María Luisa Bombal Anthes nació en Viña del Mar, Chile, en 1910. A
los ocho años, tras la muerte de su padre, junto a sus hermanas y su madre se
trasladó a París, donde terminó su educación escolar.
Escritora. Su
breve obra se centra en personajes femeninos cuyo mundo interno las lleva más
allá de la realidad. Falleció en Santiago, en 1980.
Su
obra:
Novelas: La
última niebla, La amortajada.
Cuentos:
"Las islas
nuevas", "El árbol", "Trenzas", "Lo
secreto", "La historia de María Griselda".
Crónicas poéticas: "Mar, cielo y tierra", "Washington, ciudad de las ardillas", "La maja y el ruiseñor".
Crónicas poéticas: "Mar, cielo y tierra", "Washington, ciudad de las ardillas", "La maja y el ruiseñor".
Trenzas
Porque
día tras día los orgullosos humanos que ahora somos tendemos a desprendernos de
nuestro limbo inicial, es que las mujeres no cuidan ni aprecian ya de sus
trenzas.
Positivas,
ignoran al desprenderse de éstas, ponen atajo a las mágicas corrientes que
brotan del corazón mismo de la Tierra.
Porque
la cabellera de la mujer arranca desde lo más profundo y misterioso: desde allí
donde nace y tiembla la primera burbuja; que es desde allí que se desenvuelve,
lucha y crece entre muchas y enmarañadas fuerzas, hasta la superficie de lo
vegetal, del aire y hasta las frentes privilegiadas que ella eligiera.
¿Las
obscuras y lustrosas trenzas de Isolde, princesa de Irlanda, no absorbieron
acaso esa primera burbuja en tanto sus labios bebieran la primera gota de aquel
filtro encantado?
¿No
fue acaso a lo largo de esas trenzas que las raíces de aquel filtro
escurriéronse veloces hacía su humano destino? Porque quién ha de dudar jamás de
que cabellera alguna gozara de tal rumor de fuentes subterráneas, de un tal
suspirar de brisas y de hojas. Rumor y suspirar que en esas noches suyas de
amor y luna Tristán destrenzaba a fin de escuchar extasiado el canto lejano,
persistente y secreto.... el canto natural de aquella cabellera.
Y
sé, y debo decirlo, que hasta cuando Isolde dormía, su cabellera seguía
alentando entreabierta, ya sea en la almohada del castillo de Tintajel, ya sea
en los trigos del destierro..., y florecía de flores extrañas que ella
arrancara atemorizada a cada amanecer.
Y
las rubias trenzas de Melisanda, más largas que su mismo cuerpo delicado.
Trenzas
que al inclinarse prudentes un atardecer de otoño, descolgáronse torreón abajo,
sobre los hombros fuertes del propio hermano del rey..., su marido.
Melisanda
—grita Pelleas espantado. Luego, estremecido y dejando por fin hablar su
corazón—: Melisanda —murmura...—, tus trenzas, tus trenzas que al fin puedo
tocar, besar, envolverme en ellas.
Por
respuesta, sólo un suspiro desde lo alto del torreón. Las trenzas habían ya
confesado sin saberlo esa -verdad tímida y ardiente, que su dueña llevaba tan
bien escondida dentro de su corazón.
¡Y
por qué no recordar ahora las trenzas de nuestra dulce María, de Jorge Isaacs!
Trenzas segadas y envueltas en el delantal azul con que ella regara su pequeño
rincón de jardín.
Trenzas
picoteadas de mariposas secas y de recuerdos con las que Efraín durmiera bajo
la almohada su larga noche de congoja.
Trenzas
muertas, aunque testamento vivo que lo obligara a seguir viviendo, aunque más
no fuera para recordarla.
La
octava mujer de Barba Azul... ¿La habéis olvidado? Y de cómo su extravagante y
severo marido al emprender inesperado viaje copiara a su traviesa esposa las
llaves de acceso a todas las estancias de la suntuosa y vasta mansión, salvo
prohibiéndole hacer uso de aquella diminuta y mohosa que llevara a la última
pieza de un abandonado y desalfombrado corredor.
De
más está explicar que durante esa bien venida ausencia marital, en medio de
tanta diversión, amigas reidoras y airosos festejantes, el juego que más la
intrigara y tentara, fuera el único juego prohibido. El de introducir en la
correspondiente cerradura la misteriosa llavecilla de aquel íntimo cuarto
abandonado.
Muy
sabido es que tanto en las mujeres como en los gatos, la curiosidad siempre
triunfó sobre toda otra pasión. Así, pues, cuando al regreso intempestivo de su
amo y señor, la esposa desobediente hubo de hacerle temblorosa entrega del
manojo de llaves, entre éstas, aunque maliciosamente disimulada, el temible
caballero la descubrió no sólo mohosa..., sino además tinta en sangre.
"Vos,
señora, me habéis traicionado —rugió—, no le queda otro destino que ir a
reuniros con vuestras tristes amigas al final del corredor".
Dicho
esto, desenvainó su espada...
¿Y
a qué viene este cuento que conocemos desde nuestra más tierna infancia, se
están preguntando ustedes? En nada tiene que ver con trenza alguna...
—¡Sí
que la tiene! —respondo con fuerza—. No comprenden ustedes que no fue la
pequeñísima tregua que el indignado marido concediera a su inconsciente esposa,
a fin de que orara por última vez; ni tampoco fueran los ayes ni llamados que
Ana aterrorizada lanzara desde la torre pidiendo auxilio, para su hermana.
Y
ni siquiera el cabalgar desaforado y caprichoso que en esos momentos dos
guerreros emprendían de visita hacia el castillo.
No,
nada de todo aquello fue lo que la salvara.
Fueron
sus trenzas y nada más que sus complicadamente peinadas en ciento y más sedosas
y caprichosas culebras, las que cuando el implacable marido la echara
brutalmente a sus pies, a fin de cumplir su cometido, las que frenaron y
entrabaron sus dedos criminales, enrredándose a sí mismo en desesperada madeja
a lo largo del filo de su espada, obstinándose en proteger esa nuca delicada
hasta la irrupción providencial de los dos dichos guerreros, también hermanos
muy queridos, previamente invitados por nuestra pobre curiosa.
Así,
pues, no en vano durante dieciocho inocentes y alegres abriles, esa muchacha
que fuera luego la insensata castellana y última mujer de Barba Azul, cepillara
cantando esa su cabellera, comunicándole vigor y hermosura.
"Era
muy pálida, así como las mujeres que tienen la cabellera muy larga",
describe Balzac a una de sus enigmáticas heroínas.
Y
no era un capricho verbal.
Porque
Balzac hubo sin duda alguna de intuir desde siempre esa correspondencia íntima
que suele establecerse entre los seres y el hondo misterio de la tierra.
Y
aquí estoy para comprobar e ilustrar esa afición suya con el extraño
acontecimiento presenciado y vivido no muchos años ha, por tantos de nosotros.
¡A
qué dar nombres ni lugares! Quienes lo conocen, lo saben; los demás, bien pueden
adivinarlos.
Dos
hermanas.
Final
de una larga, brillante, poderosa familia, aunque siempre acosada por
escondidas pasiones, muertes inesperadas, suicidios.
La
hermana mayor, marchita ya desde muy joven, recortase el pelo, vistió poncho de
vicuña, y a pesar de las afligidas protestas de sus mundanos padres, retiróse
al inmenso fundo del sur, que ella misma se dedicara a administrar con mano de
hierro. Los campesinos refinados no tardaron en llamarla la Amazona. Era terca
pero justa. Fea pero de porte atrayente y sonrisa generosa. Solterona... nadie
sabe por qué.
La
menor, por el contrario, era viuda por su propia voluntad de mujer herida en el
orgullo de su corazón. Era bella en extremo, aunque igualmente frágil de salud.
También
ella vivía sola, pero en la antigua mansión de la familia en la ciudad. Tenía
una voz suave, ojos castaños tranquilos, pero la trenza roja que apretaba en
peinado alrededor de su pequeña cabeza, arrojaba violentos fulgores sobre su
tez pálida.
Sí,
era una mujer dulce y terrible. Se enamoraba y amaba perdidamente.
Todo
empezó en el fundo esa noche de otoño, en la cual el guardabosque bajara a la
hondonada gritando: "¡Incendio! "
Hacía
rato, sin embargo, que con la frente pegada a los cristales de su ventana, la
Amazona observaba intrigada, aquel precoz purpúreo amanecer, despuntando allá
arriba, dentro de los cerros de la propiedad... Con su calma de siempre dio
órdenes al personal de las casas, pidió su caballo y se encaminó hacia el
incendio, en compañía de sus mayordomos.
Entretanto,
en la ciudad, la hermana menor, de vuelta de un baile, yacía sobre la alfombra
del salón, presa de un súbito desmayo.
Sus
festejantes idos, sus servidores dormidos y ella por primera vez sumergida,
abandonada en la sombra de los candelabros que hubiera empezado a apagar. Cual
si mal cómplice, aquella ráfaga de viento helado, ahora soplando y
estremeciendo los cortinajes de los altos balcones, entreabriéndolos para ir a
instalarse sobre la frente, hombros y pechos descubiertos de la indefensa.
En
el fundo del sur la Amazona y su séquito ascendían cuestas, adentrándose en el
bosque y sus incendios. Otro soplo, éste ardiente y acre, barría en contra de
ellos bandadas de hojas chamuscadas, de pájaros enceguecidos y de nidos inflamados.
Sabiéndose
vencida de antemano. ¡Quién lograría y de qué manera retener la furia de esa
llamarada!
La
Amazona sentada en el tronco de un árbol muerto y caído ha muchos años,
resignada estoicamente al espectáculo de la catástrofe, con la tétrica dignidad
con que un magnate ultrajado asiste al saqueo y destrucción de sus bienes.
El
bosque ardía sin ruido, y ante la Amazona impasible los árboles caían uno a uno
silenciosamente y ella contemplaba como en sueño encenderse, ennegrecerse y
desmoronarse galería por galería las columnas silvestres de aquella catedral
familiar..., pemitiéndose recordar, pensar y sufrir por primera vez...
Ese
enorme avellano consumiéndose..., ¿no era bajo su avalancha de secos frutos que
sus hermanos y niñeras se reunían para saborear el picnic codiciado?
Y
tras aquel gigantesco tronco... árbol cuyo nombre olvido, venía a esconderse
después de sus fechorías..., y aquellas pobrecitas callampas temblorosas, que
bajo el cedro arrancaran u hollaran sin piedad..., y aquel eucalipto del que se
abrazara —jovencita— llorando estúpidamente al comprender y sentir la
desilusión primera, esa pena que no confesó nunca, esa pena que la incitara a
cortarse el pelo, convertirse en la Amazona y resolverse a no amar de amor
nunca... nunca...
Allá
en la ciudad despuntaba el alba, sobre la alfombra del cuerpo inerte de la
hermana —la que se atrevió siempre a amar—, hundiéndose por leves espasmos en
aquello que llaman la muerte..., pero como nadie sabía, no se encontró a nadie
que pudiera intervenir a tiempo para rescatar a esa roja trenza que persistía
aún tras su loca noche de baile.
Y
de pronto, allá abajo en el fundo, fue el derrumbe final, el éxodo de los
valerosos caballos que volvían con el pelaje y crines erizados, salvando ellos
a sus jinetes semiasfixiados.
Del
manso bosque en ruinas empezaron a brotar enormes lenguas de humo, tantas y tan
derechas como árboles se habían erguido en el mismo sitio.
Durante
un breve instante, aquel fantasma de bosque osciló y vivió frente a su dueña y
servidores que lloraban. Ella no.
Luego
escombros, cenizas y silencio.
Cuando
en la ciudad vinieron a cerrar los balcones y levantaron a la muy frágil para
extenderla sobre el lecho, tratando vanamente de reanimarla, de abrigarla, ya
era tarde.
El
médico aseguró que había agonizado la noche entera.
Pero
el bosque hubo de agonizar y morir junto con ella y su cabellera, cuyas raíces
eran las mismas.
Las
verdes enredaderas que se enroscan a los árboles, las dulces algas a sus rocas,
son cabelleras desmadejadas, son la palabra, el venir y aletear de la
naturaleza; son su alegría y melancolía, son su expresión por medio de la cual
la naturaleza infiltra confusamente su magia y saber a los seres.
Y
es por eso que las mujeres de ahora al desprenderse de sus trenzas han perdido
su fuerza adivina y no tienen premoniciones, ni goces absurdos, ni poder
magnético.
Y
sus sueños no son ahora sino una triste marca que trae y retrae imágenes
cansadas o alguna que otra doméstica pesadilla.
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