Los estornudos - Conrado Nalé Roxlo

 
Conrado Nalé Roxlo nació en Buenos Aires en 1898. 
Fue escritor, periodista, guionista y humorista. 
Recibió el premio Nacional de Literatura y el Gran Premio de Honor de la SADE. 
Falleció en 1961.
Cultivó también la poesía y la literatura juvenil y dirigió la revista Don Goyo y el semanario Esculapión
Obra: El grillo y otros poemas, La escuela de las hadas, Estraño accidente, Mi pueblo y Las puertas del purgatorio.



 Los estornudos



Los estornudos no suelen traer nada bueno, decían las viejas de antes, y tenían razón; pues lo que traen o anuncias, rapé aparte, es un resfriado. Pero yo sé de unos estornudos que fueron el soplo inspirador de cierta notable pieza literaria; y eso que no fueron musicales expresiones de una nariz célebre por su belleza, como la de Cleopatra, cosa que habría justificado un madrigal, sino rotundas explosiones de las de un chinito, bastante retobado él, inspector de escuelas provinciales. Misterios de la poesía que la ciencia no se explica.

Las cosas ocurrieron así.

El señor inspector penetró en el aula, y, tras de retribuir con una sonrisa de vinagre de luto los almíbares que se desparramaban por la bondadosa cara de la señorita Italia Migliavacca, mi inolvidable maestra de primeras letras, subió a la tarima, tarima que crujió gentilmente para ponerse a tono con los zapatos amarillos del señor inspector. Y vino, naturalmente, una alocución, como ellos dicen.

—Niños que en este ámbito del saber primario sorbéis las materias como la enredadera sorbe el sol... ¡atchís!

—¡Salud, señor inspector! —prorrumpió la clase en pleno.
El inspector pasó una mirada furibunda por los bancos mientras se llevaba a su importante apéndice nasal un pañuelito muy bien planchado, que luego volvió a doblar y colocar en el bolsillo superior de su saco negro con trencilla, y retomó el hilo del discurso:
—¡El sol!..., ¡el sol!... ¡atchís!
Martirena me dijo por lo bajo, pero de modo que sonó bien alto:
—Debe ser un resfrío de sol...
El inspector intentó matarlo de una mirada y continuó:
—El sol o, mejor dicho, sus rayos, llamados también irradiación febea... ¡atchís!
—¡Salud, señor inspector! —volvimos a decir a coro, creyendo proceder muy correctamente. La señorita nos hacía señas de que no insistiéramos, pero nosotros éramos muy bien educados y no perdonábamos estornudo. Y éstos se sucedían cada vez con mayor frecuencia, y el inspector, par retomar el hilo de la perorata, tenía antes que retomar el hilo del pañuelo, suponiendo que lo fuera. Hasta que, con un violento "buenas tardes", se despidió y se fue como una tromba a ponerse sinapismos, sin duda.
Ya alejado el ogro, la clase en pleno soltó la carcajada, y muchos se pusieron a estornudar por burla.
—Niños —dijo severamente la señorita Italia—, nunca debemos burlarnos de los defectos físicos del prójimo.
Y para aleccionarnos trajo al día siguiente, pues era repentista, la fábula que va a leerse y que felizmente guardo entre mil cuadernos escolares.
EL CANARIO Y EL JAMELGO
Cierto coche de punto,
también puede llamárselo de plaza,
que formaba conjunto
con un jamelgo de raída traza,
y un anciano cochero, en el pescante,
detúvose delante
de una pajarería en cuya puerta
un canario, infatuado tenorino,
con sutil artificio,
sacaba dulce trino
de melodías rico
de su órgano bucal al orificio
también llamado pico.
El equino aludido,
cuyo nombre vulgar era "Pirincho",
no con mala intención, de distraído,
dejó escapar un natural relincho.
(Expresión incorrecta, sea dicho,
mas perdonable en tan humilde bicho).
La gente que lo oyó, de baja estofa,
elogiando al canario melodioso
cubrió al jamelgo de improperio y mofa.
Pasó el tiempo premioso,
y ambas bestias murieron a su hora,
y escuchad, niños, lo que viene ahora.
El canario, ya inútil, fue a parar
a infecto muladar,
y, en cambio, con las tripas del rocín
hicieron varias cuerdas de violín,
en que un artista joven
interpretó a Mozart, Verdi, Beethoven.
MORALEJA
No desprecies, ¡oh, niño!, al que algún día
estornudó en momento inadecuado,
pues, como aquel caballo mal juzgado,
puede esconder torrentes de armonía.



 




Tan Hombre - Alejandra D'Atri



Nació en Buenos Aires, en el barrio de Palermo. Es Traductora Pública y Profesora Universitaria de Inglés. Especializada en español para extranjeros, dirige una escuela de español desde 2004. Si bien su relación con la literatura comenzó de muy joven, su paso por la universidad definió su vocación. Actualmente corrige su novela Selma. Fue jurado en el concurso "Cuentos en Acción", organizado por el Colegio IMEI de Cañuelas en 2008.

Obra:

Es coautora —junto a Paula Jansen, Victoria Fargas, Gladis Lopez Riquert y Claudia Cortalezzi— del libro Cinco mujeres y otra cosa, editorial La Letra M, 2014.

Tan Hombre



¿Cómo hago? —se preguntó Estela—. ¿Cómo hago para ocultar el moretón que se me desparrama debajo del ojo?
Y bueno, la trompada de la mañana vaya y pase. Pero, cuando volviese Joaquín, ella ya sabría cómo evitar la trompada de la tarde: por estúpida que fuese, Estelita había concebido un plan.
Pegó un vistazo alrededor, esa pieza rasposa. Qué ironía. Toda su vida esperando la fiesta, el vestido, el anillo de matrimonio. ¿Y para qué? ¿Para tener vergüenza de salir a la calle?
Pero las cosas no iban a quedar así, no podían quedar así. Ya le enseñaría ella a tratar a las mujeres. La plancha ya debía estar a punto.
Viernes, Joaquín. Hoy es viernes. Llegarás a las ocho.
Estela se acercó a la puerta de calle y la cerró con doble vuelta. Y dejó la llave en la cerradura.
Tus pesados pasos se detendrán del otro lado, en el umbral. Y no podrás entrar así nomás. Tendrás que hacer lo que tanto te enfurece: tendrás que tocar el timbre, me llamarás a voz en cuello, darás puñetazos contra la puerta… Pero será inútil: yo no saldré a tu encuentro. Entonces patearás la puerta, volverás a llamarme, a putearme de arriba a abajo. Y esta vez la pelotuda —pelotuda que quizá también sea cornuda, dicho sea de paso— no acudirá al llamado del amo, no señor. Buscarás un cigarrillo en tu bolsillo derecho y te quedarás esperando. Te sacarás la campera —por hacer algo, nomás—, la tirarás al piso, volverás a gritar abrí pedazo de yegua de mierda y la reputa madre que te parió. Pero yo no saldré a tu encuentro. En cambio, te estaré esperando detrás de la puerta, con esta plancha para bifes en la mano, como la empuño ahora y la levanto antes de abrirte, la plancha bien calentita después de una hora de hornalla, en seco.
Primero, repuesto de la sorpresa —no todos los días la puerta de calle se abre sola—, asomarás la punta de tu bota, cauteloso —Buenos Aires está terrible, ¿no?—. Después pronunciarás mi nombre en voz baja —yo, bien detrás de la puerta como en las películas, ni bola—, extenderás un brazo tanteando el interruptor de la luz. Tratarás de empujar la puerta bien abierta para darte paso, no te explicarás por qué no cede. Y cuando te vuelvas hacia mí… te voy a estampar la plancha caliente en medio de tu linda carita, de tu carita de mierda de machista inmundo, mirá. Y entonces vamos a ver quién es el más maricón de los dos. Porque yo no sabré aguantar tus “fuertes caricias”, pero vos… no creo que puedas resistir la mía, y encima si te la encajo de canto. No sólo te quedará hecha bosta esa carita de ángel por el machucón: el hierro al rojo vivo no perdona a los carilindos.
Abro. Ya estás —ya estoy— a punto. 
—¡Estela! —la voz del bruto llegó hasta ella como un latigazo—. Estela, y la puta madre, dónde carajo te metiste, pelotuda. ¡Estela!
—Aquí, querido, aquí estoy. Justo me agarraste de camino a la cocina. Pensaba hacerte unos bifecitos, mi amor.
No hay caso, pensó Estelita. Cada vez que lo veo, tan hombre, este tipo me puede.


Una carta a Dios - Gregorio López y Fuentes


 Gregorio López y Fuentes nació en 1899, en El Mamey, rancho cercano a Zontecomatlán, en Veracruz, México.
Incursionó en la novela, la poesía, el periodismo y la crónica, donde se refirió a la Revolución mexicana.
Fue maestro de literatura en la Ciudad de México. Escribió para el diario El Universal, bajo el seudónimo "Tulio F. Peseenz". 
El nombre del municipio en donde nació fue renombrado como Zontecomatlán de López y Fuentes en su honor.
Primer Premio Nacional de Literatura en 1935 por su novela El indio
Falleció en la ciudad de México, en 1966.
Su obra: Claros de selva, El vagabundo, El alma del poblacho, Campamento, Tierra, Mi general, El indio, Arrieros, Huasteca, Una carta a Dios.

 Una carta a Dios


La casa —única en todo el valle— estaba subida en uno de esos cerros truncados que, a manera de pirámides rudimentarias, dejaron algunas tribus al continuar sus peregrinaciones... Entre las matas del maíz, el frijol con su florecilla morada, promesa inequívoca de una buena cosecha.
Lo único que estaba haciendo falta a la tierra era una lluvia, cuando menos un fuerte aguacero, de esos que forman charcos entre los surcos. Dudar de que llovería hubiera sido lo mismo que dejar de creer en la experiencia de quienes, por tradición, enseñaron a sembrar en determinado día del año.
Durante la mañana, Lencho —conocedor del campo, apegado a las viejas costumbres y creyente a puño cerrado— no había hecho más que examinar el cielo por el rumbo del noreste.
—Ahora sí que se viene el agua, vieja.
Y la vieja, que preparaba la comida, le respondió:
—Dios lo quiera.
Los muchachos más grandes limpiaban de hierba la siembra, mientras que los más pequeños correteaban cerca de la casa, hasta que la mujer les gritó a todos:
—Vengan que les voy a dar en la boca...
Fue en el curso de la comida cuando, como lo había asegurado Lencho, comenzaron a caer gruesas gotas de lluvia. Por el noreste se veían avanzar grandes montañas de nubes. El aire olía a jarro nuevo.
—Hagan de cuenta, muchachos —exclamaba el hombre mientras sentía la fruición de mojarse con el pretexto de recoger algunos enseres olvidados sobre una cerca de piedra—, que no son gotas de agua las que están cayendo: son monedas nuevas: las gotas grandes son de a diez y las gotas chicas son de a cinco...
Y dejaba pasear sus ojos satisfechos por la milpa a punto de jilotear, adornada con las hileras frondosas del frijol, y entonces toda ella cubierta por la transparente cortina de la lluvia. Pero, de pronto, comenzó a soplar un fuerte viento y con las gotas de agua comenzaron a caer granizos tan grandes como bellotas. Esos sí que parecían monedas de plata nueva. Los muchachos, exponiéndose a la lluvia, correteaban y recogían las perlas heladas de mayor tamaño.
—Esto sí que está muy malo —exclamaba el hombre— ojalá que pase pronto...
No pasó pronto. Durante una hora, el granizo apedreó la casa, la huerta, el monte, la milpa y todo el valle. El campo estaba tan blanco que parecía una salina. Los árboles, deshojados. El maíz, hecho pedazos.
El frijol, sin una flor. Lencho, con el alma llena de tribulaciones.
Pasada la tormenta, en medio de los surcos, decía a sus hijos:
—Más hubiera dejado una nube de langosta... El granizo no ha dejado nada: ni una sola mata de maíz dará una mazorca, ni una mata de frijol dará una vaina...
La noche fue de lamentaciones:
—¡Todo nuestro trabajo, perdido!
—¡Y ni a quién acudir!
—Este año pasaremos hambre...
Pero muy en el fondo espiritual de cuantos convivían bajo aquella casa solitaria en mitad del valle, había una esperanza: la ayuda de Dios.
—No te mortifiques tanto, aunque el mal es muy grande. ¡Recuerda que nadie se muere de hambre!
—Eso dicen: nadie se muere de hambre...
Y mientras llegaba el amanecer, Lencho pensó mucho en lo que había visto en la iglesia del pueblo los domingos: un triángulo y dentro del triángulo un ojo, un ojo que parecía muy grande, un ojo que, según le habían explicado, lo mira todo, hasta lo que está en el fondo de las conciencias.
Lencho era hombre rudo y él mismo solía decir que el campo embrutece, pero no lo era tanto que no supiera escribir. Ya con la luz del día y aprovechando la circunstancia de que era domingo, después de haberse afirmado en su idea de que sí hay quien vele por todos, se puso a escribir una carta que él mismo llevaría al pueblo para echarla al correo.
Era nada menos que una carta a Dios.
“Dios —escribió—, si no me ayudas pasaré hambre con todos los míos, durante este año: necesito cien pesos para volver a sembrar y vivir mientras viene la otra cosecha, pues el granizo...”
Rotuló el sobre “A Dios”, metió el pliego y, aún preocupado, se dirigió al pueblo. Ya en la oficina de correos, le puso un timbre a la carta y echó esta en el buzón.
Un empleado, que era cartero y todo en la oficina de correos, llegó riendo con toda la boca ante su jefe: le mostraba nada menos que la carta dirigida a Dios. Nunca en su existencia de repartidor había conocido ese domicilio. El jefe de la oficina —gordo y bonachón— también se puso a reír, pero bien pronto se le plegó el entrecejo y, mientras daba golpecitos en su mesa con la carta, comentaba:
—¡La fe! ¡Quién tuviera la fe de quien escribió esta carta! ¡Creer como él cree! ¡Esperar con la confianza con que él sabe esperar! ¡Sostener correspondencia con Dios!
Y, para no defraudar aquel tesoro de fe, descubierto a través de una carta que no podía ser entregada, el jefe postal concibió una idea: contestar la carta. Pero una vez abierta, se vio que contestar necesitaba algo más que buena voluntad, tinta y papel. No por ello se dio por vencido: exigió a su empleado una dádiva, él puso parte de su sueldo y a varias personas les pidió su óbolo “para una obra piadosa”.
Fue imposible para él reunir los cien pesos solicitados por Lencho, y se conformó con enviar al campesino cuando menos lo que había reunido: algo más que la mitad. Puso los billetes en un sobre dirigido a Lencho y con ellos un pliego que no tenía más que una palabra a manera de firma: DIOS.
Al siguiente domingo Lencho llegó a preguntar, más temprano que de costumbre, si había alguna carta para él. Fue el mismo repartidor quien le hizo entrega de la carta, mientras que el jefe, con la alegría de quien ha hecho una buena acción, espiaba a través de un vidrio raspado, desde su despacho.
Lencho no mostró la menor sorpresa al ver los billetes —tanta era su seguridad—, pero hizo un gesto de cólera al contar el dinero... ¡Dios no podía haberse equivocado, ni negar lo que se le había pedido!
Inmediatamente, Lencho se acercó a la ventanilla para pedir papel y tinta. En la mesa destinada al público, se puso a escribir, arrugando mucho la frente a causa del esfuerzo que hacía para dar forma legible a sus ideas. Al terminar, fue a pedir un timbre el cual mojó con la lengua y luego aseguró de un puñetazo.
En cuanto la carta cayó al buzón, el jefe de correos fue a recogerla. Decía:
“Dios: Del dinero que te pedí, solo llegaron a mis manos sesenta pesos. Mándame el resto, que me hace mucha falta; pero no me lo mandes por conducto de la oficina de correos, porque los empleados son muy ladrones. Lencho”.