Jorge Rivera Rojas nació en Lima, Perú, en 1965.
Estudió Literatura en la Universidad Nacional Mayor de
San Marcos.
Es traductor y corrector de estilo.
Ha sido finalista en varias
ocasiones en el Concurso Copé de cuento.
Textos suyos han aparecido en revistas
de la región y en la página del Proyecto Scherezade.
Aparece además en la
antología Circo de Pulgas. Minificción
peruana (Micrópolis, 2012).
Ha publicado el volumen de cuentos Cuando hayamos partido (Bustrófedon
Editores, 2000) y actualmente prepara la publicación de su segundo libro de
cuentos.
Encuentros a deshoras
Los años no pasan para
los fantasmas. Su vida o lo que sea está detenida en un presente sin
alteraciones y ella no puede ser un fantasma, no ahora que debe andar por los
treinta o los treinta y cinco. Los muertos no envejecen y ya no sé qué pensar.
La he visto, he sentido su respiración, sus manos casi tocándome, casi
diciéndome: aquí estoy y ¿cómo te ha ido?, comentarios comunes de gente que se
ve luego de tiempo, pero si ella es un fantasma, a nuestro encuentro le falta
lo lúgubre, lo oscuro, el escenario típico y el miedo apropiado, porque miedo
si hay, pero es otro, es el miedo de lo ilógico, de lo inconsecuente, porque
ella toma esto del modo más natural, cosa que yo no puedo hacer.
No quiero volver a verla
porque me altera los días. Ella quizá ya ha ordenado su vida, donde es posible
que no quede lugar para estos sobresaltos, pero ahora que a los dos se nos fue
de bruces la seguridad, ahora que las dudas van a ser pequeños actos: mirar de
reojo, buscarnos mutuamente las voces en conversaciones ajenas; que también se
volverán costumbres y que tal vez no la dejen dormir porque la confianza en las
rutinas cotidianas se ha desvanecido; los encuentros pueden volver a repetirse
aunque mudemos de itinerarios.
Ya nos reconocimos y
nada va a evitar este desamparo. Y se ha de estar preguntando por qué la
rehuyo. Lo peor de todo es que no sabrá que no la culpo a ella sino a mí, y que
ahora no voy a soportar tener que convivir con eso que otros llamarían con
gusto "extraño", "misterioso" o más sensatamente
"imposible".
No creo en lo
sobrenatural, aunque me encantaría, porque así este nudo en la garganta, este
absurdo que transgrede mi sana lógica no existiría. No habría espacio para esta
incertidumbre que se esconde tras los espejos, las manos extendidas y las cinco
de la tarde.
No volvería a andar
buscándola, temeroso de encontrarla en cualquier multitud. Imposible ocultar mi
cautela en avenidas y microbuses hasta que todos terminan por darse cuenta y yo
sin saber cómo explicar esta insensatez así como tampoco puedo explicar ahora
esa lápida donde se lee su nombre.
Ella es una amiga que
murió joven, con todo lo doloroso que eso puede ser: un estupor, un temblor en
la mirada y el fastidio de repetir frases insípidas a la familia pero que son
lo único que llena ese abrazo húmedo y cortés. No quiero parecer cínico, pero
su muerte no fue para mí sino una ceremonia, un féretro blanco al que ni
siquiera me acerqué y algunas gentes que lloraban. Me dolió, porque lo brutal
de su muerte significaba quitarle la poca base que tenían algunas de mis
fantasías, donde el futuro nos descubriría juntos. Asumir la idea de que ella
no es más alguien a quien poder cogerle la mano me ha resultado difícil. Pero
el filtro del tiempo con su esmero constante sólo ha dejado de ella un sutil
recuerdo, algunos silencios entre amigos, sobre todo cuando su breve sombra nos
moja los labios y algunas flores en ocasiones especiales. Aun así he seguido
pensando en ella, la he dejado atravesar mis ilusiones y habitar mis anhelos
con su inasible amabilidad. Todo esto no pasaría de ser una visita a la
imaginación si es que hace unas semanas no la hubiera vuelto a ver. ¡Era ella!
Sólo que con diez o quince años más, pero todavía conservaba su misma cara de
conejito, sus gloriosas piernas aunque sin minifalda y llevaba un peinado
discreto. Me quedé observándola del modo como se mira a alguien sin estar
seguro de reconocerlo hasta que un remoto chispazo, un vacío dulce me indicó
que era ella, tal como la había imaginado, salida de un futuro que su muerte
nos escamoteó.
El primer argumento, el
más tranquilizador, es el del parecido. Pero ésta no es una historia de rasgos
semejantes, eso sería muy sencillo y no fue así, porque la volví a encontrar en
otras oportunidades y el extrañamiento fue aumentando, ya que con el tiempo uno
va reconociendo gestos, actitudes y otros pequeños detalles que son parte de
una persona y que no pueden ser simplemente coincidencias.
Mis sensatas costumbres
me impedían aventurar una pregunta. ¡Cómo se aborda a una desconocida con un
pretexto tan insólito sin parecer ridículo! El sólo verla me inquietaba. Ya
para entonces se parecía demasiado. Era ella, aunque más madura, más serena,
exactamente la imagen que me hubiera acostumbrado a amar con los años que
todavía están por venir. Al principio era yo únicamente. Pero luego ella
pareció percatarse de que la observaba, y un temblor imperceptible en su
mejilla, un ligero nerviosismo que de algún modo significó un triunfo para mí,
me hizo darme cuenta que también ella me había reconocido. No me atreví a
acercarme y la dejé desaparecer apurada pero siempre hermosa. Volví a cruzarme
con ella alguna otra vez, pero entonces eso se convirtió en el juego del gato y
el ratón, yo cada vez más turbado y ella como buscándome, aunque sin esforzarse
mucho, dejando tal vez que sea mi timidez, mi incredulidad la que diera el
primer paso.
Pero ahora siento que el
tiempo se acaba. Ha empezado a presionarme, con casualidades primero: la cola del
cine, la mesa de al lado en un restaurante o simplemente ahí, en cualquier
lugar y a cualquier hora. Me busca, deja recados en el edificio donde vivo, que
el portero transmite con una sonrisa velada y conjeturas inútiles. Lo peor de
todo es cuando me llama a la oficina, todos dicen que qué bonita voz, pero
cuando yo cojo el auricular no escucho nada más que un silencio intenso y
angustiante. Sé que ella está al otro lado de la línea, pero no dice nada, es
como si esperara que fueran mis palabras las que quebraran este desencuentro,
las que le dieran cuerda a un reloj que se detuvo porque soñar a veces cuesta y
la realidad es la que siempre gana.
Hace un par de noches
mientras caminaba, la angustia me llegó como un mordisco con la seguridad
absoluta de haber oído su voz nombrándome y entonces la reacción mecánica de
volverse para ver y encontrar su rostro, sus ojos con la misma inquietud,
porque no hubo necesidad de palabras para saber que sí, que era cierto, y que
si tal vez ella había logrado conjurar lo que le ocurrió, a mí no me pasó lo
mismo y ya no sé si ella ha vivido dos veces simultáneamente o si yo la he
vuelto a la vida con mis sueños, en cuyo caso ya perdí el tren por completo
pues ahora nos separan los años que no compartimos y que no hay forma de
recuperar.
Sólo recuerdo que huí
sin enfrentarla. Por eso me niego a salir. He abandonado obligaciones, recreos
y sonrisas a riesgo de disgustar a amigos y superiores porque temo el momento
en que las preguntas sean inevitables y entonces lo terrible, lo absurdo de
esta situación, me gane la batalla porque ya no puedo hacerla desaparecer ni
tampoco regresar a unos años que todavía no llegan y, menos aún, reprocharme lo
ya soñado porque, si no, sería despojarme de todo lo feliz que tiene este
silencio que me rodea.