Encuentros a deshoras - Jorge Rivera Rojas




 Jorge Rivera Rojas nació en Lima, Perú, en 1965.
Estudió Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. 
Es traductor y corrector de estilo. 
Ha sido finalista en varias ocasiones en el Concurso Copé de cuento. 
Textos suyos han aparecido en revistas de la región y en la página del Proyecto Scherezade. 
Aparece además en la antología Circo de Pulgas. Minificción peruana (Micrópolis, 2012). 
Ha publicado el volumen de cuentos Cuando hayamos partido (Bustrófedon Editores, 2000) y actualmente prepara la publicación de su segundo libro de cuentos.




Encuentros a deshoras

 
Los años no pasan para los fantasmas. Su vida o lo que sea está detenida en un presente sin alteraciones y ella no puede ser un fantasma, no ahora que debe andar por los treinta o los treinta y cinco. Los muertos no envejecen y ya no sé qué pensar. La he visto, he sentido su respiración, sus manos casi tocándome, casi diciéndome: aquí estoy y ¿cómo te ha ido?, comentarios comunes de gente que se ve luego de tiempo, pero si ella es un fantasma, a nuestro encuentro le falta lo lúgubre, lo oscuro, el escenario típico y el miedo apropiado, porque miedo si hay, pero es otro, es el miedo de lo ilógico, de lo inconsecuente, porque ella toma esto del modo más natural, cosa que yo no puedo hacer.
No quiero volver a verla porque me altera los días. Ella quizá ya ha ordenado su vida, donde es posible que no quede lugar para estos sobresaltos, pero ahora que a los dos se nos fue de bruces la seguridad, ahora que las dudas van a ser pequeños actos: mirar de reojo, buscarnos mutuamente las voces en conversaciones ajenas; que también se volverán costumbres y que tal vez no la dejen dormir porque la confianza en las rutinas cotidianas se ha desvanecido; los encuentros pueden volver a repetirse aunque mudemos de itinerarios.
Ya nos reconocimos y nada va a evitar este desamparo. Y se ha de estar preguntando por qué la rehuyo. Lo peor de todo es que no sabrá que no la culpo a ella sino a mí, y que ahora no voy a soportar tener que convivir con eso que otros llamarían con gusto "extraño", "misterioso" o más sensatamente "imposible".
No creo en lo sobrenatural, aunque me encantaría, porque así este nudo en la garganta, este absurdo que transgrede mi sana lógica no existiría. No habría espacio para esta incertidumbre que se esconde tras los espejos, las manos extendidas y las cinco de la tarde.
No volvería a andar buscándola, temeroso de encontrarla en cualquier multitud. Imposible ocultar mi cautela en avenidas y microbuses hasta que todos terminan por darse cuenta y yo sin saber cómo explicar esta insensatez así como tampoco puedo explicar ahora esa lápida donde se lee su nombre.
Ella es una amiga que murió joven, con todo lo doloroso que eso puede ser: un estupor, un temblor en la mirada y el fastidio de repetir frases insípidas a la familia pero que son lo único que llena ese abrazo húmedo y cortés. No quiero parecer cínico, pero su muerte no fue para mí sino una ceremonia, un féretro blanco al que ni siquiera me acerqué y algunas gentes que lloraban. Me dolió, porque lo brutal de su muerte significaba quitarle la poca base que tenían algunas de mis fantasías, donde el futuro nos descubriría juntos. Asumir la idea de que ella no es más alguien a quien poder cogerle la mano me ha resultado difícil. Pero el filtro del tiempo con su esmero constante sólo ha dejado de ella un sutil recuerdo, algunos silencios entre amigos, sobre todo cuando su breve sombra nos moja los labios y algunas flores en ocasiones especiales. Aun así he seguido pensando en ella, la he dejado atravesar mis ilusiones y habitar mis anhelos con su inasible amabilidad. Todo esto no pasaría de ser una visita a la imaginación si es que hace unas semanas no la hubiera vuelto a ver. ¡Era ella! Sólo que con diez o quince años más, pero todavía conservaba su misma cara de conejito, sus gloriosas piernas aunque sin minifalda y llevaba un peinado discreto. Me quedé observándola del modo como se mira a alguien sin estar seguro de reconocerlo hasta que un remoto chispazo, un vacío dulce me indicó que era ella, tal como la había imaginado, salida de un futuro que su muerte nos escamoteó.
El primer argumento, el más tranquilizador, es el del parecido. Pero ésta no es una historia de rasgos semejantes, eso sería muy sencillo y no fue así, porque la volví a encontrar en otras oportunidades y el extrañamiento fue aumentando, ya que con el tiempo uno va reconociendo gestos, actitudes y otros pequeños detalles que son parte de una persona y que no pueden ser simplemente coincidencias.
Mis sensatas costumbres me impedían aventurar una pregunta. ¡Cómo se aborda a una desconocida con un pretexto tan insólito sin parecer ridículo! El sólo verla me inquietaba. Ya para entonces se parecía demasiado. Era ella, aunque más madura, más serena, exactamente la imagen que me hubiera acostumbrado a amar con los años que todavía están por venir. Al principio era yo únicamente. Pero luego ella pareció percatarse de que la observaba, y un temblor imperceptible en su mejilla, un ligero nerviosismo que de algún modo significó un triunfo para mí, me hizo darme cuenta que también ella me había reconocido. No me atreví a acercarme y la dejé desaparecer apurada pero siempre hermosa. Volví a cruzarme con ella alguna otra vez, pero entonces eso se convirtió en el juego del gato y el ratón, yo cada vez más turbado y ella como buscándome, aunque sin esforzarse mucho, dejando tal vez que sea mi timidez, mi incredulidad la que diera el primer paso.
Pero ahora siento que el tiempo se acaba. Ha empezado a presionarme, con casualidades primero: la cola del cine, la mesa de al lado en un restaurante o simplemente ahí, en cualquier lugar y a cualquier hora. Me busca, deja recados en el edificio donde vivo, que el portero transmite con una sonrisa velada y conjeturas inútiles. Lo peor de todo es cuando me llama a la oficina, todos dicen que qué bonita voz, pero cuando yo cojo el auricular no escucho nada más que un silencio intenso y angustiante. Sé que ella está al otro lado de la línea, pero no dice nada, es como si esperara que fueran mis palabras las que quebraran este desencuentro, las que le dieran cuerda a un reloj que se detuvo porque soñar a veces cuesta y la realidad es la que siempre gana.
Hace un par de noches mientras caminaba, la angustia me llegó como un mordisco con la seguridad absoluta de haber oído su voz nombrándome y entonces la reacción mecánica de volverse para ver y encontrar su rostro, sus ojos con la misma inquietud, porque no hubo necesidad de palabras para saber que sí, que era cierto, y que si tal vez ella había logrado conjurar lo que le ocurrió, a mí no me pasó lo mismo y ya no sé si ella ha vivido dos veces simultáneamente o si yo la he vuelto a la vida con mis sueños, en cuyo caso ya perdí el tren por completo pues ahora nos separan los años que no compartimos y que no hay forma de recuperar.
Sólo recuerdo que huí sin enfrentarla. Por eso me niego a salir. He abandonado obligaciones, recreos y sonrisas a riesgo de disgustar a amigos y superiores porque temo el momento en que las preguntas sean inevitables y entonces lo terrible, lo absurdo de esta situación, me gane la batalla porque ya no puedo hacerla desaparecer ni tampoco regresar a unos años que todavía no llegan y, menos aún, reprocharme lo ya soñado porque, si no, sería despojarme de todo lo feliz que tiene este silencio que me rodea.



Las moscas (Réplica del hombre muerto) - Horacio Quiroga



 
Horacio Silvestre Quiroga Forteza nació en Salto, Uruguay, en 1878.
Se lo considera el maestro del cuento latinoamericano. Fue cuentista, dramaturgo y poeta.
Murió en Buenos Aires, Argenina, en 1937, por la ingesta de cianauro, decisión que tomó al enterarse de que padecía cáncer de próstata.  
Su obra: Los arrecifes de coral (poemas); El crimen del otro (cuentos); Los perseguidos (cuentos); Historia de un amor turbio (novela); Cuentos de amor, de locura y de muerte; Cuentos de la selva; El salvaje (cuentos); Los sacrificados (teatro); Anaconda (cuentos); El desierto (cuentos); La gallina degollada y otros cuentos; Los desterrados (cuentos); Pasado amor (novela); Más allá (cuentos); Diario de viaje a París.

 

Las moscas 
Réplica del hombre muerto


Al rozar el monte, los hombres tumbaron el año anterior este árbol, cuyo tronco yace en toda su extensión aplastado contra el suelo. Mientras sus compañeros han perdido gran parte de la corteza en el incendio del rozado, aquél conserva la suya casi intacta. Apenas si a todo lo largo una franja carbonizada habla muy claro de la acción del fuego.
Esto era el invierno pasado. Han transcurrido cuatro meses. En medio del rozado perdido por la sequía, el árbol tronchado yace siempre en un páramo de cenizas. Sentado contra el tronco, el dorso apoyado en él, me hallo también inmóvil. En algún punto de la espalda tengo la columna vertebral rota. He caído allí mismo, después de tropezar sin suerte contra un raigón. Tal como he caído, permanezco sentado -quebrado, mejor dicho- contra el árbol.
Desde hace un instante siento un zumbido fijo -el zumbido de la lesión medular- que lo inunda todo, y en el que mi aliento parece defluirse. No puedo ya mover las manos, y apenas uno que otro dedo alcanza a remover la ceniza.
Clarísima y capital, adquiero desde este instante mismo la certidumbre de que a ras del suelo mi vida está aguardando la instantaneidad de unos segundos para extinguirse de una vez.
Esta es la verdad. Como ella, jamás se ha presentado a mi mente una más rotunda. Todas las otras flotan, danzan en una como reverberación lejanísima de otro yo, en un pasado que tampoco me pertenece. La única percepción de mi existir, pero flagrante como un gran golpe asestado en silencio, es que de aquí a un instante voy a morir.
¿Pero cuándo? ¿Qué segundos y qué instantes son éstos en que esta exasperada conciencia de vivir todavía dejará paso a un sosegado cadáver?
Nadie se acerca en este rozado: ningún pique de monte lleva hasta él desde propiedad alguna. Para el hombre allí sentado, como para el tronco que lo sostiene, las lluvias se sucederán mojando corteza y ropa, y los soles secarán líquenes y cabellos, hasta que el monte rebrote y unifique árboles y potasa, huesos y cuero de calzado.
¡Y nada, nada en la serenidad del ambiente que denuncie y grite tal acontecimiento! Antes bien, a través de los troncos y negros gajos del rozado, desde aquí o allá, sea cual fuere el punto de observación, cualquiera puede contemplar con perfecta nitidez al hombre cuya vida está a punto de detenerse sobre la ceniza, atraída como un péndulo por ingente gravedad: tan pequeño es el lugar que ocupa en el rozado y tan clara su situación: se muere.
Esta es la verdad. Mas para la oscura animalidad resistente, para el latir y el alentar amenazados de muerte, ¿qué vale ella ante la bárbara inquietud del instante preciso en que este resistir de la vida y esta tremenda tortura psicológica estallarán como un cohete, dejando por todo residuo un ex hombre con el rostro fijo para siempre adelante?
El zumbido aumenta cada vez más. Ciérnese ahora sobre mis ojos un velo de densa tiniebla en que se destacan rombos verdes. Y en seguida veo la puerta amurallada de un zoco marroquí, por una de cuyas hojas sale a escape una tropilla de potros blancos, mientras por la otra entra corriendo una teoría de hombres decapitados.
Quiero cerrar los ojos, y no lo consigo ya. Veo ahora un cuartito de hospital, donde cuatro médicos amigos se empeñan en convencerme de que no voy a morir. Yo los observo en silencio, y ellos se echan a reír, pues siguen mi pensamiento.
-Entonces -dice uno de aquéllos -no le queda más prueba de convicción que la jaulita de moscas. Yo tengo una.
-¿Moscas?…
-Sí -responde-, moscas verdes de rastreo. Usted no ignora que las moscas verdes olfatean la descomposición de la carne mucho antes de producirse la defunción del sujeto. Vivo aún el paciente, ellas acuden, seguras de su presa. Vuelan sobre ella sin prisa mas sin perderla de vista, pues ya han olido su muerte. Es el medio más eficaz de pronóstico que se conozca. Por eso yo tengo algunas de olfato afinadísimo por la selección, que alquilo a precio módico. Donde ellas entran, presa segura. Puedo colocarlas en el corredor cuando usted quede solo, y abrir la puerta de la jaulita que, dicho sea de paso, es un pequeño ataúd. A usted no le queda más tarea que atisbar el ojo de la cerradura. Si una mosca entra y la oye usted zumbar, esté seguro de que las otras hallarán también el camino hasta usted. Las alquilo a precio módico.
¿Hospital…? Súbitamente el cuartito blanqueado, el botiquín, los médicos y su risa se desvanecen en un zumbido…
Y bruscamente, también, se hace en mí la revelación. ¡Las moscas!
Son ellas las que zumban. Desde que he caído han acudido sin demora. Amodorradas en el monte por el ámbito de fuego, las moscas han tenido, no sé cómo, conocimiento de una presa segura en la vecindad. Han olido ya la próxima descomposición del hombre sentado, por caracteres inapreciables para nosotros, tal vez en la exhalación a través de la carne de la médula espinal cortada. Han acudido sin demora y revolotean sin prisa, midiendo con los ojos las proporciones del nido que la suerte acaba de deparar a sus huevos.
El médico tenía razón. No puede ser su oficio más lucrativo.
Mas he aquí que esta ansia desesperada de resistir se aplaca y cede el paso a una beata imponderabilidad. No me siento ya un punto fijo en la tierra, arraigado a ella por gravísima tortura. Siento que fluye de mí como la vida misma, la ligereza del vaho ambiente, la luz del sol, la fecundidad de la hora. Libre del espacio y el tiempo, puedo ir aquí, allá, a este árbol, a aquella liana. Puedo ver, lejanísimo ya, como un recuerdo de remoto existir, puedo todavía ver, al pie de un tronco, un muñeco de ojos sin parpadeo, un espantapájaros de mirar vidrioso y piernas rígidas. Del seno de esta expansión, que el sol dilata desmenuzando mi conciencia en un billón de partículas, puedo alzarme y volar, volar…
Y vuelo, y me poso con mis compañeras sobre el tronco caído, a los rayos del sol que prestan su fuego a nuestra obra de renovación vital.




La noche de los feos - Mario Benedetti


Mario Benedetti nació en Uruguay en 1920.
Fue escritor, dramaturgo, ensayista y poeta. Integró la Generación de 45, junto a Ideal Vilariño y Juan Carlos Onetti, entre otros.  
Falleció en Montevideo, Uruguay, en 2009. 
Su obra: 
Cuentos: Esta mañana y otros cuentos, El último viaje y otros cuentos, Montevideanos, Datos para el viudo, La muerte y otras sorpresas, Con y sin nostalgia, La casa y el ladrillo (compilación de versos y cuentos, La vecina orilla, Geografías, Recuerdos olvidados, Despistes y franquezas, Buzón de tiempo, El porvenir de mi pasado, El otro yo, Los pocillos, Almuerzo y duras, Esa boca, El parque esta desierto, Historias de París, Triángulo isósceles, Tan Amigos, La noche de los feos.
Drama: El reportaje, Ida y vuelta, Pedro y el Capitán, El viaje de salida. 
Novelas: Quién de nosotros, La tregua, Gracias por el fuego, El cumpleaños de Juan Ángel (Novela escrita en verso, Primavera con una esquina rota, La borra del café, Andamios. 
Poesía: La víspera indeleble, Sólo mientras tanto, Te quiero, Poemas de la oficina, Poemas del hoyporhoy, Inventario uno, Noción de patria, Cuando eramos niños, Próximo prójimo, Contra los puentes levadizos, A ras de sueño, Quemar las naves, Letras de emergencia, Poemas de otros, La casa y el ladrillo, Cotidianas, Ex presos, Viento del exilio, Táctica y estrategia, Preguntas al azar, Yesterday y mañana, Canciones del más acá, Las soledades de Babel, Inventario dos, El amor, las mujeres y la vida, El olvido está lleno de memoria, La vida ese paréntesis, Rincón de Haikus, El mundo que respiro, Insomnios y duermevelas, Inventario tres, Existir todavía, Defensa propia, Memoria y esperanza, Adioses y bienvenidas, Canciones del que no canta, Testigo de uno mismo
Ensayo: Peripecia y novela, Marcel Proust y otros ensayos, El país de la cola de paja, Literatura uruguaya del siglo XX, Letras del continente mestizo, El escritor latinoamericano y la revolución posible, Notas sobre algunas formas subsidiarias de la penetración cultural, El desexilio y otras conjeturas, Cultura entre dos fuegos, Subdesarrollo y letras de osadía, La cultura, ese blanco móvi, La realidad y la palabra, Perplejidades de fin de siglo, El ejercicio del criterio, Vivir adrede, aniel Viglietti, desalambrando.

La noche de los feos

1

Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.
Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.
Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos —de la mano o del brazo— tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.
Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.
Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.
Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.
La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó.
La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculo mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.
Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.
—¿Qué está pensando? —pregunté.
Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.
—Un lugar común —dijo—. Tal para cual.
Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía.
Decidí tirarme a fondo.
—Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?
—Sí —dijo, todavía mirándome.
—Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida.
—Sí.
Por primera vez no pudo sostener mi mirada.
—Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo.
—¿Algo cómo qué?"
—Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad.
Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.
—Prométame no tomarme como un chiflado.
—Prometo.
—La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?
—No.
—¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?
Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.
—Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca.
Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.
—Vamos —dijo.

2

No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.
Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.
En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso.
Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.
Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.
Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.



La creciente - Juan Carlos Dávalos



Juan Carlos Dávalos nació en Salta, Argenina,  en 1887. A los dieciséis años, junto con David Michel Torino, fundó el periódico "Sancho Panza". 
Fue profesor de Literatura y luego vice-Rector en el Colegio Nacional de Salta. Director del Archivo General de la Provincia y Director de la Biblioteca Provincial "Dr. Victorino de la Plaza". Falleció en Salta, en 1959. 
Su obra:
Poemas: De mi vida y de mi tierra, Cantos agrestes, Cantos de la montaña, Otoño, Salta, su alma y sus paisajes, Últimos Versos.
Narrativa: Salta, El viento Blanco, Airampo, Los buscadores de oro, Los Gauchos, Los casos del zorro, Relatos lugareños, Los valles de Cachi y Molinos, Estampas lugareñas, La Venus de los Barrial, Cuentos y relatos del norte argentino, El sarcófago verde y otros cuentos, La Cola Del Gato.
Tearo: Don Juan de Viniegra Corazones, Águila Renga, comedia política, La tierra en armas (en coautoría con Ramón Serrano).


La creciente



Don Ventura Perdigones era un gallego verdulero que había en Salta.
Desde Vaqueros, donde tenía su hortaliza, llevaba todas las mañanas al pueblo una arganada de verduras frescas para vender por las calles.
Vaqueros es un lugar que dista dos leguas de la ciudad, y está situado en la margen izquierda del río de ese nombre.
Y digo río, porque se llama así en mi tierra, mal que pese al estricto sentido del vocablo, lo que en invierno apenas parecen arroyos apacibles, y en verano se tornan con las lluvias, en formidables avalanchas de barro y piedras.
Una mañana venía el Vaqueros por demás crecido, como dice la gente de mi provincia. La noche anterior había caído una tormenta en los cerros, y, con tumultuoso estrépito, las turbias aguas arrastraban gruesos troncos y pesados pedrones.
A lo largo de la orilla, numeroso paisanaje a caballo esperaba que pasase lo recto de la crecida para atravesarlo. Perdigones, encaramado en su asno, estaba allí con las árganas repletas de repollos y lechugas. Quería pasar cuanto antes, sin atender a los consejos de algunos que le señalaban el peligro; y porfiadamente taloneaba a su bestia, y se paraba en los estribos a ver por dónde se lanzaría.
Y Perdigones que sí y el jumento que no, bruto y hombre pugnaban por hacer cada cual su gusto, con grande regocijo y mofa de los presentes.
—No dentre, don Ventura. Mire que la creciente lo va a trapiar— decía uno.
—De ande lo han de convencer, si este gallego es más porfiao que una clueca gritaba otro.
—Asojítese bien, no sea que pierda los yolis —vociferaba un tercero.
—¡Vaya, vaya, hombre! —contestaba Perdigones—. Paréceme a mi que no hay motivo pa' tanta alharaca. 
—Por lo que es éste, a mí no me gana —decía del asno y lo molía de firme.
Al fin triunfó Perdigones, si bien más le valiera no haber triunfado; porque zamparse el burro, desquiciarse de la montura los yolis, y hacerse una balumba de hombre y bestia, y reatas y verduras, todo fue uno. La rápida corriente los arrastraba.
Los gauchos armaron al punto sus lazos y se los arrojaron al infeliz de don Ventura, que a manotones y zambullidas y vuettas de carnero en medio del agua, ni pudo, ni atinó con los auxilios.
Y mal acaba el lance, si no logra prenderse, con todas las fuerzas que le restaban, a las raíces de un sauce ribereño.
Y ya en tierra firme, pasado el susto, un paisano le dice al gallego:
—Velay, pues, ño Ventura, aura que se ha salvao, dé gracias a Dios; porque esto ha sido un milagro.
Y el gallego malhumorado y tiritando le contestó:
—Hombre, dí tú gracias al sauce; que las intenciones de Dios fueron ahogarme.