de Los Olimareños (se fija bien que sea la cara B) pero antes de oprimir de nuevo la tecla play, se sirve otro Chivas y toma un trago largo. Es cómodo y simpático el ranchito, jajá, del amigo Sánchez, del amigazo Alfredo Sánchez. Carajo estoy borracho, se dice al advertir que la enorme estantería va perdiendo nitidez, entremezclando sus colores. ¿Cómo será ese Ta' llorando? Oprime por fin la tecla, hay un espacio de zumbante silencio, y luego el formidable equipo estereofónico se limita a decir hola Agustín, te vamos a mata¡, no sabemos si en esta semana o en la próxima, lo único seguro es que te vamos a matar, chau Agustín.



El ángel - Rodolfo Wilcock

 
 Juan Rodolfo Wilcock nació en Buenos Aires, Argentina, en 1919.
Escritor argentino.

Adoptó la nacionalidad italiana. Murió en Lubitano, Italia, en 1978. 
Su obra: Libro de poemas y canciones, Ensayos de poesía lírica, Persecución de las musas menores, Paseo sentimental, Los hermosos días, Sexto, Los traidores (en colaboración con Silvina Ocampo), El caos. 
Ediciones póstumas: Poemas, La sinagoga de los iconoclastas, El ingeniero, El estereoscopio de los solitarios, Hechos inquietantes, El libro de los monstruos, Los dos indios alegres, El templo etrusco.






El ángel



El ángel Elzevar está desocupado, lo único que sabe hacer es llevar mensajes pero ya no hay más mensajes que llevar, y entonces el ángel da vueltas revisando en la basura del gran basurero municipal en busca de restos de comida y sobras de fruta: algo tiene que comer. De noche, hizo la prueba de recorrer la orilla del río en calidad de prostituto todo servicio, y de hecho sabe hacer muchas cosas y su condición angélica lo exime de cualquier escrúpulo moral; pero la mayoría de las veces el encuentro termina mal, por ejemplo cuando el cliente, antes o después, descubre que Elzevar no tiene sexo: por lo que parece, en ciertas ocupaciones el sexo es particularmente requerido, e incluso indispensable. Para aplacar al desilusionado cliente, Elzevar le muestra un poco cómo vuela, primero a la derecha, después a la izquierda, después le pasa sobre la cabeza y le desordena los cabellos como una brisa ligera; pero los clientes de la orilla del río exigen algo más concreto que una normal exhibición de levitación; uno le mordió el tobillo en pleno vuelo, otro calvo con peluca lo llamó sodomita y un tercero lo denunció a la policía, basándose en un artículo del Código Penal que prohíbe exaltar la seducción y otros dos artículos del Código de Navegación Aérea relativos al vuelo urbano sin documentos. Después de lo cual Elzevar tuvo que mudarse a otro recodo del río, peligrosamente frecuentado por familias y pescadores con cañas, incluso de noche.

Estos inconvenientes, natural consecuencia de su desocupación temporaria, no pueden realmente preocupar a un ángel. Para comenzar los ángeles son inmortales, y son pocos los mortales que pueden decir lo mismo. En cuanto a la falta de mensajes, un día u otro tendrá que terminar. Nuevos emisores se están alistando, y los potenciales receptores por cierto no escasean. Ya en el pasado le sucedió estar sin trabajo por períodos más o menos largos, sin hacer nada. Basura de comer nunca le ha faltado; es verdad que la prostitución angélica ya no es lo que era , pero de cualquier forma, hasta que esté listo el nuevo mensaje, hay que seguir en contacto con los hombres. Mientras tanto Elzevar siempre puede encontrar trabajo en un circo, en tanto lamentablemente muchas cosas cambiaron desde que existe la televisión. Si el Gran Silencio durase mucho, otros caminos interesantes y poco recorridos se le abren: por ejemplo el cine underground, la aplicación de antiparasitarios, la manutención de computadoras, la limpieza de ascensores y los desfiles masculinos de moda.


La salud de los enfermos - Julio Cortázar


Julio Florencio Cortázar Descotte nació en Bruselas, en 1914.
Hijo de argentinos, a los cuatro años se mudó a la Argentina, y se radicó en Mendoza. 
Fue un renovador del género narrativo, especialmente del cuento breve, tanto en la estructura como en el uso del lenguaje. 
Vivió en París la mayor parte de su vida y se nacionalizó francés, como protesta ante la toma del poder de las diferentes juntas militares en Argentina, es un autor argentino plenamente integrado en la literatura hispanoamericana. 
Murió en Paris en 1984.
Su obra:
Cuentos: La otra orilla, Bestiario, Final del juego, Las armas secretas, Todos los fuegos el fuego, Octaedro, Alguien que anda por ahí, Un tal Lucas, Queremos tanto a Glenda, Deshoras. 
Novelas: Los premios, Rayuelas, 62 Modelo para armar, El examen, Divertimento, Diario de Andrés Fava (obra póstuna). 
Misceláneas: Historia de cronopios y de famas, La vuelta al día en ochenta mundos, Último round, Los autonautas de la cosmopista, Papeles inesperados. 
Teatro: Los reyes, Nada a Pehuajó, Adiós Robinson y otras piezas breves (obra póstuma).
Poesía: Presencia, Pameos y meopas, Salvo el crepúsculo. 




 La salud de los enfermos
de Todos los fuegos el fuego

Cuando inesperadamente tía Clelia se sintió mal, en la familia hubo un momento de pánico y por varias horas nadie fue capaz de reaccionar y discutir un plan de acción, ni siquiera tío Roque que encontraba siempre la salida más atinada. A Carlos lo llamaron por teléfono a la oficina, Rosa y Pepa despidieron a los alumnos de piano y solfeo, y hasta tía Clelia se preocupó más por mamá que por ella misma. Estaba segura de que lo que sentía no era grave, pero a mamá no se le podían dar noticias inquietantes con su presión y su azúcar, de sobra sabían todos que el doctor Bonifaz había sido el primero en comprender y aprobar que le ocultaran a mamá lo de Alejandro. Si tía Clelia tenía que guardar cama era necesario encontrar alguna manera de que mamá no sospechara que estaba enferma, pero ya lo de Alejandro se había vuelto tan difícil y ahora se agregaba esto; la menor equivocación, y acabaría por saber la verdad. Aunque la casa era grande, había que tener en cuenta el oído tan afinado de mamá y su inquietante capacidad para adivinar dónde estaba cada uno. Pepa, que había llamado al doctor Bonifaz desde el teléfono de arriba, avisó a sus hermanos que el médico vendría lo antes posible y que dejaran entornada la puerta cancel para que entrase sin llamar. Mientras Rosa y tío Roque atendían a tía Clelia que había tenido dos desmayos y se quejaba de un insoportable dolor de cabeza, Carlos se quedó con mamá para contarle las novedades del conflicto diplomático con el Brasil y leerle las últimas noticias. Mamá estaba de buen humor esa tarde y no le dolía la cintura como casi siempre a la hora de la siesta. A todos les fue preguntando qué les pasaba que parecían tan nerviosos, y en la casa se habló de la baja presión y de los efectos nefastos de los mejoradores en el pan. A la hora del té vino tío Roque a charlar con mamá, y Carlos pudo darse un baño y quedarse a la espera del médico. Tía Clelia seguía mejor, pero le costaba moverse en la cama y ya casi no se interesaba por lo que tanto la había preocupado al salir del primer vahído. Pepa y Rosa se turnaron junto a ella, ofreciéndole té y agua sin que les contestara; la casa se apaciguó con el atardecer y los hermanos se dijeron que tal vez lo de tía Clelia no era grave, y que a la tarde siguiente volvería a entrar en el dormitorio de mamá como si no le hubiese pasado nada.
Con Alejandro las cosas habían sido mucho peores, porque Alejandro se había matado en un accidente de auto a poco de llegar a Montevideo donde lo esperaban en casa de un ingeniero amigo. Ya hacía casi un año de eso, pero siempre seguía siendo el primer día para los hermanos y los tíos, para todos menos para mamá ya que para mamá Alejandro estaba en el Brasil donde una firma de Recife le había encargado la instalación de una fábrica de cemento. La idea de preparar a mamá, de insinuarle que Alejandro había tenido un accidente y que estaba levemente herido, no se les había ocurrido siquiera después de las prevenciones del doctor Bonifaz. Hasta María Laura, más allá de toda comprensión en esas primeras horas, había admitido que no era posible darle la noticia a mamá. Carlos y el padre de María Laura viajaron al Uruguay para traer el cuerpo de Alejandro, mientras la familia cuidaba como siempre de mamá que ese día estaba dolorida y difícil. El club de ingeniería aceptó que el velorio se hiciera en su sede y Pepa, la más ocupada con mamá, ni siquiera alcanzó a ver el ataúd de Alejandro mientras los otros se turnaban de hora en hora y acompañaban a la pobre María Laura perdida en un horror sin lágrimas. Como casi siempre, a tío Roque le tocó pensar. Habló de madrugada con Carlos, que lloraba silenciosamente a su hermano con la cabeza apoyada en la carpeta verde de la mesa del comedor donde tantas veces habían jugado a las cartas. Después se les agregó tía Clelia, porque mamá dormía toda la noche y no había que preocuparse por ella. Con el acuerdo tácito de Rosa y de Pepa, decidieron las primeras medidas, empezando por el secuestro de La Nación –a veces mamá se animaba a leer el diario unos minutos– y todos estuvieron de acuerdo con lo que había pensado el tío Roque. Fue así como una empresa brasileña contrató a Alejandro para que pasara un año en Recife, y Alejandro tuvo que renunciar en pocas horas a sus breves vacaciones en casa del ingeniero amigo, hacer su valija y saltar al primer avión. Mamá tenía que comprender que eran nuevos tiempos, que los industriales no entendían de sentimientos, pero Alejandro ya encontraría la manera de tomarse una semana de vacaciones a mitad de año y bajar a Buenos Aires. A mamá le pareció muy bien todo eso, aunque lloró un poco y hubo que darle a respirar sus sales. Carlos, que sabía hacerla reír, le dijo que era una vergüenza que llorara por el primer éxito del benjamín de la familia, y que a Alejandro no le hubiera gustado enterarse de que recibían así la noticia de su contrato. Entonces mamá se tranquilizó y dijo que bebería un dedo de málaga a la salud de Alejandro. Carlos salió bruscamente a buscar el vino, pero fue Rosa quien lo trajo y quien brindó con mamá.
La vida de mamá era bien penosa, y aunque poco se quejaba había que hacer todo lo posible por acompañarla y distraerla. Cuando al día siguiente del entierro de Alejandro se extrañó de que María Laura no hubiese venido a visitarla como todos los jueves, Pepa fue por la tarde a casa de los Novalli para hablar con María Laura. A esa hora tío Roque estaba en el estudio de un abogado amigo, explicándole la situación; el abogado prometió escribir inmediatamente a su hermano que trabajaba en Recife (las ciudades no se elegían al azar en casa de mamá) y organizar lo de la correspondencia. El doctor Bonifaz ya había visitado como por casualidad a mamá, y después de examinarle la vista la encontró bastante mejor pero le pidió que por unos días se abstuviera de leer los diarios. Tía Clelia se encargó de comentarle las noticias más interesantes; por suerte a mamá no le gustaban los noticieros radiales porque eran vulgares y a cada rato había avisos de remedios nada seguros que la gente tomaba contra viento y marea y así les iba.
María Laura vino el viernes por la tarde y habló de lo mucho que tenía que estudiar para los exámenes de arquitectura.
–Sí, mi hijita –dijo mamá, mirándola con afecto–. Tenés los ojos colorados de leer, y eso es malo. Ponete unas compresas con hamamelis, que es lo mejor que hay.
Rosa y Pepa estaban ahí para intervenir a cada momento en la conversación, y María Laura pudo resistir y hasta sonrió cuando mamá se puso a hablar de ese pícaro de novio que se iba tan lejos y casi sin avisar. La juventud moderna era así, el mundo se había vuelto loco y todos andaban apurados y sin tiempo para nada. Después mamá se perdió en las ya sabidas anécdotas de padres y abuelos, y vino el café y después entró Carlos con bromas y cuentos, y en algún momento tío Roque se paró en la puerta del dormitorio y los miró con su aire bonachón, y todo pasó como tenía que pasar hasta la hora del descanso de mamá.
La familia se fue habituando, a María Laura le costó más pero en cambio sólo tenía que ver a mamá los jueves; un día llegó la primera carta de Alejandro (mamá se había extrañado ya dos veces de su silencio) y Carlos se la leyó al pie de la cama. A Alejandro le había encantado Recife, hablaba del puerto, de los vendedores de papagayos y del sabor de los refrescos, a la familia se le hacía agua la boca cuando se enteraba de que los ananás no costaban nada, y que el café era de verdad y con una fragancia... Mamá pidió que le mostraran el sobre, y dijo que habría que darle la estampilla al chico de los Marolda que era filatelista, aunque a ella no le gustaba nada que los chicos anduvieran con las estampillas porque después no se lavaban las manos y las estampillas habían rodado por todo el mundo.
–Les pasan la lengua para pegarlas – decía siempre mamá– y los microbios quedan ahí y se incuban, es sabido. Pero dásela lo mismo, total ya tiene tantas que una más...
Al otro día mamá llamó a Rosa y le dictó una carta para Alejandro, preguntándole cuándo iba a poder tomarse vacaciones y si el viaje no le costaría demasiado. Le explicó cómo se sentía y le habló del ascenso que acababan de darle a Carlos y del premio que había sacado uno de los alumnos de piano de Pepa. También le dijo que María Laura la visitaba sin faltar ni un solo jueves, pero que estudiaba demasiado y que eso era malo para la vista. Cuando la carta estuvo escrita, mamá la firmó al pie con un lápiz, y besó suavemente el papel. Pepa se levantó con el pretexto de ir a buscar un sobre, y tía Clelia vino con las pastillas de las cinco y unas flores para el jarrón de la cómoda.
Nada era fácil, porque en esa época la presión de mamá subió todavía más y la familia llegó a preguntarse si no habría alguna influencia inconsciente, algo que desbordaba del comportamiento de todos ellos, una inquietud y un desánimo que hacían daño a mamá a pesar de las precauciones y la falsa alegría. Pero no podía ser, porque a fuerza de fingir las risas todos habían acabado por reírse de veras con mamá, y a veces se hacían bromas y se tiraban manotazos aunque no estuvieran con ella, y después se miraban como si se despertaran bruscamente, y Pepa se ponía muy colorada y Carlos encendía un cigarrillo con la cabeza gacha. Lo único importante en el fondo era que pasara el tiempo y que mamá no se diese cuenta de nada. Tío Roque había hablado con el doctor Bonifaz, y todos estaban de acuerdo en que había que continuar indefinidamente la comedia piadosa, como la calificaba tía Clelia. El único problema eran las visitas de María Laura porque mamá insistía naturalmente en hablar de Alejandro, quería saber si se casarían apenas él volviera de Recife o si ese loco de hijo iba a aceptar otro contrato lejos y por tanto tiempo. No quedaba más remedio que entrar a cada momento en el dormitorio y distraer a mamá, quitarle a María Laura que se mantenía muy quieta en su silla, con las manos apretadas hasta hacerse daño, pero un día mamá le preguntó a tía Clelia por qué todos se precipitaban en esa forma cuando María Laura venía a verla, como si fuera la única ocasión que tenían de estar con ella. Tía Clelia se echó a reír y le dijo que todos veían un poco a Alejandro en María Laura, y que por eso les gustaba estar con ella cuando venía.
–Tenés razón, María Laura es tan buena –dijo mamá–. El bandido de mi hijo no se la merece, creeme.
–Mirá quién habla –dijo tía Clelia–. Si se te cae la baba cuando nombrás a tu hijo.
Mamá también se puso a reír, y se acordó de que en esos días iba a llegar carta de Alejandro. La carta llegó y tío Roque la trajo junto con el té de las cinco. Esa vez mamá quiso leer la carta y pidió sus anteojos de ver cerca. Leyó aplicadamente, como si cada frase fuera un bocado que había que dar vueltas y vueltas paladeándolo.
–Los muchachos de ahora no tienen respeto –dijo sin darle demasiada importancia–. Está bien que en mi tiempo no se usaban esas máquinas, pero yo no me hubiera atrevido jamás a escribir así a mi padre, ni vos tampoco.
–Claro que no –dijo tío Roque–. Con el genio que tenía el viejo.
–A vos no se te cae nunca eso del viejo, Roque. Sabés que no me gusta oírtelo decir, pero te da igual. Acordate cómo se ponía mamá.
–Bueno, está bien. Lo de viejo es una manera de decir, no tiene nada que ver con el respeto.
–Es muy raro –dijo mamá, quitándose los anteojos y mirando las molduras del cielo raso–. Ya van cinco o seis cartas de Alejandro, y en ninguna me llama... Ah, pero es un secreto entre los dos. Es raro, sabés. ¿Por qué no me ha llamado así ni una sola vez?
–A lo mejor al muchacho le parece tonto escribírtelo. Una cosa es que te diga... ¿cómo te dice?...
–Es un secreto –dijo mamá–. Un secreto entre mi hijito y yo.
Ni Pepa ni Rosa sabían de ese nombre, y Carlos se encogió de hombros cuando le preguntaron.
–¿Qué querés, tío? Lo más que puedo hacer es falsificarle la firma. Yo creo que mamá se va a olvidar de eso, no te lo tomés tan a pecho.
A los cuatro o cinco meses, después de una carta de Alejandro en la que explicaba lo mucho que tenía que hacer (aunque estaba contento porque era una gran oportunidad para un ingeniero joven), mamá insistió en que ya era tiempo de que se tomara unas vacaciones y bajara a Buenos Aires. A Rosa, que escribía la respuesta de mamá, le pareció que dictaba más lentamente, como si hubiera estado pensando mucho cada frase.
–Vaya a saber si el pobre podrá venir –comentó Rosa como al descuido–. Sería una lástima que se malquiste con la empresa justamente ahora que le va tan bien y está tan contento.
Mamá siguió dictando como si no hubiera oído. Su salud dejaba mucho que desear y le hubiera gustado ver a Alejandro, aunque sólo fuese por unos días. Alejandro tenía que pensar también en María Laura, no porque ella creyese que descuidaba a su novia, pero un cariño no vive de palabras bonitas y promesas a la distancia. En fin, esperaba que Alejandro le escribiera pronto con buenas noticias. Rosa se fijó que mamá no besaba el papel después de firmar, pero que miraba fijamente la carta como si quisiera grabársela en la memoria. "Pobre Alejandro", pensó Rosa, y después se santiguó bruscamente sin que mamá la viera.
–Mirá –le dijo tío Roque a Carlos cuando esa noche se quedaron solos para su partida de dominó–, yo creo que esto se va a poner feo. Habrá que inventar alguna cosa plausible, o al final se dará cuenta.
–Qué sé yo, tío. Lo mejor será que Alejandro conteste de una manera que la deje contenta por un tiempo más. La pobre está tan delicada, no se puede ni pensar en...
–Nadie habló de eso, muchacho. Pero yo te digo que tu madre es de las que no aflojan. Está en la familia, che.
Mamá leyó sin hacer comentarios la respuesta evasiva de Alejandro, que trataría de conseguir vacaciones apenas entregara el primer sector instalado de la fábrica. Cuando esa tarde llegó María Laura, le pidió que intercediera para que Alejandro viniese aunque no fuera más que una semana a Buenos Aires. María Laura le dijo después a Rosa que mamá se lo había pedido en el único momento en que nadie más podía escucharla. Tío Roque fue el primero en sugerir lo que todos habían pensado ya tantas veces sin animarse a decirlo por lo claro, y cuando mamá le dictó a Rosa otra carta para Alejandro, insistiendo en que viniera, se decidió que no quedaba más remedio que hacer la tentativa y ver si mamá estaba en condiciones de recibir una primera noticia desagradable. Carlos consultó al doctor Bonifaz, que aconsejó prudencia y unas gotas. Dejaron pasar el tiempo necesario, y una tarde tío Roque vino a sentarse a los pies de la cama de mamá, mientras Rosa cebaba un mate y miraba por la ventana del balcón, al lado de la cómoda de los remedios.
–Fijate que ahora empiezo a entender un poco por qué este diablo de sobrino no se decide a venir a vernos –dijo tío Roque–. Lo que pasa es que no te ha querido afligir, sabiendo que todavía no estás bien.
Mamá lo miró como si no comprendiera.
–Hoy telefonearon los Novalli, parece que María Laura recibió noticias de Alejandro. Está bien, pero no va a poder viajar por unos meses.
–¿Por qué no va a poder viajar? –preguntó mamá.
–Porque tiene algo en un pie, parece. En el tobillo, creo. Hay que preguntarle a María Laura para que diga lo que pasa. El viejo Novalli habló de una fractura o algo así.
–¿Fractura de tobillo? –dijo mamá.
Antes de que tío Roque pudiera contestar, ya Rosa estaba con el frasco de sales. El doctor Bonifaz vino en seguida, y todo pasó en unas horas, pero fueron horas largas y el doctor Bonifaz no se separó de la familia hasta entrada la noche. Recién dos días después mamá se sintió lo bastante repuesta como para pedirle a Pepa que le escribiera a Alejandro. Cuando Pepa, que no había entendido bien, vino como siempre con el block y la lapicera, mamá cerró los ojos y negó con la cabeza.
–Escribile vos, nomás. Decile que se cuide.
Pepa obedeció, sin saber por qué escribía una frase tras otra puesto que mamá no iba a leer la carta. Esa noche le dijo a Carlos que todo el tiempo, mientras escribía al lado de la cama de mamá, había tenido la absoluta seguridad de que mamá no iba a leer ni a firmar esa carta. Seguía con los ojos cerrados y no los abrió hasta la hora de la tisana; parecía haberse olvidado, estar pensando en otras cosas.
Alejandro contestó con el tono más natural del mundo, explicando que no había querido contar lo de la fractura para no afligirla. Al principio se habían equivocado y le habían puesto un yeso que hubo de cambiar, pero ya estaba mejor y en unas semanas podría empezar a caminar. En total tenía para unos dos meses, aunque lo malo era que su trabajo se había retrasado una barbaridad en el peor momento, y...
Carlos, que leía la carta en voz alta, tuvo la impresión de que mamá no lo escuchaba como otras veces. De cuando en cuando miraba el reloj, lo que en ella era signo de impaciencia. A las siete Rosa tenía que traerle el caldo con las gotas del doctor Bonifaz, y eran las siete y cinco.
–Bueno –dijo Carlos, doblando la carta–. Ya ves que todo va bien, al pibe no le ha pasado nada serio.
–Claro –dijo mamá–. Mirá, decile a Rosa que se apure, querés.
A María Laura, mamá le escuchó atentamente las explicaciones sobre la fractura de Alejandro, y hasta le dijo que le recomendara unas fricciones que tanto bien le habían hecho a su padre cuando la caída del caballo en Matanzas. Casi en seguida, como si formara parte de la misma frase, preguntó si no le podían dar unas gotas de agua de azahar, que siempre le aclaraban la cabeza.
La primera en hablar fue María Laura, esa misma tarde. Se lo dijo a Rosa en la sala, antes de irse, y Rosa se quedó mirándola como si no pudiera creer lo que había oído.
–Por favor –dijo Rosa–. ¿Cómo podés imaginarte una cosa así?
—No me la imagino, es la verdad –dijo María Laura–. Y yo no vuelvo más, Rosa, pídanme lo que quieran, pero yo no vuelvo a entrar en esa pieza.
En el fondo a nadie le pareció demasiado absurda la fantasía de María Laura, pero tía Clelia resumió el sentimiento de todos cuando dijo que en una casa como la de ellos un deber era un deber. A Rosa le tocó ir a lo de los Novalli, pero María Laura tuvo un ataque de llanto tan histérico que no quedó más remedio que acatar su decisión; Pepa y Rosa empezaron esa misma tarde a hacer comentarios sobre lo mucho que tenía que estudiar la pobre chica y lo cansada que estaba. Mamá no dijo nada, y cuando llegó el jueves no preguntó por María Laura. Ese jueves se cumplían diez meses de la partida de Alejandro al Brasil. La empresa estaba tan satisfecha de sus servicios, que unas semanas después le propusieron una renovación del contrato por otro año, siempre que aceptara irse de inmediato a Belén para instalar otra fábrica. A tío R­que le parecía eso formidable, un gran triunfo para un muchacho de tan pocos años.
—Alejandro fue siempre el más inteligente –dijo mamá–. Así como Carlos es el más tesonero.
–Tenés razón –dijo tío Roque, preguntándose de pronto qué mosca le habría picado aquel día a María Laura–. La verdad es que te han salido unos hijos que valen la pena, hermana.
–Oh, sí, no me puedo quejar. A su padre le hubiera gustado verlos ya grandes. Las chicas, tan buenas, y el pobre Carlos, tan de su casa.
—Y Alejandro, con tanto porvenir.
—Ah, sí –dijo mamá.
–Fijate nomás en ese nuevo contrato que le ofrecen...En fin, cuando estés con ánimo le contestarás a tu hijo; debe andar con la cola entre las piernas pensando que la noticia de la renovación no te va a gustar.
–Ah, sí –repitió mamá, mirando al cielo raso–. Decile a Pepa que le escriba, ella ya sabe.
Pepa escribió, sin estar muy segura de lo que debía decirle a Alejandro, pero convencida de que siempre era mejor tener un texto completo para evitar contradicciones en las respuestas. Alejandro, por su parte, se alegró mucho de que mamá comprendiera la oportunidad que se le presentaba. Lo del tobillo iba muy bien, apenas pudiera pediría vacaciones para venirse a estar con ellos una quincena. Mamá asintió con un leve gesto, y preguntó si ya había llegado La Razón para que Carlos le leyera los telegramas. En la casa todo se había ordenado sin esfuerzo, ahora que parecían haber terminado los sobresaltos y la salud de mamá se mantenía estacionaria. Los hijos se turnaban para acompañarla; tío Roque y tía Clelia entraban y salían en cualquier momento. Carlos le leía el diario a mamá por la noche, y Pepa por la mañana. Rosa y tía Clelia se ocupaban de los medicamentos y los baños; tío Roque tomaba mate en su cuarto dos o tres veces al día. Mamá no estaba nunca sola, no preguntaba nunca por María Laura; cada tres semanas recibía sin comentarios las noticias de Alejandro; le decía a Pepa que contestara y hablaba de otra cosa, siempre inteligente y atenta y alejada.
Fue en esta época cuando tío Roque empezó a leerle las noticias de la tensión con el Brasil. Las primeras las había escrito en los bordes del diario, pero mamá no se preocupaba por la perfección de la lectura y después de unos días tío Roque se acostumbró a inventar en el momento. Al principio acompañaba los inquietantes telegramas con algún comentario sobre los problemas que eso podía traerle a Alejandro y a los demás argentinos en el Brasil, pero como mamá no parecía preocuparse dejó de insistir aunque cada tantos días agravaba un poco la situación. En las cartas de Alejandro se mencionaba la posibilidad de una ruptura de relaciones, aunque el muchacho era el optimista de siempre y estaba convencido de que los cancilleres arreglarían el litigio.
Mamá no hacía comentarios, tal vez porque aún faltaba mucho para que Alejandro pudiera pedir licencia, pero una noche le preguntó bruscamente al doctor Bonifaz si la situación con el Brasil era tan grave como decían los diarios.
–¿Con el Brasil? Bueno, sí, las cosas no andan muy bien –dijo el médico—. Esperemos que el buen sentido de los estadistas…
Mamá lo miraba como sorprendida de que le hubiese respondido sin vacilar. Suspiró levemente, y cambió la conversación. Esa noche estuvo más animada que otras veces, y el doctor Bonifaz se retiró satisfecho. Al otro día se enfermó tía Clelia; los desmayos parecían cosa pasajera, pero el doctor Bonifaz habló con tío Roque y aconsejó que internaran a tía Clelia en un sanatorio. A mamá, que en ese momento escuchaba las noticias del Brasil que le traía Carlos con el diario de la noche, le dijeron que tía Clelia estaba con una jaqueca que no la dejaba moverse de la cama. Tuvieron toda la noche para pensar en lo que harían, pero tío Roque estaba como anonadado después de hablar con el doctor Bonifaz, y a Carlos y a las chicas les tocó decidir. A Rosa se le ocurrió lo de la quinta de Manolita Valle y el aire puro; al segundo día de la jaqueca de tía Clelia, Carlos llevó la conversación con tanta habilidad que fue como si mamá en persona hubiera aconsejado una temporada en la quinta de Manolita que tanto bien le haría a Clelia. Un compañero de oficina de Carlos se ofreció para llevarla en su auto, ya que el tren era fatigoso con esa jaqueca. Tía Clelia fue la primera en querer despedirse de mamá, y entre Carlos y tío Roque la llevaron pasito a paso para que mamá le recomendase que no tomara frío en esos autos de ahora y que se acordara del laxante de frutas cada noche.
–Clelia estaba muy congestionada –le dijo mamá a Pepa por la tarde–. Me hizo mala impresión, sabés.
—Oh, con unos días en la quinta se va a reponer lo más bien. Estaba un poco cansada estos meses; me acuerdo de que Manolita le había dicho que fuera a acompañarla a la quinta.
–¿Sí? Es raro, nunca me lo dijo.
—Por no afligirte, supongo.
–¿Y cuánto tiempo se va a quedar, hijita?
Pepa no sabía, pero ya le preguntarían al doctor Bonifaz que era el que había aconsejado el cambio de aire. Mamá no volvió a hablar del asunto hasta algunos días después (tía Clelia acababa de tener un síncope en el sanatorio, y Rosa se turnaba con tío Roque para acompañarla)
—Me pregunto cuándo va a volver Clelia –dijo mamá.
–Vamos, por una vez que la pobre se decide a dejarte y a cambiar un poco de aire...
—Sí, pero lo que tenía no era nada, dijeron ustedes.
–Claro que no es nada. Ahora se estará quedando por gusto, o por acompañar a Manolita; ya sabés cómo son de amigas.
–Telefoneá a la quinta y averiguá cuándo va a volver –dijo mamá.
Rosa telefoneó a la quinta, y le dijeron que tía Clelia estaba mejor, pero que todavía se sentía un poco débil, de manera que iba a aprovechar para quedarse. El tiempo estaba espléndido en Olavarría.
–No me gusta nada eso –dijo mamá–. Clelia ya tendría que haber vuelto.
–Por favor, mamá, no te preocupés tanto. ¿Por qué no te mejorás vos lo antes posible, y te vas con Clelia y Manolita a tomar sol a la quinta?
–¿Yo? –dijo mamá, mirando a Carlos con algo que se parecía al asombro, al escándalo, al insulto. Carlos se echó a reír para disimular lo que sentía (tía Clelia estaba gravísima, Pepa acababa de telefonear) y la besó en la mejilla como a una niña traviesa.
–Mamita tonta –dijo, tratando de no pensar en nada.
Esa noche mamá durmió mal y desde el amanecer preguntó por Clelia, como si a esa hora se pudieran tener noticias de la quinta (tía Clelia acababa de morir y habían decidido velarla en la funeraria). A las ocho llamaron a la quinta desde e1 teléfono de la sala, para que mamá pudiera escuchar la conversación, y por suerte tía Clelia había pasado bastante buena noche aunque el médico de Manolita aconsejaba que se quedase mientras siguiera el buen tiempo. Carlos estaba muy contento con el cierre de la oficina por inventario y balance, y vino en piyama a tomar mate al pie de la cama de mamá y a darle conversación.
–Mirá –dijo mamá–, yo creo que habría que escribirle a Alejandro que venga a ver a su tía. Siempre fue el preferido de Clelia, y es justo que venga.
–Pero si tía Clelia no tiene nada, mamá. Si Alejandro no ha podido venir a verte a vos, imaginate...
–Allá él –dijo mamá–. Vos escribile y decile que Clelia está enferma y que debería venir a verla.
–¿Pero cuántas veces te vamos a repetir que lo de tía Clelia no es grave?
–Si no es grave, mejor. Pero no te cuesta nada escribirle.
Le escribieron esa misma tarde y le leyeron la carta a mamá. En los días en que debía llegar la respuesta de Alejandro (tía Clelia seguía bien, pero el médico de Manolita insistía en que aprovechara el buen aire de la quinta), la situación diplomática con el Brasil se agravó todavía más y Carlos le dijo a mamá que no sería raro que las cartas de Alejandro se demoraran.
–Parecería a propósito –dijo mamá–. Ya vas a ver que tampoco podrá venir él.
Ninguno de ellos se decidía a leerle la carta de Alejandro. Reunidos en el comedor, miraban al lugar vacío de tía Clelia, se miraban entre ellos, vacilando.
–Es absurdo –dijo Carlos–. Ya estamos tan acostumbrados a esta comedia, que una escena más o menos...
–Entonces llevásela vos –dijo Pepa, mientras se le llenaban los ojos de lágrimas y se los secaba con la servilleta.
–Qué querés, hay algo que no anda. Ahora cada vez que entro en su cuarto estoy como esperando una sorpresa, una trampa, casi.
–La culpa la tiene María Laura –dijo Rosa–. Ella nos metió la idea en la cabeza y ya no podemos actuar con naturalidad. Y para colmo tía Clelia…
–Mirá, ahora que lo decís se me ocurre que convendría hablar con María Laura –dijo tío Roque–. Lo más lógico sería que viniera después de sus exámenes y le diera a tu madre la noticia de que Alejandro no va a poder viajar.
–Pero a vos no te hiela la sangre que mamá no pregunte más por María Laura, aunque Alejandro la nombra en todas sus cartas.
–No se trata de la temperatura de mi sangre –dijo tío Roque–. Las cosas se hacen o no se hacen, y se acabó.
A Rosa le llevó dos horas convencer a María Laura, pero era su mejor amiga y María Laura los quería mucho, hasta a mamá aunque le diera miedo. Hubo que preparar una nueva carta, que María Laura trajo junto con un ramo de flores y las pastillas de mandarina que le gustaban a mamá. Sí, por suerte ya habían terminado los exámenes peores, y podría irse unas semanas a descansar a San Vicente.
–El aire del campo te hará bien –dijo mamá–. En cambio a Clelia... ¿Hoy llamaste a la quinta, Pepa? Ah, sí, recuerdo que me dijiste... Bueno, ya hace tres semanas que se fue Clelia, y mirá vos...
María Laura y Rosa hicieron los comentarios del caso, vino la bandeja del té, y María Laura le leyó a mamá unos párrafos de la carta de Alejandro con la noticia de la internación provisional de todos los técnicos extranjeros, y la gracia que le hacía estar alojado en un espléndido hotel por cuenta del gobierno, a la espera de que los cancilleres arreglaran el conflicto. Mamá no hizo ninguna reflexión, bebió su taza de tilo y se fue adormeciendo. Las muchachas siguieron charlando en la sala, más aliviadas. María Laura estaba por irse cuando se le ocurrió lo del teléfono y se lo dijo a Rosa. A Rosa le parecía que también Carlos había pensado en eso, y más tarde le habló a tío Roque, que se encogió de hombros. Frente a cosas así no quedaba más remedio que hacer un gesto y seguir leyendo el diario. Pero Rosa y Pepa se lo dijeron también a Carlos, que renunció a encontrarle explicación a menos de aceptar lo que nadie quería aceptar.
–Ya veremos –dijo Carlos–. Todavía puede ser que se le ocurra y nos lo pida. En ese caso...
Pero mamá no pidió nunca que le llevaran el teléfono para hablar personalmente con tía Clelia. Cada mañana preguntaba si había noticias de la quinta, y después se volvía a su silencio donde el tiempo parecía contarse por dosis de remedios y tazas de tisana. No le desagradaba que tío Roque viniera con La Razón para leerle las últimas noticias del conflicto con el Brasil, aunque tampoco parecía preocuparse si el diariero llegaba tarde o tío Roque se entretenía más que de costumbre con un problema de ajedrez. Rosa y Pepa llegaron a convencerse de que a mamá la tenía sin cuidado que le leyeran las noticias, o telefonearan a la quinta, o trajeran una carta de Alejandro. Pero no se podía estar seguro porque a veces mamá levantaba la cabeza y las miraba con la mirada profunda de siempre, ni la que no había ningún cambio, ninguna aceptación. La rutina los abarcaba a todos, y para Rosa telefonear a un agujero negro en el extremo del hilo era tan simple y cotidiano como para tío Roque seguir leyendo falsos telegramas sobre un fondo de anuncios de remates o noticias de fútbol, o para Carlos entrar con las anécdotas de su visita a la quinta de Olavarría y los paquetes de frutas que les mandaban Manolita y tía Clelia. Ni siquiera durante los últimos meses de mamá cambiaron las costumbres, aunque poca importancia tuviera ya. El doctor Bonifaz les dijo que por suerte mamá no sufriría nada y que se apagaría sin sentirlo. Pero mamá se mantuvo lúcida hasta el fin, cuando ya los hijos la rodeaban sin poder fingir lo que sentían.
–Qué buenos fueron conmigo –dijo mamá–. Todo ese trabajo que se tomaron. para que no sufriera.
Tío Roque estaba sentado junto a ella y le acarició jovialmente la mano, tratándola de tonta. Pepa y Rosa, fingiendo buscar algo en la cómoda, sabían ya que María Laura había tenido razón; sabían lo que de alguna manera habían sabido siempre.
–Tanto cuidarme... –dijo mamá, y Pepa apretó la mano de Rosa, porque al fin y al cabo esas dos palabras volvían a poner todo en orden, restablecían la larga comedia necesaria. Pero Carlos, a los pies de la cama, miraba a mamá como si supiera que iba a decir algo más.
–Ahora podrán descansar –dijo mamá–. Ya no les daremos más trabajo.
Tío Roque iba a protestar, a decir algo, pero Carlos se le acercó y le apretó violentamente el hombro. Mamá se perdía poco a poco en una modorra, y era mejor no molestarla.
Tres días después del entierro llegó la última carta de Alejandro, donde como siempre preguntaba por la salud de mamá y de tía Clelia. Rosa, que la había recibido, la abrió y empezó a leerla sin pensar, y cuando levantó la vista porque de golpe las lágrimas la cegaban, se dio cuenta de que mientras la leía había estado pensando en cómo habría que darle a Alejandro la noticia de la muerte de mamá.

El ilustre amor - Manuel Mujica Láinez


Manuel Bernabé Mujica Láinez nació en Buenos Aires, Argenitna, en 1910. 
Fue escritor, biógrafo, crítico de arte y periodista. 
Falleció en Córdoba, Argentina, en 1984.
 Premios: Gran Premio de Honor de la SADE a su novela La casa, Premio Nacional de Literatura en por su novela Bomarzo, La Legión de Honor del Gobierno de Francia, Ciudadano ilustre de Buenos Aires.
Su obra: Luis XVII; Glosas castellanas, ensayos; Don Galaz de Buenos Aires; Miguél Cané (padre), biografía; Canto a Buenos Aires, poemas. Edición Kraft Ltda.; Vida de Aniceto el Gallo, biografía de Hilario Ascasubi; Estampas de Buenos Aires; Vida de Anastasio el Pollo, biografía de Estanislao del Campo; Aquí vivieron, cuentos; Misteriosa Buenos Aires, cuentos; Los ídolos, novela; La casa, novela; Los viajeros, novela; El retrato amarillo, novela corta; Héctor Basaldúa, ensayo; Invitados en El Paraiso, novela; Bomarzo, novela; El unicornio, novela; Crónicas reales, cuentos; De milagros y melancolia, novela; Cecil, novela; El laberinto, novela; El viaje de los siete demonios, novela; Sergio, novela; Los cisnes, novela; El brazalete y otros cuentos, cuentos; Más letras e imágenes de Buenos Aires; El Gran Teatro, novela; Los porteños, ensayos; El escarabajo, novela; Nuestra Buenos Aires; Jockey Club un siglo; Placeres y fatigas de los viajes I, crónicas periodísticas; Vida y gloria del Teatro Colón; Un novelista en el Museo del Prado, cuentos; Placeres y fatigas de los viajes II, crónicas periodísticas.

El ilustre amor
de Misteriosa Buenos Aires

En el aire fino, mañanero, de abril, avanza oscilando por la Plaza Mayor la pompa fúnebre del quinto Virrey del Río de la Plata. Magdalena la espía hace rato por el entreabierto postigo, aferrándose a la reja de su ventana. Traen al muerto desde la que fue su residencia del Fuerte, para exponerle durante los oficios de la Catedral y del convento de las monjas capuchinas. Dicen que viene muy bien embalsamado, con el hábito de Santiago por mortaja, al cinto el espadín. También dicen que se le ha puesto la cara negra.
A Magdalena le late el corazón locamente. De vez en vez se lleva el pañuelo a los labios. Otras, no pudiendo dominarse, abandona su acecho y camina sin razón por el aposento enorme, oscuro. El vestido enlutado y la mantilla de duelo disimulan su figura otoñal de mujer que nunca ha sido hermosa. Pero pronto regresa a la ventana y empuja suavemente el tablero. Poco falta ya. Dentro de unos minutos el séquito pasará frente a su casa.
Magdalena se retuerce las manos. ¿Se animará, se animará a salir?
Ya se oyen los latines con claridad. Encabeza la marcha el deán, entre los curas catedralicios y los diáconos cuyo andar se acompasa con el lujo de las dalmáticas. Sigue el Cabildo eclesiástico, en alto las cruces y los pendones de las cofradías. Algunos esclavos se han puesto de hinojos junto a la ventana de Magdalena. Por encima de sus cráneos motudos, desfilan las mazas del Cabildo. Tendrá que ser ahora. Magdalena ahoga un grito, abre la puerta y sale.
Afuera, la Plaza inmensa, trémula bajo el tibio sol, está inundada de gente. Nadie quiso perder las ceremonias. El ataúd se balancea como una barca sobre el séquito despacioso. Pasan ahora los miembros del Consulado y los de la Real Audiencia, con el regente de golilla. Pasan el Marqués de Casa Hermosa y el secretario de Su Excelencia y el comandante de Forasteros. Los oficiales se turnan para tomar, como si fueran reliquias, las telas de bayeta que penden de la caja. Los soldados arrastran cuatro cañones viejos. El Virrey va hacia su morada última en la Iglesia de San Juan.
Magdalena se suma al cortejo llorando desesperadamente. El sobrino de Su Excelencia se hace a un lado, a pesar del rigor de la etiqueta, y le roza un hombro con la mano perdida entre encajes, para sosegar tanto dolor. Pero Magdalena no calla. Su llanto se mezcla a los latines litúrgicos, cuya música decora el nombre ilustre: "Excmo. Domino Pedro Melo de Portugal et Villena, militaris ordinis Sancti Jacobi..."
El Marqués de Casa Hermosa vuelve un poco la cabeza altiva en pos de quién gime así. Y el secretario virreinal también, sorprendido. Y los cónsules del Real Consulado. Quienes más se asombran son las cuatro hermanas de Magdalena, las cuatro hermanas jóvenes cuyos maridos desempeñan cargos en el gobierno de la ciudad.
—¿Qué tendrá Magdalena?
—¿Qué tendrá Magdalena?
—¿Cómo habrá venido aquí, ella que nunca deja la casa?
Las otras vecinas lo comentan con bisbiseos hipócritas, en el rumor de los largos rosarios.
—¿Por qué llorará así Magdalena?
A las cuatro hermanas ese llanto y ese duelo las perturban. ¿Qué puede importarle a la mayor, a la enclaustrada, la muerte de don Pedro? ¿Qué pudo acercarla a señorón tan distante, al señor cuyas órdenes recibían sus maridos temblando, como si emanaran del propio Rey? El Marqués de Casa Hermosa suspira y menea la cabeza. Se alisa la blanca peluca y tercia la capa porque la brisa se empieza a enfriar.
Ya suenan sus pasos en la Catedral, atisbados por los santos y las vírgenes. Disparan los cañones reumáticos, mientras depositan a don Pedro en el túmulo que diez soldados custodian entre hachones encendidos. Ocupa cada uno su lugar receloso de precedencias. En el altar frontero, levántase la gloria de los salmos. El deán comienza a rezar el oficio.
Magdalena se desliza quedamente entre los oidores y los cónsules. Se aproxima al asiento de dosel donde el decano de la Audiencia finge meditaciones profundas. Nadie se atreve a protestar por el atentado contra las jerarquías. ¡Es tan terrible el dolor de esta mujer!
El deán, al tornarse con los brazos abiertos como alas, para la primera bendición, la ve y alza una ceja. Tose el Marqués de Casa Hermosa, incómodo. Pero el sobrino del Virrey permanece al lado de la dama cuitada, palmeándola, calmándola.
Sólo unos metros escasos la separan del túmulo. Allá arriba, cruzadas las manos sobre el pecho, descansa don Pedro, con sus trofeos, con sus insignias.
—¿Qué le acontece a Magdalena?
Las cuatro hermanas arden como cuatro hachones.
Chisporrotean, celosas.
—¿Qué diantre le pasa? ¿Ha extraviado el juicio? ¿O habrá habido algo, algo muy íntimo, entre ella y el Virrey? Pero no, no, es imposible... ¿cuándo?
Don Pedro Melo de Portugal y Villena, de la casa de los duques de Braganza, caballero de la Orden de Santiago, gentilhombre de cámara en ejercicio, primer caballerizo de la Reina, virrey, gobernador y capitán general de las Provincias del Río de la Plata, presidente de la Real Audiencia Pretorial de Buenos Aires, duerme su sueño infinito, bajo el escudo que cubre el manto ducal, el blasón con las torres y las quinas de la familia real portuguesa. Indiferente, su negra cara brilla como el ébano, en el oscilar de las antorchas.
Magdalena, de rodillas, convulsa, responde a los "Dominus vobis cum".
Las vecinas se codean:
¡Qué escándalo! Ya ni pudor queda en esta tierra... ¡Y qué calladito lo tuvo!
Pero, simultáneamente, infíltrase en el ánimo de todos esos hombres y de todas esas mujeres, como algo más recio, más sutil que su irritado desdén, un indefinible respeto hacia quien tan cerca estuvo del amo.
La procesión ondula hacia el convento de las capuchinas de Santa Clara, del cual fue protector Su Excelencia. Magdalena no logra casi tenerse en pie. La sostiene el sobrino de don Pedro, y el Marqués de Casa Hermosa, malhumorado, le murmura desflecadas frases de consuelo. Las cuatro hermanas jóvenes no osan mirarse.
¡Mosca muerta! ¡Mosca muerta! ¡Cómo se habrá reído de ellas, para sus adentros, cuando le hicieron sentir, con mil alusiones agrias, su superioridad de mujeres casadas, fecundas, ante la hembra seca, reseca, vieja a los cuarenta años, sin vida, sin nada, que jamás salía del caserón paterno de la Plaza Mayor! ¿Iría el Virrey allí? ¿Iría ella al Fuerte?
¿Dónde se encontrarían?
—¿Qué hacemos? —susurra la segunda.
Han descendido el cadáver a su sepulcro, abierto junto a la reja del coro de las monjas. Se fue don Pedro, como un muñeco suntuoso. Era demasiado soberbio para escuchar el zumbido de avispas que revolotea en torno de su magnificencia displicente.
Despídese el concurso. El regente de la Audiencia, al pasar ante Magdalena, a quien no conoce, le hace una reverencia grave, sin saber por qué. Las cuatro hermanas la rodean, sofocadas, quebrado el orgullo. También los maridos, que se doblan en la rigidez de las casacas y ojean furtivamente alrededor.
Regresan a la gran casa vacía. Nadie dice palabra. Entre la belleza insulsa de las otras, destácase la madurez de Magdalena con quemante fulgor. Les parece que no la han observado bien hasta hoy, que sólo hoy la conocen. Y en el fondo, en el secretísimo fondo de su alma, hermanas y cuñados la temen y la admiran. Es como si un pincel de artista hubiera barnizado esa tela deslucida, agrietada, remozándola para siempre.
Claro que de estas cosas no se hablará. No hay que hablar de estas cosas. Magdalena atraviesa el zaguán de su casa, erguida, triunfante. Ya no la dejará. Hasta el fin de sus días vivirá encerrada, como un ídolo fascinador, como un objeto raro, precioso, casi legendario, en las salas sombrías, esas salas que abandonó por última vez para seguir el cortejo mortuorio de un Virrey a quien no había visto nunca.