Gregorio López y Fuentes nació en 1899, en El Mamey, rancho cercano a Zontecomatlán, en Veracruz, México.
Incursionó en la novela, la poesía, el periodismo y la crónica, donde se refirió a la Revolución mexicana.
Fue maestro de literatura en la Ciudad de México. Escribió para el diario El Universal, bajo el seudónimo "Tulio F. Peseenz".
El nombre del municipio en donde nació fue renombrado como Zontecomatlán de López y Fuentes en su honor.
Primer Premio Nacional de Literatura en 1935 por su novela El indio.
Primer Premio Nacional de Literatura en 1935 por su novela El indio.
Falleció en la ciudad de México, en 1966.
Su obra:
Claros de selva, El vagabundo, El alma del poblacho, Campamento,
Tierra, Mi general, El indio, Arrieros, Huasteca, Una carta a Dios.
Una carta a Dios
La casa —única en todo el valle— estaba subida en uno de esos cerros
truncados que, a manera de pirámides rudimentarias, dejaron algunas tribus al
continuar sus peregrinaciones... Entre las matas del maíz, el frijol con su
florecilla morada, promesa inequívoca de una buena cosecha.
Lo único que estaba haciendo falta a la tierra era una lluvia, cuando
menos un fuerte aguacero, de esos que forman charcos entre los surcos. Dudar de
que llovería hubiera sido lo mismo que dejar de creer en la experiencia de
quienes, por tradición, enseñaron a sembrar en determinado día del año.
Durante la mañana, Lencho —conocedor del campo, apegado a las viejas
costumbres y creyente a puño cerrado— no había hecho más que examinar el cielo
por el rumbo del noreste.
—Ahora sí que se viene el agua, vieja.
Y la vieja, que preparaba la comida, le respondió:
—Dios lo quiera.
Los muchachos más grandes limpiaban de hierba la siembra, mientras que
los más pequeños correteaban cerca de la casa, hasta que la mujer les gritó a
todos:
—Vengan que les voy a dar en la boca...
Fue en el curso de la comida cuando, como lo había asegurado Lencho,
comenzaron a caer gruesas gotas de lluvia. Por el noreste se veían avanzar
grandes montañas de nubes. El aire olía a jarro nuevo.
—Hagan de cuenta, muchachos —exclamaba el hombre mientras sentía la
fruición de mojarse con el pretexto de recoger algunos enseres olvidados sobre
una cerca de piedra—, que no son gotas de agua las que están cayendo: son
monedas nuevas: las gotas grandes son de a diez y las gotas chicas son de a
cinco...
Y dejaba pasear sus ojos satisfechos por la milpa a punto de jilotear,
adornada con las hileras frondosas del frijol, y entonces toda ella cubierta
por la transparente cortina de la lluvia. Pero, de pronto, comenzó a soplar un
fuerte viento y con las gotas de agua comenzaron a caer granizos tan grandes
como bellotas. Esos sí que parecían monedas de plata nueva. Los muchachos,
exponiéndose a la lluvia, correteaban y recogían las perlas heladas de mayor
tamaño.
—Esto sí que está muy malo —exclamaba el hombre— ojalá que pase pronto...
No pasó pronto. Durante una hora, el granizo apedreó la casa, la huerta,
el monte, la milpa y todo el valle. El campo estaba tan blanco que parecía una
salina. Los árboles, deshojados. El maíz, hecho pedazos.
El frijol, sin una flor. Lencho, con el alma llena de tribulaciones.
Pasada la tormenta, en medio de los surcos, decía a sus hijos:
—Más hubiera dejado una nube de langosta... El granizo no ha dejado nada:
ni una sola mata de maíz dará una mazorca, ni una mata de frijol dará una
vaina...
La noche fue de lamentaciones:
—¡Todo nuestro trabajo, perdido!
—¡Y ni a quién acudir!
—Este año pasaremos hambre...
Pero muy en el fondo espiritual de cuantos convivían bajo aquella casa
solitaria en mitad del valle, había una esperanza: la ayuda de Dios.
—No te mortifiques tanto, aunque el mal es muy grande. ¡Recuerda que
nadie se muere de hambre!
—Eso dicen: nadie se muere de hambre...
Y mientras llegaba el amanecer, Lencho pensó mucho en lo que había visto
en la iglesia del pueblo los domingos: un triángulo y dentro del triángulo un
ojo, un ojo que parecía muy grande, un ojo que, según le habían explicado, lo
mira todo, hasta lo que está en el fondo de las conciencias.
Lencho era hombre rudo y él mismo solía decir que el campo embrutece,
pero no lo era tanto que no supiera escribir. Ya con la luz del día y
aprovechando la circunstancia de que era domingo, después de haberse afirmado
en su idea de que sí hay quien vele por todos, se puso a escribir una carta que
él mismo llevaría al pueblo para echarla al correo.
Era nada menos que una carta a Dios.
“Dios —escribió—, si no me ayudas pasaré hambre con todos los míos,
durante este año: necesito cien pesos para volver a sembrar y vivir mientras
viene la otra cosecha, pues el granizo...”
Rotuló el sobre “A Dios”, metió el pliego y, aún preocupado, se dirigió
al pueblo. Ya en la oficina de correos, le puso un timbre a la carta y echó
esta en el buzón.
Un empleado, que era cartero y todo en la oficina de correos, llegó riendo
con toda la boca ante su jefe: le mostraba nada menos que la carta dirigida a
Dios. Nunca en su existencia de repartidor había conocido ese domicilio. El
jefe de la oficina —gordo y bonachón— también se puso a reír, pero bien pronto
se le plegó el entrecejo y, mientras daba golpecitos en su mesa con la carta,
comentaba:
—¡La fe! ¡Quién tuviera la fe de quien escribió esta carta! ¡Creer como
él cree! ¡Esperar con la confianza con que él sabe esperar! ¡Sostener
correspondencia con Dios!
Y, para no defraudar aquel tesoro de fe, descubierto a través de una
carta que no podía ser entregada, el jefe postal concibió una idea: contestar
la carta. Pero una vez abierta, se vio que contestar necesitaba algo más que
buena voluntad, tinta y papel. No por ello se dio por vencido: exigió a su
empleado una dádiva, él puso parte de su sueldo y a varias personas les pidió
su óbolo “para una obra piadosa”.
Fue imposible para él reunir los cien pesos solicitados por Lencho, y se
conformó con enviar al campesino cuando menos lo que había reunido: algo más
que la mitad. Puso los billetes en un sobre dirigido a Lencho y con ellos un
pliego que no tenía más que una palabra a manera de firma: DIOS.
Al siguiente domingo Lencho llegó a preguntar, más temprano que de
costumbre, si había alguna carta para él. Fue el mismo repartidor quien le hizo
entrega de la carta, mientras que el jefe, con la alegría de quien ha hecho una
buena acción, espiaba a través de un vidrio raspado, desde su despacho.
Lencho no mostró la menor sorpresa al ver los billetes —tanta era su
seguridad—, pero hizo un gesto de cólera al contar el dinero... ¡Dios no podía
haberse equivocado, ni negar lo que se le había pedido!
Inmediatamente, Lencho se acercó a la ventanilla para pedir papel y tinta.
En la mesa destinada al público, se puso a escribir, arrugando mucho la frente
a causa del esfuerzo que hacía para dar forma legible a sus ideas. Al terminar,
fue a pedir un timbre el cual mojó con la lengua y luego aseguró de un
puñetazo.
En cuanto la carta cayó al buzón, el jefe de correos fue a recogerla.
Decía:
“Dios: Del dinero que te pedí, solo llegaron a mis manos sesenta pesos.
Mándame el resto, que me hace mucha falta; pero no me lo mandes por conducto de
la oficina de correos, porque los empleados son muy ladrones. Lencho”.
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