Héctor A. Murena —Héctor Alberto Álvarez— nació en Buenos Aires, Argentina, en 1923.
Fue
narrador, poeta, ensayista y traductor. Escribió unos 20 libros de
todos los géneros literarios, colaboró en la revista Sur y en el
suplemento cultural del diario La Nación.
Falleció en Buenos Aires, en 1975.
Su obra: Primer testamento, Fragmentos de los anales secretos, La fatalidad de los cuerpos, Homo atómicus, Ensayos sobre subversión, El pecado original de América, El nombre secreto, Epitalámica, La cárcel de la mente, La metáfora y lo sagrado, El centro del infierno.
Póstumas: El secreto claro, Diálogos con D. J. Vogelman, Visiones de Babel.
El gato
¿Cuánto tiempo lleva encerrado?
La mañana de mayo velada por la
neblina en que había ocurrido aquello le resultaba tan irreal como el día de su
nacimiento, ese echo acaso más cierto que ninguno, pero que sólo atinamos a
recordar como una increíble idea. Cuando descubrió, de improviso, el dominio
secreto e impresionante que el otro ejercía sobre ella, se decidió a hacerlo.
Se dije que quizá iba obrar en nombre de ella, para librarla de una seducción
inútil y envilecedora. Sin embargo, pensaba en sí mismo, seguía un camino
iniciado mucho antes. Y aquella mañana, al salir de esa casa, después que todo
hubo ocurrido, vio que el viento había expulsado la neblina, y, al levantar la
vista ante la claridad enceguecedora, observó en. el cielo una nube negra que
parecía una enorme araña huyendo por un campo de nieve. Pero lo que nunca
olvidaría era que a partir de ese momento el gato del otro, ese gato del que su
dueño se había jactado de que jamás lo abandonaría, empezó a seguirlo, con
cierta indiferencia, con paciencia casi ante sus intentos iniciales por
ahuyentarlo, hasta que se convirtió en su sombra.
Encontró es pensionsucha, no demasiado
sucia ni incómoda, pues se preocupaba por ello. El gato era grande y musculoso,
de pelaje gris, en partes de un blanco sucio. Causaba la sensación de un dios
viejo y degradado, pero que no ha perdido toda la fuerza para hacer daño a los
hombres; no les gustó, lo miraron con repugnancia y temor, y, con la autorización
de su accidental amo, lo echaron. Al día siguiente, cuando regresó a su
habitación, encontró al gato instalado allí; sentado en el sillón, levantó
apenas la cabeza, lo miró y siguió dormitando. Lo echaron por segunda vez, y
volvió a meterse en la casa, en la pieza, sin que nadie supiera cómo. Así ganó
la partida, porque desde entonces la dueña de la pensión y sus acólitos
renunciaron a la lucha.
¿Se concibe que un gato influya
sobre la vida de un hombre, que consiga modificarla?
Al principio él salía mucho; los
largos hábitos de una vida regalada hacían que aquella habitación, con su
lamparita de luz amarillenta y débil, que dejaba en la sombra muchos rincones,
con sus muebles sorprendentemente feos y desvencijados si se los miraba bien,
con las paredes cubiertas por un papel listeado de colores billones, le
resultaba poco tolerable. Salía y volvía más inquieto; andaba por las calles,
andaba, esperando que el mundo le devolviera una paz ya prohibida. El gato no
salía nunca. Una tarde que él estaba apurado por cambiarse y presenció
desde la puerta cómo limpiaba la habitación la sirvienta, comprobó que ni
siquiera en ese momento dejaba la pieza a medida que la mujer avanzaba con su
trapo y su plumero, se iba desplazando hasta que se instalaba en un lugar
definitivamente limpio; raras veces había descuidos, y entonces la sirvienta
soltaba un chistido suave, de advertencia, no de amenaza, y el animal se movía.
¿Se resistía a salir por miedo de que aprovecharan la ocasión para echarlo de
nuevo o era un simple reflejo de su instinto de comodidad? Fuera lo que fuese,
él decidió imitarlo, aunque para forjarse una especie de sabiduría con lo que
en el animal era miedo o molicie.
En su plan figuraba privarse
primero de las salidas matutinas y luego también de las de la tarde; y, pese a
que al principio le costó ciertos accesos de sorda nerviosidad habituarse a los
encierros, logró cumplirlo. Leía un librito de tapas negras que había llevado
en el bolsillo; pero también se paseaba durante horas por la pieza, esperando
la noche, la salida. El gato apenas si lo miraba; al parecer tenía suficiente
con dormir, comer y lamerse con su rápida lengua. Una noche muy fría, sin
embargo, le dio pereza vestirse y no salió; se durmió en seguida. Y a partir de
ese momento todo le resultó sumamente fácil, como si hubiese llegado a
una cumbre desde la que no tenía más que descender. Las persianas de su cuarto
sólo se abrieron para recibir la comida; su boca, casi únicamente para comer.
La barba le creció, y al cabo puso también fin a las caminatas por la
habitación.
Tirado por lo común en la
cama, mucho más gordo, entró en un período de singular beatitud. Tenía la vista
casi siempre fija en las polvorientas rosetas de yeso que ornaban el cielo
raso, pero no las distinguía, porque su necesidad de ver quedaba satisfecha con
los cotidianos diez minutos de observación de las tapas del libro. Como si se
hubieran despertado en él nuevas facultades, los reflejos de la luz amarillenta
de la bombita sobre esas tapas negras le hacían sombras tan complejas, matices
tan sutiles que ese solo objeto real bastaba para saturarlo, para sumirlo en
una especie de hipnotismo. También su olfato debía hacer crecidos, pues los más
leves olores se levantaban como grandes fantasmas y lo envolvían, lo hacían
imaginar vastos bosques violáceos, el sonido de las olas contra las rocas. Sin
saber por qué comenzó a poder contemplar agradables imágenes: la luz de la
lamparita -eternamente encendida- menguaba hasta desvanecerse, y, flotando en
los aires, aparecían mujeres cubiertas por largas vestimentas, de rostro color
sangre o verde pálido, caballos de piel intensamente celeste...
El gato, entretanto, seguía
tranquilo en su sillón.
Un día oyó frente a su puerta
voces de mujeres. Aunque se esforzó, no pudo entender qué decían, pero los
tonos le bastaron. Fue como si tuviera una enorme barriga fofa y le clavaran en
ella un palo, y sintiera el estímulo, pero tan remoto, pese a ser sumamente
intenso, que comprendiese que iba a tardar muchas horas antes de poder
reaccionar. Porque una de las voces correspondía a la dueña de la pensión, pero
la otra era la de ella, que finalmente debía haberlo descubierto.
Se sentó en la cama. Deseaba
hacer algo, y no podía.
Observó al gato: también él
se había incorporado y miraba hacia la persiana, pero estaba muy sereno. Eso
aumentó su sensación de impotencia.
Le latía el cuerpo entero, y
las voces no paraban. Quería hacer algo. De pronto sintió en la cabeza una
tensión tal que parecía que cuando cesara él iba a deshacerse, a disolverse.
Entonces abrió la boca,
permaneció un instante sin saber qué buscaba con ese movimiento, y al fin
maulló, agudamente, con infinita desesperación, maulló.
5 comentarios:
que paso al final no entendí
Se convirtió en gato.
Cómo destrozar un cuento alucinante en cuestión de dos comentarios...
Mira la pregunta : según los dos primero parado del cuento del gato que? Podía a ver sucedido antes de dial el pretagonista seca de la casa? Quienes pueden ser ella y el otro respuesta
Mira la pregunta : según los dos primero parado del cuento del gato que? Podía a ver sucedido antes de dial el pretagonista seca de la casa? Quienes pueden ser ella y el otro respuesta
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