Sus libros más destacados son: «Serenidad» «Elevación», «Plenitud» y «La amada inmóvil».
Una esperanza
I
En un
ángulo de la pieza, habilitada de capilla, Luis, el joven militar y, abrumado
por el paso su mala fortuna, pensaba.
Pensaba
en los viejos días de su niñez, pródiga en goces y rodeada de mimos, en la
amplia y tranquila casa paterna, uno de esos caserones de provincia, sólidos,
vastos, con jardín, huerta y establos, con espaciosos corredores, con grandes
ventanas que abrían sobre la solitaria calle de una ciudad de segundo orden (no
lejos, por cierto, de aquella en que él iba a morir), sus rectángulos cubiertos
por encorvadas y potentes rejas, en las cuales lucía discretamente la gracia
viril de los rosetones de hierro forjado.
Recordaba
su adolescencia, sus primeros ensueños, vagos como luz de estrellas, sus amores
cristalinos, misteriosos, asustadizos como un cervatillo en la montaña y
más pensados que dichos, con la güerita
de enagua corta, que apenas deletreaba los libros y la vida...
Luego
desarrollábase ante sus ojos el claro paisaje de su juventud fogosa; sus
camaradas alegres y sus relaciones ya serias con la rubia de marras, vuelta
mujer y que ahora reza sin duda porque vuelva.
¡Ay!, en
vano, en vano...
Y, por
último, llegaba a la época más reciente de su vida, al
período
de entusiasmo patriótico, que le hizo afiliarse al Partido Liberal, amenazado
de muerte por la Reacción, ayudada en esta vez de un poder extranjero y que,
después de varias escaramuzas y batallas, le había llevado a aquel espantoso
trance.
Cogido
con las armas en la mano, hedió prisionero y ofrecido con otros compañeros a
trueque de las vidas de algunos oficiales reaccionarios había visto
desvanecerse su última esperanza, en virtud de que la proposición, cuando
correligionarios, habían fusilado ya a los prisioneros conservadores.
Iba,
pues, a morir. Esta idea que había salido por un instante de la zona de su
pensamiento, gracias a la excursión amable por los sonrientes recuerdos de la
niñez y de la juventud, volvía de pronto, con todo su horror, estremeciéndole
de pies a cabeza.
Iba a
morir... ¡a morir! No podía creerlo, y, sin embargo, la verdad tremenda se
imponía: bastaba mirar alrededor: aquel altar improvisado, aquel Cristo viejo y
gesticulante sobre cuyo cuerpo esqueletado caía móvil y siniestra la luz
amarillenta de las velas, y, ahí cerca, visibles a través de la rejilla de la
puerta, las cantinelas de vista... Iba a morir, así, fuerte, joven, rico,
amado... ¡Y todo por qué! Por una abstracta noción de patria y de partido... ¿Y
qué cosa era la patria? Algo muy impreciso, muy vago para él en aquellos
momentos de turbación, en tanto que la vida, la vida que iba a perder, era algo
real, realismo, definido... ¡era su vida!
¡La
Patria! ¡Morir por la Patria! —pensaba—. Pero es que ésta, en su augusta y
divina inconsciencia, no sabrá siquiera que he muerto por ella...
“¡Y que
importa, si tú lo sabes!” —le replicaba allá dentro un subconsciente
misterioso—. “La Patria lo sabrá por tu propio conocimiento, por tu pensamiento
propio, que es un
pedazo de
su pensamiento y de su conciencia
colectiva...
Eso basta...”.
No, no
bastaba eso... y sobre todo, no quería morir: su vida era “muy suya” y no
quería que se la quitaran. Un formidable instinto de conservación se sublevaba
en todo su ser y ascendía incontenible, torturador y lleno de protestas.
A veces,
la fatiga de las prolongadas vigilias, la intensidad de aquella sorda
fermentación de su pensamiento, el exceso
mismo de
la pena, le alumbraban y dormitaban un poco; pero
entonces,
su despertar brusco y la inmediata, clarísima y repentina noción de su fin, un
punto perdida, eran un tormento inefable, y el cuitado, con las manos sobre el
rostro, sollozaba con un sollozo que llegando al oído de los centinelas,
hacíales asomar por la rejilla sus caras atezadas, en las que se leía la
secular indiferencia del indio.
II
Se oyó en
la puerta un breve cuchicheo y en seguida ésta se abrió dulcemente para dar
entrada a un sombrío personaje, cuyas ropas se diluyeron casi en el Negro de la
noche, que vencía
las últimas claridades crepusculares.
Era un
sacerdote.
El joven
militar, apenas lo vio, se puso en pie y extendió hacia él los brazos como para
detenerle, exclamando:
—¡Es
inútil, padre, no quiero confesarme!
Y sin
aguardar a que la sombra aquella respondiera, continuó con
exaltación creciente:
—No, no
me confieso, es inútil que venga usted a molestarme. ¿Sabe usted lo que quiero?
Quiero la vida, que no me quítenla vida: es mía, muy mía y no tienen derecho de
arrebatármela...
Si son cristianos, ¿por qué me matan? En vez de enviarle a usted a que me abra
las puertas de la vida eterna, que empiecen por no cerrarme las de ésta... No
quiero morir, ¿entiende usted?, me rebelo a morir: soy joven, muy sano, soy
rico, tengo padres y una novia que me adora; la vida es bella, muy bella para
mí... Morir en el campo de batalla, en medio del estruendo del combate, al lado
de los compañeros que luchan, enardecida la sangre por el sonido del clarín...
¡bueno, bueno! Pero morir, oscura y tristemente, pegado a la barda mohosa de
una puerta, en el rincón de una
sucia
plazuela, a las primeras luces del alba, sin que nadie sepa siquiera que ha
muerto uno como los hombres... ¡padre, padre, eso es
horrible!
Y el
infeliz se echó en el suelo, sollozando.
—Hijo mío
—dijo el sacerdote cuando comprendió que podía ser oído—: yo no vengo a traerle
a usted los consuelos de la religión; en esta vez soy emisario de los hombres y
no de Dios, y si usted me hubiese oído con calma desde un principio, hubiera
usted evitado esa exacerbación de pena que le hace sollozar de tal manera. Yo
vengo a traerle justamente la vida, ¿entiende usted?, esa vida que usted pedía
hace un instante con tales extremos de angustia... ¡la vida que es para usted
tan preciosa! Óigame con atención, procurando dominar sus nervios y sus
emociones, porque no tenemos tiempo que perder: he entrado con el pretexto de
confesar a usted y es preciso que todos crean que usted se confiesa:
arrodíllese, pues, y escúcheme. Tiene usted amigos poderosos que se interesan
por su suerte; su familia ha hecho hasta lo imposible por salvarlo, y no
pudiendo obtenerse del jefe de las armas la gracia de usted, se ha logrado con
graves dificultades e incontables riesgos sobornar al jefe del pelotón
encargado de fusilarle. Los fusiles estarán cargados sólo con
pólvora y
taco; al oír el disparo, usted caerá como los otros, los que con usted serán
llevados al patíbulo, y permanecerá inmóvil. La oscuridad de la hora le ayudará
a representar esta comedia. Manos piadosas —las de los Hermanos de la
Misericordia, ya de acuerdo—le recogerán a usted del sitio en cuanto el pelotón
se aleje, y le ocultarán hasta llegada la
noche,
durante la cual sus amigos facilitarán su huida. Las tropas liberales avanzan
sobre la ciudad, a la que pondrán sin duda cerco dentro de breves días. Se
unirá usted a ellas sí gusta. Conque... ya lo sabe usted todo: ahora rece en
voz alta el “Yo pecador”, mientras pronuncio la formula de la absolución, y
procure dominar su júbilo durante las horas que faltan para la ejecución, a fin
de que nadie sospeche la verdad.
—Padre
—murmuró el oficial, a quien la impresión de una alegría loca permitía apenas
el uso de la palabra—, ¡que Dios lo bendiga! –y luego, presa súbitamente de una
duda terrible—: Pero... ¿todo esto es verdad?... —añadió temblando—. ¿No se
trata de un engaño piadoso, destinado a endulzar mis últimas horas? ¡Oh, eso
sería inicuo, padre!
—Hijo
mío, un engaño de tal naturaleza constituiría la mayor de las infamias, y yo
soy incapaz de cometerla...
—Es
cierto, padre, perdóneme, no sé lo que digo, ¡estoy loco de júbilo!
—Calma,
hijo, mucha calma y hasta mañana; yo estaré con usted en el momento solemne.
III
Apuntaba
apenas el alba, una alba desteñida y friolenta de febrero, cuando los reos
—cinco por todos— que debían ser ejecutados, fueron sacados de la prisión y
conducidos, en compañía del sacerdote,
que rezaba con ellos, a una plazuela terregosa y triste, limitada por bardas
semiderruidas y donde era costumbre llevar a cabo las ejecuciones.
Nuestro
Luis marchaba entre ellos con paso firme, con erguida frente; pero llena el
alma de una emoción desconocida y de un deseo infinito de que acabase pronto
aquella horrible farsa.
Al llegar
a la plazuela, los cinco reos fueron colocados en fila, a cierta distancia, y
la tropa que los escoltaba, a la voz de mando, se dividió en cinco grupos de a
siete hombres, según
previa
distribución hecha por el cuartel.
El
coronel del cuerpo, que asistía a la ejecución, indicó al sacerdote que desde
la prisión había ido exhortando a los reos, que los vendara y se alejase luego
a cierta distancia. Así
lo hizo
el padre y el jefe del pelotón dio las primeras órdenes con voz seca y
perentoria.
La leve
sangre de la aurora empezaba a teñir con desmayo melancólico las nubecillas del
oriente y estremecían el silencio de la madrugada los primeros toques de una
campanita cercana que llamaba a misa.
De pronto
una espera rubricó el aire, una detonación formidable y desigual llenó de ecos
la plazuela, y los cinco ajusticiados cayeron trágicamente en medio de la
penumbra semirrosada del amanecer.
El jefe
del pelotón hizo en seguida desfilar a los soldados con la cara vuelta hacia
los reos y con breves órdenes organizó el regreso al cuartel, mientras que los
Hermanos de la Misericordia se apercibían a recoger los cadáveres.
En aquel
momento, un granuja de los muchos mañaneadores que asistían a la ejecución,
gritó con voz destemplada, señalando a Luis, que yacía cuan largo era al pie
del muro:
—¡Ese
está vivo! ¡Ese está vivo! Ha movido una pierna...
El jefe
del pelotón se detuvo, vaciló un instante, quiso decir algo al pillete; pero
sus ojos se encontraron con la mirada interrogadora, fría e imperiosa del
coronel, y desnudando la gran pistola Colt que llevaba ceñida, avanzó hacia
Luis, que presa del terror más espantoso, casi no respiraba, apoyó el cañón en
su sien izquierda e hizo fuego.
2 comentarios:
Que triste :'(
Que triste :'(
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