Marco Denevi nació en Sáenz Peña, Buenos Aires, en 1922.
Fue novelista y dramaturgo. Y también abogado, trabajó en el área legal de un organismo público.
Alcanzó reconocimiento internacional con obras como Rosaura a las diez y Ceremonia secreta, relatos a la vez realistas y metafísicos. Falleció en Buenos Aires en 1998.
Su obra: Rosaura a las diez, novela; Un pequeño café, novela; Parque de diversiones, novela; Los asesinos de los días de fiesta, novela; Salón de lectura, cuentos; Los locos y los cuerdos; Robotobor, novela; Manuel de Historia, novela; Enciclopedia de una familia argentina, novela; Música de amor perdido, novela; Nuestra Señora de la noche, novela; Una familia argentina; Ceremonia secreta, Falsificaciones, microrrelatos; El emperador de la China y otros cuentos; Hierba del cielo, cuentos; Furmila, la hermosa, cuento; El jardín de las delicias; Mitos eróticos; El amor es un pájaro rebelde; Noche de duelo, casa del muerto; Los expedientes, teatro; El emperador de la China, teatro; El cuarto de la noche, teatro; Los perezosos, teatro; El segundo círculo o El infierno de la sexualidad sin amor, teatro; Un globo amarillo, teatro; Fatalidad de los amantes, teatro; La República de Trapalanda, ensayo.
La inmolación por la belleza
El
erizo era feo y lo sabía. Por eso vivía en sitios apartados, en matorrales
sombríos, sin hablar con nadie, siempre solitario y taciturno, siempre triste,
él, que en realidad tenía un carácter alegre y gustaba de la compañía de los
demás. Sólo se atrevía a salir a altas horas de la noche y, si entonces oía
pasos, rápidamente erizaba sus púas y se convertía en una bola para ocultar su
rubor.
Una vez alguien encontró una esfera
híspida, ese tremendo alfiletero. En lugar de rociarlo con agua o arrojarle
humo —como
aconsejan los libros de zoología—, tomó una sarta de perlas, un racimo de uvas
de cristal, piedras preciosas, o quizá falsas, cascabeles, dos o tres
lentejuelas, varias luciérnagas, un dije de oro, flores de nácar y de
terciopelo, mariposas artificiales, un coral, una pluma y un botón, y los fue
enhebrando en cada una de las agujas del erizo, hasta transformar a aquella
criatura desagradable en un animal fabuloso.
Todos acudieron a contemplarlo. Según
quién lo mirase, semejaba la corona de un emperador bizantino, un fragmento de
la cola del Pájaro Roc o, si las luciérnagas se encendían, el fanal de una
góndola empavesada para la fiesta del Bucentauro, o, si lo miraba algún
envidioso, un bufón.
El erizo escuchaba las voces, las
exclamaciones, los aplausos, y lloraba de felicidad. Pero no se atrevía a
moverse por temor de que se le desprendiera aquel ropaje miliunanochesco. Así
permaneció durante todo el verano. Cuando llegaron los primeros fríos, había
muerto de hambre y de sed. Pero seguía hermoso.
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