Las estatuas - Enruique Anderson Imbert

Enrique Anderson Imbert nació en Córdoba, Argentina en 1910. Falleció en el año 2000.

Fue escritor, ensayista y profesor universitario.

Su obra:

Crítica literaria: La flecha en el aire, Tres novelas de Payró con pícaros en tres miras, Ibsen y su tiempo, Ensayos, El arte de la prosa en Juan Montalvo, Estudios sobre escritores de América, Historia de la literatura hispanoamericana, La crítica literaria contemporánea, Los grandes libros de Occidente y otros ensayos, Los domingos del profesor, La originalidad de Rubén Darío, Genio y figura de Sarmiento, Una aventura amorosa de Sarmiento, Estudios sobre letras hispánicas, El realismo mágico y otros ensayos, Las comedias de Bernard Shaw, Los primeros cuentos del mundo, Teoría y técnica del cuento, La prosa: modalidades y usos, Nuevos estudios sobre letras hispanas, Mentiras y mentirosos en el mundo de las letras, Modernidad y posmodernidad, Escritor, texto, lector.

Narrativa (novelas y cuentos): Vigilia, El mentir de las estrellas, Las pruebas del caos, Fuga, El grimorio, El gato de Cheshire, El estafador se jubila, La locura juega al ajedrez, La botella de Klein, Dos mujeres y un Julián, El tamaño de las brujas, Evocación de sombras en la ciudad geométrica, El anillo de Mozart, ¡Y pensar que hace diez años!, Reloj de arena, Amorío (y un retrato de dos genios), La buena forma de un crimen, Historia de una Rosa y Génesis de una luna, Consenso de dos, El libro de los casos.

Las estatuas
microrrelato

En el jardín de Brighton, colegio de señoritas, hay dos estatuas: la de la fundadora y la del profesor más famoso. Cierta noche —todo el colegio, dormido— una estudiante traviesa salió a escondidas de su dormitorio y pintó sobre el suelo, entre ambos pedestales, huellas de pasos: leves pasos de mujer, decididos pasos de hombre que se encuentran en la glorieta y se hacen el amor a la hora de los fantasmas. Después se retiró con el mismo sigilo, regodeándose por adelantado. A esperar que el jardín se llene de gente. ¡Las caras que pondrán! Cuando al día siguiente fue a gozar la broma vio que las huellas habían sido lavadas y restregadas: algo sucias de pintura le quedaron las manos a la estatua de la señorita fundadora.



Qilco en la raya del horizonte - Porfirio Díaz Machicao

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Porfirio Díaz Machicao, nació en La Paz, Bolivia, en 1909.
Escritor, historiador y periodista. Intelectual comprometido en la lucha contra las desigualdades sociales y de convicciones pacifistas.
Falleció en su ciudad natal en 1981.
Su obra:
Novelas:
El estudiante enfermo; El Vocero; El rey chiquitoTupac Catari, la sierpe; María del Valle y sus cruces; La bestia emocional
Cuentos:
Cuentos de dos climas; Trópico; Quilco en la raya del horizonte.




Qilco en la raya del horizonte

Claro, como era nieto de indios le llamaban Quilco, por burlarse de él, por arañarle el alma. Él no hacía caso. Le sacaba joroba, como los gatos, a sus impulsos y contestaba con el brillo de sus ojos. Y nada más. Un gato asustado de los ratones... Luego, entraba resbalando, despacio, con susto en su desolación.
—¿Qué hará Quilco en la vida?
—¡Bah, a lo mejor nada!
Es muy difícil, a veces, llegar a la dificultosa y horrible decisión de no hacer nada. A Quilco lo sujetaba su raza, amarrado a la contemplación. Dentro de sí había algo que era como una dentadura que mascase coca. De rato en rato escupía un deseo. Pero era un deseo tan absurdo...
—¿Qué hará Quilco en la vida? —los colegiales reían.
Entonces él sacaba una uña interior y rasguñaba un anhelo:
Navegar... Pero no entre totoras del lago milenario y sagrado de su pampa, ni en la barquita frágil de las pajas secas, sino en los buques grandes, mecidos por la bravura de las olas en unos mares enormes, enormes como el tiempo, como su ansia, como él... Y despegarse de las orillas para ir fraternalmente con el aire infinito, encerrado por muros de horizontes y de charla con el agua frenética, vestida de experiencia y encanecida de espuma. Ir por el mar...
Quilco solía repetir:
—Ir por el mar...
Sin embargo, su pena inútil volvía a mascar sus hojas de coca. Ninguno de los suyos, hombres envueltos en el viento helado de las cordilleras, conoció el mar. El mar de los indios estaba seco, muerto bajo el cielo azul: el altiplano. Sin espumas, sin olas, sin playas, mar de tierra gris, rayado por la paciencia de los bueyes. Mar con mortaja. Por eso él quería navegar en los barcos de hierro para matar la angustia del mar muerto y cambiar la coca por el licor marinero. Para dejar de ser lombriz y convertirse en pez. Si él pudiera abrazar un paisaje nuevo... Si él pudiera enredar su corazón entre las algas mojadas y escuchar el secreto de otros mundos... Quilco quería ser Colón o Pizarro, o simplemente el último vagabundo de la tripulación, el que obedece, el que sufre, el que retuerce con la espina de la impotencia y del silencio.
¡Aunque fuese así! Pero del fondo de la sombra algo le tiraba fuertemente a la entraña de la tierra. Quilco se quedaba... y la nave de la ilusión se iba, se perdía en el confín, cayéndose y levantándose entre las olas. Los marineros limpiaban la sal de mar de sus fuentes sudorosas y reían sus corazones una carcajada de muchos cielos, y tenían ademán para recordar todos los puertos en donde habían anclado. Quilco abandonado en el puerto, guardaba el pañuelo de la despedida.
—¿Qué hará Quilco en la vida?
Derrochar... Sí, derrochar locuras y riquezas. Llegar un día a Nueva York, comprar acciones, venderlas y volverlas a comprar según el diagnóstico de los juegos de bolsa. Y subir en un coche y correr la carretera de fiebre de la vida moderna, quitándose un segundo de tiempo para sonreír por un recuerdo romántico o dedicando nada más que tres minutos para pensar en la humildad, el amor y la belleza. Y a saludar a Dios si el buen humor se lo permitía. Y ponerle al cocktail unas gotas de transacción y la alegría de un 10% al cigarrillo. Mientras tanto, él vería crecer su fortuna como un nene robusto, con mejillas de crédito, ojos de prosperidad y abdomen de cuenta corriente…
—¡Míster Kilko, el gran Kilko, el rey de la maderas...! ¡Míster Kilko!
Quinta avenida, Nueva York, Estados Unidos de Norteamérica metiendo las manos en una bolsa de oro y echando también el oro por las ventanas del rascacielos, con cimiento de sindicato o de sociedad anónima.
Míster Kilko asegurado. Míster Kilko, la astilla viviente de la Bolivian Madera Society Corp. ¡Míster Kilko, un hombre de oro...! Pero una mano insistente le atraía para abrazarlo a la traición: la raza, la raza fuerte, imperdonable, asesina del ensueño. Ninguno de los suyos fue usufructurario ni jamás conoció el derroche, menos aún la locura. Eran indios que para recorrer un camino vacío ponían en él la humildad de una pisada esclava. Y tenían por reloj el sol en las jornadas sin fin de las penas largas. No hubo nunca en sus vidas el más leve intento de locura. Al contrario, pequeños de acción, no comerciaban porque horadaban la tierra para hacerla germinar con una lágrima en el tiempo de un silencio crecido. ¡Indios, pobres indios...! Quilco entraba sobresaltado, huraño, en el ritmo doliente de la realidad.
—¿Qué hará Quilco en la vida?
Amar... amar con todas las fuerzas. Vivir entregado a una pasión. Conquistar a una mujer, como fruta extraordinaria, y saborearla en el triunfo de la nueva independencia. Una mujer blanca, una castellana de gran mundo, una dama... No la Lurpila del campo, ni la Kantuta pastora, con los dedos pegados a la rueca, recortándose en el confín del yermo. No, Quilco quería una señora, una matrona. Ya no serían para él los roces de los Phullus tejidos con lana de ovejas, sino la caricia de la seda sensual... Mas, nuevamente, con tenacidad, volvía hundirse en la miseria de su resignación. Todos sus ensueños se deshacían. La sangre oculta en su carne bronceada lo llamaba a la cordura, al retorno paciente. Nunca un corazón aimará había latido por una mujer de otra raza. Nunca fue cálida la mente para abandonar su frontera de siglos. ¡Ay de aquel que deseara ver detrás del horizonte límite! Solamente la Lurpila y la Kantuta, la rueca y las ovejas para los hombres rudos de la raza fuerte. Mientras se va tejiendo un poncho, se va, a la par, tejiendo el destino, va sin poncho, desnudo a la intemperie del olvido.
—¿Qué hará Quilco en la vida?
—¡Bah, a lo mejor nada…! —los colegiales reían de la timidez del compañero.
Entonces él, crucificado a los suyos, hincó las rodillas en su tercera caída y su alma absorbió el polvo del suelo.
—¿Qué será Quilco en la vida?
Él respondió resuelto:
—¡Nada!
Y tomó el camino de regreso, entregándose a los brazos abiertos de su solar nativo. Surcó con pies recios el lomo del mar endurecido de la pampa, se peinó la cabellera con el viento y aplacó su sed en el arroyo tímido. Se santiguó con la cruz de los cuatro puntos cardinales y se santificó con el aire de las cordilleras. Se envolvió en la pampa y se puso frente al horizonte, camino de su hogar.
Entonces el asno le mostró su fatiga y la majada le contó los secretos de la pastora.
Y cuando Quilco se hubo reintegrado a sus campos, puso las manos en los hombros de su padre y le habló en aimara:
Tatay, me he regresado…



Lucas el sacrílego - Ricardo Palma


Ricardo Palma nació en Lima en 1833, nueve años después de la independencia de los campos de Ayacucho, cuando los pobladores conservaban aún las costumbres de la época de La Colonia. Palma fue creciendo al margen de los acontecimientos y dejó, dentro del campo cultural, un valioso testimonio del tardío romanticismo peruano. Murió en el año 1919.
En sus Tradiciones peruanas reflejó el costumbrismo peruano, introduciendo un tono festivo a cánones románticos .
El texto que sigue: "Lucas el sacrílego" es una breve muestra de sus
Tradiciones.

 

 

Lucas el sacrílego

Crónica de la época del vigésimo nono virrey del Perú

 

I

El que hubiera pasado por la plazuela de San Agustín a hora de las once de la noche del 22 de octubre de 1743, habría visto un bulto sobre la cornisa de la fachada del templo, esforzándose a penetrar en él por una estrecha claraboya. Grandes pruebas de agilidad y equilibrio tuvo sin duda que realizar el escalador hasta encaramarse sobre la cornisa, y el cristiano que lo hubiese contemplado habría tenido que santiguarse tomándolo por el enemigo malo o por duende cuando menos. Y no se olvide que por aquellos tiempos era de pública voz y fama que en ciertas noches la plazuela de San Agustín era invadida por una procesión de ánimas del purgatorio con cirio en mano. Yo ni quito ni pongo; pero sospecho que con la república y el gas les hemos metido el resuello a las ánimas benditas, que se están muy mohínas y quietas en el sitio donde a su Divina Majestad plugo ponerlas.
El atrio de la iglesia no tenía por entonces la magnífica verja de hierro que hoy lo adorna, y la policía nocturna de la ciudad estaba en abandono tal, que era asaz difícil encontrar una ronda. Los buenos habitantes de Lima se encerraban en casita a las diez de la noche, después de apagar el farol de la puerta, y la población quedaba sumergida en plena tiniebla con gran contentamiento de gatos y lechuzas, de los devotos de hacienda ajena y de la gente dada a amorosas empresas.
El avisado lector, que no puede creer en duendes ni en demonios coronados, y que, como es de moda en estos tiempos de civilización, acaso no cree ni en Dios, habrá sospechado que es un ladrón el que se introduce por la claraboya de la iglesia. Piensa mal y acertarás.
En efecto. Nuestro hombre con auxilio de una cuerda se descolgó al templo, y con paso resuelto se dirigió al altar mayor.
Yo no sé, lector, si alguna ocasión te has encontrado de noche en un vasto templo, sin más luz que la que despiden algunas lamparillas colocadas al pie de las efigies y sintiendo el vuelo, y el graznar fatídico de esas aves que anidan en las torres y bóvedas. De mí sé decir que nada ha producido en mi espíritu una impresión más sombría y solemne a la vez, y que por ello tengo a los sacristanes y monaguillos en opinión, no diré de santos, sino de ser los hombres de más hígados de la cristiandad. ¡Me río yo de los bravos de la independencia!
Llegado nuestro hombre al sagrario, abrió el recamarín, sacó la Custodia, envolvió en su pañuelo la Hostia divina, dejándola sobre el altar, y salió del templo por la misma claraboya que le había dado entrada.


Sólo dos días después, en la mañana del sábado 25, cuando debía hacerse la renovación de la Forma, vino a descubrirse el robo. Había desaparecido el sol de oro, evaluado en más de cuarenta mil pesos, y cuyas ricas perlas, rubíes, brillantes, zafiros, ópalos y esmeraldas eran obsequio de las principales familias de Lima. Aunque el pedestal era también de oro y admirable como obra de arte, no despertó la codicia del ladrón.
Fácil es imaginarse la conmoción que este sacrilegio causaría en el devoto pueblo. Según refiere el erudito escritor del Diario de Lima, en los números del 4 y 5 de octubre de 1791, hubo procesión de penitencia, sermón sobre el texto de David: Exurge, Domine, et judica causam tuam, constantes rogativas, prisión de legos y sacristanes, y carteles fijando premios para quien denunciase al ladrón. Se cerraron los coliseos y el duelo fue general cuando, corriendo los días sin descubrirse al delincuente, recurrió la autoridad eclesiástica al tremendo resorte de leer censuras y apagar candelas.
Por su parte el marqués de Villagarcía, virrey del Perú, había llenado su deber, dictando todas las providencias que en su arbitrio estaban para capturar al sacrílego. Los expresos a los corregidores y demás autoridades del virreinato se sucedieron sin tregua, hasta que a fines de noviembre llegó a Lima un alguacil del intendente de Huancaveliva D. Jerónimo Solá, ex consejero de Indias, con pliegos en los que éste comunicaba a su excelencia que el ladrón se hallaba aposentado en la cárcel y con su respectivo par de calcetas de Vizcaya. Bien dice el refrán que «entre bonete y almete se hacen cosas de copete».
Las campanas se echaron a vuelo, el teatro volvió a funcionar, los vecinos abandonaron el luto, y Lima se entregó a fiestas y regocijos.



II

Ciñéndonos al plan que hemos seguido en las Tradiciones, viene aquí a cuento una rápida reseña histórica de la época de mando del excelentísimo señor D. José de Mendoza Caamaño y Sotomayor, marqués de Villagarcía, de Monroy y de Cusano, conde de Barrantes y señor de Vista Alegre, Rubianes y Villanueva, vigésimo nono virrey del Perú por su majestad D. Felipe V, y que a la edad de sesenta años se hizo cargo del gobierno de estos reinos en 4 de enero de 1736.
El marqués de Villagarcía se resistió mucho a aceptar el virreinato del Perú, y persuadiéndolo uno de los ministros del rey para que no rechazase lo que tantos codiciaban, dijo:
«Señor, vueseñoría me ponga a los pies de su majestad, a quien venero como es justo y de ley, y represéntele que haciendo cuentas conmigo mismo, he hallado que me conviene más vivir pobre hidalgo que morir rico virrey».
El soberano encontró sin fundamento la excusa, y el nombrado tuvo que embarcarse para América.
Sucediendo al enérgico marqués de Castelfuerte, la ley de las compensaciones exigía del nuevo virrey una política menos severa. Así, a fuerza de sagacidad y moderación, pudo el de Villagarcía impedir que tomasen incremento las turbulencias de Oruro y mantener a raya al cuzqueño Juan Santos, que se había proclamado inca.
No fue tan feliz con los almirantes ingleses Vernon y Jorge Andson, que con sus piraterías alarmaban la costa. Haciendo grandes esfuerzos e imponiendo una contribución al comercio, logró el virrey alistar una escuadra, cuyo jefe evitó siempre poner sus naves al alcance de los cañones ingleses, dando lugar a que Andson apresara el galeón de Manila, que llevaba un cargamento valuado en más de tres millones de pesos.
Bajo su gobierno fue cuando el mineral del Cerro de Pasco principió a adquirir la importancia de que hoy goza, y entre otros sucesos curiosos de su época merecen consignarse la aurora boreal que se vio una noche en el Cuzco, y la muerte que dieron los fanáticos habitantes de Cuenca al cirujano de la expedición científica que a las órdenes del sabio La Condamine visitó la América. Los sencillos naturales pensaron, al ver unos extranjeros examinando el cielo con grandes telescopios, que esos hombres se ocupaban de hechicerías y malas artes.
A propósito de la venida de la comisión científica, leemos en un precioso manuscrito que existe en la biblioteca de Lima, titulado Viaje al globo de la luna, que el pueblo limeño bautizó a los ilustres marinos españoles D. Jorge Juan y D. Antonio de Ulloa y a los sabios franceses Gaudin y La Condamine con el sobrenombre de los caballeros del punto fijo, aludiendo a que se proponían determinar con fijeza la magnitud y figura de la tierra. Un pedante, creyendo que los cuatro comisionados tenían facultad para alejar de Lima cuanto quisiesen la línea equinoccial, se echó a murmurar entre el pueblo ignorante contra el virrey marqués de Villagarcía, acusándolo de tacaño y menguado; pues por ahorrar un gasto de quince o veinte mil pesos que pudiera costar la obra, consentía en que la línea equinoccial se quedase como se estaba y los vecinos expuestos a sufrir los recios calores del verano. Trabajillo parece que costó convencer al populacho de que aquel charlatán ensartaba disparates. Así lo refiere el autor anónimo del ya citado manuscrito.
Después de nueve años y medio de gobierno, y cuando menos lo esperaba, fue el virrey desairosamente relevado con el futuro conde de Superunda en julio de 1745. Este agravio afectó tanto al anciano marqués de Villagarcía, que regresando para España, a bordo del navío Héctor, murió en el mar, en la costa patagónica, en diciembre del mismo año.

III

Lucas de Valladolid era un mestizo, de la ciudad de Huamanga, que ejercía en Lima el oficio de platero. Obra de sus manos eran las mejores alhajas que a la sazón se fabricaban. Pero el maestro Lucas picaba de generoso, y en el juego, el vino y las mozas de partido derrochaba sus ganancias.
Los padres agustinos le dispensaban gran consideración, y el maestro Lucas era uno de sus obligados comensales en los días de mantel largo. Nuestro platero conocía, pues, a palmos el convento y la iglesia, circunstancia que le sirvió para realizar el robo de la Custodia, tal como lo dejamos referido.
Dueño de tan valiosa prenda, se dirigió con ella a su casa, desarmó el sol, fundió el oro y engarzó en anillos algunas piedras. Viendo la excitación que su crimen había producido, se resolvió a abandonar la ciudad y emprendió viaje a Huacanvelica, enterrando antes en la falda de San Cristóbal una parte de su riqueza.
La esposa del intendente Solá era limeña, y a ésta se presentó el maestro Lucas ofreciéndola en venta seis magníficos anillos. En uno de ellos lucía una preciosa esmeralda, y examinándola la señora, exclamó: «¡Qué rareza! Esta piedra es idéntica a la que obsequié para la Custodia de San Agustín».
Turbose el platero, y no tardó en despedirse.
Pocos minutos después entraba el intendente en la estancia de su esposa, y la participó que acababa de llegar un expreso de Lima con la noticia del sacrílego robo.
-Pues, hijo mío -le interrumpió la señora-, hace un rato que he tenido en casa al ladrón.
Con los informes de la intendenta procediose en el acto a buscar al maestro Lucas, pero ya éste había abandonado la población. Redobláronse los esfuerzos y salieron inmediatamente algunos indios en todas direcciones en busca del criminal, logrando aprehenderlo a tres leguas de distancia.
El sacrílego principió por una tenaz negativa; pero le aplicaron garrotillo en los pulgares o un cuarto de rueda, y cantó de plano.
Cuando el virrey recibió el oficio del intendente de Huancavelica despachó para guarda del reo una compañía de su escolta.
Llegado éste a Lima en enero de 1744, costó gran trabajo impedir que el pueblo lo hiciese añicos. ¡Las justicias populares son cosa rancia por lo visto!
A los pocos días fue el ladrón puesto en capilla, y entonces solicitó la gracia de que se le acordasen cuatro meses para fabricar una Custodia superior en mérito a la que él había destruido. Los agustinos intercedieron y la gracia fue otorgada.
Las familias pudientes contribuyeron con oro y nuevas alhajas, y cuatro meses después, día por día, la custodia, verdadera obra de arte, estaba concluida. En este intervalo el maestro Lucas dio en su prisión tan positivas muestras de arrepentimiento que le valieron la merced de que se le conmutase la pena.
Es decir, que en vez de achicharrarlo como a sacrílego, se le ahorcó muy pulcramente como a ladrón.

Estatua de sal - Leopoldo Lugones

 
Leopoldo Lugones nació en Córdoba, Argentina en 1874 y murió en el delta del Tigre, provincia de Buenos Aires en 1938.
Fue poeta, ensayista, periodista y político.
Entre sus principales obras literarias figuran La guerra gaucha, Las fuerzas extrañas, El payador, El ángel de la sombra y Cuentos fatales.




Estatua de sal

He aquí cómo refirió el peregrino la verdadera historia del monje Sosistrato:
—Quien no ha pasado alguna vez por el monasterio de San Sabas, diga que no conoce la desolación. Imaginaos un antiquísimo edificio situado sobre el Jordán, cuyas aguas saturadas de arena amarillenta, se deslizan ya casi agotadas hacia el Mar Muerto, por entre bosquecillos de terebintos y manzanos de Sodoma. En toda aquella comarca no hay más que una palmera cuya copa sobrepasa los muros del monasterio. Una soledad infinita, sólo turbada de tarde en tarde por el paso de algunos nómadas que trasladan sus rebaños; un silencio colosal que parece bajar de las montañas cuya eminencia amuralla el horizonte. Cuando sopla el viento del desierto, llueve arena impalpable; cuando el viento es del lago, todas las plantas quedan cubiertas de sal. El ocaso y la aurora se confunden en una misma tristeza. Sólo aquellos que deben expiar grandes crímenes, arrostran semejantes soledades. En el convento se puede oír misa y comulgar. Los monjes que no son ya más que cinco, y todos por lo menos sexagenarios, ofrecen al peregrino una modesta colación de dátiles fritos, uvas, aguas del río y algunas veces vino de palmera. Jamás salen del monasterio, aunque las tribus vecinas los respetan porque son buenos médicos. Cuando muere alguno, le sepultan en las cuevas que hay debajo a la orilla del río, entre las rocas. En esas cuevas anidan ahora parejas de palomas azules, amigas del convento; antes, hace ya muchos años, habitaron en ellas los primeros anacoretas, uno de los cuales fue el monje Sosistrato cuya historia he prometido contaros. Ayúdeme nuestra Señora del Carmelo y vosotros escuchad con atención. Lo que vais a oír me lo refirió palabra por palabra el hermano Porfirio, que ahora está sepultado en una de las cuevas de San Sabas, donde acabó su santa vida a los ochenta años en la virtud y la penitencia. Dios le haya acogido en su gracia. Amén.
Sosistrato era un monje armenio, que había resuelto pasar su vida en la soledad con varios jóvenes compañeros suyos de vida mundana, recién convertidos a la religión del crucificado. Pertenecía, pues, a la fuerte raza de los estilitas. Después de largo vagar por el desierto, encontraron un día las cavernas de que os he hablado y se instalaron en ellas. El agua del Jordán, los frutos de una pequeña hortaliza que cultivaban en común, bastaban para llenar sus necesidades. Pasaban los días orando y meditando. De aquellas grutas surgían columnas de plegarias, que contenían con su esfuerzo la vacilante bóveda de los cielos próxima a desplomarse sobre los pecados del mundo. El sacrificio de aquellos desterrados, que ofrecían diariamente la maceración de sus carnes y la pena de sus ayunos a la justa ira de Dios, para aplacarla, evitó muchas pestes, guerras y terremotos. Esto no lo saben los impíos que ríen con ligereza de las penitencias de los cenobitas. Y sin embargo, los sacrificios y oraciones de los justos son las claves del techo del universo.
Al cabo de treinta años de austeridad y silencio, Sosistrato y sus compañeros habían alcanzado la santidad. El demonio, vencido, aullaba de impotencia bajo el pie de los santos monjes. Estos fueron acabando sus vidas uno tras otro, hasta que al fin Sosistrato se quedó solo. Estaba muy viejo, muy pequeñito. Se había vuelto casi transparente. Oraba arrodillado quince horas diarias, y tenía revelaciones. Dos palomas amigas traíanle cada tarde algunos granos de granada y se los daban a comer con el pico. Nada más que de eso vivía; en cambio olía bien como un jazminero por la tarde. Cada año, el viernes doloroso, encontraba al despertar, en la cabecera de su lecho de ramas, una copa de oro llena de vino y un pan con cuyas especies comulgaba absorbiéndose en éxtasis inefables. Jamás se le ocurrió pensar de dónde vendría aquello, pues bien sabía que el señor Jesús puede hacerlo. Y aguardando con unción perfecta el día de su ascensión a la bienaventuranza, continuaba soportando sus años. Desde hacía más de cincuenta, ningún caminante había pasado por allí.
Pero una mañana, mientras el monje rezaba con sus palomas, éstas asustadas de pronto, echaron a volar abandonándole. Un peregrino acababa de llegar a la entrada de la caverna. Sosistrato, después de saludarle con santas palabras, le invitó a reposar indicándole un cántaro de agua fresca. El desconocido bebió con ansia como si estuviese anonadado de fatiga; y después de consumir un puñado de frutas secas que extrajo de su alforja, oró en compañía del monje.
Transcurrieron siete días. El caminante refirió su peregrinación desde Cesarea a las orillas del Mar Muerto, terminando la narración con una historia que preocupó a Sosistrato.
—He visto los cadáveres de las ciudades malditas —dijo una noche a su huésped—. He mirado humear el mar como una hornalla, y he contemplado lleno de espanto a la mujer de sal, la castigada esposa de Lot. La mujer está viva, hermano mío, y yo la he escuchado gemir y la he visto sudar al sol del mediodía.
—Cosa parecida cuenta Juvencus en su tratado De Sodoma —dijo en voz baja Sosistrato.
—Sí, conozco el pasaje —añadió el peregrino—. Algo más definitivo hay en él todavía; y de ello resulta que la esposa de Lot ha seguido siendo fisiológicamente mujer. Yo he pensado que sería obra de caridad libertarla de su condena...
—Es la justicia de Dios —exclamó el solitario.
—¿No vino Cristo a redimir también con su sacrificio los pecados del antiguo mundo? —replicó suavemente el viajero que parecía docto en letras sagradas—. ¿Acaso el bautismo no lava igualmente el pecado contra la Ley que el pecado contra el Evangelio?...
Después de estas palabras, ambos se entregaron al sueño. Fue aquélla la última noche que pasaron juntos. Al siguiente día el desconocido partió, llevando consigo la bendición de Sosistrato, y no necesito deciros que, a pesar de sus buenas apariencias, aquel fingido peregrino era Satán en persona.
El proyecto del maligno fue sutil. Una preocupación tenaz asaltó desde aquella noche el espíritu del santo. ¡Bautizar la estatua de sal, liberar de su suplicio aquel espíritu encadenado! La caridad lo exigía, la razón argumentaba. En esta lucha transcurrieron meses, hasta que por fin el monje tuvo una visión. Un ángel se le apareció en sueños y le ordenó ejecutar el acto.
Sosistrato oró y ayunó tres días, y en la mañana del cuarto, apoyándose en su bordón de acacia, tomó, costeando el Jordán, la senda del Mar Muerto. La jornada no era larga, pero sus piernas cansadas apenas podían sostenerle. Así marchó durante dos días. Las fieles palomas continuaban alimentándole como de ordinario, y él rezaba mucho, profundamente, pues aquella resolución afligíale en extremo. Por fin, cuando sus pies iban a faltarle, las montañas se abrieron y el lago apareció.
Los esqueletos de las ciudades destruidas iban poco a poco desvaneciéndose. Algunas piedras quemadas, era todo lo que restaba ya: trozos de arcos, hileras de adobes carcomidos por la sal y cimentados en betún... El monje reparó apenas en semejantes restos, que procuró evitar a fin de que sus pies no se manchasen a su contacto. De repente, todo su viejo cuerpo tembló. Acababa de advertir hacia el sur, fuera ya de los escombros, en un recodo de las montañas desde el cual apenas se los percibía, la silueta de la estatua.
Bajo su manto petrificado que el tiempo había roído, era larga y fina como un fantasma. El sol brillaba con límpida incandescencia, calcinando las rocas, haciendo espejear la capa salobre que cubría las hojas de los terebintos. Aquellos arbustos, bajo la reverberación meridiana, parecían de plata. En el cielo no había una sola nube. Las aguas amargas dormían en su característica inmovilidad. Cuando el viento soplaba, podía escucharse en ellas, decían los peregrinos, cómo se lamentaban los espectros de las ciudades.
Sosistrato se aproximó a la estatua. El viajero había dicho verdad. Una humedad tibia cubría su rostro. Aquellos ojos blancos, aquellos labios blancos, estaban completamente inmóviles bajo la invasión de la piedra, en el sueño de sus siglos. Ni un indicio de vida salía de aquella roca. ¡El sol la quemaba con tenacidad implacable, siempre igual desde hacía miles de años, y sin embargo, esa efigie estaba viva puesto que sudaba! Semejante sueño resumía el misterio de los espantos bíblicos. La cólera de Jehová había pasado sobre aquel ser, espantosa amalgama de carne y de peñasco. ¿No era temeridad el intento de turbar ese sueño? ¿No caería el pecado de la mujer maldita sobre el insensato que procuraba redimirla? Despertar el misterio es una locura criminal, tal vez una tentación del infierno. Sosistrato, lleno de congoja, se arrodilló a orar en la sombra de un bosquecillo...
Cómo se verificó el acto, no os lo voy a decir. Sabed únicamente que cuando el agua sacramental cayó sobre la estatua, la sal se disolvió lentamente, y a los ojos del solitario apareció una mujer, vieja como la eternidad, envuelta en andrajos terribles, de una lividez de ceniza, flaca y temblorosa, llena de siglos. El monje que había visto al demonio sin miedo, sintió el pavor de aquella aparición. Era el pueblo réprobo lo que se levantaba en ella. ¡Esos ojos vieron la combustión de los azufres llovidos por la cólera divina sobre la ignominia de las ciudades; esos andrajos estaban tejidos con el pelo de los camellos de Lot; esos pies hollaron las cenizas del incendio del Eterno! Y la espantosa mujer le habló con su voz antigua. Ya no recordaba nada. Sólo una vaga visión del incendio, una sensación tenebrosa despertada a la vista de aquel mar. Su alma estaba vestida de confusión. Había dormido mucho, un sueño negro como el sepulcro. Sufría sin saber por qué, en aquella sumersión de pesadilla. Ese monje acababa de salvarla. Lo sentía. Era lo único claro en su visión reciente. Y el mar... el incendio... la catástrofe... las ciudades ardidas... todo aquello se desvanecía en una clarividente visión de muerte. Iba a morir. Estaba salvada, pues. ¡Y era el monje quien la había salvado! Sosistrato temblaba, formidable. Una llama roja incendiaba sus pupilas. El pasado acababa de desvanecerse en él, como si el viento de fuego hubiera barrido su alma. Y sólo este convencimiento ocupaba su conciencia: ¡la mujer de Lot estaba allí! El sol descendía hacia las montañas. Púrpuras de incendio manchaban el horizonte. Los días trágicos revivían en aquel aparato de llamaradas. Era como una resurrección del castigo, reflejándose por segunda vez sobre las aguas del lago amargo. Sosistrato acababa de retroceder en los siglos. Recordaba. Había sido actor en la catástrofe. Y esa mujer... ¡esa mujer le era conocida!
Entonces un ansia espantosa le quemó las carnes. Su lengua habló, dirigiéndose a la espectral resucitada:
—Mujer, respóndeme una sola palabra.
—Habla... pregunta...
—¿Responderás?
—Sí, habla; ¡me has salvado!
Los ojos del anacoreta brillaron, como si en ellos se concentrase el resplandor que incendiaba las montañas.
Mujer, dime qué viste cuando tu rostro se volvió para mirar.
Una voz anudada de angustia, le respondió:
—Oh, no... ¡Por Elohim, no quieras saberlo!
—¡Dime qué viste!
—No... no... ¡Sería el abismo!
—Yo quiero el abismo.
—Es la muerte...
—¡Dime qué viste!
—¡No puedo... no quiero!
—Yo te he salvado.
—No... no...
El sol acababa de ponerse.
—¡Habla!
La mujer se aproximó. Su voz parecía cubierta de polvo; se apagaba, se crepusculizaba, agonizando.
—¡Por las cenizas de tus padres!...
—¡Habla!
Entonces aquel espectro aproximó su boca al oído del cenobita, y dijo una palabra. Y Sosistrato, fulminado, anonadado, sin arrojar un grito, cayó muerto. Roguemos a Dios por su alma.