Manuel Bernabé Mujica Láinez nació en Buenos Aires, Argenitna, en 1910.
Fue escritor, biógrafo, crítico de arte y periodista.
Falleció en Córdoba, Argentina, en 1984.
Premios: Gran Premio de Honor de la SADE a su novela La casa, Premio Nacional de Literatura en por su novela Bomarzo, La Legión de Honor del Gobierno de Francia, Ciudadano ilustre de Buenos Aires.
Su obra: Luis XVII; Glosas castellanas, ensayos; Don Galaz de Buenos Aires; Miguél Cané (padre), biografía; Canto a Buenos Aires, poemas. Edición Kraft Ltda.; Vida de
El hambre
Alrededor de la empalizada desigual que corona la meseta frente al río,
las hogueras de los indios chisporrotean día y noche. En la negrura sin
estrellas meten más miedo todavía. Los españoles, apostados
cautelosamente entre los troncos, ven al fulgor de las hogueras
destrenzadas por la locura del viento, las sombras bailoteantes de los
salvajes. De tanto en tanto, un soplo de aire helado, al colarse en las
casucas de barro y paja, trae con él los alaridos y los cantos de
guerra. Y en seguida recomienza la lluvia de flechas incendiarias cuyos
cometas iluminan el paisaje desnudo. En las treguas, los gemidos del
Adelantado, que no abandona el lecho, añaden pavor a los conquistadores.
Hubieran querido sacarle de allí; hubieran querido arrastrarle en su
silla de manos, blandiendo la espada como un demente, hasta los navíos
que cabecean más allá de la playa de toscas, desplegar las velas y
escapar de esta tierra maldita; pero no lo permite el cerco de los
indios. Y cuando no son los gritos de los sitiadores ni los lamentos de
Mendoza, ahí está el angustiado implorar de los que roe el hambre, y
cuya queja crece a modo de una marea, debajo de las otras voces, del
golpear de las ráfagas, del tiroteo espaciado de los arcabuces, del
crujir y derrumbarse de las construcciones ardientes.
Así han transcurrido varios días; muchos días. No los cuentan ya. Hoy no
queda mendrugo que llevarse a la boca. Todo ha sido arrebatado,
arrancado, triturado: las flacas raciones primero, luego la harina
podrida, las ratas, las sabandijas inmundas, las botas hervidas cuyo
cuero chuparon desesperadamente. Ahora jefes y soldados yacen doquier,
junto a los fuegos débiles o arrimados a las estacas defensoras. Es
difícil distinguir a los vivos de los muertos.
Don Pedro se niega a ver sus ojos hinchados y sus labios como higos
secos, pero en el interior de su choza miserable y rica le acosa el
fantasma de esas caras sin torsos, que reptan sobre el lujo burlón de
los muebles traídos de Guadix, se adhieren al gran tapiz con los
emblemas de la Orden de Santiago, aparecen en las mesas, cerca del
Erasmo y el Virgilio inútiles, entre la revuelta vajilla que, limpia de
viandas, muestra en su tersura el “Ave María” heráldico del fundador.
El enfermo se retuerce como endemoniado. Su diestra, en la que se
enrosca el rosario de madera, se aferra a las borlas del lecho. Tira de
ellas enfurecido, como si quisiera arrastrar el pabellón de damasco y
sepultarse bajo sus bordadas alegorías. Pero hasta allí le hubieran
alcanzado los quejidos de la tropa. Hasta allí se hubiera deslizado la
voz espectral de Osorio, el que hizo asesinar en la playa del Janeiro, y
la de su hermano don Diego, ultimado por los querandíes el día de
Corpus Christi, y las otras voces, más distantes, de los que condujo al
saqueo de Roma, cuando el Papa tuvo que refugiarse con sus cardenales en
el castillo de Sant Angelo. Y si no hubiera llegado aquel plañir atroz
de bocas sin lenguas, nunca hubiera logrado eludir la persecución de la
carne corrupta, cuyo olor invade el aposento y es más fuerte que el de
las medicinas. ¡Ay!, no necesita asomarse a la ventana para recordar que
allá afuera, en el centro mismo del real, oscilan los cadáveres de los
tres españoles que mandó a la horca por haber hurtado un caballo y
habérselo comido. Les imagina, despedazados, pues sabe que otros
compañeros les devoraron los muslos.
¿Cuándo regresará Ayolas, Virgen del Buen Aire? ¿Cuándo regresarán los
que fueron al Brasil en pos de víveres? ¿Cuándo terminará este martirio y
partirán hacia la comarca del metal y de las perlas? Se muerde los
labios, pero de ellos brota el rugido que aterroriza. Y su mirada turbia
vuelve hacia los platos donde el pintado escudo del Marqués de
Santillana finge a su extravío una fruta roja y verde.
Baitos, el ballestero, también imagina. Acurrucado en un rincón de su
tienda, sobre el suelo duro, piensa que el Adelantado y sus capitanes se
regalan con maravillosos festines, mientras él perece con las entrañas
arañadas por el hambre. Su odio contra los jefes se torna entonces más
frenético. Esa rabia le mantiene, le alimenta, le impide echarse a
morir. Es un odio que nada justifica, pero que en su vida sin fervores
obra como un estímulo violento. En Morón de la Frontera detestaba al
señorío. Si vino a América fue porque creyó que aquí se harían ricos los
caballeros y los villanos, y no existirían diferencias. ¡Cómo se
equivocó! España no envió a las Indias armada con tanta hidalguía como
la que fondeó en el Río de la Plata. Todos se las daban de duques. En
los puentes y en las cámaras departían como si estuvieran en palacios.
Baitos les ha espiado con los ojos pequeños, entrecerrándolos bajo las
cejas pobladas. El único que para él algo valía, pues se acercaba a
veces a la soldadesca, era Juan Osorio, y ya se sabe lo que pasó: le
asesinaron en el Janeiro. Le asesinaron los señores por temor y por
envidia. ¡Ah, cuánto, cuánto les odia, con sus ceremonias y sus aires!
¡Como si no nacieran todos de idéntica manera! Y más ira le causan
cuando pretenden endulzar el tono y hablar a los marineros como si
fueran sus iguales. ¡Mentira, mentiras! Tentado está de alegrarse por el
desastre de la fundación que tan recio golpe ha asestado a las
ambiciones de esos falsos príncipes. ¡Sí! ¿Y por qué no alegrarse?
El hambre le nubla el cerebro y le hace desvariar. Ahora culpa a los
jefes de la situación. ¡El hambre!, ¡el hambre!, ¡ay!; ¡clavar los
dientes en un trozo de carne! Pero no lo hay... no lo hay... Hoy mismo,
con su hermano Francisco, sosteniéndose el uno al otro, registraron el
campamento. No queda nada que robar. Su hermano ha ofrecido vanamente, a
cambio de un armadillo, de una culebra, de un cuero, de un bocado, la
única alhaja que posee: ese anillo de plata que le entregó su madre al
zarpar de San Lúcar y en el que hay labrada una cruz. Pero así hubiera
ofrecido una montaña de oro, no lo hubiera logrado, porque no lo hay,
porque no lo hay. No hay más que ceñirse el vientre que punzan los
dolores y doblarse en dos y tiritar en un rincón de la tienda.
El viento esparce el hedor de los ahorcados. Baitos abre los ojos y se
pasa la lengua sobre los labios deformes. ¡Los ahorcados! Esta noche le
toca a su hermano montar guardia junto al patíbulo. Allí estará ahora,
con la ballesta. ¿Por qué no arrastrarse hasta él? Entre los dos podrán
descender uno de los cuerpos y entonces...
Toma su ancho cuchillo de caza y sale tambaleándose.
Es una noche muy fría del mes de junio. La luna macilenta hace palidecer
las chozas, las tiendas y los fuegos escasos. Dijérase que por unas
horas habrá paz con los indios, famélicos también, pues ha amenguado el
ataque. Baitos busca su camino a ciegas entre las matas, hacia las
horcas. Por aquí debe de ser. Sí, allí están, allí están, como tres
péndulos grotescos, los tres cuerpos mutilados. Cuelgan, sin brazos, sin
piernas... Unos pasos más y los alcanzará. Su hermano andará cerca.
Unos pasos más...
Pero de repente surgen de la noche cuatro sombras. Se aproximan a una de
las hogueras y el ballestero siente que se aviva su cólera, atizada por
las presencias inoportunas. Ahora les ve. Son cuatro hidalgos, cuatro
jefes: don Francisco de Mendoza, el adolescente que fuera mayordomo de
don Fernando, Rey de los Romanos; don Diego Barba, muy joven, caballero
de la Orden de San Juan de Jerusalén; Carlos Dubrin, hermano de leche de
nuestro señor Carlos V; y Bernardo Centurión, el genovés, antiguo
cuatralbo de las galeras del Príncipe Andrea Doria.
Baitos se disimula detrás de una barrica. Le irrita observar que ni aun
en estos momentos en que la muerte asedia a todos han perdido nada de su
empaque y de su orgullo. Por lo menos lo cree él así. Y tomándose de la
cuba para no caer, pues ya no le restan casi fuerzas, comprueba que el
caballero de San Juan luce todavía su roja cota de armas, con la cruz
blanca de ocho puntas abierta como una flor en el lado izquierdo, y que
el italiano lleva sobre la armadura la enorme capa de pieles de nutria
que le envanece tanto.A este Bernardo Centurión le execra más que a
ningún otro. Ya en San Lúcar de Barrameda, cuando embarcaron, le cobró
una aversión que ha crecido durante el viaje. Los cuentos de los
soldados que a él se refieren fomentaron su animosidad. Sabe que ha sido
capitán de cuatro galeras del Príncipe Doria y que ha luchado a sus
órdenes en Nápoles y en Grecia. Los esclavos turcos bramaban bajo su
látigo, encadenados a los remos. Sabe también que el gran almirante le
dio ese manto de pieles el mismo día en que el Emperador le hizo a él la
gracia del Toisón. ¿Y qué? ¿Acaso se explica tanto engreimiento? De
verle, cuando venía a bordo de la nao, hubieran podido pensar que era el
propio Andrea Doria quien venía a América. Tiene un modo de volver la
cabeza morena, casi africana, y de hacer relampaguear los aros de oro
sobre el cuello de pieles, que a Baitos le obliga a apretar los dientes y
los puños. ¡Cuatralbo, cuatralbo de la armada del Príncipe Andrea
Doria! ¿Y qué? ¿Será él menos hombre, por ventura? También dispone de
dos brazos y de dos piernas y de cuanto es menester...
Conversan los señores en la claridad de la fogata. Brillan sus palmas y
sus sortijas cuando las mueven con la sobriedad del ademán cortesano;
brilla la cruz de Malta; brilla el encaje del mayordomo del Rey de los
Romanos, sobre el desgarrado jubón; y el manto de nutrias se abre,
suntuoso, cuando su dueño afirma las manos en las caderas. El genovés
dobla la cabeza crespa con altanería y le tiemblan los aros redondos.
Detrás, los tres cadáveres giran en los dedos del viento.
El hambre y el odio ahogan al ballestero. Quiere gritar mas no lo
consigue y cae silenciosamente desvanecido sobre la hierba rala.
Cuando recobró el sentido, se había ocultado la luna y el fuego
parpadeaba apenas, pronto a apagarse. Había callado el viento y se oían,
remotos, los aullidos de la indiada. Se incorporó pesadamente y miró
hacia las horcas. Casi no divisaba a los ajusticiados. Lo veía todo como
arropado por una bruma leve. Alguien se movió, muy cerca. Retuvo la
respiración, y el manto de nutrias del capitán de Doria se recortó,
magnífico, a la luz roja de las brasas. Los otros ya no estaban allí.
Nadie: ni el mayordomo del Rey, ni Carlos Dubrin, ni el caballero de San
Juan. Nadie. Escudriñó en la oscuridad. Nadie: ni su hermano, ni tan
siquiera el señor don Rodrigo de Cepeda, que a esa hora solía andar de
ronda, con su libro de oraciones.
Bernardo Centurión se interpone entre él y los cadáveres: sólo Bernardo
Centurión, pues los centinelas están lejos. Y a pocos metros se
balancean los cuerpos desflecados. El hambre le tortura en forma tal que
comprende que si no la apacigua en seguida enloquecerá. Se muerde un
brazo hasta que siente, sobre la lengua, la tibieza de la sangre. Se
devoraría a sí mismo, si pudiera. Se troncharía ese brazo. Y los tres
cuerpos lívidos penden, con su espantosa tentación... Si el genovés se
fuera de una vez por todas... de una vez por todas... ¿Y por qué no, en
verdad, en su más terrible verdad, de una vez por todas? ¿Por qué no
aprovechar la ocasión que se le brinda y suprimirle para siempre?
Ninguno lo sabrá. Un salto y el cuchillo de caza se hundirá en la
espalda del italiano. Pero ¿podrá él, exhausto, saltar así? En Morón de
la Frontera hubiera estado seguro de su destreza, de su agilidad...
No, no fue un salto; fue un abalanzarse de acorralado cazador. Tuvo que
levantar la empuñadura afirmándose con las dos manos para clavar la
hoja. ¡Y cómo desapareció en la suavidad de las nutrias! ¡Cómo se le fue
hacia adentro, camino del corazón, en la carne de ese animal que está
cazando y que ha logrado por fin! La bestia cae con un sordo gruñido,
estremecida de convulsiones, y él cae encima y siente, sobre la cara, en
la frente, en la nariz, en los pómulos, la caricia de la piel. Dos,
tres veces arranca el cuchillo. En su delirio no sabe ya si ha muerto al
cuatralbo del Príncipe Doria o a uno de los tigres que merodean en
torno del campamento. Hasta que cesa todo estertor. Busca bajo el manto y
al topar con un brazo del hombre que acaba de apuñalar, lo cercena con
la faca e hinca en él los dientes que aguza el hambre. No piensa en el
horror de lo que está haciendo, sino en morder, en saciarse. Sólo
entonces la pincelada bermeja de las brasas le muestra más allá, mucho
más allá, tumbado junto a la empalizada, al corsario italiano. Tiene una
flecha plantada entre los ojos de vidrio. Los dientes de Baitos
tropiezan con el anillo de plata de su madre, el anillo con una labrada
cruz, y ve el rostro torcido de su hermano, entre esas pieles que
Francisco le quitó al cuatralbo después de su muerte, para abrigarse. El
ballestero lanza un grito inhumano. Como un borracho se encarama en la
estacada de troncos de sauce y ceibo, y se echa a correr barranca abajo,
hacia las hogueras de los indios. Los ojos se le salen de las órbitas,
como si la mano trunca de su hermano le fuera apretando la garganta más y
más.