Un muerto mata a Teodoro - Leónidas Barletta


Leónidas Barletta nació en Buenos Aires en 1902 y falleció en la misma ciudad en 1975.
Fue escritor, periodista y dramaturgo argentino. Casi todas sus historias transcurren en Buenos Aires y reflejan las estructuras humildes de la ciudad, desde personajes oscuros, trágicos y resignados.
Su obra: Cuentos realistas, Canciones agrias, Vientos trágicos, Las fraguas del amor, Los pobres, María Fernanda, Vidas perdidas, Royal circo, Odio, La ciudad de un hombre, El barco en la botella, Historia de perro, Cuentos del hombre que le daba de comer a su sombra, Novela, Aunque llueva, Un señor de Levita.

Un muerto mata a Teodoro

No se sabe cómo pudo ocurrir. El María Delfina navegaba rumbo a al costa argentina barloventeando entre los sesenta y ocho grados de latitud sur y los ochenta y seis de longitud oeste, con un frío de todos los diablos.
Teodoro estaba muy enfermo, y De La Cruz lo había hecho llevar a su camarote. Era en el quinto día de la fiebre. La cámara estaba cerrada, en penumbras. De los rincones se levantaba la oscuridad como una niebla flotante. Los vidrios y el espejo del lavatorio estaban empañados. En la repisa había un vaso y un frasco de remedio. Crujió la madera, y el enfermo se incorporó sobresaltado. Su boca reseca articuló un nombre:
—Herson.
Nadie respondió, y el enfermo se dejó caer sobre la almohada, jadeante por el esfuerzo.
El crujido volvió a producirse, semejante al chirrido de las tablas de un piso viejo.
La puerta seguía cerrada, y Teodoro hubiera jurado que alguien había entrado.
Revisó las tres esquinas que tenía delante; pero sus ojos no advirtieron más que la pastosa oscuridad que avanzaba.
Por tercera vez oyó aquel crujir de pasos, y ya Teodoro no pudo tenerse y preguntó con voz enérgica:
—¿Quién va?
Nadie le respondió; pero él creyó percibir como una ligera risita sin sonido, una risita que conocía bien y odiaba.
Su mano flaca agarró el revólver del capitán, que estaba en la repisa.
El mar batía descompasadamente los costados del pesquero. De vez en vez llegaba hasta sus oídos un ruido de voces lejanas.
El barco pareció detenerse; el agua, aquietarse. Se produjo un silencio total y dentro de ese silencio, con resonancias de bóveda, Teodoro advirtió que alguien rondaba su lecho. No lo veía; pero sentía su presencia, oía su respiración afanosa, con un ligero silbido, como quien está ahogado por el miedo.
No pudo soportar más la situación. Se largó del camastro empuñando el revólver. La fiebre le hacía castañetear los dientes. Se apoyó en el lavatorio y de repente, al levantar los ojos, frente a frente, descubrió a Herson. Bajó el revólver y sonrió con desprecio. El otro hizo una mueca de disgusto.
—¡Bah! —dijo Teodoro, roncamente—. Me había asustado...
—¡Ah! —respondió Herson, también roncamente—. Se había asustado.
—Estoy nervioso —prosiguió Teodoro, forzando una sonrisa—. Esto va mal.
—Va mal —afirmó el otro seriamente. Seriamente le respondió Teodoro:
—¿Quién le ha dicho que estoy enfermo?
—¿Enfermo? —inquirió Herson.
—Sí, Herson, es inútil disimularlo. Estoy enfermo y esta vez no me salvaré quizás...
—¡Quizás!... —remarcó Herson melancólicamente.
—Entonces podrá hacerse querer por Mariucha, porque, entiéndalo bien, mientras yo viva, esa muchacha es mía.
—Mía —fue la respuesta lacónica y rápida del otro.
Sostuvieron una mirada cargada de rencor.
—Veo su antigua mirada de odio —le dijo Teodoro desdeñosamente.
—De odio —confirmó Herson sin inmutarse.
—¿Ve este revólver?... —dijo Teodoro, y levantó el arma lo suficiente para que el otro la viera; pero Herson también tenía un revólver y lo levantó al mismo tiempo.
—¡Ah! ¿También está armado?
—Armado.
—¿Se puede saber qué es lo que busca usted?
—A usted.
—¡Usted está loco!
Se hizo un nuevo silencio, blando, viscoso, como si la niebla amarilla y grasa los envolviese, y Teodoro comprendió, de pronto, que Herson había muerto hacía mucho tiempo. Entre la niebla sucia vio el mostrador de un bar cercano al muelle y encontró de nuevo la mirada irónica y desdeñosa de su rival, y luego, junto a una estiba de tablones, teniéndose la barriga con las dos manos, vio cómo Herson caía, mientras él se alejaba bordeando el murallón.
—¿No había quedado liquidado de un apuñalada, usted?
—Usted.
—Sí... yo... pero usted... usted está muerto...
—Muerto... —asintió el sueco, impasible.
La oscuridad ganaba altura dentro de la cabina. Teodoro se dio exacta cuenta de que no podría hablar ya. Alguien podía entrar en la camareta, a ver cómo seguía, De La Cruz o Cordero, y se enterarían de sus secreto. Entonces, pasmado, levantó el revólver, encañonando el timonel del Diodón. Herson, descolorido, con los labios apretados, con igual lentitud, le apuntó a su vez. Era preferible tirar a soportar esa tortura, y Teodoro reunió todas sus fuerzas y coraje y bramó:
—¡Pero yo estoy vivo, perro!... —y cerrando los ojos disparó sin querer oír que el otro le contestaba.
Afuera, Barile, el contramaestre, oyó un disparo y el estallido de un cristal hecho pedazos.
Corrieron a la cámara de De La Cruz y encontraron al pobre Teodoro en el suelo. Estaba muerto y apretaba en la mano el revólver todavía caliente del capitán. El espejo rajado del lavabo tenía una perforación de bala que había trazado una estrella, de agudos picos, algunos de los cuales estaban diseminados por el suelo. pero en el cuerpo del pescador no se encontró ninguna herida.



El hombre de los patines - Enrique González Tuñón


Enrique González Tuñón nació en Buenos Aires en 1901 y falleció en Cosquín, Córdoba, en 1943.
Fue escritor, poeta y periodista. Su obra narrativa está compuesta por cuentos y novelas.
Obras: Tangos, La rueda del molino mal pintado, El alma de las cosas inanimadas, Apología del hombre santo, Camas desde un peso, El cielo está lejos y La calle de los sueños perdidos.


El hombre de los patines

En un pueblo extraviado en la inmensidad de un lejano país, había una vez un hombre cuya excepcional estatura distraía la atención de la gente.
Era muy alto, tan alto como el poste telegráfico, que en aquel entonces no existía, temeroso, sin duda, de exponer su propia estatura al ridículo.
Dios, inclinándose un poquito, podía hablarle al oído y reprenderlo tirándole de las orejas, que más bien parecían dos grandes manijas.
Este hombre que nunca fue niño, siendo muy niño ya descollaba por su altura y todos le hablaban como si fuera una persona mayor. Por eso se veía obligado a encarar la vida desde el punto de vista de una persona mayor.
En la escuela, su descomunal figura cerraba la fila de colegiales. Su estatura lo colocaba en condiciones inferiores con respecto a los demás niños, y por ella lo creían capacitado para resolver los más difíciles problemas.
Si se equivocaba lo que sucedía con frecuencia, como no tenía la atenuante de la pequeñez, sus compañeros le decían, mofándose:
¡No tiene vergüenza!... ¡Tan grande!...
Y se desternillaban de risa ante la confusión y el azoramiento y la sonrisa estúpida del pobre muchacho alto.
Pero un día desapareció. Abandonó la casa paterna y se dio a caminar por esas calles de Dios.
Caminó leguas y más leguas... Conoció las callejuelas que miran con ojos oblicuos en los barrios chinos, cobijadores de fumadores de opio; bebió “Old Tom Gin” en las tabernas londinenses; recorrió la Bohemia en compañía de unos saltimbanquis húngaros, y más tarde trabajó en los grandes cafetales del Brasil.
Y se fue gastando... gastando...
Como la roca que se despeña y rueda y se convierte en canto rodado, el hombre de mi cuento, canto rodado también, se fue gastando hasta volverse pequeñito, pequeñito...
¿Como el enano de la calle Florida, abuelo?
No, más pequeño. Como el Pulgarcito que se cayó en la olla...
Abuelito, yo conozco uno que se está gastando también. Ya no tiene piernas. En los muñones lleva un par de patines atados con pedazos de piolín... ¡Cuánto habrá caminado!
Calla... No comprendes. El hombre de los patines perdió sus piernas por casualidad. En el preciso instante en que cruzaba una bocacalle, estornudó, y un automóvil que estaba en acecho, aprovechándose del estornudo, le devoró las piernas.
En cambio, el otro, el hombre alto como un poste telegráfico, tan alto que Dios inclinándose un poquito, podía hablarle al oído y hasta tirarle de las orejas, que más bien parecían dos grandes manijas, ese hombre se gastó caminando.
Después...
El niño se quedó dormido. 


Mis amores - Julián del Casal

Julián del Casal, Cuba 1863-1893.
Abandonó sus estudios de leyes para dedicarse a la literatura. Viajó a Europa (Madrid) y volvió a Cuba.
Trabajó como escribiente en la Intendencia de Hacienda y de corrector y periodista luego.
En la obra de Casal se ven todos los elementos que constituyeron la temática y el carácter del modernismo. Fue amigo de Rubén Darío.


Mis amores

Soneto Pompadour

de Hojas al viento
Amo el bronce, el cristal, las porcelanas,
las vidrieras de múltiples colores,
los tapices pintados de oro y flores
y las brillantes lunas venecianas.

Amo también las bellas castellanas,
la canción de los viejos trovadores,
los árabes corceles voladores,
las flébiles baladas alemanas;

el rico piano de marfil sonoro,
el sonido del cuerno en la espesura,
del pebetero la fragante esencia,

y el lecho de marfil, sándalo y oro,
en que deja la virgen hermosura
la ensangrentada flor de su inocencia.


Una partida de tenis - Daniel Moyano



Daniel Moyano nació en Córdoba en 1930. Luego se radicó an La Rioja donde ejerció como profesor de música e integró el Cuarteto de Cuerdas de la Dirección de Cultura de esa provincia. Aquí formó su familia y escribió gran parte de su obra literaria.
Fue encarcelado en 1976 en La Rioja, por la dictadura militar. Y, una vez liberado, se exilió en España, donde vivió hasta 1992, cuando falleció.



Una partida de tenis

   Aunque él se acostaba esa noche contento y satisfecho, pues al día siguiente jugaría al tenis con María, no pudo evitar, al meterse entre las sábanas, cierta inquietud por algo que había visto esa mañana.
   Hacía mucho tiempo que existían motivos para inquietarse, pero los eludía con una simple operación mental. Para qué preocuparse.     Algún día se arreglaría todo. Si se casaba con María el problema se reduciría a su base. Ahora lo importante era seguir aguantando. Siempre lograba eludir con una simple operación mental lo que no estaba previsto en sus planes. Hacía mucho que no abría las cartas que recibía y que suponía sin interés.El objeto único de su vida era por ahora casarse con María para dejar de ser un sumergido. Sobre una mesa en desuso había una gran cantidad de ellas, las más con membretes de abogados. En los días tensos se limitaba a cubrirlas con un mantel para no verlas. Con esa operación borraba otros puntos acuciantes de su vida.
   Siempre pensó que su vida se desarrollaba en ciclos ascendentes, desde la horrible miseria que tuvo que soportar durante su infancia y adolescencia hasta ahora, en que la gente a la que había logrado vincularse y cierta cultura adquirida aquí y allá lo habían hecho llegar un poco más arriba. Pero esa noche pensaba, después de ver lo que vio, que esos ciclos eran idénticos entre sí; la cronología les había dado un tenue calor ascendente. Ahora sabía que había soportado situaciones casi milagrosas. Al fin de cada ciclo el derrumbe llegaba y ya no había nada que esperar. Pero he aquí que siempre aparecía el milagro, una persona, un rostro inadvertido, y se iniciaba así un nuevo tiempo de salvación. De esta manera habían pasado por sus retinas muchos seres que él hubiera olvidado para siempre si ellos no se hubieran prestado a ese juego.
   Pero el más triste de todos, que ya no era ningún ciclo sino un comienzo irreductible, fue su larga permanencia en la casa de sus tíos, únicos parientes que tenía y que lo habían adoptado en su infancia. Cómo logró evadirse de ese infierno le parecía un sueño. Había sido todo tan absurdo. Ya casi lo había olvidado, a esa altura de su vida, cuando los recuerdos más verdaderos, los que creía poseer para siempre, se iban transformando en fantasmas. Su verdad era solamente aquello: misería y depravación. Lo demás, ficción pura, lenta acumulación de ciclos idénticos.
   Había sido en Santa Fe, hacía mucho tiempo. El había huído lo más lejos posible para no verlos nunca más. Hubiera querido que el límite entre Santa Fe y la provincia donde ahora vivía fuese por lo menos la Cordillera de los Andes o algún enorme río lleno de caimanes hambrientos. Desde su lejana fuga de la casa. que ahora se convertía en un suceso reciente, no los había vuelto a ver. En verdad parecía existir ese límite infranqueable entre la ciudad donde vivían los monstruos y la plácida ciudad de María. Pero esa mañana, al bajar de un ómnibus, alcanzó a ver un rostro terrible para él. Era Pedro, uno de sus primos. Pedro era deforme y tenía una risa calculada. Imposible haberse equivocado.
   ¿Qué haría aquí ese maldito? ¿Lo habría visto, reconocido? ¿No lo habría seguido para averiguar dónde vivía y extorsionarlo sin duda? Aunque siempre había aplicado a sus parientes sus famosos recursos mentales para olvidarlos, no siempre con éxito, ahora, mientras se disponía a dormir, notó que le costaba apartar a Pedro de su mente. ¿A qué habría venido? O quizás estuviese aquí toda su parentela. Eso sí que sería terrible. porque no tardarían en buscarlo, en ubicarlo, en violar su vida, en recordarle que él también era uno como ellos o que por lo menos lo había sido. Y sobre todo estaría su tío. esa entidad implacable que él había temido siempre. No olvidaba que su tío solía tener siempre razón, sólo porque era su tío o porque, aunque no tuviera méritos para serlo, era importante y porque su desorden, o mejor su esquizofrenia, era en aquella casa un orden absoluto que había que respetar.
   Mientras trataba no ya de dormir sino de olvidarse de Pedro. le pareció que quizás otra vez lo había visto fugazmente. Quizás, pensó, lo había olvidado en el acto, gracias a su capacidad para evadir la realidad intolerable. Quizás hacía mucho tiempo que sus parientes vivían en la ciudad y lo andaban buscando para atormentarlo. Ahora se acordaba de todo, de los escándalos que había en la casa. del mal nombre que tenían, de las tribulaciones de la policía para hacer valer ante ellos el código de faltas. Él mismo no había podido evitar muchas veces el contagio, el fuego del infierno, y había producido por sí mismo esos hechos absurdos ante los cuales el comisario. un hombre que podía recordar por sus largos bigotes, reía solapadamente. O quizás no hubo jamás tal contagio porque él fue siempre igual que ellos. y ahora era sólo un evadido. ¿De qué le valía entonces haber huído y ordenado su vida para sí. cuando los otros existían, habían existido siempre y trabajaban secretamente para su destrucción? Si se enteraban donde estaba sin duda lo buscarían y entonces ya no le darían paz. Los conocía bien. Sobre eso no cabían dudas.
  Ya casi dormido pensó que vivía en una ficción. que había cambiado el traje pero era un condenado. y que como estaba solo apenas lo advertía. Todos los ciclos de su vida, ilusoriamente ascendentes, se parecían a la base, a ese primer día que no podría olvidar jamás. En realidad había vivido siempre con ellos, pese a la fuga y a los ciclos. Todo estaba en su mismo punto y jamás podría dejar de ser lo que fue. Y pensó que fue una verdadera suerte que él ya se bajase del ómnibus cuando vio a Pedro, porque si no éste habría hablado con su voz absurda, le habría preguntado por cosas de entonces, y él hubiera tenido que responder. Pedro lo habría oído hablar y sin duda se habría burlado de él, de su refinamiento, de su "nueva" manera de pronunciar las eses. y, sobre todo, habría usado a cada instante la terrible admonición ¿te acordás?; ¿te acordás?
   Al día siguiente, cuando despertó, todo había pasado. Sólo tuvo que tomar el mantel y cubrir las cartas que yacían polvorientas sobre la mesa. A las diez debía encontrarse con María.
   Ella estaba muy comunicativa ese día y, según vio, proplcla para las confidencias. Sin duda lo que hablaran al terminar el juego sería muy importante para el futuro.
   La cancha tenía un tejido demasiado bajo, de modo que la pelota salía afuera en lapsos más o menos frecuentes y él tenía que ir a buscarla. Cada vez que lo hacía advertía que estaba pensando en Pedro. Durante los veinte o treinta pasos que daba, la imagen de Pedro trataba de inclinarse sobre él, especialmente cuando se agachaba para alzar la pelota. A la fuerza de evasión que él poseía, la imagen oponía una resistencia tenaz. Pero él siempre ganaba. Recogía la pelota y volvía a ver a María, volvía al juego y se sentía otra vez libre, como si acabara de evadirse nuevamente de la casa de sus parientes.
   De pronto, mientras acariciaba la amable gamuza de la pelota, los ojos no hubieran querido ver, pero palparon. El rabillo del ojo empezó a gritarle por dentro, a obligarle a girar la cabeza y mirar hacia la calle. Pero miraba la pelota, rápidamente disparada por la raqueta, que iba más rápido que la imagen que trataba de fijar el ojo. Durante un tiempo interminable el resto del ojo calculó los instantes, cuidadosamente contados, para que pudiera pensar después: "el monstruo acaba de pasar; ya no me dará paz". Y si la cabeza hubiese podido girar, si la pelota no hubiese ido tan rápido y el resto de sus ojos hubiera podido ver hacia la calle, habría sabido si Pedro lo vio o no, si Pedro sabía que él ahora jugaba al tenis. Sin duda el monstruo buscaría alguna forma para atormentarlo, sin saber cuánto 1o había torturado ya.
   Pedro, al pasar, había enlazado dos mundos, la base y el último ciclo. Y él veía, porque esto iba más rápido que la pelota, no sólo 1o que había sido, en un plano puramente evocativo, sino lo que era, la ropa que tenía puesta, las palabras que decía, la maldita circunstancia de que la cancha diera a la calle, justamente para que Pedro 1o viera, y pensaba que no habría que hacer nada adonde a uno lo vieran; todo debería realizarse entre cuatro paredes o en un desierto. Se le ocurrió que miles de rostros conocidos 1o observaban para censurarlo. Miró ahora sin temor hacia la calle, y la calle estaba vacía y llena de luz.
   En eso María dio un golpe falso y la pelota fue a dar lejos, a una casa del otro extremo de la calle. Él empezó entonces a buscar a alguien para que fuese por ella, pero María, sonriendo alegremente, le gritó vaya usted, vaya usted. Salió, pues, obligado a contrariarse, dobló en la esquina y llamó a la puerta de la casa donde suponía que había caído la pelota. Enseguida oyó adelante. Abrió la puerta tímidamente. En el centro de un patio grande de tierra, sentados a una mesa enorme, estaban todos sus parientes. Pedro, en la cabecera, 10 saludó familiarmente con su horrible brazo corto. Los demás empezaron a dar exclamaciones de júbilo. Algunos chicos, que él no conocía, se prendían de su ropa y le pedían monedas. Su tío, que no había envejecido nada, se abría paso entre todos para saludarlo.