Cuento para madres negras - Mario Delgado Aparaín


Mario Delgado Aparaín nació en Florida, Uruguay, en 1949.  
 Escritor y docente, fue autor de cuentos y novelas entre las que se destaca La balada de Johnny Sosa.

Su obra:

Cuentos: Causa de buena muerte, Las llaves de Francia, Querido Charles Atlas, Tu nombre flotando en el adiós. Nueve historias autobiográficas de amores frustrados (compilación de cuentos de varios autores.),  El canto de la corvina negra, La taberna del loro en el hombro (cuento infantil), Con otros, Cuentos del mar, Los peores cuentos de los Hermanos Grimm (Escrita en conjunto con Luis Sepúlveda).

Novelas: Estado de Gracia, El día del Cometa, La balada de Johnny Sosa, Por mandato de Madre, Alivio de luto, No robarás las botas de los muertos, Vagabundo y errante serás, El hombre de Bruselas, Terribles ojos Verdes.


Cuento para madres negras

El día en que nació Ananías, llovió. El agua corría por debajo del techo y se apagaba el fuego, se mojaban las camas, las ropas y pronto comenzó a llover sobre mojado.

Cuando nació Ananías tenía madre, nada más, y al poco tiempo, atardeciendo un sábado, se quedó sin ella porque murió de sufrir del corazón. Pero antes de morirse había cuidado de su hijo lo que había podido. El día que corrió el agua debajo de las camas, ella a medias conjuró el peligro de morir Ananías hecho una sopa, cortando brazadas de ramas verdes y tendiendo los catres encima. Pero al poco tiempo murió la madre, y Ananías no pudo recordar ni nadie le dijo de qué había muerto, aunque murió del corazón por no latir cuando debía haber latido.

Cuando casi se quedó solo y demasiado niño para levantarse por sí mismo del nido de trapos en que lo había dejado su madre, estuvo varios días sin probar alimento. Hasta que sin saber cómo ni cuándo, estuvo durmiendo en la falda de palo de una abuela aparecida con un jarro de leche, de la que casi no probó porque no sabía lo que era, hasta que la abuela le dijo que era la mejor para los niños, porque era leche de yegua.

Ananías se dio cuenta enseguida de lo distinto que era su abuela de su madre. Salivaba como dicen que escupen los guanacos de la cordillera, y en vez de decir rancho decía bohío, y en vez de queso, leche condensada, y en vez de Ananías, negro de mierda.

Sin acordarse qué día era, la vieja le trajo la yegua al rancho, porque le hacía mal en las piernas caminar todos los días un poco, caminar y buscar la leche, y desde ese día la barriga de Ananías comenzó a abombarse y se reía como un grillo la abuela, porque sentía la seguridad de que lo estaba criando bien. Y para que lo apreciara lo llevaba al pie del animal para que viera cómo lo ordeñaba y de pronto aprendía.

Un día, mientras Ananías y un perro amarillo y un prodigio de flacura esperaban la leche de la mañana junto a la abuela que afirmaba la frente en la verija y ordeñaba, a la yegua se le terminó la leche para siempre. La abuela la miró con rabia y se le revolvieron los ojos antes de soltarla, que se fuera si quería, porque ahora no servía ni para montarla, porque la abuela era muy vieja y Ananías era chico así.

Y mientras la vieja pensaba en cómo criar a Ananías, Ananías se crió solo, y para que la abuela no envejeciera tan rápido, le arrimó una silla, la sentó al lado del horno de hacer el pan que nunca se hizo, le soltó el moño que le llegó de plata casi al suelo y le puso en la falda una galleta dura para que fortaleciera los dientes un poquito todos los días, hasta que llegara la hora de dormir.

Entonces Ananías la tomaba entre sus brazos musculosos como culebras y cuidadosamente la dejaba en el nido de trapos que le había preparado su madre y la hacía dormir como si estuviesen sus huesos plegados dentro de su poca carne, arrullándola en un escandaloso silbido fronterizo, más bien brasileño que del lado de acá.

Y mientras la vieja madre de otra madre dormía por algo más de un día, sin ocurrírsele despertar, Ananías hizo la chacra y plantó el maíz, creció el maíz, cortó, desgranó, embolsó, llevó, vendió, gastó y cuando volvió, la abuela ya estaba despierta.

Ese día, la abuela lloró como una niña de cuatro años y a veces más, porque cuando Ananías volvió, estaba muy viejo, le quedaban dos pequeñas matas de motas sobre las orejas, y entre una barba de negro muy blanca, se veía con facilidad que ya se le había caído el último diente y la muela siguiente. Entonces fue la abuela la que desde ese día tuvo que hacer la tarea y cuidar los bienes de Ananías y tender la ropa al sol; blanqueó el rancho, la tostó el sol, se le ensancharon los pechos y muchas de las arrugas se las llevó el viento del verano.

Ananías, que permaneció inmóvil de tan viejo sobre la misma silla de la abuela, también comió galleta dura y hasta maíz pisado; pero fue en vano, porque los dientes no le volvieron a nacer, ni nada de lo que ya era viejo. De a poco comenzó a enfurecerle la soledad y el verano, mientras al tranco transcurrían las horas monótonas de los mediodías y la abuela comía sandías en la chacra con un negro grandote, mientras a Ananías se lo comían las moscas y los tábanos.

Y de pronto, rapidísimo, el calor de aquella intensidad reprimida se hizo sentir y como si tal cosa los años desandaron su torpe camino. Precisamente antes que las primeras heladas tuviesen por fuerza que venir, el maíz de la chacra volvió a nacer sin que nadie lo plantara. Ananías recobró algunos de sus dientes, y a la abuela se le redondearon las rodillas y sus muslos ya no fueron de palo, ni tuvo más que escupir como esos animales andinos, porque Ananías se lo prohibió terminantemente el día que decidió barrer todos los días el patio y encender el horno y comer el pan en las madrugadas de lluvia, mientras la abuela dormía sobre el lomo amarillo del perro que miraba ordeñar la yegua.

Y un día, mientras corría el agua bajo las camas y afuera ladraba la tormenta y era más bien la medianoche, sucedió lo inevitable. En el mismo nido de trapos en que había llegado a este mundo, Ananías vio nacer a su madre.