Juan Emilio Bosch Gaviño, conocido como Juan Bosch, nació en La
Vega, República Dominicana, en junio de 1909.
Fue cuentista, ensayista, novelista,
historiador, educador y político. En 1962 llegó a la presidencia de su país,
cargo que asumió hasta 1963.
Falleció en Santo Domingo, en 2001.
Su obra:
Cuentos: El cuchillo, La Mujer , Camino
Real, La Bella Alma de Don Damián, Dos Pesos de Agua, Luis Pie, Maravilla, En
Un Bohío, Callejón Pontón, La Muchacha de La Guaira, Cuentos de
Navidad, Cuentos Escritos en el Exilio, Más Cuentos Escritos en el
Exilio, Cuentos Escritos Antes del Exilio, Cuentos, Cuentos
Selectos, El Algarrobo, Cuentos Más Que Completos, Todo Un
Hombre, Fragata, Dos Amigos, Un Niño, El Río y su
Enemigo, Un Hombre Virtuoso, El Difunto Estaba Vivo, Mal
Tiempo, El Socio, Capitán, Los Últimos Monstruos, Rosa, La
Nochebuena de Encarnación Mendoza, La Verdad, Los Amos, La
Mancha indeleble, La sangre
Novela: La Mañosa.
La mujer
La carretera está muerta. Nadie ni nada la resucitará.
Larga, infinitamente larga, ni en la piel gris se le ve vida. El sol la mató;
el sol de acero, de tan candente al rojo, un rojo que se hizo blanco. Tornose
luego transparente el acero blanco, y sigue ahí, sobre el lomo de la carretera.
Debe hacer muchos siglos de su muerte. La desenterraron
hombres con picos y palas. Cantaban y picaban; algunos había, sin embargo, que
ni cantaban ni picaban. Fue muy largo todo aquello. Se veía que venían de
lejos: sudaban, hedían. De tarde el acero blanco se volvía rojo; entonces en
los ojos de los hombres que desenterraban la carretera se agitaba una hoguera
pequeñita, detrás de las pupilas.
La muerta atravesaba sabanas y lomas y los vientos traían
polvo sobre ella. Después aquel polvo murió también y se posó en la piel gris.
A los lados hay arbustos espinosos. Muchas veces la vista se
enferma de tanta amplitud. Pero las planicies están peladas. Pajonales, a
distancia. Tal vez aves rapaces coronen cactos. Y los cactos están allá, más
lejos, embutidos en el acero blanco.
También hay bohíos, casi todos bajos y hechos con barro.
Algunos están pintados de blanco y no se ven bajo el sol. Sólo se destaca el
techo grueso, seco, ansioso de quemarse día a día. Las cañas dieron esas
techumbres por las que nunca rueda agua.
La carretera muerta, totalmente muerta, está ahí,
desenterrada, gris. La mujer se veía, primero, como un punto negro, después,
como una piedra que hubieran dejado sobre la momia larga. Estaba allí tirada
sin que la brisa le moviera los harapos. No la quemaba el sol; tan sólo sentía
dolor por los gritos del niño. El niño era de bronce, pequeñín, con los ojos
llenos de luz, y se agarraba a la madre tratando de tirar de ella con sus
manecitas. Pronto iba la carretera a quemar el cuerpo, las rodillas por lo
menos, de aquella criatura desnuda y gritona.
La casa estaba allí cerca, pero no podía verse.
A medida que se avanzaba crecía aquello que parecía una
piedra tirada en medio de la gran carretera muerta. Crecía, y Quico se dijo:
“Un becerro, sin duda, estropeado por un auto”.
Tendió la vista: la planicie, la sabana. Una colina lejana,
con pajonales, como si fuera esa colina sólo un montoncito de arena apilada por
los vientos. El cauce de un río; las fauces secas de la tierra que tuvo agua
mil años antes de hoy. Se resquebrajaba la planicie dorada bajo el pesado acero
transparente. Y los cactos, los cactos coronados de aves rapaces.
Más cerca ya, Quico vio que era persona. Oyó distintamente
los gritos del niño.
El marido le había pegado. Por la única habitación del
bohío, caliente como horno, la persiguió, tirándole de los cabellos y
machacándole la cabeza a puñetazos.
—¡Hija de mala madre! ¡Hija de mala madre! ¡Te voy a matar
como a una perra, desvergonsá!
—Pero si nadie pasó, Chepe: nadie pasó —quería ella
explicar.
—¿Que no? ¡Ahora verás!
Y volvía a golpearla.
El niño se agarraba a las piernas de su papá, no sabía
hablar aún y pretendía evitarlo. Él veía la mujer sangrando por la nariz. La
sangre no le daba miedo, no, solamente deseos de llorar, de gritar mucho. De
seguro mamá moriría si seguía sangrando.
Todo fue porque la mujer no vendió la leche de cabra, como
él se lo mandara; al volver de las lomas, cuatro días después, no halló el
dinero. Ella contó que se había cortado la leche; la verdad es que la bebió el
niño. Prefirió no tener unas monedas a que la criatura sufriera hambre tanto
tiempo.
Le dijo después que se marchara con su hijo:
—¡Te mataré si vuelves a esta casa!
La mujer estaba tirada en el piso de tierra; sangraba mucho
y nada oía. Chepe, frenético, la arrastró hasta la carretera. Y se quedó allí,
como muerta, sobre el lomo de la gran momia.
Quico tenía agua para dos días más de camino, pero la gastó
en rociar la frente de la mujer. La llevó hasta el bohío, dándole el brazo, y
pensó en romper su camisa listada para limpiarla de sangre. Chepe entró por el
patio.
—¡Te dije que no quería verte má aquí, condená!
Parece que no había visto al extraño. Aquel acero blanco,
transparente, le había vuelto fiera, de seguro. El pelo era estopa y las
córneas estaban rojas.
Quico le llamó la atención; pero él, medio loco, amenazó de
nuevo a su víctima. Iba a pegarle ya. Entonces fue cuando se entabló la lucha
entre los dos hombres.
El niño pequeñín comenzó a gritar otra vez; ahora se
envolvía en la falda de su mamá.
La lucha era como una canción silenciosa. No decían palabra.
Sólo se oían los gritos del muchacho y las pisadas violentas.
La mujer vio cómo Quico ahogaba a Chepe: tenía los dedos
engarfiados en el pescuezo de su marido. Éste comenzó por cerrar los ojos;
abría la boca y le subía la sangre al rostro.
Ella no supo qué sucedió, pero cerca, junto a la puerta,
estaba la piedra; una piedra como lava, rugosa, casi negra, pesada. Sintió que
le nacía una fuerza brutal. La alzó. Sonó seco el golpe. Quico soltó el
pescuezo del otro, luego dobló las rodillas, después abrió los brazos con
amplitud y cayó de espaldas, sin quejarse, sin hacer un esfuerzo.
La tierra del piso absorbía aquella sangre tan roja, tan
abundante. Chepe veía la luz brillar en ella.
La mujer tenía las manos crispadas sobre la cara, todo el
pelo suelto y los ojos pugnando por saltar. Corrió. Sentía flojedad en las
coyunturas. Quería ver si alguien venía. Pero sobre la gran carretera muerta,
totalmente muerta, sólo estaba el sol que la mató. Allá, al final de la
planicie, la colina de arenas que amontonaron los vientos. Y cactos embutidos
en el acero.
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