A ti - José Asunción Silva



José Asunción Silva nació y murió en Bogotá, Colombia (1865-1896).
Fue uno de los más importantes precursores del modernismo.
Su producción poética conservada, no es muy abundante: El libro de versos, Gotas amargas y Versos varios.



 

A ti

Tú no sabes, más yo he soñado
entre mis sueños color de armiño,
horas de dicha con tus amores,
besos ardientes, quedos suspiros
cuando la tarde se tiñe de oro
esos espacios que juntos vimos,
cuando mi alma su vuelo emprende
a las regiones de lo infinito.




Cuento para madres negras - Mario Delgado Aparaín


Mario Delgado Aparaín nació en Florida, Uruguay, en 1949.  
 Escritor y docente, fue autor de cuentos y novelas entre las que se destaca La balada de Johnny Sosa.

Su obra:

Cuentos: Causa de buena muerte, Las llaves de Francia, Querido Charles Atlas, Tu nombre flotando en el adiós. Nueve historias autobiográficas de amores frustrados (compilación de cuentos de varios autores.),  El canto de la corvina negra, La taberna del loro en el hombro (cuento infantil), Con otros, Cuentos del mar, Los peores cuentos de los Hermanos Grimm (Escrita en conjunto con Luis Sepúlveda).

Novelas: Estado de Gracia, El día del Cometa, La balada de Johnny Sosa, Por mandato de Madre, Alivio de luto, No robarás las botas de los muertos, Vagabundo y errante serás, El hombre de Bruselas, Terribles ojos Verdes.


Cuento para madres negras

El día en que nació Ananías, llovió. El agua corría por debajo del techo y se apagaba el fuego, se mojaban las camas, las ropas y pronto comenzó a llover sobre mojado.

Cuando nació Ananías tenía madre, nada más, y al poco tiempo, atardeciendo un sábado, se quedó sin ella porque murió de sufrir del corazón. Pero antes de morirse había cuidado de su hijo lo que había podido. El día que corrió el agua debajo de las camas, ella a medias conjuró el peligro de morir Ananías hecho una sopa, cortando brazadas de ramas verdes y tendiendo los catres encima. Pero al poco tiempo murió la madre, y Ananías no pudo recordar ni nadie le dijo de qué había muerto, aunque murió del corazón por no latir cuando debía haber latido.

Cuando casi se quedó solo y demasiado niño para levantarse por sí mismo del nido de trapos en que lo había dejado su madre, estuvo varios días sin probar alimento. Hasta que sin saber cómo ni cuándo, estuvo durmiendo en la falda de palo de una abuela aparecida con un jarro de leche, de la que casi no probó porque no sabía lo que era, hasta que la abuela le dijo que era la mejor para los niños, porque era leche de yegua.

Ananías se dio cuenta enseguida de lo distinto que era su abuela de su madre. Salivaba como dicen que escupen los guanacos de la cordillera, y en vez de decir rancho decía bohío, y en vez de queso, leche condensada, y en vez de Ananías, negro de mierda.

Sin acordarse qué día era, la vieja le trajo la yegua al rancho, porque le hacía mal en las piernas caminar todos los días un poco, caminar y buscar la leche, y desde ese día la barriga de Ananías comenzó a abombarse y se reía como un grillo la abuela, porque sentía la seguridad de que lo estaba criando bien. Y para que lo apreciara lo llevaba al pie del animal para que viera cómo lo ordeñaba y de pronto aprendía.

Un día, mientras Ananías y un perro amarillo y un prodigio de flacura esperaban la leche de la mañana junto a la abuela que afirmaba la frente en la verija y ordeñaba, a la yegua se le terminó la leche para siempre. La abuela la miró con rabia y se le revolvieron los ojos antes de soltarla, que se fuera si quería, porque ahora no servía ni para montarla, porque la abuela era muy vieja y Ananías era chico así.

Y mientras la vieja pensaba en cómo criar a Ananías, Ananías se crió solo, y para que la abuela no envejeciera tan rápido, le arrimó una silla, la sentó al lado del horno de hacer el pan que nunca se hizo, le soltó el moño que le llegó de plata casi al suelo y le puso en la falda una galleta dura para que fortaleciera los dientes un poquito todos los días, hasta que llegara la hora de dormir.

Entonces Ananías la tomaba entre sus brazos musculosos como culebras y cuidadosamente la dejaba en el nido de trapos que le había preparado su madre y la hacía dormir como si estuviesen sus huesos plegados dentro de su poca carne, arrullándola en un escandaloso silbido fronterizo, más bien brasileño que del lado de acá.

Y mientras la vieja madre de otra madre dormía por algo más de un día, sin ocurrírsele despertar, Ananías hizo la chacra y plantó el maíz, creció el maíz, cortó, desgranó, embolsó, llevó, vendió, gastó y cuando volvió, la abuela ya estaba despierta.

Ese día, la abuela lloró como una niña de cuatro años y a veces más, porque cuando Ananías volvió, estaba muy viejo, le quedaban dos pequeñas matas de motas sobre las orejas, y entre una barba de negro muy blanca, se veía con facilidad que ya se le había caído el último diente y la muela siguiente. Entonces fue la abuela la que desde ese día tuvo que hacer la tarea y cuidar los bienes de Ananías y tender la ropa al sol; blanqueó el rancho, la tostó el sol, se le ensancharon los pechos y muchas de las arrugas se las llevó el viento del verano.

Ananías, que permaneció inmóvil de tan viejo sobre la misma silla de la abuela, también comió galleta dura y hasta maíz pisado; pero fue en vano, porque los dientes no le volvieron a nacer, ni nada de lo que ya era viejo. De a poco comenzó a enfurecerle la soledad y el verano, mientras al tranco transcurrían las horas monótonas de los mediodías y la abuela comía sandías en la chacra con un negro grandote, mientras a Ananías se lo comían las moscas y los tábanos.

Y de pronto, rapidísimo, el calor de aquella intensidad reprimida se hizo sentir y como si tal cosa los años desandaron su torpe camino. Precisamente antes que las primeras heladas tuviesen por fuerza que venir, el maíz de la chacra volvió a nacer sin que nadie lo plantara. Ananías recobró algunos de sus dientes, y a la abuela se le redondearon las rodillas y sus muslos ya no fueron de palo, ni tuvo más que escupir como esos animales andinos, porque Ananías se lo prohibió terminantemente el día que decidió barrer todos los días el patio y encender el horno y comer el pan en las madrugadas de lluvia, mientras la abuela dormía sobre el lomo amarillo del perro que miraba ordeñar la yegua.

Y un día, mientras corría el agua bajo las camas y afuera ladraba la tormenta y era más bien la medianoche, sucedió lo inevitable. En el mismo nido de trapos en que había llegado a este mundo, Ananías vio nacer a su madre. 



El burro canelo - Gregorio López y Fuentes


 
 Gregorio López y Fuentes nació en 1899, en El Mamey, rancho cercano a Zontecomatlán, en Veracruz, México.
Incursionó en la novela, la poesía, el periodismo y la crónica, donde se refirió a la Revolución mexicana.
Fue maestro de literatura en la Ciudad de México. Escribió para el diario El Universal, bajo el seudónimo "Tulio F. Peseenz". 
El nombre del municipio en donde nació fue renombrado como Zontecomatlán de López y Fuentes en su honor.
Primer Premio Nacional de Literatura en 1935 por su novela El indio
Falleció en la ciudad de México, en 1966.
Su obra: Claros de selva, El vagabundo, El alma del poblacho, Campamento, Tierra, Mi general, El indio, Arrieros, Huasteca, Una carta a Dios.

El burro canelo

Tras un día de camino para encontrar al hijo que regresaba del colegio después de algunos años de ausencia, el padre tuvo el primer disgusto. Apenas se habían saludado, el muchacho en lugar de preguntar por su madre, por los hermanos o al menos por la abuela, ansiosamente le dijo:

—Padre, ¿y el burro canelo?

—El burro canelo… se murió de roña, de garrapatas y de viejo.

Al muchacho se le habían olvidado costumbres y hasta los nombres de las cosas que lo rodearon desde que nació. ¡Cómo era posible que para montar pusiera en el estribo el pie derecho! Pero el asombro del padre fue mayor cuando el chico preguntó con gran curiosidad si aquello era trigo o arroz al pasar junto a unos campos sembrados de maíz.

Mientras el muchacho descansaba, el padre sorprendido y triste informó a su esposa lo ocurrido. La madre no quiso darle mucho crédito, pero cuando llegó la hora de la cena, la mujer sintió el mismo desencanto. El muchacho solo hablaba de la ciudad. Uno de sus maestros le había dicho que el jorongo se llamaba “clámide”, y el huarache, el sufrido huarache del arriero, se le llama “coturno”.

La madre había preparado para su hijo querido lo que más le gustaba: atole de maíz tierno, con piloncillo y canela. Cuando se lo sirvió, caliente y oloroso, el hijo hizo la más absurda pregunta de cuantas había hecho:

—Madre, ¿cómo se llama esto?

Y mientras esperaba la respuesta se puso a menear el atole con un circular ir y venir de la cuchara.

—Al menos, si has olvidado el nombre, no has olvidado el meneadillo —dijo la madre suspirando.



El gato - Héctor Murena


 Héctor A. Murena —Héctor Alberto Álvarez— nació en Buenos Aires,  Argentina, en 1923. 
Fue narrador, poeta, ensayista y traductor. Escribió unos 20 libros de todos los géneros literarios, colaboró en la revista Sur y en el suplemento cultural del diario La Nación. 
Falleció en Buenos Aires, en 1975.
Su obra: Primer testamento, Fragmentos de los anales secretos, La fatalidad de los cuerpos, Homo atómicus, Ensayos sobre subversión, El pecado original de América, El nombre secreto, Epitalámica, La cárcel de la mente, La metáfora y lo sagrado, El centro del infierno.
Póstumas: El secreto claro, Diálogos con D. J. Vogelman, Visiones de Babel.



El gato

  ¿Cuánto tiempo lleva encerrado?

  La mañana de mayo velada por la neblina en que había ocurrido aquello le resultaba tan irreal como el día de su nacimiento, ese echo acaso más cierto que ninguno, pero que sólo atinamos a recordar como una increíble idea. Cuando descubrió, de improviso, el dominio secreto e impresionante que el otro ejercía sobre ella, se decidió a hacerlo. Se dije que quizá iba obrar en nombre de ella, para librarla de una seducción inútil y envilecedora. Sin embargo, pensaba en sí mismo, seguía un camino iniciado mucho antes. Y aquella mañana, al salir de esa casa, después que todo hubo ocurrido, vio que el viento había expulsado la neblina, y, al levantar la vista ante la claridad enceguecedora, observó en. el cielo una nube negra que parecía una enorme araña huyendo por un campo de nieve. Pero lo que nunca olvidaría era que a partir de ese momento el gato del otro, ese gato del que su dueño se había jactado de que jamás lo abandonaría, empezó a seguirlo, con cierta indiferencia, con paciencia casi ante sus intentos iniciales por ahuyentarlo, hasta que se convirtió en su sombra.

Encontró es pensionsucha, no demasiado sucia ni incómoda, pues se preocupaba por ello. El gato era grande y musculoso, de pelaje gris, en partes de un blanco sucio. Causaba la sensación de un dios viejo y degradado, pero que no ha perdido toda la fuerza para hacer daño a los hombres; no les gustó, lo miraron con repugnancia y temor, y, con la autorización de su accidental amo, lo echaron. Al día siguiente, cuando regresó a su habitación, encontró al gato instalado allí; sentado en el sillón, levantó apenas la cabeza, lo miró y siguió dormitando. Lo echaron por segunda vez, y volvió a meterse en la casa, en la pieza, sin que nadie supiera cómo. Así ganó la partida, porque desde entonces la dueña de la pensión y sus acólitos renunciaron a la lucha.

  ¿Se concibe que un gato influya sobre la vida de un hombre, que consiga modificarla?

  Al principio él salía mucho; los largos hábitos de una vida regalada hacían que aquella habitación, con su lamparita de luz amarillenta y débil, que dejaba en la sombra muchos rincones, con sus muebles sorprendentemente feos y desvencijados si se los miraba bien, con las paredes cubiertas por un papel listeado de colores billones, le resultaba poco tolerable. Salía y volvía más inquieto; andaba por las calles, andaba, esperando que el mundo le devolviera una paz ya prohibida. El gato no salía nunca. Una tarde que él estaba apurado por cambiarse y presenció  desde la puerta cómo limpiaba la habitación la sirvienta, comprobó que ni siquiera en ese momento dejaba la pieza a medida que la mujer avanzaba con su trapo y su plumero, se iba desplazando hasta que se instalaba en un lugar definitivamente limpio; raras veces había descuidos, y entonces la sirvienta soltaba un chistido suave, de advertencia, no de amenaza, y el animal se movía. ¿Se resistía a salir por miedo de que aprovecharan la ocasión para echarlo de nuevo o era un simple reflejo de su instinto de comodidad? Fuera lo que fuese, él decidió imitarlo, aunque para forjarse una especie de sabiduría con lo que en el animal era miedo o molicie.

  En su plan figuraba privarse primero de las salidas matutinas y luego también de las de la tarde; y, pese a que al principio le costó ciertos accesos de sorda nerviosidad habituarse a los encierros, logró cumplirlo. Leía un librito de tapas negras que había llevado en el bolsillo; pero también se paseaba durante horas por la pieza, esperando la noche, la salida. El gato apenas si lo miraba; al parecer tenía suficiente con dormir, comer y lamerse con su rápida lengua. Una noche muy fría, sin embargo, le dio pereza vestirse y no salió; se durmió en seguida. Y a partir de ese momento todo le  resultó sumamente fácil, como si hubiese llegado a una cumbre desde la que no tenía más que descender. Las persianas de su cuarto sólo se abrieron para recibir la comida; su boca, casi únicamente para comer. La barba le creció, y al cabo puso también fin a las caminatas por la habitación.

   Tirado por lo común en la cama, mucho más gordo, entró en un período de singular beatitud. Tenía la vista casi siempre fija en las polvorientas rosetas de yeso que ornaban el cielo raso, pero no las distinguía, porque su necesidad de ver quedaba satisfecha con los cotidianos diez minutos de observación de las tapas del libro. Como si se hubieran despertado en él nuevas facultades, los reflejos de la luz amarillenta de la bombita sobre esas tapas negras le hacían sombras tan complejas, matices tan sutiles que ese solo objeto real bastaba para saturarlo, para sumirlo en una especie de hipnotismo. También su olfato debía hacer crecidos, pues los más leves olores se levantaban como grandes fantasmas y lo envolvían, lo hacían imaginar vastos bosques violáceos, el sonido de las olas contra las rocas. Sin saber por qué comenzó a poder contemplar agradables imágenes: la luz de la lamparita -eternamente encendida- menguaba hasta desvanecerse, y, flotando en los aires, aparecían mujeres cubiertas por largas vestimentas, de rostro color sangre o verde pálido, caballos de piel intensamente celeste...

   El gato, entretanto, seguía tranquilo en su sillón.

   Un día oyó frente a su puerta voces de mujeres. Aunque se esforzó, no pudo entender qué decían, pero los tonos le bastaron. Fue como si tuviera una enorme barriga fofa y le clavaran en ella un palo, y sintiera el estímulo, pero tan remoto, pese a ser sumamente intenso, que comprendiese que iba a tardar muchas horas antes de poder reaccionar. Porque una de las voces correspondía a la dueña de la pensión, pero la otra era la de ella, que finalmente debía haberlo descubierto.

   Se sentó en la cama. Deseaba hacer algo, y no podía.

   Observó al gato: también él se había incorporado y miraba hacia la persiana, pero estaba muy sereno. Eso aumentó su sensación de impotencia.

   Le latía el cuerpo entero, y las voces no paraban. Quería hacer algo. De pronto sintió en la cabeza una tensión tal que parecía que cuando cesara él iba a deshacerse, a disolverse.

   Entonces abrió la boca, permaneció un instante sin saber qué buscaba con ese movimiento, y al fin maulló, agudamente, con infinita desesperación, maulló.







El cocodrilo - Joaquín Gómez Bas




Joaquín Gómez Bas nació en Cangas de Onís, Asturias, España, en 1907.
Escritor, pintor y guionista de cine español. Residió en la Argentina, y fue miembro de la Academia Porteña del Lunfardo.
Murió en Argentina en 1984.
Su obra: 
Narrativa: Barrio gris, Oro bajo, La Comparsa, La Gotera, La Resaca, La Guitarra, Faroles en la niebla, Suburbio.
Poesía: Birlibirloque, La tarántula ciega. 




El cocodrilo



   Estaba de pie en la ducha. Me di un susto tremendo cuando sentí su viscosa presencia deslizándose entre mis piernas enjabonadas. A la altura de los tobillos. Atiné a aferrarme de la llave del agua; si no, me desnuco contra el borde de la bañera.

   Permanecí inmóvil bajo el chorro tibio, indagando, al acecho de la repetición del caso. Y lo vi nítidamente cuando se produjo un claro en la superficie espumosa ¡Un cocodrilo!

   Enorme, verdoso. No entiendo cómo cabíamos los dos en tan reducido espacio. Lo pienso erguido sobre su cola y sería tan alto como yo. Pero ahora no se movía, tendido a lo largo, a un costado, en su evidente propósito de no molestarme.

   Para mortificarlo me apreté contra los azulejos de la pared, bajé la palanca del calefón al máximo y al instante el agua salió hirviente. Pero el bicharraco, tan orondo, insensible y plácido. Hasta me pareció que gruñía placentero.

   Aparentando ignorarlo comencé a fregarme la espalda con el cepillo de mango, y cuando localicé exacta su cabeza le sacudí sorpresivo un golpe. Inútilmente. Con velocidad increíble levantó con sus fauces la tapa de goma del sumidero y alargándose como una anguila desapareció por el embudo carrasposo formado por el agua que se escurría.

   No volví a acordarme de él durante el día, y por la misma razón con ninguno de mis compañeros comenté el caso en la oficina. Tampoco con mis hijos, ni con mi esposa, por que soy soltero y vivo solo. Tengo cincuenta y dos años, pero esto no tiene nada que ver.

   Ahora que las noches son bastantes frescas me agrada llevarme a la cama una bolsa con agua caliente. Antes no lo hacía. Creía que era un signo de debilidad, de afeminamiento. Hasta que me convencí de que es estúpido eliminar la frialdad del colchón, de las sábanas y las cobijas a costa de la propia temperatura. La cama debe calentarlo a uno, y no a la inversa.

   Puse la bolsa de agua en el lugar correspondiente, a los pies, y me dormí profundamente. Desperté repentino con la sensación de que algo áspero y frío me rozaba los tobillos. Y resultó lo que esperaba. Allí estaba de nuevo el cocodrilo.

   Esta vez procedí con cautela. Retiré los cobertores, así con lenta astucia las cuatro  puntas de la sábana donde reposaba acurrucado, como si fuera el patrón del lecho, y lo alcé en vilo. Ni hizo el menor esfuerzo por liberarse. Me llamó la atención que apenas si sentí su peso, como si la improvisada bolsa estuviera llena de viento.

Me acerqué al balcón –vivo en un cuarto piso— y lo arrojé a la calle, cuidando de retener un extremo de la sábana. Abajo contra el pavimento, hizo un ruido terrible, una verdadera explosión.

   Estaba desayunándome cuando llamaron a la puerta, no mediante el timbre, sino con unos golpes sordos. Adiviné que se trataba de coletazos urgente y abrí sereno, dispuesto a recibirlo sin encono. Porque no tenía la menor duda de que se trataba del cocodrilo. Y allí estaba, su cabeza apoyada en el pequeño felpudo, abatido, maltrecho, observándome con ojos implorantes.

   Me dio pena; una pena de llanto contenido; y sin una palabra, pero autoritario el mudo gesto, le indiqué que pasara. Eso sí, le señalé con la mano extendida el hueco debajo de la cama, y allí se refugió sumiso, arrastrándose pesadamente.

   Fue en el cine donde le descubrí su condición humorística. No sé cómo se las ingenió para entrar, ni cómo pudo seguirme por las calles sin que yo lo advirtiera. Lo cierto es que cuando la sala atronaba con el tableteo de los balazos –sólo veo películas de violencia—, en el instante justo en que el contrabandista en acción se retorcía estertoroso, me privó de la visión la cabeza del cocodrilo, que emergió sobre el respaldo del asiento delantero, incomprensiblemente, pues antes de que se apagaran las luces me había regodeado contemplando en ese sitio la aterciopelada nuca de una muchacha rubia.

   Me irritó la oscura interposición de su boquiabierto perfil de saurio y enardecido le apliqué un manotazo. Alguien pegó un chillido –creo que una voz de mujer— y opté por escurrirme atropellando a los espectadores sentados, entre un coro creciente de murmullos inamistosos.

No comprendo el insomnio. Apenas me acuesto, yazgo convertido en bloque. Podría decirse que no despierto: resucito. Y siempre maldiciendo la obligación de ir al trabajo. Lo que me saca de quicio es la comprobación permanente, de toda la vida, de que me falta el sueño precisamente los domingos, cuando podría disfrutarlo hasta el cansancio. Ya desde el amanecer me mantengo lúcido, alerta, aguardando el rumor del periódico que el diariero desliza por debajo de la puerta. Entonces me levanto, vuelvo a la cama y leo hasta lo que no me interesa. Siempre así, desde que tengo noción de mis actos.

   Rectifico. Siempre así, no. Ahora –ya va para casi un año— tengo que soportar la visita del cocodrilo, que aparece los domingos por la mañana, junto con el periódico. Mientras leo, se instala soñoliento a mis pies, bosteza de tanto en tanto y ronronea como un gato.

   La idea me la sugirió una fotografía impresa en el diario. Unos niños en el Zoológico. Debe haber sido algo así como una detonación mental, porque simultáneamente con la ocurrencia el cocodrilo dio un respingo y se me quedó mirando, receloso y a la expectativa. Pero no me dejé presionar por sentimientos de lástima. En menos de un minuto estuve vestido, tomé una funda de almohada y lo metí adentro. Confieso que sentí tristeza por la mansedumbre, la resignación con que se sometió a mis maniobras. Y con el bulto a cuestas me dirigí al Zoológico.

Anduve dando vueltas y preguntando hasta que logré por fin ubicar el reducto destinado a los cocodrilos. Aguardé el momento oportuno, pasé el bulto sobre el alambrado y lo arrojé íntegro sin quitar la funda. Mi amigo —se me ocurre llamarlo así justamente cuando lo abandono— se contorsionó dentro del trapo y un tanto cohibido asomó la cabeza. Sus congéneres se abalanzaron curiosos, y me tocó padecer lo imprevisto. Mi cocodrilo —¡el mío!— huyendo por el espacio circular, aterrorizado, acometido encarnizadamente a dentelladas por los de su propia especie.

   Lo salvaron mis alaridos y el fragor del avance del público cercano, que acudió intrigado por mi actitud. La gente se acercó a tiempo para compartir mi alivio. Porque recuperando coraje y haciendo alarde de una temeridad insospechada, mi cocodrilo se volvió agresivo, enfrentó decidido a sus perseguidores y aprovechando el desconcierto creado emprendió vuelo verticalmente, descendió haciendo espirales para despedirse de mi soledad y enseguida enfiló raudo, directamente hacia las nubes.

   ¿Cómo que no puede ser? Ah, claro… Desde el principio olvidé mencionar que el cocodrilo de que hablo tenía alas.



El crucificado - Mario Levrero


Jorge Mario Varlotta Levrero nació en Montevideo, Uruguay, en 1940. 

Fue escritor, fotógrafo, librero, guionista de cómics, columnista, humorista y también creador de crucigramas y juegos de ingenio. 

Supo mezclar la ciencia ficción y el policial, y su propia vida en su obra. 

Falleció en 2004 en su ciudad natal.

 Su obra: Gelatina,  La ciudad, La máquina de pensar en Gladys, Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo, París, Manual de parapsicología, El lugar, Todo el tiempo, Aguas salobres, Caza de conejos, Los muertos, Santo Varón/I, Fauna/Desplazamientos, Espacios libres, El sótano, Los profesionales, Los Jíbaros, El alma de Gardel, El discurso vacío, Dejen todo en mis manos, Ya que estamos, La Banda del Ciempiés, Los carros de fuego, Trilogía unvoluntaria, La novela luminosa.



El crucificado



A Nilda y Mario


Fue lo bastante astuto o estúpido como para deslizarse entre nosotros sin hacerse notar, y cuando Eduardo lo advirtió tuvo que aceptarlo, porque había una ley tácita de que las cosas debían permanecer o desenvolverse así como estaban o transcurrían; si en cambio hubiera pedido permiso, sin duda lo habríamos rechazado.

Tenía pocos dientes, era flaco y barbudo, muy sucio, la cara amarronada, de transpiración grasienta, y el pelo enmarañado y largo. Un olor mezcla de halitosis, sudor y orina. Llevaba un saco hecho jirones, demasiado grande, y pantalones mugrientos y rotos. Lo que en él más llamaba la atención, sobre todo al principio, era la posición de los brazos perpetuamente abiertos y rígidos. Después se supo que tenía las manos clavadas a una madera y, examinándolo más a fondo, descubrimos que la madera formaba parte de una cruz (cubierta por el saco), rota a la altura de los riñones, y que terminaba cerca de la nuca. Las heridas de las manos estaban cicatrizadas, una mezcla de sangre seca y cabezas de clavos oxidados.

Al reconstruir la historia, imagino que alguien, y supongo quién, le alcanzaría algo de comer; porque la posición de los brazos le impedía pasar por el agujero que daba al comedor, y siempre estaba, por lógica, ausente de nuestra mesa. Yo me inclino a pensar que en realidad no comía.

En ese entonces estábamos dispersos y desconectados, no se llevaba ningún control ya sobre las acciones de nadie, y apenas Eduardo, de vez en cuando, sacaba cuentas. Hablábamos poco, y el Crucificado no llegó a ser tema. Sospecho que todos pensábamos en él, pero por algún motivo no lo discutíamos. Don Pedro, el más ausente, siempre en babia o con su juego de bolitas metálicas, fue el único que en un principio se le acercó, para advertirle con voz un tanto admonitoria que tenía la bragueta desabrochada. El Crucificado esbozó algo parecido a una sonrisa y le dijo que se fuera a la putísima madre que lo recontramilparió, con lo cual el diálogo entre ellos quedó definitivamente interrumpido.

Se mantenía al margen, con esa pose de espantapájaros, y más de una vez pensé con maldad en sugerirle que cumpliera esa función en los sembrados (que dicho sea de paso habíamos descuidado bastante; sólo la gorda se ocupaba del riego, pero a esa altura ya no valía la pena).

De noche entraba al galpón, necesariamente de perfil por lo estrecho de la puerta y le daba mucho trabajo tenderse para dormir. al fin me decidí a ayudarlo en este menester, cosa que nunca me agradeció en forma explícita, y no imagino cómo se levantaba por las mañanas, porque yo dormía hasta mucho más tarde.

Era por todos sabido que el 1° de setiembre Emilia cumpliría los quince, y se aceptaba sin discusión que sería desflorada por Eduardo, como todas ellas. Después Eduardo se desinteresaba, y las muchachas pasaban, o no, a formar alguna pareja más o menos estable con cualquiera del resto.

Emilia era la más deseable y desarrollada: sus 14 años y nueve meses nos tenían enloquecidos. Ella, sin altanería coqueta, dejaba fluir su indiferencia sobre nosotros, incluyendo a Eduardo.

Tenía el pelo negro mate, largo y lacio, un rostro ovalado perfecto, ojos grandes y verdes, y un perfume natural especialmente turbador.

El 21 de julio, a la madrugada, me despertó el revuelo infernal, inusual, del galpón. Cuando logré despejarme vi que estaban en la etapa de fabricar los grandes objetos de madera. Habían encontrado a Emilia montada encima del Crucificado, los dos desnudos. Ahora, a ellos los tenían sujetos, por separado, con cables de antena de televisión. La gorda se ocupaba de los discos, doña Eloísa, baldada como estaba, se había levantado gozosa a preparar mate y tortas fritas, Eduardo dirigía las operaciones, un hervidero de gente en actividad febril.

Finalizados los preparativos la gorda puso la Marsellesa, y a ellos les desataron los cables y cargaron a Emilia con las dos cruces, porque evidentemente el Crucificado no tenía cómo cargar la suya nueva. A mitad del camino del cerro comenzó a insinuarse el amanecer. Era un cortejo nutrido y silencioso, y yo iba a la cola y no pude ver bien lo que pasaba, pero era evidente que les tiraban piedras y los escupían. Algunos transeúntes casuales se sumaron al cortejo, otros siguieron de largo. Yo no estaba conforme con lo que se hacía, pero no es justo que lo diga ahora; en ese momento me callé la boca.

Trabajaron como negros para afirmar las cruces en la tierra, en especial la de Emilia, que era en forma de X. A ella le ataron las muñecas y los tobillos con alambre de cobre, a él simplemente le clavaron la madera de su cruz rota sobre la nueva.

Los pusieron enfrentados, muy próximos entre sí, como a un metro y medio o dos metros. Emilia tenía sangre seca en las piernas y magullones en todo el cuerpo. El cuerpo del Crucificado era una mezcla imposible de marcas viejas y nuevas, cicatrices y cardenales.

Los demás se sentaron sobre el pasto. Comían y escuchaban la radio a transistores. Don Pedro jugaba con sus bolitas. Yo busqué la sombra de un árbol cercano, y miraba el conjunto con mucha pena, y también remordimientos.

Me quedé dormido. Cuando desperté era plena tarde. La escena seguía incambiada. Me acerqué y vi que se miraban, el Crucificado y Emilia, como hipnotizados, los ojos de uno en los ojos del otro. Emilia estaba más linda que nunca, y sin embargo no me despertaba ningún deseo. Los otros se sentían incómodos. De vez en cuando, sin ganas, proferían insultos o les tiraban piedras o alguna porquería, pero ellos parecían no darse cuenta.

Alguien, luego, con un palo, le refregó al Crucificado una esponja con vinagre por la boca. El Crucificado escupió y después dijo, con voz clara y joven que no puedo borrar de mi memoria:

—La otra vez fue un error, me habían confundido, ahora está bien.

Y ya nadie los sacó de mirarse uno a otro, y parecían hacer el amor con la mirada, que se poseían mutuamente, y nadie se animaba ya a decir o hacer nada, querían irse pero no podían, nos sentíamos mal.

Al caer la tarde Emilia había alcanzado el máximo posible de belleza, y sonreía. El Crucificado parecía más nutrido, como si hubiera engordado, y la sangre empezó a manar de sus viejas heridas de los clavos en las manos y de las cicatrices que nunca habíamos notado en los pies; también, por debajo del pelo, manaban hilitos rojos que le corrían por la frente y las mejillas. El cielo se oscureció de golpe. El Crucificado volvió a hablar.

—Padre mío —dijo— por qué me has abandonado.

Y después rió.

La escena quedó estática, detenida en el tiempo. Nadie hizo el menor movimiento. Hubo un trueno, y el Crucificado inclinó la cabeza muerto.

Todos parecían muertos, todos habían quedado en las posiciones en que estaban, la mayoría ridículas. Don Pedro con un dedo metido en la caja de las bolitas.

Me acerqué a la cruz de Emilia y le desaté los pies y las manos, con un trabajo enorme para que no se me cayera y se lastimara. Ella seguía como hipnotizada, la sonrisa en los labios y con su nueva belleza que parecía excederla, como un halo.

Sin querer tuve que manosearla un poco para sacarla de allí; pensé que debería sentirme excitado, pero no era posible, era como si yo no tuviera sexo. A pesar de mi tradicional haraganería la cargué en mis brazos, como a una criatura, y la llevé a la casa. Fue un camino largo, penoso, que mil veces quise abandonar por cansancio, y sin embargo no podía detenerme. Tenía los brazos acalambrados y me dolía la cintura, transpiraba como un caballo. En el galpón la deposité en la cama de Eduardo, que era la mejor, y después me tiré en el suelo, en mi lugar de siempre.

Al otro día Emilia me despertó con un mate. Yo lo tomé, todavía dormido, y después advertí que seguía desnuda y sonriente.

—¿Y ahora qué hacemos? —le pregunté cuando estuve más despierto. Pensaba en el cadáver del Crucificado, en toda la gente momificada allá, en el cerro. Ella se encogió de hombros y me respondió con voz infinitamente dulce:

—Ya nada tiene importancia.

Hizo una pausa, y agregó:

—Espero un hijo. Nacerá dentro de tres días.

Noté, en efecto, que su vientre se había abultado en forma notoria. Me asusté un poco.

—¿Busco un médico? —pregunté, y me contestó con la voz clara, grave y joven del Crucificado.

—No tienes más nada que hacer aquí. Ve por el mundo y cuenta lo que has visto.

Y me dio un beso en la boca.

 Fui al casillero y saqué los guantes blancos y el pullover; me los puse.

—Adiós —dije; y Emilia, sonriendo, me acompañó hasta la puerta. Era una día primaveral y fresco, lleno de luz, hermoso. A los pocos pasos me di vuelta y miré. Ella seguía en la puerta.

No me hizo adiós con la mano. Pero más tarde, en el camino, descubrí que hacía jugar los dedos de mi mano derecha con el tallo de una rosa, roja.



Viven porque están muertos - Francisco Coloane



 Francisco Coloane Cárdenas nació en Quemchi (Chile), en 1910.
Fue cuentista y novelista. Obtuvo, entre otros, los premios: Nacional de Literatura, de Novela Infantil, Municipal de Cuento, de la sociedad de escritores de Chile. También se lo reconoció con: Orden al Mérito Gabriela Mistral y Orden de las Artes y Letras de Francia.. Fue nombrado hijo ilustre de Quemchi.
Falleció en Santiago, en 2002.
 Su obra: El último grumete de la Baquedano, Cabo de Hornos, La Tierra del Fuego se apaga (teatro), Golfo de Penas, Los conquistadores de la Antártica, Tierra del Fuego, Viaje al Este, El camino de la ballena, El chilote Otey y otros relatos, Rastros del guanaco blanco, Crónicas de la India, Velero anclado, Cuentos completos, Los pasos del hombre (memorias), Papeles recortados (escritos sobre su vida en China), Última carta.


Viven porque están muertos 

—El amor es un estado patológico que dura más en los débiles y menos en los fuertes —dijo el joven mirando fijamente a la señora de más o menos cuarenta y cinco años de edad, que estaba a su frente.

La otra mujer, de tipo extranjero, que escuchaba la conversación en el departamento, levantó sus bellos ojos verdes con un parpadeo en el que no se podría decir si había coquetería o súplica.

—No he querido decir precisamente que cuanto menos dure esa afección el hombre sea más fuerte; en algunos la flor del amor no nace por falta de sensibilidad, por estupidez o cretinismo en otros. Hay, pues, en resumen, una escala mínima, un período de duración "standard" para las gentes normales. No se podría decir que ese período fuera de un mes, seis meses o un año; el poeta Daniel de la Vega ha dicho "el amor eterno dura tres meses", tendrá el hombre sus razones para hacer afirmación tan categórica...

El joven hablaba de pie, con cierto escepticismo pedante, a veces, en el que decía "afección", "estado", por amor, y con algún temblor emocionado en la voz, a ratos, cuando se refería a "esa tierna flor". Pero en todo daba la sensación de un hombre exaltado que trataba de no caer en la vulgaridad. Había también algo de hombre herido, cuando se dirigía a la mujer madura, cuyos ojos brillantes miraban altos y fijos escrutando con sinceridad. La dama joven escuchaba con la cabeza baja, al parecer ajena a la charla, pero un temblor imperceptible de la barbilla hubiera revelado a un observador lo hondo que la afectaba aquella conversación.

—Me parece que amé durante veinte años; a veces tal vez por costumbre; pero no sé de amores que han durado toda una vida —contestó la señora.

—Sí, el amor de las solteronas —­replicó el joven­—, de esas solteronas que cuando alguna sobrina indiscreta les pregunta por qué no te casaste, tía, dan un suspiro consabido y responden invariablemente: porque he amado solo a un hombre en mi vida y ese hombre murió en plena juventud.

—Sí, señora ­—continuó—­, esa solterona no tuvo oportunidad de volver a encontrar un amor en su vida, porque se aferró a un fantasma, a una ilusión, a un sentimiento falso, de falsedad absoluta, y que sobrevivía a la ley de los "tres meses" del poeta, solo porque estaba muerto.

—No es prudente aplicar filosofía y leyes al amor ­respondió la dama con aire de superioridad.

El charlador cogió una silla con el ademán del aventurero que llega cansado de un largo viaje y se dispone a contar una de sus aventuras; se sentó, sacó un cigarrillo, lo encendió, afirmó los codos sobre sus rodillas, echó el cuerpo hacia adelante, recogió con un gesto peculiar un mechón rebelde, y dijo:

—Voy a narrarle una historia real, brevemente, en la que se demuestra cómo a veces queda prendido en el ser un vestigio de amor, la colilla de un cariño, a veces una cicatriz y, a pesar de que todo ha concluido, ese ser empieza a construir sobre esa leve base un fuerte sentimiento, una pasión falsa que puede durar toda la vida, como en el caso de aquella solterona, y que en un instante desaparece totalmente al contacto con la realidad.

"Es la historia de un error, el caso de un hombre aferrado a una ilusión que un día la realidad exterminó; pero vamos por parte, comencemos por donde se debe empezar.

"Ella era una extranjera, una joven austríaca de origen judío, que vino a Chile huyendo de los látigos que han arreado a tanta gente desde Europa hacia Occidente.

"La necesidad de tener un apoyo en esa inmensa aventura que significa para una mujer europea atravesar el Atlántico y penetrar en las vastedades de América, hizo que se casara, antes de partir, con un emigrante de su raza y de su ciudad.

"No fue feliz. El hombre era mediocre y no reunía las condiciones de ese espíritu valiente, delicado y audaz que parecía poseer la bella austríaca.

"La travesía del inmenso océano, la llegada a las costas americanas, la primera visión de estos vergeles, encendieron en la hija de la decrépita Europa una luz de vida nueva, la sensación de algo maravilloso que debía realizarse bajo estos nuevos cielos, detrás de estas montañas y de estas selvas que escondían el misterio. Y el marido quedó rezagado, convertido en su justa proporción: la de una cosa que servía solo para cruzar el 'gran charco'.

"¿Sabe usted lo difícil que es realizar la leyenda de la 'media naranja', encontrarse un hombre y una mujer que acoplen en lo material y en lo espiritual, en la misma forma que las mitades de una naranja se junten y establezcan las corrientes de sus fibras y jugos dando vida a un fruto maravilloso?

"Pues bien ­continuó el narrador­, en una casa residencial de Santiago se produjo ese encuentro. Una mañana clara, en el pasillo, se encontraron frente a frente la europea y un joven estudiante de provincia.

"El choque de los ojos fue como el de dos platillos de banda refulgentes al sol, y el amor estalló, súbito, como una nota vibrante entre esos dos seres que de un extremo a otro de la tierra habían venido obedeciendo a una ley de la naturaleza.

"Describir el desarrollo de ese amor sería materia de una labor larga e interesante; pero voy a concretar en una comparación que te parecerá insólita, lo que eran él y ella. Uno un vergel agreste de esta América y la otra una paloma de la civilización un poco cansada con el vuelo a través del mar.

"Eso eran él y ella; en el vergel faltaba cernir la tierra y en la paloma de albas plumas había reminiscencias de aleros milenarios; pero a pesar de ello la naturaleza se había dado el capricho de fabricar a esos dos seres el uno para el otro como las dos medias naranjas del cuento.

"¿Qué sucedió? Pues algo muy sencillo o vulgar: en el amor, cosa tan antigua, ya no hay nada original.

"Siempre he imaginado la pasión como una hoguera al borde de la cual andan rondando una mujer y un hombre; se miran, se invitan, tienen miedo a las llamas; hay un instante supremo en que solo un vaivén los haría caer en el centro del fuego a quemarse, a pulverizarse, a perderse o a renacer, depende de que en ellos haya paja, metal o ave fénix.

"En ese instante de oscilación a veces cae uno solo y el otro queda al borde del abismo. En nuestra historia él cayó dentro de la hoguera, ella se conservó salva en el borde y, con un gran sentido práctico o especulativo, fue alejándose del fuego donde aquél se consumía."

El joven se detuvo para encender otro cigarrillo; en su rostro se notaban las reacciones de una lucha interior que libraba a través del relato. Hablaba como si la dama de los ojos verdes no estuviera en el cuarto. Impetuoso, exaltado, elevaba el hilo de la narración hasta un punto en que parecía una propia confesión, y, otras veces, como esos cambios del sol y sombra que producen las nubes primaverales, retomaba el tono seco, sin emoción, con que comenzara su relato.

—He hecho este símbolo de la hoguera —siguió el narrador— para expresar en síntesis el fondo de los hechos, pues en la superficie el asunto ocurrió de la siguiente manera: Él le pidió que se divorciara y se uniera a él, y ella vaciló.

"Esto es complicadísimo, mi querida amiga ­continuó el joven­ una vez más se comprobó la teoría marxista de que lo espiritual está sometido a lo económico y no olvidemos que ella ascendía de la raza más pragmática del mundo...

"La súplica, el llanto, la humillación, etc., lo hicieron descender ante los ojos de la mujer, la cual se dio cuenta de que el amor desaparecía rápidamente para dar paso a la indiferencia y por último al fastidio.

"¡Sí, señora, al fastidio; el amor puede terminarse por demasiado amor! ¡No hay nada más fastidioso para la víctima que una persona enloquecida por el amor; es como un carnero enfermo que trata de romper a cabezazos una muralla de piedra hasta que cae con los sesos destrozados!

"Cayó en la bebida, en la droga, en la degeneración; pero no era de paja, había en él metales y, como el ave fénix, surgió de nuevo a la vida.

"Hay seres que se levantan del fango más limpios: del vicio resucitan con una retina a través de la cual las cosas adquieren un nuevo color: del dolor con otro sentido para apreciar el valor de la vida.

"Pasaron los años, finalizó sus estudios y se recibió de abogado.

"Otros tiempos, otras paredes, otras caras. Pero hay algunas plantas que son rebeldes al traslado de almácigo, nuestro héroe tuvo varios reventones sentimentales; buscó, le pareció encontrar tierras aptas, pero al final el retoño de amor fatalmente se secaba.

"No pudo encontrar aquel temblor emocional de otros tiempos y este fracaso hacía surgir más fuerte aquella época de pasión y gozo pasada junto a la bella mujer.

"Al fondo de todos los caminos por donde iba en busca de otros amores, surgía inexorable la imagen de aquella, hasta que se convenció de que estaba tarado para amar; de que la única mujer, tal vez, que pudo haber amado fue la fatal austríaca.

"Hombre templado al fin, resolvió realizar el camino de este mundo con esa tara sentimental como a quien le ha salido una verruga en la nariz y la lleva con tal resolución, que pasa a tomar parte de su personalidad. Así llevó esa especie de melancolía que lo acompañó desde entonces, como una característica natural de su persona.

"¡Y aquí viene mi teoría, señora! —dijo el joven frotándose las manos y pasando a un tono risueño—. ¡Necesitaríamos vivir mil años para establecer las leyes de un solo corazón humano!
Un buen día recibe un llamado telefónico. A través de la vibración mecánica de una voz, reconoció el timbre cálido de ella, que lo citaba para la tarde siguiente.

"Nuestro protagonista pasó una noche inquieta. Una mujer que no veía durante años, la bella austríaca a cuyo recuerdo se había acostumbrado como una cosa sucedida en otra vida, surgía de pronto, en aquel llamado telefónico, con los mismos fuegos donde él quemara su vida.

"¿Me necesita simplemente para algún asunto que nada tiene que ver con aquel amor? ¿Me habrá amado en la misma forma en que yo la he amado y hoy una crisis ha quebrado su resistencia, llamándome?

"A medida que se formulaba estas preguntas notaba que su reciedumbre se iba desplomando. El hilo telefónico se le había incrustado en los nervios, y la voz de la mujer, como una carga galvánica allá en el otro extremo del cobre hacía resucitar aquel cadáver de amor, aquella pasión muerta, cual una rata de laboratorio revivida por ese procedimiento.

"¿Y si una cruel curiosidad femenina, comprobar que aún tenía influencia sobre ese corazón de varón, era la causa de la cita?

"Por fin llegó la hora de despejar todas las dudas.

"El encuentro fue sereno. Dos miradas intensas trataron de pulsar los estados de ánimo. Un saludo cortés y empezaron a pasear por un sendero del parque de Providencia, entre remansos de follajes arreglados con una elegante rusticidad.

"Un silencio presente como un ser los acompañaba. La tarde poco a poco fue cayendo con su penumbra. El silencio se convirtió en un estado tenso que cada cual esperaba que el otro interrumpiera; pero ninguno se atrevía a romper aquello con una palabra que hubiera sonado con el tono hueco y deshumanizado de los ecos en algunos oquedales.

"Él paliaba aquella tensión mirando al cielo donde las primeras estrellas empezaban a rutilar y ella, con la cabeza baja, contemplaba la tierra oscura y cercana.

"De pronto, suavemente, apoyó su mano en el brazo de él. Estuvo a punto de temblar, apretó los dientes y los puños hasta hundirse las uñas en las carnes y así contuvo el temblor que pudo haberlo traicionado. Pero un hormigueo inundó todo su cuerpo. Una presión voluntariosa fue librándolo hasta adquirir otra vez su aplomo.

"Ella, por suerte, no notó el estado de angustia por el que acababa de pasar su acompañante; si lo hubiera notado, se habría salvado de caer vencida en esa lucha por la dominación que encierra todo amor.

"Usted verá, señora, que el amor es recíproco solo en su primera etapa; después, uno ama más y el otro solo se deja amar; la pasión generalmente empieza cuando ya existe una completa indiferencia en uno de los sujetos —afirmó el joven.

"Una luna brillante ascendió por detrás de la cordillera, del río vino una brisa suelta que se perdió entre el follaje, removiéndolo, y todo pareció complotarse para un instante romántico.

"Eran dos inteligencias despiertas que entablaron una lucha para no ceder a ese instante; una lucha en la que intervenían la naturaleza, el ambiente de aquella hora y esos dos corazones debilitados por un estado de ánimo especial.

"Trataron así de no ser cogidos por la oleada romántica del caer de la noche.

"Para descargarse de la espesa fuerza sentimental que provenía de la tierra, de las sombras, de los juegos de luz del follaje, etc., se detuvieron de súbito y se miraron, interrogantes, a los ojos.

"Los dos tenían una palabra fría, tal vez vulgar, sin importancia ni asunto, para quebrar aquel embrujo de la hora, pero se les quedó atravesada en la garganta ante el encuentro de los ojos y no resistieron. La naturaleza, la hora, el ambiente, triunfaron.

"Un beso largo y sostenido contuvo todos aquellos años de separación y dio salida a la tensión del momento.

"Ella confesó haber sido un poco cruel, calculadora. Dijo que una seguridad demasiado grande en el amor de él, se había desviado en un extraño sentimiento de crueldad, algo parecido al goce de los flagelados.

"¡Sí, señora ­se interrumpió el joven­ hay flageladores del espíritu, de los sentimientos, que flagelan a los seres que aman! ¡El amor lleva un pequeño engendro de odio, y ay del día en que el diminuto monstruo se desarrolle o se refuerza en ciertos apasionantes temperamentos!

"Se había divorciado, y el conocimiento de otros hombres le había demostrado la grandeza de ese primer amor, dándose cuenta del error que había cometido al dejarlo.

"Se entregaron esa noche con todo el bagaje de recuerdos y sentimientos que había acumulado el pasado; pero al día siguiente, nuestro protagonista amaneció como uno de esos cajones cordilleranos que un día despejado, aparecen al otro revueltos de nubes.

"¿Era la felicidad que se había desplomado tan de golpe sobre él, atontándolo? ¿Era un resabio cauteloso ante una posible nueva jugada de la flageladora? ¿Qué había, pues, en esa desazón sentida solo en algunos días melancólicos de la lejana adolescencia? ¿Amaba ahora solo la carne de aquella mujer y no al espíritu que la animaba?

"Recordaba que algo, en un instante, había pasado esa noche. Algo terrible, semejante solo a esa desesperanza que nos produce la muerte cuando nos arrebata el misterio que amábamos, dejándonos solo la basofia de la carne inerte.

"A través de los días fue sedimentándose una verdad: ¡No la amaba!

"El tiempo había hecho desaparecer aquel amor; pero la quemadura de la hoguera había dejado su cicatriz y sobre ella se había construido un sentimiento falso, una creencia que se encargó la propia causante de destruir. Fue un fantasma que se esfumó al primer contacto con la realidad.

"¡Sí, señora! ­continuó el narrador, subiendo el tono de la voz, ya exaltado, para finalizar proclamando la tesis de su historia­. El amor eterno dura tres meses, como dijo el poeta, los otros son amores falsos que se fincan en una herida, en una cicatriz, como hongos malsanos de los cuales debemos precavernos! ¡Son, en fin, el caso de las solteronas cuyos amores viven, porque están muertos! ¡Si un día se levantara de la tumba alguno de esos adolescentes amados, estoy seguro de que estas viejas ya no sentirían nada por él! ¡Sí, solo viven porque están muertos!"

Oculto el rostro con un pañuelo, la mujer de los ojos verdes atravesó presurosa el departamento y fue a encerrarse en su cuarto.

­¡Es usted cruel, tenía la cara arrasada de lágrimas y no sé cómo pudo resistir hasta el final el relato! —dijo la dama y continuó dirigiéndose al joven— . Más cruel que ella, porque ella lo ama intensamente y usted, al parecer de su teoría, no la quiere ya...

El joven tomó su sombrero y se despidió de la señora.

Pero al llegar a la calle una brisa refrescó su faz, y junto a la agradable reacción nació una duda:

¿Y si todo lo que he dicho no fuera ahora cierto? ¿Acaso uno odia, sufre o goza permanentemente? ¿Acaso en una sola hora uno puede tener todas las variaciones del alma, todas las contradicciones del corazón humano, mientras la forma, la acción, es una sola y permanente, y por lo tanto, falsa también?

Dio media vuelta y volvió sobre sus pasos.