El ilustre amor - Manuel Mujica Láinez


Manuel Bernabé Mujica Láinez nació en Buenos Aires, Argenitna, en 1910. 
Fue escritor, biógrafo, crítico de arte y periodista. 
Falleció en Córdoba, Argentina, en 1984.
 Premios: Gran Premio de Honor de la SADE a su novela La casa, Premio Nacional de Literatura en por su novela Bomarzo, La Legión de Honor del Gobierno de Francia, Ciudadano ilustre de Buenos Aires.
Su obra: Luis XVII; Glosas castellanas, ensayos; Don Galaz de Buenos Aires; Miguél Cané (padre), biografía; Canto a Buenos Aires, poemas. Edición Kraft Ltda.; Vida de Aniceto el Gallo, biografía de Hilario Ascasubi; Estampas de Buenos Aires; Vida de Anastasio el Pollo, biografía de Estanislao del Campo; Aquí vivieron, cuentos; Misteriosa Buenos Aires, cuentos; Los ídolos, novela; La casa, novela; Los viajeros, novela; El retrato amarillo, novela corta; Héctor Basaldúa, ensayo; Invitados en El Paraiso, novela; Bomarzo, novela; El unicornio, novela; Crónicas reales, cuentos; De milagros y melancolia, novela; Cecil, novela; El laberinto, novela; El viaje de los siete demonios, novela; Sergio, novela; Los cisnes, novela; El brazalete y otros cuentos, cuentos; Más letras e imágenes de Buenos Aires; El Gran Teatro, novela; Los porteños, ensayos; El escarabajo, novela; Nuestra Buenos Aires; Jockey Club un siglo; Placeres y fatigas de los viajes I, crónicas periodísticas; Vida y gloria del Teatro Colón; Un novelista en el Museo del Prado, cuentos; Placeres y fatigas de los viajes II, crónicas periodísticas.

El ilustre amor
de Misteriosa Buenos Aires

En el aire fino, mañanero, de abril, avanza oscilando por la Plaza Mayor la pompa fúnebre del quinto Virrey del Río de la Plata. Magdalena la espía hace rato por el entreabierto postigo, aferrándose a la reja de su ventana. Traen al muerto desde la que fue su residencia del Fuerte, para exponerle durante los oficios de la Catedral y del convento de las monjas capuchinas. Dicen que viene muy bien embalsamado, con el hábito de Santiago por mortaja, al cinto el espadín. También dicen que se le ha puesto la cara negra.
A Magdalena le late el corazón locamente. De vez en vez se lleva el pañuelo a los labios. Otras, no pudiendo dominarse, abandona su acecho y camina sin razón por el aposento enorme, oscuro. El vestido enlutado y la mantilla de duelo disimulan su figura otoñal de mujer que nunca ha sido hermosa. Pero pronto regresa a la ventana y empuja suavemente el tablero. Poco falta ya. Dentro de unos minutos el séquito pasará frente a su casa.
Magdalena se retuerce las manos. ¿Se animará, se animará a salir?
Ya se oyen los latines con claridad. Encabeza la marcha el deán, entre los curas catedralicios y los diáconos cuyo andar se acompasa con el lujo de las dalmáticas. Sigue el Cabildo eclesiástico, en alto las cruces y los pendones de las cofradías. Algunos esclavos se han puesto de hinojos junto a la ventana de Magdalena. Por encima de sus cráneos motudos, desfilan las mazas del Cabildo. Tendrá que ser ahora. Magdalena ahoga un grito, abre la puerta y sale.
Afuera, la Plaza inmensa, trémula bajo el tibio sol, está inundada de gente. Nadie quiso perder las ceremonias. El ataúd se balancea como una barca sobre el séquito despacioso. Pasan ahora los miembros del Consulado y los de la Real Audiencia, con el regente de golilla. Pasan el Marqués de Casa Hermosa y el secretario de Su Excelencia y el comandante de Forasteros. Los oficiales se turnan para tomar, como si fueran reliquias, las telas de bayeta que penden de la caja. Los soldados arrastran cuatro cañones viejos. El Virrey va hacia su morada última en la Iglesia de San Juan.
Magdalena se suma al cortejo llorando desesperadamente. El sobrino de Su Excelencia se hace a un lado, a pesar del rigor de la etiqueta, y le roza un hombro con la mano perdida entre encajes, para sosegar tanto dolor. Pero Magdalena no calla. Su llanto se mezcla a los latines litúrgicos, cuya música decora el nombre ilustre: "Excmo. Domino Pedro Melo de Portugal et Villena, militaris ordinis Sancti Jacobi..."
El Marqués de Casa Hermosa vuelve un poco la cabeza altiva en pos de quién gime así. Y el secretario virreinal también, sorprendido. Y los cónsules del Real Consulado. Quienes más se asombran son las cuatro hermanas de Magdalena, las cuatro hermanas jóvenes cuyos maridos desempeñan cargos en el gobierno de la ciudad.
—¿Qué tendrá Magdalena?
—¿Qué tendrá Magdalena?
—¿Cómo habrá venido aquí, ella que nunca deja la casa?
Las otras vecinas lo comentan con bisbiseos hipócritas, en el rumor de los largos rosarios.
—¿Por qué llorará así Magdalena?
A las cuatro hermanas ese llanto y ese duelo las perturban. ¿Qué puede importarle a la mayor, a la enclaustrada, la muerte de don Pedro? ¿Qué pudo acercarla a señorón tan distante, al señor cuyas órdenes recibían sus maridos temblando, como si emanaran del propio Rey? El Marqués de Casa Hermosa suspira y menea la cabeza. Se alisa la blanca peluca y tercia la capa porque la brisa se empieza a enfriar.
Ya suenan sus pasos en la Catedral, atisbados por los santos y las vírgenes. Disparan los cañones reumáticos, mientras depositan a don Pedro en el túmulo que diez soldados custodian entre hachones encendidos. Ocupa cada uno su lugar receloso de precedencias. En el altar frontero, levántase la gloria de los salmos. El deán comienza a rezar el oficio.
Magdalena se desliza quedamente entre los oidores y los cónsules. Se aproxima al asiento de dosel donde el decano de la Audiencia finge meditaciones profundas. Nadie se atreve a protestar por el atentado contra las jerarquías. ¡Es tan terrible el dolor de esta mujer!
El deán, al tornarse con los brazos abiertos como alas, para la primera bendición, la ve y alza una ceja. Tose el Marqués de Casa Hermosa, incómodo. Pero el sobrino del Virrey permanece al lado de la dama cuitada, palmeándola, calmándola.
Sólo unos metros escasos la separan del túmulo. Allá arriba, cruzadas las manos sobre el pecho, descansa don Pedro, con sus trofeos, con sus insignias.
—¿Qué le acontece a Magdalena?
Las cuatro hermanas arden como cuatro hachones.
Chisporrotean, celosas.
—¿Qué diantre le pasa? ¿Ha extraviado el juicio? ¿O habrá habido algo, algo muy íntimo, entre ella y el Virrey? Pero no, no, es imposible... ¿cuándo?
Don Pedro Melo de Portugal y Villena, de la casa de los duques de Braganza, caballero de la Orden de Santiago, gentilhombre de cámara en ejercicio, primer caballerizo de la Reina, virrey, gobernador y capitán general de las Provincias del Río de la Plata, presidente de la Real Audiencia Pretorial de Buenos Aires, duerme su sueño infinito, bajo el escudo que cubre el manto ducal, el blasón con las torres y las quinas de la familia real portuguesa. Indiferente, su negra cara brilla como el ébano, en el oscilar de las antorchas.
Magdalena, de rodillas, convulsa, responde a los "Dominus vobis cum".
Las vecinas se codean:
¡Qué escándalo! Ya ni pudor queda en esta tierra... ¡Y qué calladito lo tuvo!
Pero, simultáneamente, infíltrase en el ánimo de todos esos hombres y de todas esas mujeres, como algo más recio, más sutil que su irritado desdén, un indefinible respeto hacia quien tan cerca estuvo del amo.
La procesión ondula hacia el convento de las capuchinas de Santa Clara, del cual fue protector Su Excelencia. Magdalena no logra casi tenerse en pie. La sostiene el sobrino de don Pedro, y el Marqués de Casa Hermosa, malhumorado, le murmura desflecadas frases de consuelo. Las cuatro hermanas jóvenes no osan mirarse.
¡Mosca muerta! ¡Mosca muerta! ¡Cómo se habrá reído de ellas, para sus adentros, cuando le hicieron sentir, con mil alusiones agrias, su superioridad de mujeres casadas, fecundas, ante la hembra seca, reseca, vieja a los cuarenta años, sin vida, sin nada, que jamás salía del caserón paterno de la Plaza Mayor! ¿Iría el Virrey allí? ¿Iría ella al Fuerte?
¿Dónde se encontrarían?
—¿Qué hacemos? —susurra la segunda.
Han descendido el cadáver a su sepulcro, abierto junto a la reja del coro de las monjas. Se fue don Pedro, como un muñeco suntuoso. Era demasiado soberbio para escuchar el zumbido de avispas que revolotea en torno de su magnificencia displicente.
Despídese el concurso. El regente de la Audiencia, al pasar ante Magdalena, a quien no conoce, le hace una reverencia grave, sin saber por qué. Las cuatro hermanas la rodean, sofocadas, quebrado el orgullo. También los maridos, que se doblan en la rigidez de las casacas y ojean furtivamente alrededor.
Regresan a la gran casa vacía. Nadie dice palabra. Entre la belleza insulsa de las otras, destácase la madurez de Magdalena con quemante fulgor. Les parece que no la han observado bien hasta hoy, que sólo hoy la conocen. Y en el fondo, en el secretísimo fondo de su alma, hermanas y cuñados la temen y la admiran. Es como si un pincel de artista hubiera barnizado esa tela deslucida, agrietada, remozándola para siempre.
Claro que de estas cosas no se hablará. No hay que hablar de estas cosas. Magdalena atraviesa el zaguán de su casa, erguida, triunfante. Ya no la dejará. Hasta el fin de sus días vivirá encerrada, como un ídolo fascinador, como un objeto raro, precioso, casi legendario, en las salas sombrías, esas salas que abandonó por última vez para seguir el cortejo mortuorio de un Virrey a quien no había visto nunca.



Parábola del trueque - Juan José Arreola



 


 Juan José Arreola Zúñiga, escritor mexicano. Nació en Zapotlán el Grande —hoy Ciudad Guzmán—, Jalisco en 1918.
Murió en 2001 en Guadalajara.
Fue escritor, académico y editor.
Su obra: Varia invención, Confabulario, La feria, Palindroma, Bestiario, Inventario, Confabulario personal.
 



Parábola del trueque

Al grito de «¡Cambio esposas viejas por nuevas!» el mercader recorrió las calles del pueblo arrastrando su convoy de pintados carromatos.
Las transacciones fueron muy rápidas, a base de unos precios inexorablemente fijos. Los interesados recibieron pruebas de calidad y certificados de garantía, pero nadie pudo escoger. Las mujeres, según el comerciante, eran de veinticuatro quilates. Todas rubias y todas circasianas. Y más que rubias, doradas como candeleros.
Al ver la adquisición de su vecino, los hombres corrían desaforados en pos del traficante. Muchos quedaron arruinados. Sólo un recién casado pudo hacer cambio a la par. Su esposa estaba flamante y no desmerecía ante ninguna de las extranjeras. Pero no era tan rubia como ellas.
Yo me quedé temblando detrás de la ventana, al paso de un carro suntuoso. Recostada entre almohadones y cortinas, una mujer que parecía un leopardo me miró deslumbrante, como desde un bloque de topacio. Presa de aquel contagioso frenesí, estuve a punto de estrellarme contra los vidrios. Avergonzado, me aparté de la ventana y volví el rostro para mirar a Sofía.
Ella estaba tranquila, bordando sobre un nuevo mantel las iniciales de costumbre. Ajena al tumulto, ensartó la aguja con sus dedos seguros. Sólo yo que la conozco podía advertir su tenue, imperceptible palidez. Al final de la calle, el mercader lanzó por último la turbadora proclama: «¡Cambio esposas viejas por nuevas!». Pero yo me quedé con los pies clavados en el suelo, cerrando los oídos a la oportunidad definitiva. Afuera, el pueblo respiraba una atmósfera de escándalo.
Sofía y yo cenamos sin decir una palabra, incapaces de cualquier comentario.
—¿Por qué no me cambiaste por otra? —me dijo al fin, llevándose los platos.
No pude contestarle, y los dos caímos más hondo en el vacío. Nos acostamos temprano, pero no podíamos dormir. Separados y silenciosos, esa noche hicimos un papel de convidados de piedra.
Desde entonces vivimos en una pequeña isla desierta, rodeados por la felicidad tempestuosa. El pueblo parecía un gallinero infestado de pavos reales. Indolentes y voluptuosas, las mujeres pasaban todo el día echadas en la cama. Surgían al atardecer, resplandecientes a los rayos del sol, como sedosas banderas amarillas.
Ni un momento se separaban de ellas los maridos complacientes y sumisos. Obstinados en la miel, descuidaban su trabajo sin pensar en el día de mañana.
Yo pasé por tonto a los ojos del vecindario, y perdí los pocos amigos que tenía. Todos pensaron que quise darles una lección, poniendo el ejemplo absurdo de la fidelidad. Me señalaban con el dedo, riéndose, lanzándome pullas desde sus opulentas trincheras. Me pusieron sobrenombres obscenos, y yo acabé por sentirme como una especie de eunuco en aquel edén placentero.
Por su parte, Sofía se volvió cada vez más silenciosa y retraída. Se negaba a salir a la calle conmigo, para evitarme contrastes y comparaciones. Y lo que es peor, cumplía de mala gana con sus más estrictos deberes de casada. A decir verdad, los dos nos sentíamos apenados de unos amores tan modestamente conyugales.
Su aire de culpabilidad era lo que más me ofendía. Se sintió responsable de que yo no tuviera una mujer como las de otros. Se puso a pensar desde el primer momento que su humilde semblante de todos los días era incapaz de apartar la imagen de la tentación que yo llevaba en la cabeza. Ante la hermosura invasora, se batió en retirada hasta los últimos rincones del mudo resentimiento. Yo agoté en vano nuestras pequeñas economías, comprándole adornos, perfumes, alhajas y vestidos.
—¡No me tengas lástima!
Y volvía la espalda a todos los regalos. Si me esforzaba en mimarla, venía su respuesta entre lágrimas:
—¡Nunca te perdonaré que no me hayas cambiado!
Y me echaba la culpa de todo. Yo perdía la paciencia. Y recordando a la que parecía un leopardo, deseaba de todo corazón que volviera a pasar el mercader.
Pero un día las rubias comenzaron a oxidarse. La pequeña isla en que vivíamos recobró su calidad de oasis, rodeada por el desierto. Un desierto hostil, lleno de salvajes alaridos de descontento. Deslumbrados a primera vista, los hombres no pusieron realmente atención en las mujeres. Ni les echaron una buena mirada, ni se les ocurrió ensayar su metal. Lejos de ser nuevas, eran de segunda, de tercera, de sabe Dios cuántas manos... El mercader les hizo sencillamente algunas reparaciones indispensables, y les dio un baño de oro tan bajo y tan delgado, que no resistió la prueba de las primeras lluvias.
El primer hombre que notó algo extraño se hizo el desentendido, y el segundo también. Pero el tercero, que era farmacéutico, advirtió un día entre el aroma de su mujer, la característica emanación del sulfato de cobre. Procediendo con alarma a un examen minucioso, halló manchas oscuras en la superficie de la señora y puso el grito en el cielo.
Muy pronto aquellos lunares salieron a la cara de todas, como si entre las mujeres brotara una epidemia de herrumbre. Los maridos se ocultaron unos a otros las fallas de sus esposas, atormentándose en secreto con terribles sospechas acerca de su procedencia. Poco a poco salió a relucir la verdad, y cada quien supo que había recibido una mujer falsificada.
El recién casado que se dejó llevar por la corriente del entusiasmo que despertaron los cambios, cayó en un profundo abatimiento. Obsesionado por el recuerdo de un cuerpo de blancura inequívoca, pronto dio muestras de extravío. Un día se puso a remover con ácidos corrosivos los restos de oro que había en el cuerpo de su esposa, y la dejó hecha una lástima, una verdadera momia.
Sofía y yo nos encontramos a merced de la envidia y del odio. Ante esa actitud general, creí conveniente tomar algunas precauciones. Pero a Sofía le costaba trabajo disimular su júbilo, y dio en salir a la calle con sus mejores atavíos, haciendo gala entre tanta desolación. Lejos de atribuir algún mérito a mi conducta, Sofía pensaba naturalmente que yo me había quedado con ella por cobarde, pero que no me faltaron las ganas de cambiarla.
Hoy salió del pueblo la expedición de los maridos engañados, que van en busca del mercader. Ha sido verdaderamente un triste espectáculo. Los hombres levantaban al cielo los puños, jurando venganza. Las mujeres iban de luto, lacias y desgreñadas, como plañideras leprosas. El único que se quedó es el famoso recién casado, por cuya razón se teme. Dando pruebas de un apego maniático, dice que ahora será fiel hasta que la muerte lo separe de la mujer ennegrecida, ésa que él mismo acabó de estropear a base de ácido sulfúrico.
Yo no sé la vida que me aguarda al lado de una Sofía quién sabe si necia o si prudente. Por lo pronto, le van a faltar admiradores. Ahora estamos en una isla verdadera, rodeada de soledad por todas partes. Antes de irse, los maridos declararon que buscarán hasta el infierno los rastros del estafador. Y realmente, todos ponían al decirlo una cara de condenados.
Sofía no es tan morena como parece. A la luz de la lámpara, su rostro dormido se va llenando de reflejos. Como si del sueño le salieran leves, dorados pensamientos de orgullo. 


Trece - Roberto J. Payró




Roberto Jorge Payró nació en Mercedes, provincia de Buenos Aires, Argeniona, en 1867.
Periodista y escritor costumbrista. Utilizaba el lenguaje propio de la época, pero de forma irónica. Utiliza personajes típicos y relata situaciones comunes, mostrando a los inmigrantes italianos, o el Entre sus personajes siempre estan ael pícaro criollo.
También fue considerado el primer correspinsal de guerra argentino.
Murió en 1928.
Su obra:
Diarios de viaje: La Australia Argentina, En las tierras del Inti.
Novelas: Sobre las ruinas, El casamiento de Laucha, El falso Inca, Pago Chico, Violines y toneles, Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira, El capitán Vergara, Fuego en el rastrojo, Mientraiga, El mar dulce.
Ediciones póstumas: Nuevos cuentos de Pago Chico, Canción Trágica, Chamijo, Los tesoros del Rey Blanco y Por qué no fue descubierta la Ciudad de los Césares, Evocaciones de un porteño viejo.


Trece

—A propósito de supersticiones —dijo Albornoz—, ustedes han de haber conocido (o por lo menos oído hablar de él) a mi viejo amigo Amadeo Talamón. Pues han de saber que, a pesar de su piadoso nombre de pila, Amadeo pretendía ser más escéptico que Pirrón sino más ateo que Spinoza, ajeno, por lo tanto, a toda clase de preocupaciones religiosas o de cualquier otro género. "Sé demasiado para ser espiritualista, decía, y no lo bastante para ser materialista, así es que me abstengo". Quizá se hiciera ilusiones en cuanto a su deber pero estaba realmente convencido de no prestar fe sino a lo que alcanza la razón y demuestra la ciencia o la experiencia. Más de una vez —y voy al cuento— le oí hablar con lástima y sarcasmo de los supersticiosos que consideran fatídico y maléfico al inofensivo número trece. Imitando a Grimod de la Reyniére, decía que sentarse trece a la mesa era, efectivamente, muy malo... cuando sólo había de comer para doce.
"Lo único que hay de verdad en tan necia superstición —agregaba— es que forzosamente uno de los trece comensales ha de morir antes que los otros doce, si no cuadra la poca probable casualidad de que varios o todos mueran al mismo tiempo. Pero cuando, sin mayor malicia, uno de ellos no puede esperar y muera antes del año, todo el mundo considera suficientemente comprobada la verdad de la superstición, olvidándose de los mil y un casos que la desmienten... " Y se reía de los crédulos y, a la vez de su propia chuscada. Pues, hete aquí, que cierta noche Amadeo Talamón cenaba conmigo y con otras personas de nuestra íntima amistad, en un saloncito del viejo Café de París, cuando, casi a los postres, uno de los presentes se incorporó de su asiento, exclamando con voz insegura:
—¡Caramba! ¡Somos trece!...
A varios sorprendí en actitud de levantarse y escapar, pero aquello que los sacerdotes llamaban el “respeto humano" les detuvo y todos, entre burlas y veras, comentamos el hecho.
—¡Vaya! ¡vaya! — recuerdo que dijo espiritualmente Talamón. — Si eso era lo que nos había de matar, ya no hay remedio posible. Resignémonos y... acabemos de cenar alegremente.
Pero no conseguimos que renaciera la animación. Un soplo helado acababa de pasar como una corriente eléctrica. Hasta para los más escépticos se había evocado la muerte en pleno regocijo...
Amadeo Talamón mantuvo, sin embargo, su bandera, encogiéndose despreciativamente de hombros, riendo, burlándose de los que podían admitir "ni por un momento" semejante dislate, de su credulidad de niños, o de hombres primitivos". Estaba espléndido, de buen humor, pero no duró mucho la sobremesa y la reunión se disolvió más temprano que de costumbre...
Pasaron varios días sin que volviera a ver a Talamón, contra lo habitual, pero al fin le encontré y, conversando de bueyes perdidos, aludió a nuestra cena del Café de París y a los recelos ridículos de los que temían al trece fatal. No paré entonces mientes en ello, ni había por qué; pero una semana más tarde me habló otra vez de la "paparrucha del trece" y de la debilidad mental de los supersticiosos.
—Pero, con todo —le dije sonriendo y mirándolo bien de frente—, el caso es que tú sigues pensando en ello.
Se ruborizó, hizo un vago ademán y después, como quitando toda importancia al asunto:
—Te confesaré —me dijo— que la actitud de nuestros amigos al contarse aterrados me hizo tanta gracia que no me puedo olvidar... ¡Y la persistencia de ese recuerdo acaba poniéndome de mal humor, porque no es razonable... porque se parece a la obsesión de ciertas musiquillas que suelen sonarle a uno días enteros en los oídos! ¡Y hay tantas otras cosas más serias o más gratas en qué pensar! ...
Otra tarde, en el Club del Progreso, sin que viniera a cuento para nada, me preguntó:
—¿Recuerdas exactamente quiénes estábamos en el Café de París aquella famosa noche de los trece? ...
—No es difícil...
—Vamos a ver si coincidimos; tú y yo, dos; Serantes, tres; Jiménez, cuatro… —y continuó la enumeración.
—Olvidas a Rodas —agregué.
—Eso es, Rodas, tienes razón: era el que me faltaba.
—Pero, ¿qué interés tienes en recordar ese detalle? ¿Piensas reiterar el convite?
—No, no... Por saber, nada más... ¡Tonterías!...
Me pareció evidente que se acentuaba su preocupación y desde ese día lo observé más atentamente.
Era el mismo de siempre jovial, conversador, chusco a veces. Sus maneras seguían tan desembarazadas y su voz de timbre tan regocijado como de costumbre. Ya no volvía a hablarme de la cena, ni de los
trece, ni de nada que de cerca o de lejos tuviera relación con ello. Sin embargo —quizá porque mi ánimo prevenido me incitaba a la sospecha—, de vez en cuando me parecía que una nube desagradable turbaba fugazmente su placidez. Para salir de dudas, cierto día —éramos lo bastante amigos para permitirnos éstas y aún más graves indiscreciones— me resolví a preguntarle:
—¿Tienes algún disgusto, algo que ande mal, que te preocupe?...
—¡Qué ocurrencia! ¿Por qué?...
—Nada, nada... Suponía... me había parecido...
—¡Vaya una idea!
Pero esta vez sí que lo noté perplejo, con algo extraño —como sofocado—, en la voz, y un gesto de disciplencia que jamás había tenido para mí...
Olvidado ya, en el curso normal de quehaceres y distracciones, de esta observación y de los hechos que la provocaron, una tarde, en el mismo club, Amadeo, que acababa de tomar "El Diario", lanzó una ruidosa exclamación:
—¡Rodas ha muerto!
Pero, ¡qué acento el suyo! ¡No era de dolor, ni de pena, ni aún de esa lástima fugaz que provoca la muerte de un hombre todavía joven, aunque sea desconocido... ¡Era de alegría! Como ustedes lo oyen. ¡Era de alegría, y Talamón estaba ligado a Rodas, si no por estrecha amistad, por una relación tan antigua como frecuente! ¡Rodas había muerto! Es decir: el número fatídico, demostrando su virtud, acababa por eso mismo de perderla, y ya no había nada que temer...
—¿Te preocupaba? —le pregunté en tono de, confidencia, acercándome y poniéndole la mano sobre el hombre—. Te preocupaba el trece, ¿no es verdad?
Enrojeció, vaciló; por fin, haciendo un gran esfuerzo:
—Contra toda razón, rechazando hasta con rabia ese disparate, lo cierto es que iba convirtiéndose en idea fija, en torturadora obsesión... Nunca he creído, todavía, no creo, nunca creeré en la influencia del trece! ¡Eso jamás!
Y después de una pausa, sonriente, burlándose de su flaqueza y de la del género humano:
—Pero ahora estoy más tranquilo... ¡Pobre Rodas!...

No oyes ladrar los perros - Juan Rulfo

   
 

Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno, conocido como Juan Rulfo, nació en Jalisco, México, en 1917. 
Fue uno de los grandes escritores latinoamericanos del siglo XX: escritor, guionista y fotógrafo. 
Falleció en México D.F., en 1986.
Su obra se centra en dos pequeños libros:
El llano en llamas (cuentos).
Padro Páramo (novela).





No oyes ladrar los perros


  Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte.
     —No se ve nada.
     —Ya debemos estar cerca.
     —Sí, pero no se oye nada.
     —Mira bien.
     —No se ve nada.
     —Pobre de ti, Ignacio.
     La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.
    La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.
     —Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.
     —Sí, pero no veo rastro de nada.
     —Me estoy cansando.
     —Bájame.
     El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.
     —¿Cómo te sientes?
     —Mal.
    Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja. Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba:
     —¿Te duele mucho?
     —Algo —contestaba él.
   Primero le había dicho: "Apéame aquí... Déjame aquí... Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco." Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra.
     —No veo ya por dónde voy —decía él.
     Pero nadie le contestaba.
    El otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.
     —¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.
     Y el otro se quedaba callado.
    Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a tropezar de nuevo.
    —Este no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?
      —Bájame, padre.
      —¿Te sientes mal?
      —Sí
    —Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean.
        Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.
     —Te llevaré a Tonaya.
     —Bájame.
     Su voz se hizo quedita, apenas murmurada:
     —Quiero acostarme un rato.
     —Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.
    La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.
     —Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.
    Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a sudar.
    —Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso... Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: “¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!” Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente... Y gente buena. Y si no, allí esta mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: “Ese no puede ser mi hijo.”
    —Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo me siento sordo.
    —No veo nada.
    —Peor para ti, Ignacio.
    —Tengo sed.
    —¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír.
    —Dame agua.
    —Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.
    —Tengo mucha sed y mucho sueño.
    —Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces.
    Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza... Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas.
      Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolo de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza; allá arriba, se sacudía como si sollozara.
    Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.
    —¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: “No tenemos a quién darle nuestra lástima”. ¿Pero usted, Ignacio?


    Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaván, se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado.
   Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.
    —¿Y tú no los oías, Ignacio? —dijo—. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.