Una esperanza - Amado Nervo




Amado Nervo nació en México en 1870. Falleció en Montevideo, Uruguay en 1919.
En su juventud quiso ser clérigo, pero su amor a la poesía más la influencia de Gutiérrez Nájera, «La revista azul» y «Revista moderna», lo llevaron a integrar el ímpetu del modernismo americano.
Sus libros más destacados son: «Serenidad» «Elevación», «Plenitud» y «La amada inmóvil».

 


Una esperanza

I


En un ángulo de la pieza, habilitada de capilla, Luis, el joven militar y, abrumado por el paso su mala fortuna, pensaba.

Pensaba en los viejos días de su niñez, pródiga en goces y rodeada de mimos, en la amplia y tranquila casa paterna, uno de esos caserones de provincia, sólidos, vastos, con jardín, huerta y establos, con espaciosos corredores, con grandes ventanas que abrían sobre la solitaria calle de una ciudad de segundo orden (no lejos, por cierto, de aquella en que él iba a morir), sus rectángulos cubiertos por encorvadas y potentes rejas, en las cuales lucía discretamente la gracia viril de los rosetones de hierro forjado.

Recordaba su adolescencia, sus primeros ensueños, vagos como luz de estrellas, sus amores cristalinos, misteriosos, asustadizos como un cervatillo en la montaña y más  pensados que dichos, con la güerita de enagua corta, que apenas deletreaba los libros y la vida...

Luego desarrollábase ante sus ojos el claro paisaje de su juventud fogosa; sus camaradas alegres y sus relaciones ya serias con la rubia de marras, vuelta mujer y que ahora reza sin duda porque vuelva.

¡Ay!, en vano, en vano...

Y, por último, llegaba a la época más reciente de su vida, al

período de entusiasmo patriótico, que le hizo afiliarse al Partido Liberal, amenazado de muerte por la Reacción, ayudada en esta vez de un poder extranjero y que, después de varias escaramuzas y batallas, le había llevado a aquel espantoso trance.

Cogido con las armas en la mano, hedió prisionero y ofrecido con otros compañeros a trueque de las vidas de algunos oficiales reaccionarios había visto desvanecerse su última esperanza, en virtud de que la proposición, cuando correligionarios, habían fusilado ya a los prisioneros conservadores.

Iba, pues, a morir. Esta idea que había salido por un instante de la zona de su pensamiento, gracias a la excursión amable por los sonrientes recuerdos de la niñez y de la juventud, volvía de pronto, con todo su horror, estremeciéndole de pies a cabeza.

Iba a morir... ¡a morir! No podía creerlo, y, sin embargo, la verdad tremenda se imponía: bastaba mirar alrededor: aquel altar improvisado, aquel Cristo viejo y gesticulante sobre cuyo cuerpo esqueletado caía móvil y siniestra la luz amarillenta de las velas, y, ahí cerca, visibles a través de la rejilla de la puerta, las cantinelas de vista... Iba a morir, así, fuerte, joven, rico, amado... ¡Y todo por qué! Por una abstracta noción de patria y de partido... ¿Y qué cosa era la patria? Algo muy impreciso, muy vago para él en aquellos momentos de turbación, en tanto que la vida, la vida que iba a perder, era algo real, realismo, definido... ¡era su vida!

¡La Patria! ¡Morir por la Patria! —pensaba—. Pero es que ésta, en su augusta y divina inconsciencia, no sabrá siquiera que he muerto por ella...

“¡Y que importa, si tú lo sabes!” —le replicaba allá dentro un subconsciente misterioso—. “La Patria lo sabrá por tu propio conocimiento, por tu pensamiento propio, que es un

pedazo de su pensamiento y de su conciencia

colectiva... Eso basta...”.

No, no bastaba eso... y sobre todo, no quería morir: su vida era “muy suya” y no quería que se la quitaran. Un formidable instinto de conservación se sublevaba en todo su ser y ascendía incontenible, torturador y lleno de protestas.

A veces, la fatiga de las prolongadas vigilias, la intensidad de aquella sorda fermentación de su pensamiento, el exceso

mismo de la pena, le alumbraban y dormitaban un poco; pero

entonces, su despertar brusco y la inmediata, clarísima y repentina noción de su fin, un punto perdida, eran un tormento inefable, y el cuitado, con las manos sobre el rostro, sollozaba con un sollozo que llegando al oído de los centinelas, hacíales asomar por la rejilla sus caras atezadas, en las que se leía la secular indiferencia del indio.



II

Se oyó en la puerta un breve cuchicheo y en seguida ésta se abrió dulcemente para dar entrada a un sombrío personaje, cuyas ropas se diluyeron casi en el Negro de la noche, que vencía las últimas claridades crepusculares.

Era un sacerdote.

El joven militar, apenas lo vio, se puso en pie y extendió hacia él los brazos como para detenerle, exclamando:

—¡Es inútil, padre, no quiero confesarme!

Y sin aguardar a que la sombra aquella respondiera, continuó con exaltación creciente:

—No, no me confieso, es inútil que venga usted a molestarme. ¿Sabe usted lo que quiero? Quiero la vida, que no me quítenla vida: es mía, muy mía y no tienen derecho de

arrebatármela... Si son cristianos, ¿por qué me matan? En vez de enviarle a usted a que me abra las puertas de la vida eterna, que empiecen por no cerrarme las de ésta... No quiero morir, ¿entiende usted?, me rebelo a morir: soy joven, muy sano, soy rico, tengo padres y una novia que me adora; la vida es bella, muy bella para mí... Morir en el campo de batalla, en medio del estruendo del combate, al lado de los compañeros que luchan, enardecida la sangre por el sonido del clarín... ¡bueno, bueno! Pero morir, oscura y tristemente, pegado a la barda mohosa de una puerta, en el rincón de una

sucia plazuela, a las primeras luces del alba, sin que nadie sepa siquiera que ha muerto uno como los hombres... ¡padre, padre, eso es horrible!

Y el infeliz se echó en el suelo, sollozando.

—Hijo mío —dijo el sacerdote cuando comprendió que podía ser oído—: yo no vengo a traerle a usted los consuelos de la religión; en esta vez soy emisario de los hombres y no de Dios, y si usted me hubiese oído con calma desde un principio, hubiera usted evitado esa exacerbación de pena que le hace sollozar de tal manera. Yo vengo a traerle justamente la vida, ¿entiende usted?, esa vida que usted pedía hace un instante con tales extremos de angustia... ¡la vida que es para usted tan preciosa! Óigame con atención, procurando dominar sus nervios y sus emociones, porque no tenemos tiempo que perder: he entrado con el pretexto de confesar a usted y es preciso que todos crean que usted se confiesa: arrodíllese, pues, y escúcheme. Tiene usted amigos poderosos que se interesan por su suerte; su familia ha hecho hasta lo imposible por salvarlo, y no pudiendo obtenerse del jefe de las armas la gracia de usted, se ha logrado con graves dificultades e incontables riesgos sobornar al jefe del pelotón encargado de fusilarle. Los fusiles estarán cargados sólo con

pólvora y taco; al oír el disparo, usted caerá como los otros, los que con usted serán llevados al patíbulo, y permanecerá inmóvil. La oscuridad de la hora le ayudará a representar esta comedia. Manos piadosas —las de los Hermanos de la Misericordia, ya de acuerdo—le recogerán a usted del sitio en cuanto el pelotón se aleje, y le ocultarán hasta llegada la

noche, durante la cual sus amigos facilitarán su huida. Las tropas liberales avanzan sobre la ciudad, a la que pondrán sin duda cerco dentro de breves días. Se unirá usted a ellas sí gusta. Conque... ya lo sabe usted todo: ahora rece en voz alta el “Yo pecador”, mientras pronuncio la formula de la absolución, y procure dominar su júbilo durante las horas que faltan para la ejecución, a fin de que nadie sospeche la verdad.

—Padre —murmuró el oficial, a quien la impresión de una alegría loca permitía apenas el uso de la palabra—, ¡que Dios lo bendiga! –y luego, presa súbitamente de una duda terrible—: Pero... ¿todo esto es verdad?... —añadió temblando—. ¿No se trata de un engaño piadoso, destinado a endulzar mis últimas horas? ¡Oh, eso sería inicuo, padre!

—Hijo mío, un engaño de tal naturaleza constituiría la mayor de las infamias, y yo soy incapaz de cometerla...

—Es cierto, padre, perdóneme, no sé lo que digo, ¡estoy loco de júbilo!

—Calma, hijo, mucha calma y hasta mañana; yo estaré con usted en el momento solemne.



III

Apuntaba apenas el alba, una alba desteñida y friolenta de febrero, cuando los reos —cinco por todos— que debían ser ejecutados, fueron sacados de la prisión y conducidos, en  compañía del sacerdote, que rezaba con ellos, a una plazuela terregosa y triste, limitada por bardas semiderruidas y donde era costumbre llevar a cabo las ejecuciones.

Nuestro Luis marchaba entre ellos con paso firme, con erguida frente; pero llena el alma de una emoción desconocida y de un deseo infinito de que acabase pronto aquella horrible farsa.

Al llegar a la plazuela, los cinco reos fueron colocados en fila, a cierta distancia, y la tropa que los escoltaba, a la voz de mando, se dividió en cinco grupos de a siete hombres, según

previa distribución hecha por el cuartel.

El coronel del cuerpo, que asistía a la ejecución, indicó al sacerdote que desde la prisión había ido exhortando a los reos, que los vendara y se alejase luego a cierta distancia. Así

lo hizo el padre y el jefe del pelotón dio las primeras órdenes con voz seca y perentoria.

La leve sangre de la aurora empezaba a teñir con desmayo melancólico las nubecillas del oriente y estremecían el silencio de la madrugada los primeros toques de una campanita cercana que llamaba a misa.

De pronto una espera rubricó el aire, una detonación formidable y desigual llenó de ecos la plazuela, y los cinco ajusticiados cayeron trágicamente en medio de la penumbra semirrosada del amanecer.

El jefe del pelotón hizo en seguida desfilar a los soldados con la cara vuelta hacia los reos y con breves órdenes organizó el regreso al cuartel, mientras que los Hermanos de la Misericordia se apercibían a recoger los cadáveres.

En aquel momento, un granuja de los muchos mañaneadores que asistían a la ejecución, gritó con voz destemplada, señalando a Luis, que yacía cuan largo era al pie del muro:

—¡Ese está vivo! ¡Ese está vivo! Ha movido una pierna...

El jefe del pelotón se detuvo, vaciló un instante, quiso decir algo al pillete; pero sus ojos se encontraron con la mirada interrogadora, fría e imperiosa del coronel, y desnudando la gran pistola Colt que llevaba ceñida, avanzó hacia Luis, que presa del terror más espantoso, casi no respiraba, apoyó el cañón en su sien izquierda e hizo fuego.







Cuento de horror - Juan José Arreola






 Juan José Arreola Zúñiga, escritor mexicano. Nació en Zapotlán el Grande —hoy Ciudad Guzmán—, Jalisco en 1918.
Murió en 2001 en Guadalajara.
Fue escritor, académico y editor.
Su obra: Varia invención, Confabulario, La feria, Palindroma, Bestiario, Inventario, Confabulario personal.
 






Cuento de horror


La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de sus apariciones.